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USOS

Y

COSTUMBRES

DE LOS

JUDIOS

EN LOS TIEMPOS DE CRISTO

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ALFRED EDERSHEIM

Editorial CLIE

C/ Ferrocarril, 8

08232 VILADECAVALLS (Barcelona) ESPAÑA

E-mail: clie@clie.es

Internet: http://www.clie.es

USOS Y COSTUMBRES DE LOS JUDÍOS

ISBN: 978-84-7645-386-5

eISBN: 978-84-8267-800-9

Clasifíquese:

290 HISTORIA:

Tiempos de Jesús

CTC: 01-03-0290-04

Referencia: 22.34.84

ÍNDICE

PREFACIO

I. Palestina hace dieciocho siglos
II. Judíos y gentiles en «la tierra»
III. En Galilea en la época de nuestro Señor
IV. Viajando por Palestina: Carreteras, mesones, la hospitalidad, los funcionarios de aduanas, los impuestos, los publicanos
V. En Judea
VI. Hogares judíos
VII. La crianza de los niños judíos
VIII. Temas de estudio: La educación hogareña en Israel. La educación femenina. Escuelas elementales. Maestros y disposiciones de las escuelas
IX. Madres, hijas y esposas en Israel
X. En la muerte y después de la muerte
XI. Perspectivas judías acerca de las profesiones, de los profesionales y de los gremios
XII. El comercio
XIII. Entre el pueblo, y con los fariseos
XIV. La «fraternidad» de los fariseos
XV. Relación de los fariseos con los saduceos y los esenios, y con el Evangelio de Cristo
XVI. Las sinagogas: Su origen, estructura y disposición externa
XVII. El culto de la sinagoga
XVIII. Breve Bosquejo de la antigua literatura teológica judía
APÉNDICE I. Traducción del Tratado «Middoth» de la Misná
APÉNDICE II. Traducción de selecciones de Talmud Babilónico, Tratado «Berachoth»

PREFACIO

El propósito de este volumen es el mismo que el de mi anterior libro acerca de El Templo, su ministerio y servicios en los tiempos de Cristo. En ambos ha sido mi intento transportar al lector a la tierra de Palestina en la época de nuestro Señor y sus apóstoles, y mostrarle, por así decirlo, hasta allí donde era posible dentro del alcance de cada libro, la escena y las personas en medio de las que habían tenido lugar los acontecimientos registrados en la historia del Nuevo Testamento. Porque creo yo que en aquella medida en que nos familiaricemos con su entorno —por así decirlo ver y oír por nosotros mismos lo que sucedía en aquel entonces, entrar en sus ideas, familiarizamos con sus hábitos, maneras de pensar, sus enseñanzas y culto— no sólo llegaremos a comprender muchas de las expresiones y alusiones en el Nuevo Testamento, sino que obtendremos también nuevas evidencias de la veracidad de su relato, tanto por su fidelidad a la imagen de la sociedad, como conocemos que era, y por el contraste de sus enseñanzas y objetivos con los de los contemporáneos del Señor.

Porque el cuidadoso estudio de este período deja esta convicción en la mente: que —dicho sea con reverencia— Jesucristo pertenecía estrictamente a su tiempo, y que el Nuevo Testamento es, en sus narraciones, lenguaje y alusiones, estrictamente fiel al período y circunstancias en que los acontecimientos tienen lugar. Pero en un aspecto, de mucha mayor importancia, no hay similaridad entre Cristo y su época. «Jamás hombre alguno» —ni de aquella época ni posterior— «ha hablado como este hombre»; jamás hombre alguno vivió ni murió como Él. Ciertamente, si Él era el Hijo de David, también es el Hijo de Dios, el Salvador del mundo.

En mi libro sobre El Templo, su ministerio y servicios, he tratado de llevar conmigo al lector al Santuario, y hacerle ver todo lo relacionado con sus instituciones, su sacerdocio y sus solemnidades. En este libro he tratado de presentarle la sociedad civil ordinaria, y hacer que se mezcle con los hombres y mujeres de aquel período, que los vea en sus hogares y familias, que aprenda de sus hábitos y maneras, y que los siga en su vida ordinaria, todo ello como ilustración de la historia del Nuevo Testamento, y tratando al mismo tiempo de presentar de manera llana las escenas observadas.

Otra sección, y quizá la más importante en cuanto a su trascendencia para el cristianismo, queda por hacer: seguir el progreso del pensamiento religioso, en lo que respecta al canon de la Escritura, al Mesías, a la ley, al pecado y a la salvación; describir el carácter de la literatura teológica, y mostrar el estado de las creencias doctrinales en los tiempos de nuestro Señor. Es aquí especialmente que deberíamos ver tanto la relación en forma como el contraste casi absoluto en sustancia entre lo que era el judaísmo en los tiempos de Cristo, y las enseñanzas y el reino de nuestro bendito Señor. Pero esto estaba fuera del objeto de este volumen, y pertenece a una obra de mayor envergadura, de la que este libro y el anterior pueden ser considerados, en cierto sentido, como estudios preliminares. Por ello, allí donde la sociedad civil tocaba, como sucede en tantas cuestiones, en lo teológico y lo doctrinal, sólo fue posible «bosquejarlo», dejando estos bosquejos para ser rellenados más tarde. La total exposición de los tiempos de nuestro Señor, en todas sus facetas —mostrando no sólo quiénes eran aquellos entre los que Jesucristo se movía, sino también lo que conocían, pensaban y creían—, y ello como el marco, por así decirlo, en el que situar como una imagen la vida de nuestro mismo bentido Señor, ésta debe ser ahora la obra a la que, con toda reverencia en oración y con el más intenso estudio, me dedicaré de ahora en adelante.

Parecía necesario exponer esto, a fin de explicar tanto el plan de este libro como la forma de su desarrollo. Sólo añadiré que aquí se incorporan los resultados de muchos años de estudio, en los que he aprovechado todas las ayudas a mi alcance. Podría parecer afectación dar una lista de los nombres de todas las autoridades consultadas o libros leídos en el curso de estos estudios. Los mencionados en las notas de pie de página constituyen sólo una pequeña proporción de los mismos.

En todo ello, mi constante objeto ha sido ilustrar la historia y las enseñanzas del Nuevo Testamento. Incluso el «Índice de Escrituras» al final mostrará en cuántos casos se ha intentado. Así, espero anhelante que estas páginas arrojen alguna luz adicional sobre el Nuevo Testamento, y que ofrezcan renovadas evidencias —para mí de lo más poderosas—, y en una nueva dirección, de la verdad «de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas». Y ahora sólo queda, al final de estas investigaciones, expresar una vez más mi plena y gozosa creencia en aquella gran verdad a la que todo conduce: que «CRISTO ES EL FIN DE LA LEY, PARA JUSTICIA A TODO AQUEL QUE CREE.»

ALFRED EDERSHEIM

THE VICARAGE, LODERS, BRTOPORT.
Noviembre, 1876

ANÁLISIS DEL CONTENIDO

I. Palestina hace dieciocho siglos

Palestina—Su condición actual—Su condición en tiempos de Cristo—Sentimientos de los rabinos Jonatán y Meir acerca de ella—Clima—Productos vegetales y animales—Paisaje—Entusiasmo religioso acerca de Palestina—Amor de los rabinos hacia la tierra—Trato de las escuelas de Babilonia por parte de los rabinos—Supersticiones acerca de Palestina—Presente estado de los sentimientos acerca de ella—Escasez de reliquias—Extensión de Palestina en tiempos de Cristo—Habitantes—Opiniones acerca de las diez tribus—Gobierno—Testamento de Herodes el Grande—Disputas entre Arquelao y Herodes Antipas—Ingresos de Arquelao, de Herodes el Grande y de Agripa II—Monedas de Palestina—División de Palestina—Opiniones de los judíos acerca de Samaria.

II. Judíos y gentiles en «la tierra»

Límites de Palestina—Opiniones de los rabinos acerca de la santidad de la tierra y de la impureza del suelo pagano—Las tres tierras designadas como Palestina—Ofrendas, de dónde eran lícitas—Países incluidos en Siria—Su asimilación a/y distinción de Palestina—Opiniones judías acerca de los países paganos—Clasificación de los países por Maimónides—Lugares que según los rabinos podían aportar Biccurim y Therumoth—Distinciones entre el país al este y al oeste del Jordán—Preeminencia de la Judea propia sobre Galilea—Antioquía—Las costas de Tiro y de Sidón—Milagros obrados allí—Partidos en Palestina en la época de Cristo—Dialectos—Expansión del helenismo—Divisiones del judaísmo—Separación entre los judíos fariseos y los paganos—Opiniones mutuas de judíos y de paganos.

III. En Galilea en la época de nuestro Señor

Distinción entre Galilea y Judea—Redacción de la Misná y del Talmud de Jerusalén desde Tiberias—Sentimientos de los fariseos acerca de Galilea—Oración de un célebre rabí—El rabí Jannai—Peculiaridades de Galilea—Territorio—Distinción entre la Alta y la Baja Galilea—Safed—Paisaje de la Alta Galilea—La gran ruta caravanera—La feracidad de Galilea—Ciudades, pueblos y población de Galilea—Sus industrias—Nazaret—Ciudades célebres de Galilea—Opiniones y dichos de los rabinos acerca de ella—Distinciones teológicas entre Galilea y Judea —Carácter de los galileos—El lago de Galilea.

IV. Viajando por Palestina: Carreteras, mesones, la hospitalidad, los funcionarios de aduanas, los impuestos, los publicanos

Viajando por Palestina—Grandes vías—Carreteras secundarias—Diferentes términos para designarlas—Carreteras romanas—Reparación de los caminos—Vehículos—Caravanas—Hospitalidad—Dichos rabínicos acerca de la hospitalidad—Reglas para los anfitriones y los huéspedes—Mesones—Polícia secreta—Recaudadores de impuestos—Peajes y tasas—Ingresos reales—Exacciones romanas—Escrúpulos religiosos acerca de ellos—Publicanos—El llamamiento de Leví.

V. En Judea

Judea, cómo se distinguía por encima de Galilea—Paisaje—Lugares recorridos por los peregrinos—Siló—Betel—Ramá—El pilar de Raquel—La Sefela—El desierto de Judea—Masada—Jericó—El Arabá—Sentimientos judíos acerca de Judea—Expectativas del Mesías—Falsos Mesías—Sentimientos de los rabinos acerca de esta cuestión—Temas que ocupaban la atención de los rabinos—Privilegios de vivir en Judea—Sus límites—Cesarea—Divisiones de Judea—La llanura de Sarón—Antípatris—Lida—Chephar Tabi—Jope o Jaffa-Emaús—Belén, cómo se la consideraba en relación con el nacimiento del Mesías—Migdal Eder—Los pastores dando a conocer el nacimiento de Cristo—Jerusalén—Sentimientos rabínicos con respecto a la ciudad—Nombres dados a ella—Sinagogas en Jerusalén—La hospitalidad de sus habitantes—Betania y Betfagé—Carácter de los habitantes de Jerusalén—Sentimientos judíos acerca de la ciudad—Su población—El Templo.

VI. Hogares judíos

Distinción entre judíos y gentiles—Ciudades y pueblos de los judíos—Número de pueblos—Distinción entre aldeas, pueblos y ciudades—Aldeas—Apariencia de las ciudades—El portón—Lugares de mercado—Gremios—Carácter de los judíos—Apariencia de una ciudad de noche—Ventanas—Sentimientos judíos acerca de las representaciones de las cosas en el cielo y en la tierra—Opiniones del rabí Gamaliel—El gobierno de ciudades y aldeas—El Sanedrín local—Policía y normas sanitarias—Pavimentación de las ciudades—Estructura de las casas—Tejados—El camino de los tejados—Estancias para visitantes—La galería alrededor del patio—Aposentos altos—El patio interior—Mobiliario—La vida familiar—Ritos religiosos en la familia—Fiestas familiares—El sábado—La posición de la mujer—Relación entre los miembros de una familia—Esterilidad—Relaciones entre padres e hijos—Reverencia hacia la edad—El tradicionalismo, destructor del espíritu de reverencia para con los padres.

VII. La crianza de los niños judíos

Términos para designar las etapas de la primera infancia—Diferentes períodos de la vida según el rabí Jehudah—Edad en la que se comenzaba a leer la Biblia—Comienzo de la educación—Instrucción recibida por el niño en la vida y los ritos familiares—Sentimientos de un niño en el Templo—Parte que los niños tomaban en la Cena Pascual—Solicitud de la instrucción parterna ilustrada en el Libro de Proverbios—Posición de las madres—La reina de Massa—Agur—Lemuel—Madres del Nuevo Testamento—Crianza de Timoteo—Persecución religiosa en la época del surgimiento de los Macabeos—Influencia de las madres piadosas—La infancia de nuestro Señor—Jesús sentado en el Templo entre los doctores.

VIII. Temas de estudio. La educación hogareña en Israel. La educación femenina. Escuelas elementales. Maestros y disposiciones de las escuelas

Influencia de la Biblia en la elevación de la moralidad pública—Superioridad de la vida familiar judía—Conocimiento de la Ley de Dios—Estudio de lenguas—Estudio de la Torá o ley—Leyendas acerca de la importancia de los rabinos—Influencia del estudio exclusivo de la ley sobre la educación—Enseñanza en el hogar—Manera de enseñar a leer—La escritura—Los escribas—Uso de las letras iniciales—Falsificación de firmas y de documentos—Materiales para la escritura—La educación de las niñas—Escuelas elementales—Maestrescuelas—Instrucción moral e intelectual—Reglas para los maestros—El estudio de la Misná y de la Biblia—Escuelas en las sinagogas—El cuidado de los hijos de los pobres y de los huérfanos.

IX. Madres, hijas y esposas en Israel

La posición de la mujer en Israel—Las santas mujeres de antaño—Ideas rabínicas acerca de la creación de Eva—Las cuatro madres—Miriam—Débora—La mujer de Manoa—La madre de Samuel—Abigail—La mujer sabia de Tecoa—Huida—La Sunamita—Rut—Ester—La igualdad social de la mujer—El ministerio de las mujeres—La poligamia—Opiniones acerca del divorcio en tiempos de Malaquías—No-vias—Cuatro razones para el matrimonio—¿Maza o Moze?—Cualidades deseables en una mujer—Razones rabínicas para la creación de Eva del costado de Adán—El matrimonio, una obligación religiosa—Edad a la que el hombre debiera casarse—Problemas de dinero—Desposorios, cómo se consideraban—Escritos de desposorios, o Shitre Erusin—Contratos matrimoniales, o Chethubah—Dotes—Formalidades legales en los desposorios—La ceremonia matrimonial—Días de bodas—La semana antes de las bodas de Caná—Aquel matrimonio como ilustrativo de las prácticas judías—Fiestas de bodas—Los amigos del novio—Los hijos de la cámara nupcial—El atavío de la novia—El velo y la corona de la novia—Las lámparas de las bodas—Impedimentos al matrimonio—Divorcio, por qué razones se permitía—Obligaciones vinculantes a marido y mujer—Mujeres del Nuevo Testamento—Textos de cumpleaños.

X. En la muerte y después de la muerte

La muerte del rabí Jochanan ben Saccai y la del rabí Jehudah el Santo—La enseñanza del Evangelio acerca de la muerte—Influencia del estado espiritual de los padres en sus hijos—La enfermedad, cómo era considerada—Disciplina—Leyes rabínicas y reglamentaciones para la salud—Médicos—Medicinas empleadas—Duración de la vida—Muerte prematura—Muerte sin dejar un hijo—903 clases diferentes de muerte—Muerte por boca de Jehová—Personas sobre las que no tenía poder el ángel de la muerte—Señales en cuanto al momento y manera de la muerte—Enterramiento—Funeral del joven en Naín—Ceremonias funerarias—Sepulcros—La resurrección de Cristo—Tratamiento de los enlutados—Distinción entre el Onen y el Avel—El duelo—Aniversarios de fallecimientos—Enseñanza de los rabinos acerca del estado futuro—Paraíso e infierno—Pecado—Parábolas rabínicas asemejándose a la de los invitados a la boda—Opiniones doctrinales de los rabinos acerca del Purgatorio y del Paraíso.

XI. Perspectivas judías acerca de las profesiones, de los profesionales y de los gremios

Dichos de la Misná acerca de los oficios—Las opiniones del rabí Nehorai—Influencia del trasfondo judío en la historia evangélica—Nuestro Señor y sus discípulos—La dignidad del trabajo tal como ha sido expuesta por san Pablo—El respeto de los rabinos por el trabajo honrado—La superioridad de la postura judía a este respecto—La combinación del estudio con el trabajo manual—El trabajo, cómo es considerado en el Antiguo Testamento y en los Apócrifos—Oficios de los rabinos—Sus principios acerca de los oficios—La Misná acerca del trabajo—Semejanzas y diferencias entre las enseñanzas de los rabinos y la de Cris-to—Enseñanza rabínica sobre la dignidad del traba-jo—Oficios prohibidos por la Misná—Tejedores—Obreros en el Templo—Tradiciones acerca de los artesanos de Alejandría—Los gremios de Alejandría—Los gremios de Palestina—Lugares llamados por sus oficios—Artesanos empleados por Herodes el Grande para la reconstrucción del Templo—El velo del Lugar Santísimo—Dificultades de los patronos judíos con sus trabajadores—Sindicatos.

XII. El comercio

Cambio en las opiniones de los rabinos acerca del trabajo manual—Dichos rabínicos ordenando sumisión a las autoridades—Posturas judías acerca del comercio—Israel no una nación comercial—Palestina no apropiada para la prosecución del comercio—Comercio en tiempos de Salomón y de Josafat—Ingresos de Salomón—Ataques contra la antigüedad del Pentateuco refutados—Opiniones rabínicas sobre el comercio—Personas declaradas inaptas como testigos—Inspectores de pesos y medidas—Precios—Porcentajes—Falta de honradez, cómo era considerada—Cambio de opiniones rabínicas acerca del comercio—Los judíos de Alejandría—Artículos de comercio—Importaciones y exportaciones—Leyes regulando las profesiones y el comercio—Regateo—Los cambistas—Leyes contra tratos deshonestos—Precio de los cereales—La usura—Deudores y acreedores—Prendas.

XIII. Entre el pueblo, y con los fariseos

Los fariseos—Las oraciones de los fariseos en las calles—La enseñanza rabínica sobre la eficacia de la oración—Grados de los fariseos—Los Chasidim—Vestidos de moda de aquel tiempo—Atavío de las damas—El cabello, su peinado y ornamentación—Joyas—Los bordes de los vestidos—Los flecos—Las filacterias o tephillin—Cuándo y dónde se llevaban—Valor e importancia de las filacterias a los ojos de los rabinos—Leyendas rabínicas acerca de las filacterias—Acusación de Cristo contra los fariseos—Supersticiones acerca de las filacterias—Patriotismo y religión de los fariseos—Historia de la «fraternidad»—Sus votos y obligaciones—Los fariseos como representantes del fervor y del celo religioso—Su influencia.

XIV. La «fraternidad» de los fariseos

El orden de los fariseos—La conspiración contra san Pablo, explicada—Absolución de votos—Parecido del fariseísmo con el ultramontanismo, los ultramontanos y los jesuitas—Los Nivdalim de los tiempos de Esdras y Nehemías—Los Perushim, o fariseos—Aplicación de los términos Chasidim y Nivdalim a la vida cristiana—Política helenizante de los sucesores de Alejandro Magno—Insurrección de los Macabeos—Amalgamación de los Chasidim con los fariseos—Principios de los Chasidim—Origen de los fariseos—Regulaciones para la Terumah y diezmos en el tiempo de Juan Hircano—Chabura de fariseos—Obligaciones de los Chaberim—Grados de fariseos—Votos vinculando a la «fraternidad»—Su sistema de externalismo—Menosprecio de los rabinos y de los saduceos por la secta—Antagonismo entre el fariseísmo y el Evangelio.

XV. Relación de los fariseos con los saduceos y los esenios, y con el Evangelio de Cristo

Triunfo de los fariseos sobre los saduceos—Un sacerdote saduceo en la Fiesta de los Tabemáculos—Posturas doctrinales de los saduceos—Origen del nombre—Clases a las que pertenecfan principalmente los fariseos y los saduceos—Los esenios—Relación entre sus opiniones y la religión de Zoroastro—Número de los esenios—Sectarios pertenecientes a la rama mfstica y ascética del fariseísmo—Vestimenta y apariencia de los esenios—Sus observancias religiosas—Votos y regulaciones impuestas sobre la secta—Su manera de pasar el día—Diferencia y semejanza entre el esenismo y el cristianismo—Contradicción esencial entre el Evangelio de Cristo, y los fariseos, saduceos y esenios.

XVI. Las sinagogas: Su origen, estructura y disposición externa

La opinión del rabí Jochanan acerca de la oración—La oración en la casa y en la sinagoga—El Talmud de Babilonia acerca de frecuentar la sinagoga—Derivación del término sinagoga—El Edah y el Kahal—Origen e historia de la sinagoga—El menor número para constituir una congregación—Número de sinagogas en Jerusalén—Situación y arquitectura de estos edificios—La sinagoga en Capernaum—Juan 6:25, etc., explicado por la entalladura en el dintel de la sinagoga—Leyenda acerca de Elías—El rabí Seira acerca de correr a la sinagoga—La Iglesia en la casa—Colectas de dinero en la sinagoga—Santidad del edificio—Casas de oración—La separación de sexos en la sinagoga—Arreglo del interior de la sinagoga—Los rollos de la ley en la sinagoga—Los asientos en la sinagoga.

XVII. El culto de la sinagoga

La sinagoga en el Templo—El atrio de piedras pavimentadas—El culto del Templo desbancado por el de la sinagoga—Oportunidades dadas por la sinagoga para la expansión del Evangelio—La liturgia de la sinagoga—El Shema—Las bendiciones—La oración después del Shema—La oración vespertina—Las dieciocho eulogías—Los líderes de las devociones en la sinagoga—La bendición de los sacerdotes—La actitud, atavío y apariencia en la oración—El leccionario—Número y tiempo de los servicios—Los sermones—Cristo en la sinagoga.

XVIII. Breve bosquejo de la antigua literatura teológica judía

Designaciones de la sinagoga—El Sanedrín—La ordenación de los miembros del Sanedrín—Cualificaciones—Los Chassanim o ministros de la sinagoga—El Sheliach Zibbur—El Gabaei Zedakah—El Meturgeman—Los Targumim—Los Midrashim—El Libro de los Jubileos, o Génesis menor—Los escritos pseudoepigráficos—Sus clasificaciones—La Halachah—La Haggadah—Los cuatro cánones y las treinta y dos reglas relacionando la Haggadah con la Escritura—El valor numérico de las palabras—La Misná—La Gemara—El Talmud de Jerusalén y el de Babilonia—Disposición de la Misná—La Cábala—Relación entre Cristo y los hombres de su tiempo.

Apéndice I.

Traducción del tratado mísnico Middoth de la Misná.

Apéndice II.

Traducción de selecciones del Talmud Babilónico, Tratado Berachoth.

I

PALESTINA HACE DIECIOCHO SIGLOS

Hace dieciocho siglos y medio, la tierra que ahora yace desolada,* con sus desnudas y grises colinas mirando a valles mal o nada cultivados, con sus bosques destruidos, sus terrazas de olivos y vides desvanecidas en polvo, con sus aldeas sumidas en la pobreza y en la suciedad, sus caminos inseguros y desiertos, su población nativa casi desaparecida, y con ellos su industria, riqueza y poder, presentaba una escena de belleza, riqueza y actividad casi sin par en el mundo entonces conocido. Los rabinos nunca se cansan de cantar sus alabanzas, tanto si su tema es la preeminencia física como la moral de Palestina. Sucedió una vez, según se encuentra en uno de los más antiguos comentarios hebreos,1 que el rabí Jonatán estaba sentado bajo una higuera, rodeado por sus estudiantes. Repentinamente se dio cuenta de cómo el maduro fruto encima, abriéndose debido a su riqueza, dejaba caer su delicioso jugo al suelo, mientras que a poca distancia la distendida ubre de una cabra se mostraba incapaz de retener la leche. «He aquí», exclamó el rabí, al mezclarse ambas corrientes, «el cumplimiento literal de la promesa: “una tierra que fluye leche y miel.”» «La tierra de Israel no carece de ningún tipo de producto», argüía el rabí Meir: «como está escrito (Dt. 8:9): “ni te faltará nada en ella”».2 Y tales declaraciones no carecían de justificación; porque Palestina combinaba todas las variedades climáticas, desde las nieves del Hermón y el frescor del Líbano hasta el calor moderado del lago de Galilea y el tórrido calor tropical del valle del Jordán. Por esto no sólo se encontraban árboles frutales, cereales y hortalizas conocidos en nuestra latitudes más templadas, junto con los de zonas más soleadas, sino también las raras especias y perfumes de las zonas más tórridas. De manera similar, se dice, había en sus aguas todo tipo de peces, mientras que el aire estaba lleno del canto de aves de los más vistosos plumajes.3 Dentro de un área tan pequeña, el país debe haber sido singular por su encanto y variedad. En la ribera oriental del Jordán se extendían anchas planicies, valles elevados, agradables bosques y territorios cerealeros y de pastos casi ilimitados; en la ribera occidental se encontraban colinas llenas de terrazas, cubiertas de olivos y vides, deleitosas cañadas, por las que pasaban murmurantes arroyos, con una belleza como de un país de hadas y con plenitud de vida, como alrededor del lago de Galilea. En lontananza se extendía el gran mar, punteado por extendidas velas; aquí se encontraban lujosas riquezas, como en las antiguas posesiones de Isacar, Manasés y Efraín; y allí, más allá de estas llanuras y valles, las tierras altas de Judá, descendiendo a través de las tierras de pastos del Negev, o país del Sur, hacia el gran y terrible desierto. Y sobre todo, en tanto que durara la bendición de Dios, había paz y abundancia. Hasta allí donde podía alcanzar la vista pastaba «el ganado sobre las mil colinas»; los pastos estaban «vestidos con rebaños, los valles cubiertos también todos de grano»; y la tierra, «grandemente enriquecida con el río de Dios», parecía «gritar de gozo», y «también cantar». Esta posesión, don del cielo al principio, y guardada por el cielo todo el tiempo, bien podía encender los más vivos entusiasmos.

«Encontramos», escribe uno de los más eruditos comentaristas rabínicos, apoyando cada aserto en una referencia de las Escrituras,4 «que hay trece cosas en posesión exclusiva del Santo, ¡bendito sea su Nombre!, y que éstas son: «la plata, el oro, el sacerdocio, Israel, el primogénito, el altar, las primicias, el aceite de la unción, el tabernáculo de reunión, la monarquía de la casa de David, los sacrificios, la tierra de Israel, y el oficio de los ancianos». En verdad, por bella que fuera la tierra, su conjunción con bendiciones espirituales más elevadas le daba su valor real y más elevado. «Es sólo en Palestina que se manifiesta la Shekiná», enseñaban los rabinos. Fuera de sus sagradas fronteras no era posible tal revelación.5 Fue ahí que profetas arrebatados vieron sus visiones, y que los salmistas oyeron melodías de himnos celestiales. Palestina era la tierra cuya capital era Jerusalén, y en su más alta colina había como santuario aquel templo de níveo mármol y resplandeciente oro, alrededor del que se agolpaban tantas preciosas memorias, sagrados pensamientos y gloriosas esperanzas de gran alcance. No hay religión tan estrictamente local como la de Israel. El paganismo era ciertamente la adoración de deidades nacionales, y el judaísmo la de Jehová, el Dios de los cielos y de la tierra. Pero las deidades nacionales de los paganos podían ser transportadas, y sus ritos adaptados a los modos extranjeros. Por otra parte, en tanto que el cristianismo fue desde su mismo principio universal en su carácter y designio, las instituciones religiosas y el culto en el Pentateuco, e incluso las perspectivas abiertas por los profetas, eran, por lo que a Israel concernía, estrictamente de Palestina y para Palestina. Son totalmente incompatibles con la pérdida permamente de la tierra. Un judaísmo extrapa lestinense, sin sacerdocio, sin altar, sin templo, sin sacrificios, sin diezmos, sin primicias, sin años sabáticos y del jubileo, tiene que poner el Pentateuco a un lado, a no ser que, como en el cristianismo, todo esto sea considerado como flores designadas para madurar a fruto, como tipos señalando a, y cumplidos en, realidades más elevadas.6 Fuera de la tierra ni siquiera el pueblo es ya más Israel: a la vista de los gentiles, son judíos; desde su propia perspectiva, «los de la dispersión».

Los rabinos no podían dejar de ser conscientes de esto. Por ello, cuando, inmeditamente después de la destrucción de Jerusalén por Tito, emprendieron la tarea de reconstruir su quebrantada comunidad, fue desde luego sobre una nueva base, pero aún desde dentro de Palestina. Palestina fue el monte Sinaí del rabinismo. Aquí surgió el manantial de la Halachah, o ley tradicional, desde donde fluyó en corrientes cada vez más caudalosas; aquí, durante los primeros siglos, se centró la erudición, influencia y gobierno del judaísmo; y allí hubieran querido perpetuarlo. Los primeros intentos de rivalidad por parte de las escuelas de erudición judía en Babilonia fueron agudamente resentidos y suprimidos.7 Sólo la fuerza de las circunstancias llevó finalmente a los rabinos a buscar voluntariamente la seguridad y libertad en los antiguos lares de su cautiverio, donde, sin trabas políticas, pudieron dar los toques finales a su sistema. Fue su deseo de preservar la nación y su erudición en Palestina lo que inspiró sentimientos como los que citamos a continuación: «El mismo aire de Palestina hace sabio al que lo respira», dijeron los rabinos. El relato bíblico de las fronteras del Paraíso, regado por el río Havilá, del que se dice que «el oro de aquella tierra es bueno», fue aplicado a su Edén terrenal, y parafraseado para que significara: «no hay sabiduría como la de Palestina». Era un dicho que «vivir en Palestina era igual a la observancia de todos los mandamientos». «El que tiene su morada permanente en Palestina», enseñaba el Talmud, «tiene la certidumbre de la vida venidera». «Tres cosas», leemos en otra autoridad, «son de Israel por medio del sufrimiento: Palestina, la sabiduría tradicional, y el mundo venidero». Y no se desvaneció este sentimiento con la desolación de su país. En los siglos tercero y cuarto de nuestra era seguían enseñando: «El que more en Palestina está exento de pecado.»

Los siglos de peregrinación y de cambios no han hecho desaparecer el apasionado amor hacia esta tierra del corazón del pueblo. Incluso la superstición se vuelve aquí patética. Si el Talmud8 había ya enunciado el principio de que «Todo el que sea sepultado en la tierra de Israel, es como si estuviera sepultado bajo el altar», uno de los más antiguos comentarios hebreos9 va mucho más lejos. En base a la instrucción de Jacob y José, y del deseo de los padres de ser sepultados dentro del sagrado país, se argumenta que aquellos que yacen allí serían los primeros «en andar delante del Señor en la tierra de los vivientes» (Sal. 116:9), los primeros en resucitar de los muertos y en gozar de los días del Mesías. Para no privar de su recompensa a los piadosos que no tuvieran el privilegio de residir en Palestina, se añadía que Dios haría vías y pasajes subterráneos hacia la Tierra Santa, y que, cuando el polvo de ellos llegara a ella, el Espíritu del Señor los levantaría a nueva vida, como está escrito (Ez. 37:12-14): «He aquí que yo voy a abrir vuestros sepulcros, pueblo mío, y os haré subir de vuestras sepulturas, y os traeré a la tierra de Israel... Y pondré mi Espíritu en vosotros, y viviréis, y os instalaré en vuestra tierra.» Casi cada oración e himno exhala el mismo amor de Palestina. Desde luego, sería imposible, por medio de ningún extracto, comunicar la profundidad de alguna de estas elegías en las que la sinagoga sigue lamentando la pérdida de Sión, o expresar el reprimido anhelo por su restauración.10 Desolados, se aferran a sus ruinas, y creen, esperan y oran —¡con cuánto ardor! en casi cada oración—por el tiempo que vendrá, cuando la tierra, como la Sara de tiempos pasados, tendrá restaurada, al mandato del Señor, su juventud, belleza y feracidad, y en el Mesías Rey «será levantado cuerno de salvación»11 para la casa de David.

Pero es de lo más cierto, como lo observa un reciente escritor, que ningún lugar ha podido quedar más barrido de recuerdos que Palestina. Allí donde han tenido lugar las más solemnes transacciones; donde, si sólo pudiéramos conocerlo, cada lugar pudiera estar consagrado, y rocas, y cuevas, y cumbres estar dedicadas a las más sagradas memorias, nos encontramos en una ignorancia casi absoluta de las localidades exactas. En la misma Jerusalén incluso las características topográficas, los valles, las depresiones y las colinas, han cambiado, o al menos yacen sepultadas bajo las ruinas acumuladas de los siglos. Casi parece como si el Señor hubiera querido hacer con la tierra lo que hizo Ezequías con aquella reliquia de Moisés —la serpiente de bronce— cuando la rompió en pedazos, para que su memoria sagrada no la convirtiera en oportunidad para la idolatría. La disposición de la tierra y de las aguas, de montes y valles, es la misma. Hebrón, Belén, el monte de los Olivos, Nazaret, el lago de Genesaret, la tierra de Galilea, siguen ahí, pero todo ha cambiado de forma y apariencia, y sin ningún lugar definido al que uno pueda asignarle con certidumbre absoluta los más sagrados acontecimientos. Así, son acontecimientos, no lugares; realidades espirituales, no sus alrededores externos, lo que ha recibido la humanidad en la tierra de Palestina.

«Mientras Israel habitaba en Palestina», dice el Talmud de Babilonia, «el país era ancho; pero ahora se ha estrechado». Hay mucha verdad histórica subyaciendo en esta curiosamente redactada declaración. Cada sucesivo cambio dejó más estrechos los límites de Tierra Santa. Nunca ha llegado a alcanzar de una manera real la extensión indicada en la promesa original a Abraham (Gn. 15:18), y después confirmada a los hijos de Israel (Éx. 23:31). A lo que más se acercó fue durante el reinado del rey David, cuando el poder de Judá se extendió hasta el río Éufrates (2 S. 8:3-14). En la actualidad, el país que recibe el nombre de Palestina es más pequeño que en cualquier período precedente. Como en la antigüedad, sigue extendiéndose de norte a sur, «de Dan a Beerseba»; de este a oeste desde Salcah (la moderna Sulkhad) hasta «el gran mar», el Mediterráneo. Su área superficial es de alrededor de 31.100 kilómetros cuadrados, con una longitud de entre 225 y 290 kilómetros, y una anchura al sur de alrededor de 120 kilómetros, y de entre 160 y 190 kilómetros al norte. Para decirlo de una manera más gráfica, la moderna Palestina es alrededor de dos veces la superficie de Gales; es más pequeña que Holanda, y alrededor del mismo tamaño que Bélgica. Además, desde las cimas más elevadas se puede contemplar casi todo el país. ¡Así de pequeña era la tierra que el Señor escogió como escenario de los más maravillosos acontecimientos que jamás tuvieran lugar en la tierra, y de donde Él dispuso que la luz y la vida se derramaran por todo el mundo!

Cuando nuestro bendito Salvador pisó el suelo de Palestina, el país había sufrido ya muchos cambios. La antigua división tribal había ya desaparecido; los dos reinos de Judá y de Israel habían dejado de existir; y las diversas dominaciones extranjeras, así como el breve período de absoluta independencia nacional, habían terminado. Pero, con la característica tenacidad del Oriente por el pasado, los nombres de las antiguas tribus seguían identificando algunos de los distritos anteriormente ocupados por ellas (cf. Mt. 4:13, 15). Una cantidad relativamente pequeña de exiliados habían vuelto a Palestina con Esdras y Nehemías, y los habitantes judíos del país consistían bien de aquellos que habían sido originalmente dejados en la tierra, bien de las tribus de Judá y Benjamín. La controversia acerca de las diez tribus, que llama tanto la atención en nuestros días, ya estaba candente en tiempos de nuestro Señor.12 «¿Acaso va a ir a los dispersos entre los griegos?», preguntaron los judíos, empleando una misteriosa imprecisión de lenguaje con la que generalmente cubrimos aquellas cosas que pretendemos saber sin saberlas realmente, cuando no pudieron comprender el sentido de la predicción hecha por Cristo acerca de su partida. «Las diez tribus se encuentran hasta ahora más allá del Éufrates, y son una inmensa multitud, que no puede ser estimada mediante números», escribe Josefo, con su usual y autocomplaciente grandilocuencia. Pero acerca de dónde se encuentran, nos informa tan poco como sus otros contemporáneos. Leemos en la antigua autoridad judía, la Misná (Sanh. X. 3): «Las diez tribus jamás volverán, como está escrito (Dt. 29:28): “Y Jehová... los ha arrojado a otro país, donde hoy están”. Como este “hoy” pasa y no vuelve otra vez, así ellos se van y no vuelven. Ésta es la opinión del rabí Akiba. El rabí Elieser dice: “Como el día se oscurece y vuelve a tener luz, así con las diez tribus, a las que ha sobrevenido oscuridad; pero la luz volverá a serles restaurada.”»

En los tiempos del nacimiento de Cristo Palestina estaba dominada por Herodes el Grande; esto es, era nominalmente un reino independiente, pero como protectorado de Roma. A la muerte de Herodes —esto es, poco después de comenzar la historia evangélica— tuvo lugar una nueva, aunque temporal, división de sus dominios. Los acontecimientos relacionados con ello ilustran de una manera plena la parábola de nuestro Señor, registrada en Lc. 19:12-15, 27. Si no constituyen su base histórica, sí que estaban al menos tan frescos en la memoria de los oyentes de Cristo que sus mentes deben haberse vuelto involuntariamente a ellos. Herodes murió como había vivido, cruel y pérfido. Pocos días antes de su fin volvió a cambiar otra vez su testamento, y designó a Arquelao como su sucesor en el reino; Herodes Antipas (el Herodes de los evangelios), tetrarca de Galilea y de Perea; y Felipe, tetrarca de Gaulonitis, Traconite, Batanea y Panias —distritos a los que puede que debamos hacer referencia posteriormente—. Tan pronto las circunstancias lo permitieron tras la muerte de Herodes, y después de haber aplastado una rebelión en Jerusalén, Arquelao se apresuró a acudir a Roma para obtener la confirmación del testamento de su padre. Fue de inmediato seguido por su hermano Herodes Antipas, que en un anterior testamento de Herodes había recibido lo que ahora Arquelao reclamaba. Y los dos no se encontraron solos en Roma. Descubrieron allí que ya habían llegado varios de la familia de Herodes, cada uno de ellos reclamando algo, pero todos concordaban en que preferían no tener a nadie de su familia como rey, y que el país quedara bajo el dominio de Roma; en todo caso, preferían a Herodes Antipas antes que a Arquelao. Cada uno de los hermanos tenía, naturalmente, su propio partido, intrigando, maniobrando y tratando de influenciar al emperador. Augusto se inclinó desde el principio en favor de Arquelao. Pero la decisión formal fue pospuesta por un tiempo debido a una nueva insurrección en Judea, que fue aplastada con dificultad. Mientras tanto, apareció en Roma una diputación judía, suplicando que ninguno de los herodianos fuera designado rey, a causa de sus acciones infames, que denunciaron, pidiendo que se les permitiera a ellos (a los judíos) vivir conforme a sus propias leyes bajo la protección de Roma. Augusto decidió finalmente cumplir el testamento de Herodes, pero dando a Arquelao el título de etnarca en lugar de rey, prometiéndole el mayor título si se mostraba merecedor de él (Mt. 2:22). Al regresar a Judea, Arquelao (según la historia en la parábola) tomó sangrienta venganza sobre «sus conciudadanos [que] le aborrecían, y enviaron tras él una embajada, diciendo: No queremos que éste reine sobre nosotros». El reinado de Arquelao no duró mucho tiempo. Llegaron de Judea quejas nuevas y más intensas. Arquelao fue depuesto, y Judea fue anexionada a la provincia romana de Siria, pero con procurador propio. Los ingresos de Arquclao, en tanto que reinó, ascendían a considerablemente más de 7 millones de denarios anuales; los de sus hermanos, respectivamente, a una tercera y una sexta parte de esta suma. Pero esto no era nada en comparación con los ingresos de Herodes el Grande, que ascendían a la enorme cantidad de alrededor de 20 millones de denarios, y posteriormente de Agripa II, que se calcula como de hasta 15 millones. Al pensar en estas cifras, es necesario tener presente la general baratura de la vida en Palestina en aquellos tiempos, que puede deducirse de la pequeña de las monedas en circulación y a lo barato del mercado laboral. Un denario equivalía a ciento veintiocho perutahs, la moneda judía más pequeña. Los lectores del Nuevo Testamento recordarán que el obrero recibía un denario por su trabajo de un día en el campo o la viña (Mt. 22:2), en tanto que el buen samaritano pagó sólo dos denarios por la atención al herido que dejó en la posada (Lc. 10:35).

Pero nos estamos anticipando. Nuestro principal objeto era explicar la división de Palestina en los tiempos del Señor. Políticamente, consistía de Judea y Samaria, bajo procuradores romanos; de Galilea y Perea (al otro lado del Jordán), sujetas a Herodes Antipas, el asesino de Juan el Bautista —«aquella zorra» llena de astucia y crueldad, a quien el Señor, cuando fue enviado a él por parte de Pilato, no quido dar respuesta alguna—; y Batanea, Traconite y Auranites, bajo el dominio del tetrarca Felipe. Se precisaría de demasiados detalles para describir adecuadamente estas últimas provincias. Será suficiente decir que se encontraban al noreste, y que una de sus principales ciudades era Cesarea de Filipos (llamada así por el emperador de Roma y por el mismo Felipe), donde Pedro hizo su noble confesión, que constituyó la roca sobre la que la iglesia iba a ser levantada (Mt. 16:16; Mr. 8:29). Fue la mujer de este Felipe, el mejor de todos los hijos de Herodes, la que fue inducida por su cufiado, Herodes Antipas, a abandonar a su marido, y por cuya causa fue decapitado Juan (Mt. 14:3, etc.; Mr. 6:17; Lc. 3:19). Es cosa bien sabida que esta adúltera e incestuosa unión causó a Herodes problemas y sufrimientos inmediatos, y que finalmente le costó el reino y su destierro de por vida.

Ésta era la división política de Palestina. Comúnmente se constituía de Galilea, Samaria, Judea y Perea. Apenas si será necesario decir que los judíos no consideraban a Samaria como perteneciente a la Tierra Santa, sino como una franja de territorio extranjero —tal como la designa el Talmud (Chag. 25 a), «una franja cutita», «lengua» que se interponía entre Galilea y Judea—. Por los evangelios sabemos que los samaritanos no eran sólo considerados como gentiles y extraños (Mt. 10:5; Jn. 4:9, 20), sino que el mismo término samaritano era un insulto (Jn. 8:48). «Hay dos tipos de naciones», dice el hijo de Sirach (Ecclo. 50:25, 26), «que mi corazón aborrece, y la tercera no es nación; los que se sientan sobre el monte de Samaria y los que moran entre los filisteos, y aquella gente insensata que mora en Siquem». Y Josefo tiene una historia para explicar la exclusión de los samaritanos del Templo, en el sentido de que en la noche de la Pascua, cuando era costumbre abrir las puertas del Templo a medianoche, un samaritano había entrado y echado huesos en los portales y por todo el Templo para contaminar la Santa Casa. Por improbable que esto parezca, sí que revela los sentimientos del pueblo. Por otra parte, se tiene que admitir que los samaritanos correspondían con creces con un amargo aborrecimiento y menosprecio. Porque en cada período de acerba prueba nacional, los judíos no tenían enemigos más decididos e implacables que los que pretendían ser los únicos y verdaderos representantes del culto y de las esperanzas de Israel.

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* Téngase en cuenta la fecha en que fueron escritas estas palabras, hace ciento doce años (en 1876). Desde entonces ha habido la repoblación de Palestina por los judíos, primero bajo el dominio turco, y a partir de 1917 bajo el Mandato Británico; la independencia del Estado de Israel (1947), y la repoblación forestal y la reconversión agrícola de extensas zonas por parte de los judíos. Israel es hoy una nación que exhibe el fruto de los intensos trabajos de reacondicionamiento y del ingenio de los esforzados colonos que durante décadas han hecho de Israel una potencia agrícola, industrial y comercial. [N. del T.]

1. Véase Hamburguer, Real-Enc. d. Judenth. I. pág. 816, nota 37.

2. Dilucidando la legitimidad de un grano de pimienta en el día de la expiación, Yoma 91 b, hacia el final.

3. Aquí, naturalmente, son imposibles las referencias detalladas; pero compárense las obras de un naturalista tan cuidadoso y capaz como el canónigo Tristram.

4. R. Bechai. Las referencias escriturísticas son: Hag. 2:8; Éx. 24; 25:2, 8; 29:1; 30:31; Nm. 3:13; 28:2; Lv. 25:23, 55; 1 S. 16:1. Cf. Relandi, Palaest. (ed. 1716), pág. 14.

5. Véase, p.e., su discusión en Mechilta sobre Éx. 12:1.

6. No es éste el lugar para explicar qué proponía el rabinismo en lugar de los sacrificios, etc. Soy bien consciente de que el judaísmo moderno intenta demostrar, con el empleo de pasajes como 1 S. 15:22; Sal. 51:16, 17; Is. 1:11-13; Os. 6:6, que, a la vista de los profetas, los sacrificios, y con ellos todas las instituciones rituales del Pentateuco, no eran de importancia permanente. Al lector sin prejuicios le parecerá difícil comprender cómo incluso el espíritu partidario podría llegar a unas conclusiones tan enormes en base a tales premisas, o cómo podría siquiera imaginarse que los profetas hubieran tenido la intención, mediante sus enseñanzas, no de explicar o aplicar, sino de poner a un lado la ley tan solemnemente promulgada en el Sinaí. Sin embargo, este artificio no es nuevo. Una voz solitaria aventuró ya en el siglo segundo la sugerencia de que ¡el culto sacrificial había sido dado sólo a guisa de acomodo, para preservar a Israel de caer en ritos paganos!

7. Véase mi obra History of the Jewish Nation, págs. 247, 248.

8. Cheth. III. a. La referencia es aquí, curiosamente, a Éx. 20:24: «Altar de tierra harás para mí.» Desde luego, toda esta página del Talmud es muy característica e interesante.

9. Ber. Rabba.

10. Ver especialmente la más sublime de estas elegías, la de Juda ha-Levi.

11. Éstas son palabras de una oración sacada de uno de los más antiguos fragmentos de la liturgia judía, y repetida, probablemente durante dos mil años, cada día por cada judío.

12. No es éste el lugar para discutir esta cuestión. No puede haber duda razonable de que hubo una gran dispersión de algunas de estas tribus en muchas direcciones. Así, se pueden seguir descendientes de las mismas en Crimea, donde las fechas en sus sepulcros se cuentan desde «la era del exilio, el 696 a.C.; esto es, el exilio de las diez tribus; no el 586 a.C., cuando Jerusalén fue tomada por Nabucodonosor» (doctor S. Davidson, en Cyclopaedia of Biblical Literature de Kitto, III pág. 1173). Para noticias acerca de las peregrinaciones de las diez tribus, véase mi History of the Jewish Nation, págs. 61-63; también las investigaciones del doctor Wolff en sus viajes. Lo propensos que son a la credulidad incluso los eruditos judíos talmúdicos en cuanto a la cuestión de las diez tribus puede colegirse del apéndice a la obra Holy Land del rabí Schwartz (de Jerusalén) (págs. 407-422 de la edición alemana). Las más antiguas inscripciones hebreas en Crimea datan de los años 6, 30 y 89 de nuestra era (Chwolson, Memoires de l’Ac. de St. Petersburg, IX. 1866, nº 7).

II

JUDÍOS Y GENTILES EN «LA TIERRA»