Akal / Arte y estética / 82
Pere Salabert
Teoría de la creación en el arte
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Sergio Ramírez
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© Pere Salabert, 2013
© Ediciones Akal, S. A., 2013
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ISBN: 978-84-460-3796-5
Prólogo
Dos intuiciones son base para esta Teoría de la creación en el arte. La primera es un debate imaginado por Aristófanes para enfrentar a los fallecidos Esquilo y Eurípides en una discusión acerca del arte trágico que les dio fama en vida. Resuelta la acción en el Infierno, su árbitro y mediador es Dionysos, patrón del teatro, que actúa como lo haría un feriante con sus títeres en una pugna cuyo origen congrega el deseo de vigorizar la tragedia y la maña que lo habrá de satisfacer. Temeroso de que se extinga el arte tutelado por él con el quebranto que lo afecta tras la defunción de Eurípides, su último cultivador de genio, Dionysos ha decidido resucitarlo para hacer de él un poeta zombie cuyo talento mantendrá en vida la escena trágica. Hay aquí algo inevitable y fácil de predecir: nada de lo que importa en esta comedia de Aristófanes ocurre según estaba previsto, aunque lo más interesante para nosotros no es lo que tiene lugar en ella, sino lo que se dice.
La segunda intuición es menos pintoresca y como el revés de la primera. Su objeto es el lenguaje y concierne a la casi homofonía de creer y crear. Imaginar la eventual afinidad de estos términos comporta ya una incógnita que obliga a preguntarse si no estará la memoria del secreto origen de la «creación» oculta en las entrañas de una creencia que sería conveniente examinar. Empleo palabras, manejo formas lingüísticas, pero la pregunta que acabo de formular nos pone de pronto en la región del ánimo y su diversidad de estados con una fuerza que conecta una y otra forma, me refiero a la particular inercia de un creer que se supera impulsando la creación. Admitamos esto último como hipótesis. Crear y creer podrán articularse entonces con todas sus consecuencias gracias a otra figura, implícita a la vez que mediadora, en el cómico altercado de Eurípides y Esquilo. Me refiero a la figura de Sófocles, que durante la discusión de los grandes trágicos está allí presente y guarda silencio. Así parece hermanarse la escena de Aristófanes con esta última afinidad semántica, la del crear-creer, inspiradora de vínculos inexplorados.
Con esto como punto de partida, el presente libro emprende una exploración de los obstáculos que surgen cuando queremos entender qué se esconde tras el concepto al que alude el título, en qué consiste la creación, la creatividad, una competencia que, siendo confusa por definición, tienen algunos individuos en usufructo con actos que dan origen a formas inesperadas, objetos sorprendentes por singulares, productos que se revelan valiosos gracias al beneficio que procuran en cualquiera de estos órdenes, sea estético, ético o cognitivo.
Es sabido que una teoría explícita de la capacidad creadora se la debemos a la Ilustración, aunque su influencia sobre nosotros proceda de los románticos con la figura del «genio» por corolario. Ahora bien, antes de venir Kant a encerrar al genio en un arte comprometido con la «originalidad» negándole toda actuación en el ámbito científico, Dubos había detectado en él una fuerza para la efectividad artística, pero también para la estrategia militar o cualquier otra actividad urgida por la razón. Eso responsabiliza al primero de un error consistente en confinar la creatividad en el campo artístico poco antes de que viniera el Romanticismo a aligerarla del pensar razonador y llevarla a su apogeo haciendo del acto creador un componente de todos los platos sin apenas excepciones. Aliada de «lo nuevo», cómplice de un dinamismo de vida que requiere el cambio y con él la diferencia, pensar la creatividad equivale a invocar tres conceptos de variable complejidad: la Creación, el Descubrimiento y la Invención. Es necesario distinguirlos para averiguar, nada más empezar, que, si la creación tiene en el arte su lugar de privilegio, no toda manifestación artística es necesariamente creativa. ¿Cómo detectar entonces si en una obra de arte hay creación? Éste es uno de los problemas a los que se enfrenta la Teoría de la creación en el arte de manera inevitable.
Aún quedan otros dos factores por destacar. La creación entendida como un concepto relativo a la reflexión estética se ha disuelto casi en nuestro tiempo debido al uso inmoderado del término que la nombra. Tal vez sea la causa de que el artista actual parezca tener objetivos ajenos a ella por caminos que, gracias a la difusión de un arte cada vez más indulgente consigo mismo, aún están por transitar. Sea como sea, la creación, ese concepto de largo uso, nos ha llegado cargado ya de prejuicios antes de estallar en mil pedazos e interesar a sectores tan ajenos a su original sentido como el Mercado, o, si se prefiere, el marketing. ¿O no es acaso el publicitario, cuando no el periodista, quienes merecen ahora el título de «creativos»? En cuanto a la innovación en el campo de la técnica, ¿no depende de la inventiva o creatividad, como la ciencia depende sobre todo del descubrimiento o la invención? Veamos un contexto político como el nuestro, donde los registros de la cultura y el arte –incluidos la moda vestimentaria, la cocina y el deporte, la «fiesta» taurina y la hipertrofia futbolística– invaden nuestro espacio mental atrayendo tanta más atención cuanto mayor es su agotamiento y, sobre todo, su puerilidad. La «creación» en este punto no sólo ha invadido ya todos los campos, también la producción de «conceptos» parece haber consumido el terreno filosófico que era el suyo para acceder al marketing. Basta con ver el descontento de Deleuze al referirse a su libro Mille plateaux en el periódico Libération (1980) y declararse tan desalentado como ofendido por la sustracción del «concepto» a la filosofía en provecho de la publicidad y el periodismo. Máquinas palabreras sin otro fondo que ofrecer, confundidas ambas fuerzas mediante la propagación liberal-cancerosa de la primera, han convertido el «concepto» –igual que había sucedido antes con la «estética»– en un factor imprescindible para un pensamiento prêt à porter que es la negación misma de la tarea de pensar. Preguntemos por un modelo de automóvil, un plan de pensiones, un programa televisivo, un aspirador o una pasta dentífrica, no importa qué queramos ver: cada producto, sea de uso o simple gadget para el consumo, es hoy un «nuevo concepto» que, acabado de nacer, posee una «estética» tan exigente en su diseño que satisfará la totalidad de nuestras expectativas. Vayamos al periodismo que califica de «genio» a un futbolista por su eficacia goleadora, o atendamos a aquel periodista que espera en un aeropuerto español la llegada de un futbolista para soltar, nada más verle, que Fulano «se hace carne mortal» (TV1, 2001). Esta misma imaginación grotesca es la que debió inspirar más recientemente (2010) a otro haciéndole declarar que Messi era el «Dios del fútbol». Después de todo, si el fútbol lo tiene todo de religión, bien merece tener su dios, o dioses, con su particular cohorte celestial. Cuando una afición se convierte en fanatismo, su cielo, lleno de divinidades, tiene la ambigüedad de ciertas trascendencias: lugar de todos y de nadie al mismo tiempo, todo el mundo participa de una misma cosa sin que nadie la posea en ningún momento.
Bastará con esto para comprender que no hay rareza alguna en que esta Teoría de la creación en el arte esboce una trayectoria de largo alcance que, partiendo de la eminente figura de Sófocles vista por Aristófanes, pasa por Giorgione o Rembrandt hasta llegar a Marcel Duchamp, Christo Javacheff o algún otro creador más cercano, con el objetivo de despejar una perspectiva estética cuya totalidad aún está por ver. No me refiero tanto a la facultad de crear –que en ningún momento queda al margen– cuanto a algunos de los mecanismos que la integran y a sus efectos con la creación. Si admitimos para la Naturaleza una imaginación de la materia inagotable por su capacidad de inventar y renovarse, será de justicia que la filosofía y el pensamiento estético, con la psicología, la teoría psicoanalítica o la neurología, hallen también en quienes inventan, crean o descubren una particular «naturaleza» capaz de tomar cuerpo en cada uno de sus trabajos. Es claro que sostener esto así, sin más, nos autorizaría a decir que Thomas A. Edison, inventor del fonógrafo, la lámpara de incandescencia, un rudimentario cinematógrafo y tantas otras cosas, es comparable a Arthur Evans, descubridor de la ciudad cretense de Cnossos. Lo que a su vez nos llevaría a opinar que ambos merecen hermanarse con Leonardo da Vinci, creador e inventor, músico y humorista, anatomista, estudioso del vuelo de los pájaros y los fluidos, arquitecto e ingeniero además de artista. Y aún podríamos seguir reuniendo a Velázquez, Goya o Picasso, grandes creadores todos ellos, para compararlos incluso con Cristóbal Colón, obstinado y feliz descubridor de una tierra creyendo que era otra, o con Heinrich Schliemann, arqueólogo amateur y, no obstante, descubridor de la Troya homérica. ¿Y, puestos a simplificar, por qué no igualaremos a aquel oscuro Alexis Duchâteau, inventor de la dentadura postiza de porcelana en el siglo xviii, con la potencia creadora de un Balzac, y a éste con el equipo descubridor del ADN o con la larga serie de tentativas que confluyeron en Internet? Nadie nos impide hacerlo; sin embargo, cae por su peso que ninguna de estas comparaciones es posible sensatamente. Porque si hubo creación, descubrimiento o invención en todos estos casos, en ninguno de ellos hubo de todo al mismo tiempo. Convendrá pensar, pues, que tras el motor de la «innovación» (otro concepto enflaquecido por el excesivo uso) existen no ya una sino tres fuerzas para el devenir de la ciencia o la técnica, el arte o el pensamiento, el conocimiento en suma. Y este motor, que el optimismo histórico calificó de progreso creyendo que su existencia era tan lógica como natural, hoy, lentificado ya por una inclinación contraria, sometido incluso a serias dudas, ha sido silenciado por el expediente de una sostenibilidad que requiere a su vez, y ahora más que nunca, la fuerza innovadora.
¿Qué inferir de todo esto? Digamos, por el momento, que la triple fuerza de la Creación, la Invención y el Descubrimiento es la horquilla derivada de una Fuerza única y radical que la precede: la naturaleza-fuente de cada individuo contenida en, y limitada por, una vida socializada por fronteras de moderación o de recelo. Y es necesario reconocer en esa Fuerza el poder de conseguir que la vida colectiva extienda sus fronteras, que, lejos de permanecer encerrada en sí misma, cobre un empuje haciendo que sus límites retrocedan dejando a la vista, como la marea al retirarse de la playa, todo lo que permanecía al margen o estaba camuflado, lo que subsistía silenciado o ignorado, que a continuación haremos nuestro en la medida de su potencia renovadora. Pero no vayamos a interpretar el «dejar a la vista» que acabo de escribir en el sentido literal de un exhibir mostrando, porque también lo contrario –un «ocultar a la vista»– llama a la mirada y se ofrece con el arte para no ser visto. Ocurre espontáneamente cuando aquellas personas o cosas que nos pasan desapercibidas por demasiado conocidas, se revelan de pronto un día como si no las conociéramos. Se nos manifiestan ocultas celebrando el espectáculo, por así decir, de su desaparición.
Hasta aquí, una primera fisonomía del problema cuya resolución debe pasar por distinguir las fuerzas entre sí: la creativa, la inventora y la descubridora.
Quedan aún tres fisonomías que contemplo por su exclusiva referencia a la creación en el arte: una, la del creador, es decir, lo que pueda haber de distintivo en su personalidad; otra, la correspondiente a la creatividad o competencia para el acto creador, y, la última, la creación referida a las singularidades de un arte consentido –en ambas acepciones, acreditado y semánticamente válido– por su valor estético.
Así parecerá que desde la gran tragedia griega hasta Duchamp y su rueda de bicicleta, el portabotellas o el urinario, para volver después a Cristóbal Colón y el descubrimiento de América, la invención del cine como un arte a partir de la cámara cinematográfica o la creación de la minifalda por Mary Quant, todo en absoluto responde a una serie encadenada de premisas cuyas variables –que conviene señalar– no excluyen una conceptuación, una parte de la cual puede ilustrar el Eros-artista con la inquietante ambigüedad de su obrar.