Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Cara Colter. Todos los derechos reservados.

UN AMOR MUY DULCE, N.º 2468 - julio 2012

Título original: The Cop, The Puppy and Me

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0673-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

CAPÍTULO 1

OLIVER Sullivan, a quien habían llamado Sullivan durante tanto tiempo que ya apenas recordaba su nombre de pila, decidió que Sarah McDougall le caía fatal.

Encontrar gente desagradable era parte de su profesión, aunque la señorita McDougall no entraba en la categoría de los delincuentes.

–Aunque he tenido que lidiar con delincuentes más simpáticos –murmuró para sí mismo. Por supuesto, la ventaja con los delincuentes era tener autoridad sobre ellos.

Le caía mal y, sin embargo, Sullivan aún no había hablado con ella. Nunca la había visto en persona y le gustaría que siguiera siendo así.

Pero había acudido a su jefe.

Los mensajes que había dejado en su buzón de voz eran suficiente para que le cayese mal. Aunque no porque tuviese una voz desagradable; el problema era lo que quería de él.

Llámeme.

Por favor.

Es muy importante.

Tenemos que hablar.

Señor Sullivan, es urgente.

Y cuando no respondió a sus llamadas, Sarah Mc- Dougall había acudido a su jefe. ¿Qué era peor, que hubiese acudido a su jefe o que su jefe le hubiera ordenado que se pusiera en contacto con ella?

«Al menos habla con ella», le había dicho el jefe de policía de Kettle Bend. «En caso de que no te hayas dado cuenta, ya no estás en Detroit».

Pero Sullivan ya se había dado cuenta de eso. Cinco minutos después de llegar al pueblo.

Ser policía en un diminuto pueblo de Wisconsin era tan diferente a ser detective de homicidios en Detroit como Atila, el rey de los hunos y la madre Teresa de Calcuta.

–¿En qué momento de locura elegí Kettle Bend, Wisconsin? –murmuró.

Por supuesto, ese momento de locura tenía un nombre y ese nombre era Della, su hermana mayor, que vivía en aquel pintoresco pueblecito con su marido dentista, Jonathon, y sus dos hijos. Della llevaba años intentando convencerlo para que se mudase allí, desde que su vida se puso patas arriba.

Kettle Bend era un pueblo del que Walt Disney o Norman Rockwell se sentirían orgullosos. Un pueblo de calles tranquilas y silenciosas flanqueadas por árboles con las que él, acostumbrado a los peores barrios de Detroit, no podía identificarse.

Pero tampoco podía dejar de admirar las ramas de los árboles llenas de hojas moviéndose con la brisa primaveral, el olor de esa brisa entrando por la ventanilla de su coche.

A la sombra de los árboles había casas bien cuidadas, algunas con la bandera colgando de un mástil en la puerta. En general se parecían bastante, todas pintadas de blanco con algún ribete amarillo, azul o verde.

Todas tenían un porche y una valla blanca alrededor, tiestos o bonitas flores flanqueando el camino de entrada.

Pero Sullivan no pensaba dejarse engañar por eso.

Él sabía que esa ilusión de normalidad era la más peligrosa de todas: la de que hubiera un lugar seguro en el mundo, un sitio con balancines en el porche y limonada fresca en los ardientes días de verano donde nadie cerraba la puerta con llave, donde los niños podían montar en bicicleta sin ser vigilados por sus padres o ir solos al colegio, donde las familias reían y jugaban juntas. Un lugar inocente donde uno podía formar un hogar.

Sullivan siempre había intentando convencer a Della de que probablemente no era lo que parecía.

No, detrás de las puertas y las ventanas de esas bonitas casas, estaba seguro de que habría todo tipo de secretos: botellas de alcohol escondidas, niños enganchados a las drogas, mujeres con hematomas inexplicables…

Era ese escepticismo lo que hacía que no pegase en Kettle Bend.

Y que no tuviese nada que ver con los planes de Sarah McDougall.

Sullivan recordó su último mensaje en el buzón de voz: «Necesitamos un héroe, señor Sullivan».

Él no quería ser el héroe de nadie y tampoco era así como quería pasar su día libre. Y estaba a punto de hacer que Sarah McDougall lamentase haberse puesto en contacto con él.

Después de mirar de nuevo la dirección anotada en un papel, Sullivan detuvo el coche y miró alrededor antes de bajar del coche y poner el seguro. La gente de Kettle Bend podía creer que nada malo iba a ocurrir allí, pero él no pensaba confiarse.

Luego se volvió para mirar la casa en el número 1716 de Lilac Lane, que se parecía mucho a la de sus vecinos. Era una construcción de una sola planta, pintada recientemente de blanco con un ribete verde, a juego con la hiedra que cubría parte de los muros.

Sullivan abrió un portillo de madera y pasó bajo un arco que unos meses más tarde estaría cubierto de rosas.

Todo aquel «encanto» de pueblecito ideal empezaba a sacarlo de quicio.

El camino de cemento estaba agrietado en algunos sitios, pero flanqueado por matas de flores de color malva con el interior amarillo.

Solo se fijó en ellas porque eso era lo que hacía.

Sullivan se fijaba en todo, en cada detalle. Por eso era un buen policía, aunque no un buen ser humano, que él supiera.

Subió los escalones del porche y antes de llamar al timbre estudió los muebles de exterior: una mesa y dos viejos sillones de mimbre pintados del mismo verde que el ribete de la casa, con un montón de cojines de colores.

Un sitio para descansar, cómodo, seguro.

–¡Ja! –exclamó.

Sin embargo, esos detalles domésticos lo convencieran de que podía rechazar la proposición de Sarah McDougall sin ser demasiado brusco.

Aunque, por el momento, la sutileza no había servido de nada con ella. Cuando llamabas a alguien sesenta veces y esa persona no te devolvía la llamada no significaba: «Ve a hablar con su jefe».

Significaba: «Piérdete». «Búscate otro héroe».

Sullivan buscó el timbre, un aparato antiguo en forma de llave que había que girar.

Tras la mosquitera, la puerta interior, de color verde, estaba abierta y pudo oír el eco del timbre en el interior de la casa.

Nadie respondió, pero imaginó que dejar la puerta abierta era una invitación y asomó la cabeza en el interior.

La puerta de entrada se abría directamente al salón, separado de la entrada por una alfombra que parecía hecha a mano y que sugería que a su propietaria le gustaban el orden y los zapatos limpios.

El sol de la tarde iluminaba unos suelos de madera oscurecido por la pátina del tiempo.

Había dos sofás de color amarillo, uno frente a otro, delante de una mesa de café sobre la que había varias revistas y un jarrón lleno de esas flores malvas de la entrada.

Sullivan no se había hecho hasta entonces una imagen mental de su acosadora, pero era soltera, seguro. No había ni rastro de la presencia de un hombre en aquella casa. No tenía hijos porque no había juguetes y todo estaba demasiado limpio, aunque en la pared vio varias portadas de revistas enmarcadas. Y todas eran de El bebé de hoy.

Sullivan estaba seguro de que la propietaria era una mujer gruesa de mediana edad, con el pelo fosco y mal maquillada que se ocupaba obsesivamente de arreglar su casa porque no tenía nada mejor que hacer.

Y ya que no quedaba nada que hacer en su casa, había decidido dedicarse al pueblo.

«Señor Sullivan, Kettle Bend le necesita».

Sí, seguro. Kettle Bend necesitaba a Oliver Sullivan como Oliver Sullivan necesitaba un dolor de muelas.

Olía a algo… dulce, casero que evocó recuerdos de su infancia y despertó un anhelo que lo tomó por sorpresa.

«Descanso».

Sullivan sacudió la cabeza. Él había descansado durante todo un año y no le había gustado nada. Demasiado tiempo libre para pensar.

Impaciente, volvió a llamar al timbre.

Un gato, una bola de pelo gris con diabólicos ojos verdes, apareció en el pasillo y lo miró con antipatía antes de levantar una de sus patas para lamérsela tranquilamente. El gato era el toque final a la imagen mental que se había hecho de Sarah McDougall.

Ese gato sabía que a él no le gustaban los animales.

Y, por eso, la situación que lo había llevado allí era más exasperante. ¿Un héroe? A él no le gustaban los perros y por eso no quería responder a las preguntas de Sarah McDougall ni a las de docenas de periodistas que lo perseguían para saber por qué había arriesgado su vida por un cachorro.

Enfadado, cerró la puerta de golpe. Aquella mujer estaba prácticamente suplicando una dosis de realidad y él tenía de eso en abundancia.

–Está en el jardín.

Sullivan dio un respingo. No se había dado cuenta de que sus movimientos eran vigilados por la vecina de al lado, un anciana con cara de gnomo sentada en un balancín en el porche de su casa.

Bajo una mata de pelo blanco, en sus brillantes ojos negros había curiosidad más que el recelo con el que debería mirar a un extraño.

–Es usted el nuevo policía.

No había anonimato en aquel pueblo. Ni siquiera en su día libre, en vaqueros y camiseta.

Sullivan asintió con la cabeza, sorprendido por la confianza que la gente ponía en él solo porque era el nuevo policía.

En Detroit, nueve veces de cada diez ocurría todo lo contrario. Al menos en los barrios en los que él había trabajado.

–Hizo usted una cosa muy buena por ese perro.

¿Había alguien en la faz de la tierra que no lo supiera? Sullivan estaba empezando a odiar la palabra Internet más que nada en el mundo.

La anciana no pensaría que era tan bueno si supiera cuántas veces había deseado haber dejado que al perro se lo llevase la corriente.

Recordó entonces cómo el animal se pegó a él cuando llegaron a la orilla, intentando respirar. El cachorro, empapado y muerto de miedo, se había acurrucado sobre su pecho…

En realidad, no habría sido capaz de dejar que se ahogase. El problema era que un tonto con un móvil había grabado el momento en el que se tiró al río Kettle para colgarlo luego en Internet donde, por lo visto, lo había visto el mundo entero.

–¿Cómo está el perro?

–Sigue en el veterinario –respondió Sullivan–, pero se pondrá bien.

–¿Alguien lo ha reclamado?

–No.

–Bueno, eso no será un problema. Si no aparece el dueño, alguien querrá adoptarlo.

–Sí, ya.

Por culpa del vídeo, el departamento de policía de Kettle Bend tenía que soportar docenas de llamadas diarias sobre ese perro.

Sullivan siguió el camino de cemento que llevaba a la parte de atrás y poco después llegó a un jardín…

No había ninguna palabra para describir aquel jardín lleno de árboles y flores.

Salvo tal vez «encantado».

Sullivan se quedó mirando la profusión de flores sobre la hierba recién cortada…

Tenía la sensación de haber entrado en un santuario privado.

Sagrado.

Hizo una mueca, pero esta vez sintiéndose un poco inquieto.

Y entonces la vio.

Inclinada arrancando malas hierbas, totalmente concentrada en lo que hacía, su rostro escondido bajo un sombrero, la punta de la lengua entre los labios.

Llevaba una camiseta de flores y un pantalón corto blanco manchado de tierra… y tenía unas piernas largas y bronceadas que lo dejaron sin aliento.

Mientras la miraba, ella tiró de una mala hierba y cuando consiguió arrancarla se vio catapultada hacia atrás. Pero cuando recuperó el equilibrio se quedó muy quieta, como si supiera que alguien estaba observándola.

Y cuando se dio la vuelta Sullivan descubrió que Sarah McDougall no era una mujer de mediana edad, no tenía el pelo fosco y no llevaba maquillaje.

Unos rizos de color cobrizo escapaban del sombrero, enmarcando una carita de duende. Tenía pecas en la nariz respingona y una barbilla a juego…

Pero fueron sus ojos lo que hizo que se quedase sin respiración. Él sabía leer los ojos de la gente, aunque era más difícil de lo que pensaban los demás. Un mentiroso podía mirarte sin parpadear, un asesino podía tener ojos de inocente cervatillo.

Pero once años trabajando en uno de los departamentos de policía más duros del país habían hecho que desarrollase la habilidad, que a su hermana le parecía aterradora, de detectar la personalidad de la gente con una sola mirada.

Y aquella mujer era la típica vecina de al lado, dulce, guapa, probablemente ingenua. Con unos ojos enormes de color pardo… preciosos, debía reconocer.

Una mujer que dejaba abierta la puerta de su casa y quería convertirlo en un héroe.

Pero en lugar de sentirse irritado, en lugar de recordar la furia que sentía porque había llamado a su jefe, Sullivan sintió el absurdo deseo de protegerla.

–Debería cerrar la puerta con llave –dijo bruscamente.

Debería darse la vuelta y alejarse de ella. Porque lo que una chica como Sarah McDougall necesitaba era protegerse de tipos como él, que habían visto demasiadas cosas horribles y tenían una actitud desconfiada ante la vida. Una desconfianza que podía destruir el halo radiante que parecía rodearla.

Pero si se iba sin darle una oportunidad, podría volver a llamar a su jefe…

Sullivan se acercó hasta que su sombra oscureció los ojos pardos.

Él raramente estrechaba la mano de alguien. Solía mantener las distancias para establecer su autoridad, de modo que le sorprendió querer extender su mano.

–¿Señorita McDougall? –le preguntó–. Soy Sullivan.

Sarah McDougall sonrió entonces y él se alegró de haber metido las manos en los bolsillos del pantalón.

–Señor Sullivan –empezó a decir, incorporándose–. Cuánto me alegro de que haya venido. ¿Puedo llamarlo Oliver?

–No, no puede. Nadie me llama Oliver. Y no soy «señor Sullivan», sino «agente Sullivan».

Ella lo miró entonces, sorprendida.

–¿Nadie lo llama Oliver?

¿Por qué le hacía esa pregunta? ¿No había dejado perfectamente claro que no iba a haber absolutamente nada personal entre ellos, ni siquiera una invitación a llamarse por el nombre de pila?

–No –respondió, con sequedad.

Una sequedad de la que ella no parecía o no quería darse cuenta.

–¿Ni siquiera su madre? –Sarah McDougall enarcó una escéptica ceja. Aunque esa expresión resultaba más bien cómica, como un canario intentando parecer agresivo.

–Mi madre murió.

Podía ver la compasión asomando a sus ojos y no pensaba permitirlo. Su madre había muerto cuando él tenía diecisiete años.

Y su padre.

Pero, como no tenía intención de hacerla creer algo que no era, lo mejor sería ser muy claro con respecto a su visita.

Brutalmente claro.

–No vuelva a llamarme, no tengo intención de ayudarla –le espetó–. Aunque me llame seis millones de veces, no soy ese tipo de héroe, no quiero ser su amigo y no quiero salvar al pueblo. Y no vuelva a llamar a mi jefe otra vez porque le aseguro que no me querría como enemigo.

Pero, si había pensado que así intimidaría a Sarah McDougall, estaba muy equivocado.

Porque ella lo miraba guiñando los ojos y con los labios obstinadamente apretados…

Y eso solo podía significar problemas.

Sarah miró a su inesperado visitante, atónita no solo por su repentina aparición, sino por su aspecto y, sobre todo, por su antipático tono.

Estaba totalmente concentrada arrancando malas hierbas y su llegada la había pillado por sorpresa. Aunque, si hubiera estado esperando a aquel hombre con un bonito vestido y el servicio de té sobre la mesa, seguramente también se habría quedado sin habla.

Que no le devolviese las llamadas la había hecho pensar que no sería precisamente el tipo amable y simpático que ella quería que fuese, pero el vídeo no la había preparado para la realidad de Oliver Sullivan.

En el vídeo de treinta segundos, desde que él se quitaba la camisa para lanzarse al río Kettle hasta que llegaba a la orilla con el cachorro en brazos, parecía un hombre fuerte, valiente.

Y era valiente, podía verlo en sus ojos. Un hombre que no le tenía miedo a nada.

Pero, si había pensado que sería simpático y amable, estaba muy equivocada.

El mensaje en su contestador automático era un poco brusco, pero había decidido pensar que era debido a su profesión; al fin y al cabo era policía. Pero que no hubiera devuelto ninguna de sus llamadas debería haberle dado la respuesta.

Y, de repente, aparecía en su casa y se portaba como un grosero.

No había nada cálido o simpático en esos ojos oscuros. Eran fríos, penetrantes. Había un muro tan alto en ellos que sería más fácil escalar el Everest.

No, la realidad de Oliver Sullivan no tenía nada que ver con la fantasía que ella había creado después de ver el vídeo.

Iba en vaqueros, con una camiseta verde de manga corta que se ajustaba a su ancho torso y dejaba al descubierto unos firmes bíceps. Cien hombres en Kettle Bend llevarían el mismo atuendo aquel día, pero Sarah estaba segura de que ninguno de ellos irradiaría el poder que irradiaba Oliver Sullivan.

Parecía un guerrero antiguo con el disfraz de un ser civilizado.

Era uno de esos hombres que irradiaba seguridad en sí mismo y confianza en su habilidad para solucionar cualquier problema. Como si estuviese esperando un problema en cualquier momento.

A pesar de ser un hombre muy guapo, tenía una expresión cínica. Sí, Oliver Sullivan era un hombre que esperaba lo peor de los demás y rara vez se equivocaba.

Aun así, era muy atractivo. Si pudiera convencerlo para que diese un par de entrevistas en televisión, la cámara adoraría su pelo de color chocolate, sus almendrados ojos castaños, tan oscuros que casi parecían negros. Tenía la nariz recta, buenos pómulos, labios sensuales, un hoyito en la barbilla y…

Y no podía permitirse el lujo de dejarse intimidar por él.

Sencillamente, no podía.

Kettle Bend lo necesitaba.

Aunque Sarah no quería pensar en él y en el verbo «necesitar» al mismo tiempo.

Porque Oliver Sullivan era el tipo de hombre que hacía que una mujer se sintiera consciente de necesidades que había creído dejar atrás.

Un hombre con una masculinidad tan potente que podía hacer que una mujer anhelase lo que había tenido una vez: besos enfebrecidos, unos brazos fuertes, risas por la noche.

Un hombre que casi podría hacer que una mujer olvidase el precio que tendría que pagar por todas esas cosas.

Pero Sarah no necesitaba que nadie cuidase de ella y eso era algo de lo que se enorgullecía.

De su independencia.

No necesitaba a nadie. Ya no. Nunca más.

De modo que, con más confianza de la que sentía en realidad, se quitó los guantes de jardinería y le ofreció su mano.

Y luego contuvo el aliento mientras esperaba que él la aceptase.

CAPÍTULO 2