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Para Jared, porque cuando imagino un mundo así te quiero a mi lado...

 

 

 

 

 

 

 

Decimoséptimo año del Eclipse Negro

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UNO

Luna

El Eclipse abarcaba toda mi vida. Lo invadía todo. Era una negrura profunda que se filtraba por cada grieta y cada fisura, como sangre encharcada. La oscuridad era particularmente densa frente a mi torre; se colaba como tinta hasta donde yo estaba de pie en el balcón iluminado, escuchando el rumor de los insectos y animales hambrientos. Y a ellos.

Suspirando, apoyé los codos en la baranda del balcón. Detrás de mí, las brasas crepitaban y se desmoronaban en el calefactor, irradiando una tibieza acogedora que contrastaba con el frío húmedo que me entumecía la nariz y las mejillas. La calidez y la comodidad me lamían la espalda mientras ante mí se extendía la oscuridad. Y, sin embargo, quería ir Afuera con una energía ansiosa que me zumbaba en los nervios.

El deseo que sentía era tan intenso como la noche crónica. Bajo mi ventana, muy abajo, pasó un animalito apresurado. Incliné el mentón en esa dirección y ladeé la cabeza, para seguir su rastro. Como si pudiera ver entre la oscuridad y las copas de los árboles, como si la criatura fuera visible en la base de la torre de piedra.

El animal resopló contra la pared izquierda, probablemente tratando de descifrar qué era aquel obstáculo que no formaba parte del mundo natural. Una torre no era algo habitual en el bosque. Ningún asomo de civilización lo era. Después de husmear unos momentos, volvió a internarse entre la arboleda. Seguí sus movimientos entre los matorrales, envidiando su libertad.

Desde lo alto, seguí escuchando. Hacía tiempo que mis oídos se habían adaptado a la oscuridad. Por el rápido golpeteo de sus patas, supuse que era un conejo. Abundaban en este bosque; se reproducían rápidamente y tenían suficiente velocidad para huir de los moradores. La mayoría de las veces.

A lo lejos emergió un sonido. Giré el rostro hacia el cielo mientras los chillidos aumentaban desde el este, gradualmente. No fui la única que los oyó. El conejo corrió entre las malezas.

Mis dedos aferraron la baranda de piedra, los nudillos doloridos, el corazón acelerado en el pecho.

Date prisa, date prisa.

Bajé el mentón, con las venas encendidas de urgencia, mientras deseaba que el conejo se diera prisa, que sobreviviera. Lo cual era ridículo; comemos muchos conejos, pero por alguna razón me identifiqué con ese.

El ejército de murciélagos se acercaba como una enorme nube, batiendo sus alas como cueros gigantescos. Hubo un tiempo en que estas criaturas habrían cabido en un bolsillo. Desde el Eclipse habían crecido, y ahora alcanzaban un tamaño promedio de poco más de un metro de altura. Ya no se alimentaban de insectos. Cazaban presas más grandes.

Rápido, rápido, rápido.

Volaban circundando la torre y lanzando sus chillidos agudos que me erizaban la piel.

–Luna, ven –me llamó Perla–. Lo último que queremos es que entre uno.

No podía moverme. Me quedé como clavada al piso, con el oído atento a mi conejo.

Los murciélagos lo detectaron y se lanzaron hacia él como una sola bestia gigante. Hubo un susurro de hojas y un crujido de ramas cuando atravesaron las copas de los árboles. Los cazadores sonaban frenéticos y excitados al cercar a su presa.

El conejo chilló mientras su cuerpo era despedazado, y su carne y sus huesos se quebraban como pergamino y pluma. Me cubrí los oídos con las manos para no escuchar aquel sonido terrible.

De pronto, Perla estaba allí, jalándome hacia el interior y cerrando la puerta, llevándome hacia la tibieza de las farolas. Me envolvió con sus brazos suaves hasta que dejé de temblar. Todavía podía oír a los murciélagos. El grito final del conejo resonaba en mi mente, aunque hacía tiempo que estaba muerto.

–Bueno, ya pasó –me palmeó la espalda, como si aún fuera la niñita a la que solía leerle por las noches–. Estás a salvo.

Me abandoné contra ella, aceptando su consuelo, aunque no me agradaba que pensara que lo necesitaba. Porque esto no cambiaba nada. Yo aún quería salir. Todavía tenía que aprender a hacer mío ese mundo.

Había pasado toda mi vida entre esas paredes. No quería pasar el resto de mi existencia también allí adentro. No podía.

Según Sivo, la vida debía ser un equilibrio de luz y oscuridad. Cada vez que limpiábamos nuestras armas tras una cacería, me decía esas palabras.

Antes, la luna reinaba solo la mitad del día. Durante la otra mitad, el sol ocupaba el cielo y brillaba tanto que, si uno se quedaba afuera demasiado tiempo, quemaba la piel. Era algo increíble, difícil de imaginar, tan ilusorio como los cuentos de hadas que Perla me contaba cuando era niña.

Yo solo conocía esta existencia: el Eclipse Negro y las paredes gruesas, que nos mantenían a salvo de un ejército de moradores de la oscuridad. Solo conocía a Sivo, a Perla y el aislamiento. Esta vida consistía en incursiones esporádicas a las enormes fauces de la noche con él a mi lado, tratando de enseñarme a sobrevivir a la sombra de nuestra torre.

Un conejo masacrado era una víctima de la guerra que se estaba librando. Yo no estaba dispuesta a ser como él. Lo sabía porque conocía la oscuridad. Conocía su sabor en mi boca. Su sensación en mi piel. Se adhería. Sofocaba. Traía consigo la muerte.

Debería tenerle pavor, pero no era así. Nunca le había temido.

El conejo no era yo. Era una presa, y yo nunca sería eso.

–Vamos. Estas sábanas no van a doblarse solas –dijo Perla, retrocedió y me soltó.

–Otra vez hay silencio –observé mientras echaba un vistazo a las puertas cerradas del balcón.

Agucé el oído, atenta al sonido de los murciélagos, pero ya se habían alejado y sus chillidos se habían perdido a lo lejos. Ahora no se oía otra cosa que los ruidos normales del bosque. El zumbido de los insectos henchidos de sangre y el graznido de las aves de rapiña. De tanto en tanto, un mono correteaba por las ramas de los árboles.

El susurro de la tela me indicó que Perla había empezado a doblar.

–No va a durar mucho –respondió con su indiferencia habitual–. Nunca dura mucho –añadió, y sacudió una sábana en el aire.

–¿Cuánto falta para que pueda salir sola? –solté. Salía con bastante frecuencia, pero siempre con Sivo–. Tengo que saber cómo... Tengo que poder vivir allá afuera.

Era un argumento repetido. Sivo lo usaba cada vez que me llevaba con él. Tenía una lógica que ni siquiera ella podía refutar. Pero lo que yo pedía ahora, salir sola, nunca se me había permitido. Sin embargo, tenía que intentarlo. ¿Cómo iba a aprender a manejarme en este mundo si ellos lo hacían todo por mí?

–Tú no vives allá afuera. Vives aquí adentro. Y no me importa lo bien que creas que sabes manejarte –me contestó–. No vas a poner un pie fuera de aquí sola.

–Déjame hacer una salida breve a buscar fresas. Es su cumpleaños –insistí–. Déjame hacer esto por él.

–No –respondió, rápida y categóricamente.

Suspirando, me senté en la cama; el cubrecama de brocado parecía tieso debajo de mí. Tiré de una hebra suelta. El cobertor era viejo; había pertenecido al primer ocupante de la torre: una supuesta bruja que hizo estragos en este bosque, mucho antes de nuestra llegada. Mucho antes del Eclipse. A ella debíamos agradecerle por la torre. Parece ser que le gustaba atraer a los viajeros hasta su puerta y luego los convertía en sopa. Era lo que contaban los cuentos de hadas, pero yo sabía que cualquier cosa era posible. Esta vida y el modo en que estaba el mundo ahora me lo habían enseñado.

Sivo y mi padre habían explorado todo el reino mucho tiempo atrás. Conocían hasta el último centímetro, incluso el Bosque Negro. Los dos habían descubierto la torre por aquellos años, antes de que yo naciera, antes del Eclipse. Ahora solo los moradores oscuros recorrían la densa maraña de enredaderas y árboles altísimos. El mundo les pertenecía.

El pueblo más cercano estaba a más de una semana a pie, si todavía existía. Ya no lo sabíamos. No sabíamos cuánta gente quedaba. Nuestro mundo era la torre y el bosque que la rodeaba.

Sivo había elegido nuestra torre por su ubicación remota y porque se rumoreaba que el Bosque Negro estaba maldito. La reputación temible de la bruja había perdurado mucho después de su muerte, por lo cual ningún hombre, mujer o niño se aventuraba a acercarse. Una circunstancia afortunada para quienes, como nosotros, no deseaban ser encontrados.

–Si vas a quedarte sentada, al menos haz algo –me regañó Perla.

Saqué una toalla de la cesta, la sacudí una vez en el aire y empecé a plegarla. Las prendas olían al exterior. Colgábamos la ropa lavada en una cuerda colocada en el balcón de la habitación de Perla. Con cuidado, agregué la toalla doblada a la pila y me acerqué poco a poco a la mujer que me había criado como una madre. Sin ella, yo habría muerto junto con mi madre la noche de mi nacimiento, pero eso no impidió que se me llenara el pecho de resentimiento.

–Por favor –le toqué el brazo–. Sivo...

–Sivo entenderá, y hemos preparado su pan preferido para la ocasión. Con eso quedará satisfecho.

Rezongando, volví a caer sobre la cama.

Satisfecho. Otra vez esa palabra. Para ella era suficiente que estuviéramos satisfechos con nuestra vida. No entendía que se pudiera necesitar más. Que yo necesitara más. Pensaba que debía conformarme con lo que tenía. Un santuario. Un techo sobre mi cabeza y comida en el estómago. Era mucho más de lo que tenía la mayoría.

–¿Quieres terminar como ese conejo? –me preguntó.

–Los murciélagos no atacan a las personas –le recordé.

–No me refería a los murciélagos y lo sabes muy bien.

Lo sabía, sí. Se refería a los moradores de la oscuridad.

Me incorporé, me crucé de brazos y probé otra táctica.

–Sivo piensa que deberías dejar que empiece a salir sola.

La oí apretar la mandíbula. Ese hábito suyo había empeorado últimamente, y supongo que la culpa era mía.

Los pasos pesados de nuestro compañero resonaron frente a mi habitación y se detuvieron en el umbral. Traía consigo el aroma arcilloso del bosque.

–Ya volví –anunció innecesariamente.

–¿Esas botas están sucias? –le preguntó Perla, al tiempo que apoyaba su peso sobre el pie de atrás y giraba la cadera hacia adelante.

–¿Cuáles, estas? –indagó Sivo mientras las arrastraba un poco. Levantó primero una y después la otra, y les examinó las suelas.

–Sí... esas cosas que tienes en los pies –repuso ella, enojada–. Ya sabes que ayer me pasé todo el día fregando el piso.

–No. No hay barro –le aseguró.

Perla gruñó, nada convencida. Contuve una sonrisa, acostumbrada a sus riñas.

–No sé por qué insistes en sacar la basura cuando está oscuro.

No aprobaba que se corrieran riesgos innecesarios, y en lo que a ella respectaba, Sivo corría demasiados.

–La medialuz no dura lo suficiente para hacer todas las tareas que hay que realizar en un día –dijo sin fastidiarse, lo cual era notable, considerando que lo decía casi a diario. Esa etapa no duraba más que una hora; era el único momento en que emergía algo semejante a la luz y ahuyentaba la noche–. Además, las trufas no maduran durante la medialuz.

Perla ahogó una exclamación de deleite. Sentí el aroma penetrante cuando Sivo sacó algunas de su bolsillo y se las mostró.

–Serán una rica cena –murmuró–. Especialmente si las preparas con unas papas, como sueles hacerlo.

Ella se aclaró la garganta y trató de responder con aspereza:

–Ponlas en la cocina. Las comeremos mañana para tu cumpleaños. Aun así, no valía la pena arriesgarte.

No pudo dejar de agregar esto último.

–Estoy ansioso por probarlas –repuso Sivo alegremente. En los momentos más aciagos, él siempre era optimista–. Bueno, voy a acostarme. Hasta mañana, chicas.

–Buenas noches –le respondí. Normalmente me abrazaba, pero esta vez se alejó con prisa. Probablemente para quitarse las botas y limpiar cualquier rastro de barro que hubiera dejado.

Otra vez sola con Perla en mi dormitorio, me humedecí los labios.

–Yo habría podido ayudar a Sivo a recoger más trufas –afirmé dentro del clima de silencio–. Cuatro manos pueden más que dos...

–Ya he dicho todo lo que pienso sobre el tema –levantó una pila de toallas y se dirigió al ropero. Le sonaron las articulaciones cuando se inclinó para guardarlas. Cerró las puertas con decisión–. No vuelvas a plantearlo mañana; vas a arruinarle el día a Sivo. ¿Puedes prometerme eso?

–No tocaré el tema mañana –suspiré y asentí.

Perla bufó; no se le escapó el detalle de que mi promesa solo se limitaba al día siguiente. Se detuvo frente a mí y su mano, encallecida por el trabajo, tocó mi mejilla.

–Lo único que siempre quise fue que estuvieras a salvo. Protegida.

–¿Y qué vas a lograr manteniéndome encerrada en esta torre? –insistí mientras sostenía su mano con afecto.

–Que vivas –respondió con frustración.

–No será para siempre –repuse–. Todos morimos.

–Algunos antes que otros –su voz se endureció–. Tus padres encontraron la muerte demasiado pronto. No quiero que tengas el mismo destino. Eres la reina de Relhok.

Esas palabras nunca dejaban de sobresaltarme. No me sentía una reina.

–Una reina atrapada en una torre. ¿De qué le sirve eso al pueblo de Relhok? ¿Por qué es un destino mejor?

–¿De qué le servirás muerta? –replicó–. Algún día, el Eclipse terminará y los moradores se marcharán...

Se detuvo al oír mi bufido. Nadie sabía cuándo terminaría, si acaso terminaba alguna vez. La presión de su mano me disuadió de hacer algún comentario.

–Algún día todo terminará –repitió–. Y entonces serás libre de salir de esta torre. Hasta ese momento, te quedarás a salvo aquí adentro –bajó la mano. Sus pasos parejos se apartaron, y levantó la pila de sábanas que quedaba sobre la cama. Sentí que su mirada se demoraba en mí–. Ese es tu destino.

Entonces salió de la habitación; las suelas de cuero blando de sus zapatos susurraron sobre el piso de piedra.

Sola en mi recámara, abrí otra vez las puertas del balcón y volví a salir. Me quemaba el pecho, sentía una opresión incómoda, y me ardía la cara al repasar mentalmente mi conversación con Perla. No podía inhalar suficiente aire para mis pulmones ávidos.

La frustración no era una sensación nueva, pero esa fue la primera noche en que sentí hervir la ira en mi interior. Aferré la fría baranda de piedra hasta que la sangre dejó de circular por mis dedos y me dolieron los nudillos. Ella no podía decidir mi destino. Solo yo podía hacerlo. Si decidía hacer algo, ni siquiera ella podía impedírmelo.

–Esta torre no es mi destino.

Las palabras volaron por encima de la densa neblina, como una promesa a mí misma.

-

DOS

Luna

Varias horas después de que Perla y Sivo se retiraron a dormir, me escabullí con sigilo por la escalera en espiral que llevaba a la base de la torre. Mientras descendía, resonaba en mis oídos el eco apagado del chillido del conejo, como un recordatorio de lo que me esperaba Afuera. No descarté el recuerdo. Me aferré a él para que me mantuviera alerta.

Había acompañado a Sivo suficientes veces y ya no necesitaba bajar a tientas. No necesitaba rozar con las manos las paredes húmedas con grietas donde crecían musgo y helechos. Sabía dónde colocar los pies. Sabía el momento exacto en que debía bajar la cabeza para evitar el dintel bajo. Sabía dónde inclinarme en la sala circular, dónde tomar el cerrojo que lleva a la antecámara y a otra puerta, esta en la planta baja.

Luego de salir de la antecámara y de cerrar la puerta, me desvestí en el frío e inhalé el aire húmedo y mohoso. Mis dedos temblaban ligeramente al desatar los lazos del frente de mi camisón y quitármelo; mi respiración irregular era como un susurro en el aire frío. Tenía que quitarme todo, desde las zapatillas hasta las cintas de mi cabello artísticamente trenzado. Perla insistía en ponerme las cintas, como si todavía estuviéramos en la corte, donde eran importantes los detalles tales como un buen peinado, y no aquí, donde solo vemos pasar los días. Existimos, no vivimos. Me llenó una nueva resolución.

Colgué mi ropa en la clavija que estaba cerca de la puerta, y la piel desnuda se me erizó. Me puse el atuendo apropiado, que siempre quedaba en esta habitación que olía a helechos y tierra. Era una precaución. Los moradores tenían un olfato excelente y no queríamos que los atrajeran los aromas de la torre –pan horneado, hojas de menta y cera de abejas– que se adherían a nuestra ropa de todos los días. Mis manos encontraron fácilmente mi vestuario exterior. Busqué más allá de las prendas grandes de Sivo, que estaban colgadas en la primera clavija. Gracias a Perla, mi ropa estaba menos gastada que la de él, y mi chaqueta de gamuza no era tan suave. Esta noche tendrían un poco de uso.

Mis manos recorrieron el cuero blando de mis pantalones. El material estaba bien curtido. Sivo se había ocupado de eso: había frotado y arrastrado la ropa entre hojas y tierra hasta impregnarla con el olor penetrante de la tierra arcillosa.

Tomé un morral de otra clavija y luego elegí mis armas entre una variedad que había en el estante. Coloqué un cuchillo en mi bota, una espada y su vaina en mi cintura.

Un sonido lejano, casi imperceptible, me llamó la atención. Ladeé la cabeza y agucé el oído para identificarlo. No venía del interior de la torre. Mis tutores no estaban despiertos. Este sonido llegaba desde Afuera. Lo oía casi todos los días desde mi balcón. Uno de ellos andaba por allí. Tal vez más.

Me acerqué y apoyé la mano en la sólida pared de piedra. Era gruesa, robusta y confiable. Nos mantenía a nosotros adentro y a ellos afuera. Y aun así, Perla se preocupaba. Siempre lo hacía.

Seguí escuchando. Yo sabía escuchar, esperar. Sabía cuándo moverme. Sivo decía que ese era mi don. La oscuridad profunda y empalagosa hacía que fuera más fácil distinguir los sonidos. Los sonidos y los olores permanecían, no parecían disiparse nunca.

Al cabo de un rato, decidí que era solo una criatura que arrastraba los pies sobre las hojas. Sus pisadas eran una ejecución musical formada por constantes golpes arrastrados. Podía contarlas una tras otra. Había un compás entre paso y paso, y las pisadas no se superponían.

El morador tenía la respiración áspera que los caracteriza, con grandes bocanadas de aire húmedo que emiten un sonido sibilante al pasar entre los palpos que se les retuercen en la boca.

Esperé que pasara y que se internara más en el bosque. Segura de que ya estaba demasiado lejos para oírme, destrabé la puerta del piso. La torre tenía una sola entrada visible. La manera más obvia de entrar y salir. Raras veces la usábamos, por si había alguna persona vigilando la torre a la espera de ver salir a alguien. Otra de las precauciones de Sivo.

Aferré el aro de metal y abrí la puerta, agradecida por el silencio de los goznes bien aceitados. Descendí al túnel con cuidado, por el musgo resbaladizo, y trabé la puerta sobre mi cabeza para asegurarme de que quedara bien cerrada.

Bajé las manos y giré, hincando los tacos de mis botas de suela blanda en el piso de piedra. Caminé de prisa por el túnel por debajo de la torre y aminoré el paso cerca del final. Levanté las manos y busqué el cerrojo del portón secreto. Al encontrarlo, trepé por los puntos de apoyo en la pared de piedra y esperé en la oscuridad, atenta a cualquier sonido cercano.

Al cabo de un largo rato de silencio, destrabé la entrada, la abrí y salí a la noche. Cerré la puerta escondida en el suelo del bosque y volví a cubrirla con hojas y tierra.

Me incorporé y respiré con una sensación de libertad. No había paredes que me encerraran. Había vida alrededor. Una bandada de cuervos graznaba y batía sus alas en el aire con frenesí. Una rana croaba. Un mono correteaba por un árbol, saltaba de rama en rama, chasqueaba la lengua por mí. Había insectos henchidos de sangre que zumbaban y gorjeaban. Uno de ellos pasó volando a mi lado y sus patas peludas me rozaron el hombro. Perla pensaba que transmitían enfermedades, pero nunca nos picaban. Estaban gordos y bien alimentados por picar a los moradores. Nosotros éramos una magra tentación.

El viento susurraba entre ramas y hojas, levantando los vellos diminutos que enmarcaban mi rostro. Pero no había tiempo para disfrutarlo. Tenía que regresar antes de que despertaran.

Mis pies se movieron con rapidez hacia el arroyo donde crecían las fresas. Aunque no hubiera hecho esa caminata varias veces, mi nariz y mis oídos podían guiarme entre la oscuridad perpetua. Había aprendido a usar el viento, a escuchar y a percibir los cambios en las corrientes de aire según la ubicación de los objetos. El mundo tenía su propia voz y yo la escuchaba.

Oí el borboteo rápido del arroyo antes de apreciar el olor del agua fresca. Me arriesgué a apretar un poco el paso, sabiendo que el sonido del agua al correr ayudaba a disimular cualquier ruido que pudiera hacer sin querer.

Salí de entre los árboles, me acerqué al arroyo, me acuclillé en la orilla pedregosa y bebí con avidez. El agua helada se me derramó por el mentón y el cuello. Me la enjugué con el dorso de la mano, sentada sobre los talones, mientras un pez chapoteaba cerca de la superficie.

Además de la cisterna que habíamos armado encima de la torre, donde recolectábamos el agua de lluvia, la única agua que teníamos era la que Sivo llevaba en baldes. Era un proceso laborioso y arriesgado.

Me puse de pie, me sequé las manos en la chaqueta y me dirigí hacia las matas. Levanté la tapa del morral y empecé a arrancar fresas; mientras lo hacía, me llevé algunas a la boca y dejé que su sabor oscuro y ácido estallara en mi lengua. La bolsa estaba casi llena cuando oí el grito angustiado. Lo sentí como una vibración.

Dejé de masticar. Aquel grito era humano y se había oído cerca. Mi mente se aceleró; tracé mentalmente un mapa de la zona, y vi con toda claridad lo que no podía ver en la oscuridad. El arroyo, la torre, la dirección desde la que había provenido el grito.

Con pesadumbre, comprendí cuál había sido el motivo. Era una de las varias trampas que había colocado Sivo para capturar animales. A veces caía un morador y él lo remataba. Uno menos para asediar esta tierra.

Hice una mueca al oír otro grito desesperado. Había por allí una persona, y estaba en problemas por nuestra causa. Se me convulsionaron los músculos del vientre. Ni siquiera conocía a ese individuo sin rostro, pero quería aferrarlo, sacudirlo, taparle la boca con la mano y ordenarle que hiciera silencio. No era posible que hubiera vivido hasta entonces sin conocer la importancia del silencio. La voz de Sivo susurró a través de mí, ordenándome darle la espalda y volver a casa.

Hice caso a la voz: bajé la tapa de mi morral y enfilé hacia la torre, casi corriendo sobre el suelo esponjoso.

Y entonces oí al primer morador. Fue un grito de aviso, una llamada a sus hermanos. Largo y penetrante, agudo y disonante; algo que ningún ser humano podría emitir. El chillido espeluznante me produjo una sensación como la de las uñas sobre vidrio. Mi corazón se aceleró a más no poder. Donde había un morador...

Siguió un grito de respuesta, y luego dos más en rápida sucesión. Los conté mentalmente en un segundo. Cuatro moradores.

Inhalé, y busqué sus sonidos, tratando de calcular a qué distancia estaban. Mientras avanzaba entre los árboles y las enredaderas que me dificultaban el paso, escuchaba y buscaba en el aire un sabor a cobre. Los moradores siempre traían adherida la sangre de sus víctimas. Estaban acercándose. El aire estaba cargado con una capa de barro y cobre que se destacaba por sobre el olor habitual a vegetación en descomposición.

Mientras corría, desenvainé mi espada y la empuñé con la mano sudorosa. El viento menguó y cambió la corriente, bloqueada por un objeto grande adelante: la torre.

Reconocí el declive del suelo bajo mis pies al acercarme a casa. Iba a llegar. Se me llenó el pecho de júbilo. La mano fría del miedo empezó a aflojarse y a soltarme.

Entonces hubo otro grito. Más largo, lastimero y hambriento. Se me heló la espalda. Eran cinco.

Casi había llegado a mi hogar, pero para la persona que estaba atrapada en la trampa, el terror apenas empezaba.

Me detuve a pocos centímetros de la entrada escondida. Respiraba con agitación por la carrera y la sangre corría caliente por mis venas. En mi cabeza susurraban las voces de Sivo y Perla, que me instaban a abrir la puerta y bajar al túnel para sobrevivir.

Meneé la cabeza. La vida tenía que consistir en algo más que esconderse y contar los días hasta el último suspiro. Tenía que ser algo más que mirar hacia otro lado cuando alguien perdía la vida. Tenía que ser... más.

Aferré con fuerza la empuñadura de la espada, le di la espalda a la puerta y volví a internarme en el bosque.

-

TRES

Fowler

Arrojé al suelo la trampa de hierro, maldiciendo. Había restos de la carne de Madoc adheridos a sus dientes furiosos y ensangrentados. Dagne gimoteó y se hizo a un lado, a pesar de que no corría peligro de que la trampa la golpeara. Extendió una mano y tocó levemente el brazo de su hermano.

Sus ojos enormes se fijaron en mí.

–Puedes ayudarlo, ¿verdad?

Se me escapó un bufido de incredulidad al entornar los ojos para ver la pierna arruinada de Madoc. No podía ver mucho, y no solo por la oscuridad. Tenía la espinilla bañada en sangre, que le empapaba la tela desgarrada del pantalón. Habría sido mejor que la trampa le hubiera quebrado el cuello.

–Tú puedes cargarlo, ¿no? –dijo Dagne, y asintió como esperando que yo aceptara.

Por supuesto. Podía cargar a un chico de trece años y a la vez repeler a los moradores.

Levanté la vista como si pudiera encontrar una salida en el follaje tupido de ramas y enredaderas. Alcancé a ver la luna entre las hojas, burlándose de mí.

Bajé la mirada y me concentré en el chico embarrado y la muchacha que estaban a mis pies. A su alrededor se amontonaban insectos gordos de sangre, a la tenue luz de la luna. Con su ropa sucia y sus rostros manchados de tierra, olían a miedo y podredumbre, y se fundían perfectamente con el entorno.

–Todo va a estar bien, Madoc. Tenemos a Fowler. Él va a cuidarte –palmeó a su hermano en el hombro y alzó los ojos hacia mí–. ¿Cierto? –volvió a asentir, deseosa de que yo prometiera sus mentiras–. ¿Fowler?

Era tenaz como un viejo perro de caza que tuve una vez. Iba a buscar a los faisanes, pero conseguir que luego los soltara era otra cuestión. A la larga, mi padre lo mató; no tenía paciencia para tanta tozudez. Él no tendría paciencia para Dagne ni para su hermano. Le habría repugnado el hecho de que yo sí la tenía.

Me pasé las manos por el cabello y mis dedos se entrelazaron con mechones que habían crecido mucho el último año. Los jalé con fuerza, como si al arrancarlos pudiera sentir alivio. Exhalé una bocanada de aliento. Aunque sabía que no era conveniente, había permitido que los hermanos viajaran conmigo y ahora iba a pagar por ello. No habría sido tan grave si hubieran tenido una pizca de sigilo. Mi boca se torció en una mueca. Eran un lastre y me estaban hundiendo.

Habría podido escaparme. Lo había pensado. Pero me quedé, diciéndome que sería solo hasta el próximo poblado. Allí los dejaría. Tal vez lo que me impedía abandonarlos era que no quería ser como mi padre, que estaba decidido a no ser como él.

Miré alrededor, examinando la oscuridad, tratando de dilucidar si alguna de las sombras era más que una sombra. Si las formas que se movían como tinta a mi alrededor lo hacían con intención. Si ya estaban cazándonos. Miré con atención, forzando la vista en un mundo que se había vuelto una noche fría e implacable.

–Fowler, ¿tú...?

–Silencio –susurré, y miré detrás de mí hacia la boca abierta de la noche, tratando de oír algo más que el zumbido de los insectos y el chillido lejano de algún mono.

Olfateé, y sentí el humo de un fuego de turba en alguna parte, no muy lejos. Antes me había parecido percibirlo, pero no le había puesto atención. Donde hay fuego, por lo general hay gente, y en ese bosque no vivía gente.

Faltaban varias horas para la medialuz, esa hora de bruma tenebrosa en la que una luminosidad mínima se filtraba desde donde el sol estaba escondido detrás de la luna. El único momento del día en que la tierra quedaba libre de moradores de la oscuridad. Pero incluso entonces había tensión, una sensación de pánico tan intensa que era casi palpable. Una urgencia sofocante de ganarle al tiempo y apretar el paso antes de que la luz turbia se acabara y ellos regresaran.

Dagne se puso a llorar; un sonido leve, lastimero, como el de un gatito que se esfuerza por tomar un último aliento. Rodeó el pecho de su hermano con sus delgados brazos y trató de ayudarlo a ponerse de pie. Él gritó, e hice una mueca ante aquel sonido que parecía reverberar en torno a nosotros.

–¿Vas a ayudarme?

Levanté una mano para indicarle que callara, ladeé la cabeza y agucé el oído en un bosque que de pronto estaba demasiado silencioso.

–No deberíamos haber venido por aquí –se quejó Dagne–. Te dije que este bosque está maldito.

Yo había oído relatos cuando era pequeño, pero no me importaban, pues daba por sentado que ahora el Bosque Negro estaría menos poblado. Y donde había menos personas, habría menos de ellos.

–No recuerdo haberlos invitado a acompañarme.

–Váyanse antes de que vengan. Déjenme –susurró Madoc.

Suspiré. Era tentador. El chico había gritado cuando la trampa le había atrapado la pierna, y nuevamente cuando logré quitarle los dientes de acero del tobillo. Probablemente, ya había un enjambre de moradores camino hacia nosotros. Aunque lográramos escapar, ¿qué probabilidad teníamos de salir ilesos? Bastaba una sola mordida para que se instalara la infección. Una sola gota de toxina afectaba a tal punto que, aunque uno no muriera, no podía funcionar. No podía correr.

Todos nos paralizamos al oír el primer grito. Ahora no cabía duda. Estaban viniendo.

Se sumaron otros moradores. Los chillidos espeluznantes se repetían uno tras otro desde todas las direcciones. No era la primera vez que los oía, pero no por eso me resultaban menos aterradores los sonidos que emitían. Los monos enloquecieron en los árboles; empezaron a saltar y a sacudir ramas y enredaderas, a salvo en la altura, pero aun así agitados.

A Dagne se le escapó un sollozo estrangulado. Abrazó a su hermano con más fuerza.

–¡No voy a dejarte!

Con un súbito acceso de energía, Madoc empujó a su hermana hacia mí y la sostuve. El esfuerzo lo hizo perder el equilibrio y volvió a caer al suelo.

–¡Llévala! No puedo seguir.

Dagne era algo frágil en mis brazos, tan fácil de quebrar como la leña seca. Tenía apenas dieciséis años, pero parecía más pequeña. Me recordaba a Bethan, con su baja estatura y sus ojos grandes como los de un animal herido. No podía protegerla. No podía ser responsable por otra vida.

No iba a hacerlo.

Miré una vez más la pierna aplastada de Madoc. Tenía razón. No podía ir a ninguna parte.

–Fowler –dijo con los dientes apretados–. Tómala y váyanse. A ellos... los demoraré.

Los demoraré. Se refería a que los moradores estarían demasiado ocupados asesinándolo para poder perseguirnos. A Dagne se le escapó un nuevo sollozo al comprender también lo que su hermano quería decir. Asentí una vez y la aferré por el brazo con más fuerza, y jalé de ella para que me siguiera. Se resistió, rogándome, y supe, a pesar de haber asentido, que esto no iba a funcionar. Con ella, no. Conmigo, no. Juntos, no.

Una ramita se quebró.

Solté a Dagne y la empujé detrás de mí. Saqué una flecha del carcaj que llevaba en la espalda y puse mi arco en posición. La sangre me corría por las venas con fuerza y a toda velocidad. Tensé la cuerda y alineé la flecha en un solo movimiento, y jalé hacia atrás hasta que mis dedos flexionados me rozaron la cara. Tan fácil como respirar.

Con el cuerpo preparado, giré sobre mis talones y recorrí el área con la mirada. Con el resplandor de la luna, el manto negro de la noche se aclaraba a un tono ciruela profundo. Fue fácil distinguir las siluetas inmóviles más oscuras de los árboles y arbustos, atento al menor movimiento.

Olfateé el aire. Estaban los olores habituales. Se percibía sobre todo el olor intenso y fangoso de la naturaleza. Pero había también un ligero aroma distinto, mezclado con el ya conocido. Tenía un leve dejo de menta, un poquito picante, como el del té negro que se cultiva en las sierras de Relhok. No era un morador, sino otra cosa. Otra persona.

El recién llegado avanzó con cautela entre la espesura de árboles y ramas bajas, moviéndose lentamente.

Espié entre la penumbra para ver la cara del desconocido. No era un hombre. Era una muchacha.

Sus ojos tenían un brillo oscuro en su rostro pálido y limpio. Ese rostro me dio esperanza, pues me indicó al instante que ella tenía un refugio cerca de allí. Un lugar seguro.

Bajé apenas el arco. La llegada de esta mujer implicaba una oportunidad para Madoc y su hermana. Abrí la boca, pero antes de que alcanzara a emitir una sola palabra, una flecha pasó volando junto a mi oreja en una trayectoria directa hacia la extraña.

La joven se hizo a un lado en el último segundo y esquivó la flecha. Se perdió en la oscuridad.

Me di vuelta y le quité a Dagne el arco de entre sus dedos finos como huesos.

–Necesito ese... –protestó.

–Se mata lo que hay que matar.

Los ojos de Dagne se dilataron.

–¡Pensé que era un morador!

–Rápido. Por aquí –al oír la voz de la muchacha, me di vuelta. Estaba delante de mí, extrañamente serena. Señaló a Madoc en el suelo.

–¿Puedes cargarlo?

–¿Quién eres?

–Luna –respondió, como si su nombre bastara como explicación.

Giró el rostro y ladeó la cabeza. Aguzó el oído, como hacían los animales.

–Ya vienen –anunció, con voz tan suave como las piedras pulidas por el agua–. Son demasiados para combatirlos.

Casi como haciéndole caso, el grito ya conocido partió la noche, y desató una cacofonía de respuestas.

–No tenemos mucho tiempo –afirmó con total seguridad y conocimiento.

–Lo descubriste tú sola, ¿eh?

Me colgué el arco al hombro y me incliné. Tomé a Madoc por la cintura y lo puse de pie. Él pasó un brazo por encima de mis hombros, con los labios apretados para que no se le escapara más que un quejido leve.

–Síganme –dijo con esa voz pulida como el vidrio.

–Ya la oyeron. A seguirla –ordené.

Sostuve a Madoc mientras caminábamos, él arrastrando los pies. Hice una mueca por el crujido de hojas y los chasquidos de ramitas que se producían a nuestro paso.

La chica se movía con rapidez a través del follaje oscuro.

Apenas podía seguirle el rastro. Hasta que ya no pude. Desapareció como una llama que se apaga. En un momento estaba; al siguiente, no.

Me detuve y parpadeé, mirando alrededor, con giros rápidos de mi cabeza.

Los moradores nos pisaban los talones y su olor almizcleño estaba por doquier. No podía usar mi arco a la vez que sostenía a Madoc, de modo que con mi mano libre desenvainé la espada que llevaba al costado.

–¿Adónde fue? –preguntó Dagne mientras me aferraba el brazo y lo agitaba, al borde de la histeria. Mi espada se sacudió ante mí.

–Suéltame –le exigí, pero era demasiado tarde.

Una criatura se materializó en la noche, alta casi como yo. No tenía pelo en ninguna parte de su cuerpo gris cubierto de hoyos. Aunque su carne semejaba la arcilla de modelar, yo sabía que su cuerpo era denso y se componía de tejido tendinoso, no tan blando como la carne tierna de un ser humano. Aun así, eran vulnerables a una flecha bien apuntada y a una espada precisa de movimiento estratégico. Simplemente había que acercarse lo suficiente.

Abrió la boca, y de su cara surgieron largos palpos que saboreaban el aire y detectaban la presencia de una presa. Tenía ojos pequeños, esferas oscuras que veían muy poco, casi nada. Pero no necesitaban la vista para cazarnos; les bastaba el oído y esos palpos que vibraban como un nido de víboras, en busca de nosotros.

Dagne gritó.

La criatura levantó el mentón y giró la cabeza al oírla.

Solté a Madoc cuando la cosa nos acometió, en línea directa, inclinando la cabeza calva a un costado mientras calculaba nuestros movimientos.

Dagne, presa del pánico, no me soltaba el brazo que sostenía la espada. Maldiciendo, arrebaté con la mano izquierda la espada que tenía en la derecha, pero la demora me costó. El morador estuvo sobre mí antes de que alcanzara a levantarla.

Aquel cuerpo macizo me embistió, sólido como una roca, y caímos. La espada voló de mi mano. Su aliento húmedo, que olía a podredumbre, me azotó el rostro, como una ráfaga rancia en la mejilla. Abrió la boca muy grande, y al hacerlo dejó al descubierto unos dientes filosos semejantes a una sierra, que intentaban morder mientras sus palpos finos se sacudían y se extendían hacia mi cara como serpientes hambrientas, listos para liberar su toxina.

Empujé con una mano su gruesa garganta, para crear distancia entre nosotros. El morador se lanzó hacia mi cara. Esquivé su boca, giré la cara y vi que una gota de toxina pasaba muy cerca de mi nariz. Divisé mi espada perdida, fuera de mi alcance por poco.

Resignado, busqué la daga que llevaba sujeta al muslo y la liberé de un tirón. Con esfuerzo, la levanté y le corté la garganta, hundiéndola con fuerza en la piel gruesa y correosa. Los ojos pequeños se pusieron vidriosos; me recordaron a un collar con cuentas de ónix que mi madre siempre usaba.

La sangre que manó del tajo en la garganta del morador me empapó. La criatura cayó fláccida sobre mí.

Con un gruñido, lo empujé para quitármelo de encima y busqué mi arco.

Dagne gritó. Un golpe sordo detrás de mí me hizo girar al instante, con el arco listo, una flecha apuntada hacia adelante, directamente al rostro de Luna.

Tenía una daga en la mano, y de la hoja goteaba sangre. Había un morador muerto a sus pies, entre nosotros.

Bajé el arco una fracción.

–Volviste.

Sus ojos brillaron en la oscuridad.

–Les dije que me siguieran.

–No puedo seguirte el paso cuando estoy cargando a otro –bufé.

Me dio la espalda y empezó a caminar una vez más.

–Vienen más. Desde el este. Dense prisa.

Eché un vistazo a la izquierda como si pudiera verlos a través de la noche. Casi en respuesta a sus palabras, se oyó otro grito penetrante, al cual pronto respondió otro, y otro más.

Ya era difícil detectar la figura menuda de Luna en la oscuridad. Me incliné y volví a levantar a Madoc. Estaba más débil que antes, se convirtió en una carga más pesada.

Con un sollozo, Dagne empezó a seguirme de cerca mientras caminaba de prisa detrás de la muchacha. Sin hacer caso a mi agotamiento, seguí en movimiento, avanzando, un pie detrás del otro.