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Akal / Básica de Bolsillo / 266

Karl Marx y Friedrich Engels

La Sagrada Familia

o Crítica de la crítica crítica contra Bruno Bauer y consortes

Prólogo: Franz Mehring

Versión castellana: Carlos Liacho

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Prólogo a La Sagrada Familia

El primer trabajo que Marx y Engels realizaron juntos para resolver sus dudas filosóficas adquirió la forma de una polémica contra la Literaturzeitung [Gaceta Literaria], que Bruno Bauer y sus hermanos Edgar y Egbert editaban en Charlottenburg, desde diciembre de 1843.

En este periódico, los «libres» de Berlín trataban de fundamentar su ideario, o lo que ellos llamaban su ideario. Bruno Bauer fue invitado por Froebel a colaborar en los Anales franco-alemanes [Deutsch-Französische Jahrbücher], pero después de muchas cavilaciones, se abstuvo; al tomar esta decisión no se limitaba a ser fiel a su propia conciencia filosófica: también se debía a que Marx y Ruge habían herido sensiblemente a su conciencia personal. Sus mordaces alusiones a la Rheinische Zeitung [Gaceta del Rhin], de «santa memoria», a los «radicales» y a los «listos del año 1842», etc., tenían un fondo justo: a pesar de todo. La rapidez y la facilidad con que la reacción romántica destruyó los Anales alemanes y la Gaceta del Rhin, en cuanto estos órganos dejaron la filosofía para pasarse a la política, y la absoluta indiferencia con que la «masa» contempló este «ametrallamiento» del «espíritu», arraigaron en Bauer la convicción de que por este camino no se iba a ninguna parte. Para él, la salvación estaba en retornar a la filosofía pura, a la teoría pura, a la crítica pura; y, efectivamente, nada ni nadie se opondrían a este plan de levantar un gobierno omnipotente del mundo en la esfera de las nubes ideológicas.

El programa de la Literaturzeitung, en lo que tenía de concreto, está expresado en estas palabras de Bruno Bauer: «Hasta aquí, todas las grandes acciones de la historia fracasaron desde el primer momento y pasaron sin dejar detrás ninguna huella profunda, por el interés y por el entusiasmo que la masa ponía en ellas; otras veces, acabaron de un modo lamentable porque la idea que albergaban era tal, que por fuerza tenían que contentarse con una reflexión superficial, no pudiendo, por lo tanto, concebirse sin el aplauso de la masa». El abismo entre el «espíritu» y la «masa» era el constante leitmotiv que aparecía en la labor de este periódico. Para la Literaturzeitung, según sus propias palabras, el espíritu sólo tenía un enemigo, que ya conocía: las ilusiones y la superficialidad de la masa.

Por lo tanto, no hay que extrañarse de que el periódico de Bauer, con esta ideología, juzgue despectivamente todos los movimientos de la «masa» de la época, el cristianismo y el judaísmo, el pauperismo y el socialismo, la Revolución francesa y la industria inglesa. La semblanza que Engels trazó de esta publicación es casi cortés: «Es y seguirá siendo –escribía retratando al periódico– una anciana, la filosofía de Hegel viuda y marchita, que cubre de adornos y afeites su cuerpo reseco reducido a la abstracción más repelente, y que con amorosas miradas busca un pretendiente por toda Alemania». En realidad lo que hacía era llevar al absurdo la filosofía hegeliana. Hegel, que hacía cobrar conciencia al espíritu absoluto únicamente en el filósofo a posteriori como espíritu universal y creador, venía a decir, en el fondo que este espíritu absoluto hacía de la historia un reflejo proyectado en la imaginación, y se precavía cuidadosamente contra el equívoco de considerar como espíritu absoluto al propio individuo filosófico. Los Bauer y sus secuaces se tenían por encarnación personal de la crítica, del espíritu absoluto, que obraba en ellos y gracias a ellos en oposición consciente al resto de la humanidad: la virtud del espíritu universal. Por fuerza esta nubecilla tenía que disiparse rápidamente, aun en la atmósfera filosófica de Alemania. La Allgemeine Literaturzeitung no halló gran acogida, ni siquiera en el sector de los «libres»; no colaboraban en ella ni Koppen muy retraído por lo demás: ni Stirner quien, lejos de ayudarla, conspiraba contra ella: tampoco se consiguió la colaboración de Meyen ni de Rutember y los Bauer tuvieron que conformarse, salvo la excepción única de Faucher, con firmas de segundo y tercer orden, como la de un tal Jungnitz y la pseudónima de Sziliga, perteneciente a un oficial prusiano llamado Von Zychlinsky, muerto en el año 1900, siendo general de infantería. Sin dejar huellas, toda esta fantasmagoría se vino a tierra antes de pasar un año. El periódico de Bauer no sólo estaba muerto, sino que había caído en el más completo olvido cuando Marx y Engels salieron a la palestra de la publicidad para darle batalla.

Este hecho no favoreció gran cosa a su primera obra de colaboración, aquella «crítica de la crítica crítica», como hubieran de bautizarla en un principio, cambiándole luego el título por el de La Sagrada Familia, a propuesta del editor. Los adversarios se burlaban inmediatamente de ellos, diciendo que venían a matar lo que estaba ya muerto y enterrado, y también Engels, al recibir el libro ya impreso, opinaba que estaba muy bien, pero que era excesivamente voluminoso: que el soberano desprecio con que en él se trataba a la crítica crítica contrastaba visiblemente con los 22 pliegos del volumen, y que la mayoría de sus páginas serían incomprensibles para el público y no interesarían, en general. Todos estos reparos son ahora, naturalmente, mucho más fundados que en el momento de editarse el libro; en cambio, este tiene hoy, con el tiempo transcurrido, un encanto que difícilmente podía percibirse en el momento de su publicación, o que por lo menos no podía percibirse al modo de hoy. Después de censurar todas las sutilezas escolásticas, los retorcimientos de palabras e incluso los retorcimientos monstruosos del pensamiento de la obra, un crítico moderno afirma que en ella se encuentran algunas de las más bellas revelaciones del genio, que él pone, por la maestría de la forma, por la concisión apretada y broncínea del lenguaje, entre las páginas más maravillosas que jamás salieron de la pluma de Marx.

En estas partes de la obra, Marx se nos revela como maestro de aquella crítica productiva que sustituye la figuración ideológica por el hecho positivo, que crea destruyendo y construye derribando. A los tópicos críticos de Bruno Bauer contra el materialismo francés y la Revolución francesa. Marx opone unos esbozos brillantísimos de estas manifestaciones históricas. Saliendo al paso de las charlatanerías de Bruno Bauer acerca del divorcio entre el «espíritu» y la «masa», «la idea» y el «interés». Marx contesta fríamente: «La idea ha quedado en ridículo siempre que se ha querido separar del interés». «Todo interés de masa históricamente triunfante –continúa Marx– ha sabido siempre, al pisar la escena del mundo en forma de idea o de representación, trascender de sus verdaderos límites para confundirse con el interés humano general. Esta ilusión forma lo que Fourier llama el tono de cada época histórica. El interés de la burguesía en la revolución de 1789, lejos de “fracasar”, lo “conquistó” todo y alcanzó el “triunfo más completo”, pese a lo mucho que desde entonces se ha disipado el “pathos” y a lo que se han marchitado las flores “entusiastas” con que este interés enguirnaldó su cuna. Tan potente era, que arrolló victoriosamente la pluma de un Marat, la guillotina de los terroristas, la espada de Napoleón y el crucifijo y la sangre azul de los Borbones.» «En 1830 –prosigue– la burguesía realizó sus deseos de 1789, si bien con una diferencia: estando terminada su formación política, la burguesía liberal no vio ya en el Estado representativo y constitucional el ideal del Estado, y no creyó ya –realizándolo– perseguir la salvación del mundo y de sus objetivos generales y humanos; por el contrario, había reconocido en él la expresión oficial de su poder exclusivo y el reconocimiento político de su interés particular. La revolución no había fracasado más que para aquella masa que no abrigaba, bajo la idea política, la idea de su interés real, cuyo verdadero principio de vida no coincidía, por lo tanto, con el principio de vida de la revolución, cuyas condiciones reales de emancipación diferían sustancialmente de las condiciones bajo las cuales querían emanciparse la burguesía y la sociedad en general.»

A la afirmación de Bruno Bauer de que el Estado mantenía en cohesión a los átomos de la sociedad burguesa, Marx replicaba que lo que los mantenían unidos era el ser átomo solamente en la imaginación, en el cielo irreal en que se proyectaban, pero siendo en la realidad algo radicalmente distinto de los átomos; no egoístas divinos sino hombres egoístas. «Sólo la superstición política se imagina hoy que la vida social necesita del Estado para mantenerse en cohesión, cuando en realidad es el Estado el que debe su cohesión a la vida social.» Y recogiendo las manifestaciones despectivas de Bruno Bauer con respecto a la importancia de la industria y la naturaleza para la ciencia histórica, Marx le pregunta si es que la «crítica crítica» creía poder siquiera plantear el conocimiento de la realidad histórica dejando al margen del movimiento histórico la actitud teórico-práctica del hombre ante la naturaleza, ante las ciencias naturales y la industria. «Del mismo modo que separan el pensar de los sentidos, el alma del cuerpo, separan la historia de las ciencias naturales y de la industria, para ir a buscar la cuna de la historia, no a la tosca producción natural de la tierra, sino al reino vaporoso de las nubes, al cielo.»

La defensa que Marx hace de la Revolución francesa frente a la «crítica crítica», la asume Engels en lo tocante a la industria inglesa. Para ello tenía que habérselas con el joven Faucher, el único de los colaboradores del periódico de Bauer que daba un poco de importancia a la realidad terrena; y es divertido ver con qué justeza analizaba entonces aquella ley capitalista del salario que, 20 años más tarde, al aparecer en escena Lassalle, había de repudiar como un producto satánico, calificándola de «podrida ley ricardiana». A pesar de las muchas fallas graves que Engels hubo de descubrirle –Faucher ignoraba, por ejemplo, en el año 1844, que en 1824 habían sido derogadas las prohibiciones inglesas contra la libertad de coalición–, tampoco dejaba de incurrir en ciertos excesos escolásticos, y hasta caía en un error sustancial, si bien era muy distinto al de Faucher. Este se burlaba de la ley sobre la jornada de 10 horas de lord Ashley, calificándola de «medida de ambiente», que no clavaba el hacha en ninguna de las raíces del árbol; Engels la tenía, con «toda la poderosa masa de Inglaterra», por la expresión, muy moderada por cierto, de un principio absolutamente radical, puesto que no sólo ponía, sino que clavaba muy hondo el hacha en la raíz del comercio exterior, lo que equivalía a clavarla en la raíz del sistema fabril. Engels, y con él Marx, veía por entonces en el bill de lord Ashley la tentativa de poner a la gran industria una traba reaccionaria, que la sociedad capitalista se encargaría de hacer saltar cuantas veces tropezase con ella.

Engels y Marx no se habían despojado aún completamente de su pasado filosófico; ya en las primeras líneas del prólogo les vemos oponer el «humanismo real» de Feuerbach al idealismo especulativo de Bruno Bauer. Reconocen sin reservas las geniales doctrinas de Feuerbach y su gran mérito al esbozar magistralmente los rasgos capitales de la crítica de toda metafísica, poniendo al hombre en el sitio que ocupaba el viejo fárrago, sin excluir la infinita conciencia de sí mismo. Pero se les veía dejar atrás, una y otra vez, el humanismo de Feuerbach para avanzar hacia el socialismo, para pasar del hombre abstracto al hombre histórico; y es maravillosa la agudeza perceptiva con que saben orientarse entre el caótico oleaje del socialismo. Ponen al desnudo el secreto de los devaneos socialistas en que se entretiene la burguesía satisfecha. Incluso la miseria humana, esa miseria infinita condenada a la mendicidad, le sirve a la aristocracia del dinero y de la cultura, de juguete para divertirse, de medio para satisfacer su amor propio, para cosquillear en su soberbia y su vanidad. No otra explicación tienen las interminables ligas de beneficencia de Alemania, las sociedades de beneficencia de Francia, los quijotismos filantrópicos de Inglaterra, los conciertos, los bailes, las representaciones teatrales, las comidas para pobres y hasta las suscripciones públicas a favor de los damnificados por catástrofes y accidentes.

Entre los grandes utopistas, es Fourier quien más aporta al acervo especulativo de la «Sagrada Familia». Pero Engels distingue ya entre Fourier y el fourierismo; y dice que aquel fourierismo aguado que predicaba la «democracia pacífica» no era más que la teoría social de una parte de la burguesía filantrópica. Tanto él como Marx hacen hincapié en lo que jamás habían sabido comprender ni los grandes utopistas: en el desarrollo histórico y en el movimiento autónomo de la clase obrera. Replicando a Edgar Bauer, escribe Engels: «La crítica no crea nada, es el obrero quien lo crea todo, hasta el punto de avergonzar a toda la crítica, en lo referente a sus frutos espirituales; de ello pueden dar testimonio los obreros ingleses y franceses». Y Marx demuestra que no existe tal divorcio irreductible entre el «espíritu» y la «masa», observando, entre otras cosas, que la crítica comunista de los utopistas había respondido inmediatamente en el terreno práctico, el movimiento de la gran masa; había que conocer –decía–, el estudio, el afán de saber, la energía moral, el hambre insaciable de progreso de los obreros franceses e ingleses, para tener una idea de toda la nobleza humana de este movimiento.

Sentado esto, es fácil comprender, pues, que Marx no podía dejar pasar sin una calurosa repulsa aquella deplorable traducción y aquel comentario, todavía más deplorable, con que Edgar Bauer había calumniado a Proudhon desde las columnas de su periódico. Naturalmente es una argucia académica eso de que Marx, en La Sagrada Familia, glorificase al mismo Proudhon a quien, al cabo de dos años, había de criticar tan duramente. Marx limitábase a protestar de que el chismorreo de Edgar Bauer desfigurase las verdaderas ideas de Proudhon, ideas que él consideraba tan innovadoras en el terreno económico como las de Bruno Bauer en el terreno teológico. Lo cual no era obstáculo para que pusiese de relieve la limitación de uno y otro, cada cual en su campo.

Proudhon consideraba la propiedad como una contradicción lógica, desde el punto de vista de la Economía burguesa. Marx, en cambio, afirmaba: «La propiedad privada, como tal propiedad privada, como riqueza, se ve forzada a sostenerse a sí misma en pie, manteniendo con ello en pie a su antítesis, el proletariado. He aquí el lado positivo de la antítesis: la propiedad privada, que encuentra en sí misma su propia satisfacción. Por su parte, el proletariado, como tal proletariado, se ve obligado a superarse a sí mismo, superando con ello la antítesis que le condiciona y le hace ser lo que es. He aquí el lado negativo de la antítesis: su inestabilidad intrínseca, la propiedad privada corroída y corrosiva. De los dos términos de esta antítesis, el propietario privado es, por lo tanto, el partido conservador; el proletariado, el partido destructivo. De aquel arranca la acción encaminada a mantener la antítesis: de este, la acción encaminada a destruirla. Es cierto que la propiedad privada se impulsa a sí misma, en su dinámica económica, a su propia disolución, pero es por un proceso independiente de ella, inconsciente, ajeno a su voluntad, informado por la lógica de las cosas, pues esta le lleva a engendrar el proletariado como tal proletariado, es decir, a la miseria consciente de su miseria física y espiritual, consciente de su degradación humana, con la cual supera ya su propia degradación. El proletariado no hace más que ejecutar la sentencia que la propiedad privada decreta contra sí misma al engendrar el proletariado, como ejecuta también la que el trabajo asalariado decreta contra sí mismo al engendrar la riqueza ajena y la miseria propia. El proletariado, al triunfar, no se erige, ni mucho menos, en dueño y señor absoluto de la sociedad, pues si triunfa es a costa de destruirse a sí mismo y a su enemigo. Con su triunfo, el proletariado desaparece, como desaparece la antítesis que le condiciona, la propiedad privada».

Marx se defiende terminantemente de la objeción que se le hace de convertir a los proletarios en dioses, al asignarles esta misión histórica. «¡Todo lo contrario! El proletariado puede y debe necesariamente emanciparse a sí mismo; porque en él, en el proletariado culto, se ha consumado prácticamente la abstracción de toda humanidad, incluso de toda apariencia de humanidad, porque en las condiciones de vida del proletariado cobran su expresión más inhumana todas las condiciones de vida de la actual sociedad, porque el hombre, en su seno, se ha perdido a sí mismo, pero conquistando al mismo tiempo, no sólo la conciencia teórica de esa pérdida, sino también, directamente, por imperio de una necesidad absolutamente coercitiva, imposible de esquivar, el deber y la decisión –expresión práctica de la necesidad– de alzarse contra esa situación inhumana. Pero el proletariado no puede emanciparse sin superar sus propias condiciones de vida. Y no puede superar sus propias condiciones de vida, sin superar, al mismo tiempo, todas las condiciones inhumanas de vida de la sociedad que se cifran y compendian en su situación. No en vano tiene que pasar por la dura, pero forjadora escuela del trabajo. No se trata de saber qué es lo que tal o cual proletario, ni aun el proletariado en bloque, se proponga momentáneamente como meta. De lo que se trata es de saber qué es el proletariado y qué misión histórica se le impone por imperio de su propio ser; su meta y su acción histórica están visibles e irrevocablemente predeterminadas por la propia situación de su vida y por toda la organización de la sociedad burguesa actual.» Y Marx insiste una y otra vez en afirmar que una gran parte del proletariado inglés y francés tiene ya conciencia de su misión histórica y que labora incansablemente por llevar a esta conciencia la más completa claridad.

Junto a muchos pasajes verdes y lozanos de que mana rebosante la vida, La Sagrada Familia contiene también trechos resecos y agotados. Hay capítulos, principalmente los dos largos capítulos consagrados a analizar la increíble sabiduría del honorable señor Szeliga, que someten a dura prueba la paciencia del lector. Si queremos formarnos un juicio de esta obra, debemos tener presente que se trata, a todas luces, de una improvisación. Coincidiendo con los días en que Marx y Engels se conocieron personalmente, llegó a París el cuaderno octavo de la publicación de Bauer, en que este, aunque de modo encubierto, no por ello menos mordaz, combatía las dietas expuestas por ambos en los Anales franco-alemanes. Entonces se les ocurrió seguramente la idea de contestar al antiguo amigo en un tono alegre y burlesco, con un pequeño panfleto que habría de aparecer rápidamente. Así parece indicarlo el que Engels escribiese inmediatamente su parte, que abarcaba menos de un pliego impreso, quedándose asombrado cuando supo que Marx había convertido el folleto en una obra de 20 pliegos; le parecía «curioso» y «cómico» que, siendo tan pequeña su aportación, su nombre figurase en la portada del libro, y hasta en primer lugar. Marx debió acometer el trabajo a su manera, concienzudamente, como todo lo que hacía, faltándole seguramente, según la conocida y hasta verdadera frase, tiempo para ser breve. Cabe también suponer que se extendiese todo lo posible para acogerse a la liberación de la censura de que gozaban los libros de más de 20 pliegos.

Por lo demás, los autores anunciaron esta polémica como precursora de otras obras en las que, cada uno por su cuenta, fijarían su actitud ante las nuevas doctrinas filosóficas y sociales. Cuán seriamente lo prometían lo demuestra el hecho de que Engels tenía ya terminado el original de la primera de estas obras a que se aludía al recibir el primer ejemplar impreso de La Sagrada Familia.

Franz Mehring

(Del cap. III de Carlos Marx, historia de su vida, Franz Mehring).

Introducción

En su órgano Die Allgemeine Literaturzeitung, fundado en Charlottenburg en 1843, Bruno Bauer resolvió atacar, a fines de 1844, a sus antiguos amigos Engels y Marx e insistir particularmente sobre los puntos que podían dividirlos. Reunidos en París, donde pasaron juntos una decena de días, en septiembre de 1844, los dos amigos, después de conocer esas elucubraciones bastante insignificantes, resolvieron contestarlas brevemente.

Aun antes de abandonar París, Engels redactó los pocos pasajes que constituyen su parte en este trabajo en común, el más extenso que poseemos de ellos para este periodo: capítulos I, II, III, IV (párrafos 1 y 2), VI (párrafo 2). En cuanto a Marx, arrastrado por su temperamento combativo, deseoso además de aprovechar esta oportunidad para tomar posiciones claras frente a diversas cuestiones, quizá también para escapar a la censura dando a su trabajo más de 20 pliegos de impresión, hizo del pequeño panfleto proyectado un verdadero volumen.

El título primitivo debía ser Crítica de la crítica crítica, contra Bruno Bauer y consortes. En el momento en que la obra iba a aparecer en Fráncfort, a fines de enero de 1845, el editor, doctor Lowenthal, escribió a Marx: «Además, quisiera saber claramente lo que haya de cierto en el fondo del rumor que me ha llegado a los oídos en estos últimos días: usted estaría realizando un libro contra B. Bauer, titulado La Sagrada Familia. ¿No se habrá hecho una confusión entre ese pretendido libro y el que tenemos en prensa, y cuyo fondo es absolutamente el mismo?». Y Lowenthal pedía autorización para reemplazar el primer título por el segundo, «más llamativo, más epigramático». Marx dio su consentimiento.

Una vez más, en su asociación, Marx aparecía ocupando el primer puesto, y Engels se reducía demasiado voluntariamente, por exceso de modestia. «Me asombra, es verdad, que hayas extendido la Crítica crítica a 20 pliegos», escribe primero. Luego agrega, algunas semanas más tarde: «El título, La Sagrada Familia, me valdrá probablemente algunos disgustos con mi muy piadoso padre, que en este momento está pasablemente furioso; pero, naturalmente, tú no podías saberlo». Finalmente, el 17 de marzo de 1845, Engels hace conocer su impresión, su juicio y sus aprensiones: «La Crítica crítica –creo haber comunicado ya que la recibí– es famosa. Todo lo que escribes sobre la cuestión judía, la historia del materialismo y los misterios es soberbio, y su efecto será excelente. Sin embargo, el trabajo es demasiado voluminoso. Dado el soberano desprecio que le dedicamos a la Literaturzeitung, la gente se sorprenderá al consagrarle 22 hojas de impresión. Además, la mayoría de las explicaciones relativas a la especulación y al ser abstracto permanecerá ininteligible para la gran masa, y no le interesará. Aparte de esto, el libro es de una factura espléndida y hace morir de risa».

A pesar de todo, el lector puede hallar provecho en la lectura de estas páginas pero a condición de que conozca la época en que fueron escritas. Para facilitarle esta tarea, hemos creído necesario poner algunas notas explicativas al comienzo de cada capítulo, e incluso de algunos párrafos.

J. Molitor

La Sagrada Familia, o Crítica de la crítica crítica

Capítulo primero

La crítica crítica en la figura de un maestro-encuadernador, o la crítica crítica bajo los rasgos del señor Reichardt[1]

La crítica crítica, por superior que se sepa a la masa, experimenta, sin embargo, por esta masa, una piedad infinita. La crítica ha amado en tal forma a la masa, que le envió su único hijo, para que todos los que creen en él no se pierdan, para que tengan la vida crítica. La crítica se ha hecho masa y habita entre nosotros, y nosotros vemos su esplendor, el esplendor del hijo único del Padre. En otros términos, la crítica se ha hecho socialista y habla «de escritos sobre el socialismo». No considera una tramoya el ser igual a Dios, sino que ella misma enajena y toma los rasgos de un maestro encuadernador, y se humilla hasta el absurdo, hasta el absurdo «en varias lenguas». Ella –cuya celeste pureza virginal evita con horror todo contacto con la masa leprosa y pecadora–, ella condesciende en notar la existencia de «Bodz» y «todos los escritores documentales del pauperismo» y «en seguir, paso a paso, desde hace años, el gran mal de nuestra época». Desdeña escribir para los especialistas, escribe para el gran público; deja de lado todas las expresiones extrañas, todo «cálculo latino, toda jerga especialista». Todo esto lo borra de los escritos ajenos, pero verdaderamente sería pedirle demasiado el invitarla a que ella misma se someta «a este reglamento de administración». Y hasta esto, no lo hace más que parcialmente. Con admirable facilidad se desembaraza, si no es de los términos mismos, al menos de su sentido. ¿Y quién podría reprocharle, pues, el emplear «la gran masa de palabras extrañas» cuando por una manifestación sistemática prueba sobreabundantemente que también a ella esos vocablos le resultan ininteligibles? He aquí algunos especímenes de esta manifestación sistemática:

«Por esta razón ella siente horror por las instituciones de la mendicidad».

«Una doctrina de responsabilidad donde toda manifestación del pensamiento humano devenga una imagen de la mujer de Lot.»

«La clave de este monumento de arte verdaderamente ingenioso.»

«Esto, el contenido principal del testamento político de Stein, que el gran hombre de Estado remitió aún antes de abandonar el servicio activo, al gobierno y a todas sus relaciones.»

«Ese pueblo no poseía aún, en esta época, las dimensiones requeridas para una libertad tan extensa.»

«Al final de su trabajo de publicistas, parlamenta con bastante certeza que lo único que falta es la confianza.»

«La inteligencia viril que eleva el Estado se eleva por encima de la rutina y del temor mezquino: la inteligencia que se ha formado por la historia y nutrido por la intuición viviente de la organización política extranjera.»

«La educación de un bienestar nacional general.»

«Bajo el control de las autoridades, la libertad permanece muerta en el pecho de la vocación del pueblo prusiano.»

«La publicidad popular orgánica.»

«El pueblo a quien el señor Brüggemann entrega el certificado de bautismo de su mayoría.»

«En contradicción bastante viva con las demás precisiones enunciadas en la obra sobre las capacidades profesionales del pueblo.»

«El funesto egoísmo disuelve todas las quimeras de la voluntad nacional.»

«La pasión de adquirir mucho, etc., he aquí el espíritu que impregnaba todo el periodo de la restauración y que, con una cantidad bastante grande de indiferencia, hizo alianza con los tiempos modernos.»

«La noción oscura de importancia política, que se encuentra en la nacionalidad campesina prusiana, descansa en el recuerdo de una gran historia.»

«Desapareció la antipatía y dio lugar a un estado de exaltación absoluta.»

«En esta transición caprichosa, todo hacía entrever todavía en cada uno, a su manera, un voto particular.»

«Un catecismo en el lenguaje untuoso de Salomón, cuyas palabras, dulces como los arrullos de una paloma, se elevan en la región de pathos y cobran aspectos fulgurantes.»

«Todo el dilettantismo de una negligencia de treinta y cinco años.»

«La condena demasiado ruidosa de los ciudadanos de las ciudades por uno de sus antiguos jefes hubiera podido aceptarse, aun con la flema de nuestros representantes, si la concepción de Benda sobre el reglamento municipal de 1808 no sufriera de una afección moslemita en cuanto al sentido, la esencia y la aplicación práctica del reglamento municipal.»

En el señor Reichardt la audacia de la exposición marcha ordinariamente a la par con la audacia del estilo. Hace transiciones del siguiente género: «El señor Brüggemann… en el año 1843… teoría del Estado… todo hombre honesto… la gran modestia de nuestros socialistas… los milagros naturales… reivindicaciones a presentar en Alemania… milagros sobrenaturales… Abraham… Filadelfia… maná… patrón panadero… y puesto que hablamos de milagros, digamos que Napoleón, etcétera».

¿Hay que asombrarse, después de todas estas citas, de que la crítica crítica todavía dé la explicación de una frase que ella misma califica de locución popular? Pues ella «arma sus ojos de fuerza orgánica para penetrar el caos». Y hay que decirlo aquí: en este caso, la locución popular no puede resultar ininteligible para la crítica. Esta se da cuenta de que el camino literario forzosamente tiene meandros si quien penetra en él no posee suficientes fuerzas para hacerlo recto; y, naturalmente, atribuye al escritor «operaciones matemáticas».

Lógicamente –y la historia que prueba todo lo que lógicamente se produce, igualmente prueba esto–, lógicamente la crítica no se transforma en masa para permanecer siendo masa, sino para libertar a la masa de la masa de su naturaleza de masa, es decir, dar a los giros populares de la masa los aires del lenguaje crítico de la crítica crítica. El colmo de la humillación gradual consiste en que la crítica aprenda el lenguaje popular de la masa y transforme esta jerga grosera en cálculo trascendente y trascendental de la dialéctica crítica.

[1] El maestro-encuadernador Reichardt era uno de los principales colaboradores de la Literaturzeitung. Sin el menor talento literario y sin la menor cultura filosófica, garabateaba incesantemente y amontonaba en sus artículos lugares comunes sobre lugares comunes, absurdo sobre absurdo, sin ser tomado en serio por nadie. El folleto en que estudiaba a la burguesía prusiana, fue prohibido primero por la censura. Pero a fuerza de venalidades obtuvo el autor, finalmente, la derogación de esa medida y la autorización para publicar su miserable engendro. Engels le pone en ridículo, pero hubiera podido mostrarse más severo aún (Molitor).

Capítulo II

La crítica crítica bajo los rasgos de un exportador de harinas, o la crítica crítica bajo los rasgos del señor Faucher[1]

Después de haber prestado los servicios más esenciales a la conciencia de sí mismo, y libertado al mismo tiempo del pauperismo al mundo, rebajándose al absurdo en lenguas extranjeras, la crítica se reduce igualmente al absurdo en la práctica y en la historia. Se apodera de las «cuestiones al orden del día en Inglaterra», y nos da un esquema realmente crítico de la historia industrial inglesa.

La crítica que se basta a sí misma, que es completa y perfecta en sí misma, no puede admitir la historia, claro está, tal como efectivamente ella se ha desenvuelto; en efecto, sería reconocer a la mala masa en la integridad de su carácter de masa, en tanto que precisamente se trata de hacer perder a la masa su carácter de masa. Por consiguiente, la historia es despojada de su carácter de masa, y la crítica, que se toma libertades con su objeto, grita a la historia: ¡Así, y no de otra manera, debes haber pasado! Las leyes de la crítica tienen un poder retroactivo; anteriormente a sus decretos la historia se ha desenvuelto, pues, de un modo completamente diferente a como se desenvuelve después de sus decretos. A causa de esto la historia en masa, la que se llama historia verdadera, difiere considerablemente de la historia crítica, tal como se desarrolla, a partir de la página 4, en el fascículo VII de la Literaturzeitung.

En la historia en masa no hubo ciudades manufactureras mientras no existieron manufacturas; pero en la historia crítica, donde el hijo engendra al padre –como sucedía ya en la filosofía de Hegel–, Mánchester, Boston y Preston eran florecientes ciudades manufactureras antes de que se produjesen manufacturas. En la historia real, la industria del algodón fue fundada especialmente por la «mule-jenny» de Hargreave y la «throstle» de Arkwright, no siendo la «mule» de Crompton más que un perfeccionamiento de la «mule-jenny» mediante el nuevo principio de Arkwright. Pero la historia crítica sabe hacer distinciones; desdeña los caracteres uniformes de la «jenny» para discernirle la corona a la «mule» esta identidad especulativa de los extremos. Con la invención de la «throstle» y de la «mule», la aplicación de la fuerza hidráulica a estas máquinas se daba realmente al mismo tiempo: pero la crítica separa los principios que la historia grosera ha reunido y no hace intervenir esta aplicación sino más tarde, como algo completamente particular. En realidad, la invención de la máquina a vapor precedió a todas las invenciones de las que acabamos de hablar; pero, en la crítica, es el coronamiento del todo, la última invención.

En la realidad, las relaciones comerciales entre Liverpool y Mánchester, con la importancia que han adquirido en nuestros días, eran consecuencia de la exportación de mercancías inglesas; en la crítica, estas relaciones comerciales son la causa de esa exportación, y las relaciones comerciales y la exportación se deben a la vecindad de esas dos ciudades. En la realidad, pasan por Hull casi todas las mercancías que Mánchester envía al continente: en la crítica, pasan por Liverpool.

En la realidad, tenemos en las fábricas inglesas toda la escala de salarios, desde un shilling y medio hasta 40 shillings y más; en la crítica, no existe más que un salario, 11 shillings. En la realidad, la máquina reemplaza al trabajo manual; en la crítica, el pensamiento. En la realidad, los obreros pueden coaligarse en Inglaterra para obtener un aumento de salarios; pero en la crítica, el asunto está prohibido, pues la masa debe pedir ante todo la autorización de la crítica cuando quiere permitirse algo. En la realidad, el trabajo fabril es muy fatigoso y hasta produce enfermedades especiales –incluso se han escrito grandes tratados de medicina sobre estas enfermedades–; en la crítica no se podría afirmar que el esfuerzo excesivo evite trabajar, pues la fuerza es el destino de la máquina. En la realidad, la máquina es una máquina; en la crítica, está dotada de voluntad; como ella no descansa, el obrero tampoco puede descansar; está sometido, pues, a una voluntad extraña.

Pero todo esto todavía no es absolutamente nada. La crítica no sabría conformarse con los numerosos partidos ingleses; ha creado uno nuevo, el partido de las fábricas, cosa que la historia debe agradecerle. Por el contrario, apila a los patrones y a los obreros fabriles en una sola gran masa –¿y por qué se preocuparía ella de semejantes bagatelas?–, y decreta que, si los obreros de las fábricas no han contribuido al fondo de la liga contra las leyes cerealistas, no es debido, como lo creen esos imbéciles de fabricantes, a mala voluntad y cartismo, sino únicamente a causa de la pobreza. Además, ella decreta que si se derogan las leyes inglesas sobre los trigos, los jornaleros agrícolas se verán forzados a aceptar una baja en sus salarios; a lo que quisiéramos objetar muy humildemente que esta miserable clase no puede ya, en absoluto, dejarse arrancar ni un cobre sin exponerse a morir materialmente de hambre. Ella decreta que, en las fábricas inglesas, se trabaja dieciséis horas por día, aunque la ley inglesa dotada de mucha ingenuidad, pero careciendo de sentido crítico, haya establecido cuidadosamente que no se puede sobrepasar las 12 horas. Ella decreta que Inglaterra debe convertirte en la gran usina del mundo, aunque la masa de americanos, alemanes y belgas, careciendo de sentido crítico, le quiten a los ingleses, poco a poco, por su concurrencia, todos los mercados. Ella decreta, finalmente, que la centralización de la propiedad y sus consecuencias para las clases trabajadoras son ignoradas en Inglaterra por todo el mundo, tanto por los que no poseen como por los que poseen, aunque esos imbéciles de cartistas se figuran conocerlas muy bien, aunque los socialistas, desde hace mucho tiempo, hayan expuesto detalladamente todas esas consecuencias, aunque tories y whigs, tales como Carlyle, Alison y Gaskell hayan probado, con sus propias obras, que ellos estaban perfectamente al tanto de la cuestión.

La crítica decreta que la ley de 10 horas de lord Ashley es una risible medida de «juste milieu», y que lord Ashley mismo «es fiel reflejo de la acción constitucional»; pero los fabricantes, los cartistas, los propietarios agrarios, en una palabra, todo lo que constituye la masa de Inglaterra, hasta aquí, han visto en esta medida la expresión tan anodina como es posible de un principio absolutamente radical, puesto que daría con el hacha en la raíz del comercio exterior y, por consecuencia, en la raíz del sistema manufacturero o, más bien, lo hundiría en ella profundamente. La crítica crítica está mejor informada. Sabe que la ley de 10 horas ha sido discutida ante una comisión de la Cámara de los Comunes, mientras que los diarios no críticos desearían hacernos creer que esta comisión era la Cámara misma, es decir, la Cámara constituida en comité; pero la crítica, naturalmente, debe derogar este capricho de la constitución inglesa.

La crítica crítica, que produce la estupidez de la masa, su exacto contrario, igualmente produce la estupidez de Sir James Graham y, para la comprensión crítica del idioma inglés, le hace decir cosas que el ministro no crítico del Interior jamás ha dicho, y esto únicamente para que la estupidez de Graham haga resaltar mejor la sabiduría de la crítica. ¡Graham –si le creemos a la crítica–, afirmaría que las máquinas, en las fábricas, se gastan en 12 años, más o menos, que ellas dan 10 o 12 horas de trabajo por día, y que una ley de 10 horas pondría, pues, al capitalista, en la imposibilidad de reproducir, en 12 años, mediante el trabajo de las máquinas el capital que ha invertido! La crítica prueba con eso que le presta a Sir James Graham un sofisma, pues una máquina que trabaja al menos un sexto de tiempo por día durará, naturalmente, más tiempo.

Por justa que sea esta observación hecha por la crítica contra su propio sofisma, hay que admitir, sin embargo, en el activo de Sir James Graham lo siguiente: ha declarado él mismo que la máquina debe girar tanto más rápidamente cuanto más limitada esté en el tiempo de trabajo –lo que la misma crítica menciona, VIII, p. 32–, y que, en esta hipótesis, el tiempo de desgaste seguiría siendo igual, es decir, 12 horas. Hay que reconocer esto, tanto más que, haciéndolo, nosotros glorificamos y magnificamos la crítica, puesto que es la crítica, y sólo ella, quien ha planteado y luego resuelto el sofisma en cuestión. La crítica también se presenta completamente generosa frente a lord John Russell, a quien presta la intención de perseguir una modificación de la ley electoral y de la Constitución: de donde nos es preciso concluir que la tendencia de decir estupideces es extremadamente fuerte en la crítica, o que, en los últimos ocho días, el mismo lord Russell se ha convertido en un crítico crítico.

Pero donde la crítica llega a ser verdaderamente grandiosa en la confección de estupideces, es cuando ella descubre que los obreros de Inglaterra –esos obreros que en abril y mayo han organizado mitin tras mitin, redactado petición sobre petición, y todo en favor de la ley de 10 horas: que han sido «colocados» más de lo que lo fueron durante 10 años, y esto de un extremo al otro de las regiones manufactureras–, que esos obreros no sienten por esta cuestión «más que un interés parcial», aunque parezca sin embargo «que la limitación legal del tiempo de trabajo haya ocupado igualmente la atención de ellos»; cuando ella hace, cosa extraña, este gran descubrimiento, este descubrimiento maravilloso, inusitado: que «los obreros se limitan casi siempre a esperar un socorro inmediato de la derogación de las leyes cerealistas y no irán más lejos, hasta el día en que la realización segura de esos deseos llegue a demostrarles su inutilidad práctica». ¡Atreverse a formular semejante afirmación en contra de los obreros que han adquirido la costumbre de arrojar de la tribuna a cualquiera que, en los actos públicos, intervenga en favor de esta derogación; de obreros que han llegado a tal resultado que, en ninguna ciudad industrial inglesa, la liga contra las leyes sobre los trigos se ha atrevido a organizar mítines públicos; de obreros que consideran a la liga como su único enemigo y que, durante la discusión de la ley de las 10 horas, como casi siempre en los debates anteriores que se relacionan con cuestiones análogas, han sido sostenidos por los tories! Todavía la crítica hace esta hermosa constatación: que «los obreros continúan dejándose engañar por las promesas cada vez más considerables del cartismo», que sólo es la expresión política de la opinión pública dominante en el mundo obrero. Anotemos aún que en la profundidad de su espíritu absoluto, ella se digna percibir que «los dos partidos, el partido político y el partido de los terratenientes y de los exportadores de harinas no quieren confundirse ni fusionarse», mientras que nadie sabía hasta hoy que el partido de los terratenientes y exportadores de harinas, vistos el débil efectivo de estas dos clases de propietarios y la igualdad de sus derechos políticos (a excepción de algunos pares), fuese un partido importante, y que en lugar de ser la expresión más lógica, el coronamiento de los partidos políticos, se identificase absolutamente con los partidos políticos. Finalmente, ¿no es divertido que la crítica preste a todos los que preconizan la supresión de las leyes cerealistas esta ignorancia de no saber que, permaneciendo, además, todas las cosas iguales, una baja de los precios del pan provocaría una baja de los salarios y que, por lo tanto, nada habría cambiado?; mientras que estas gentes esperan que la baja inevitable de los salarios y, por consecuencia, de los gastos de producción, traiga un acrecentamiento del mercado, y por ello mismo, una disminución de la concurrencia entre los obreros, gracias a lo cual el salario sería mantenido, en relación a los precios del pan, ligeramente por encima de su tasa actual.

La crítica, embriagada de una felicidad artística por la libre creación de su objeto, el absurdo, esta misma crítica que hace dos años proclamaba: «La crítica hablaba alemán, la teología, latín», esta misma crítica ha aprendido de entonces acá el inglés. Los propietarios de bienes inmuebles devienen propietarios de tierras (en inglés landowners), los propietarios de fábricas se transmutan en exportadores de harinas o propietarios de molinos (en inglés millowners, sirviendo la palabra mill para designar toda fábrica cuyas máquinas son movidas por el vapor o por la fuerza hidráulica), los obreros devienen manos (en inglés hands); en lugar de intervención, ella habla de interferencia (en inglés interference). Y en su inmensa piedad por la pobre lengua inglesa que abunda en expresiones viciosas e impropias, ella se digna corregirla y hace desaparecer la pedantería que lleva a los ingleses a poner el título Sir delante de los nombres de los caballeros y los barones. La masa dice: Sir James Graham; la crítica dice: Sir Graham.

Mediante este principio, y no por ligereza, la crítica corrige la historia y el idioma ingleses. Lo que va a probarnos el estudio profundo que ella hace del asunto del señor Nauwertk.

[1] Nacido en Berlín, Faucher era de la misma edad de Engels. Sin haber abandonado nunca los muros de la capital prusiana, publicó en la Literaturzeitung un estudio bastante honorable y bastante documentado sobre la situación industrial y obrera de Inglaterra. Algunos errores de traducción que se deslizaron en su trabajo, ciertas apreciaciones quizá un poco aventuradas, en todo caso absolutamente contrarias a las de Marx y Engels, dieron materia a Engels para la crítica y la chanza. El capítulo II no es más que polémico. A fin de cuentas, Engels y Faucher no están absolutamente equivocados, ni tienen absolutamente razón y sus teorías, como tantas otras, han obedecido a la ley de la evolución (Molitor).

Capítulo III

La profundidad de la crítica crítica, o la crítica crítica bajo los rasgos del señor Jungnitz

La crítica se debía a sí misma la labor de ocuparse de la querella infinitamente importante que divide al señor Nauwerk[1] y a la Facultad de Filosofía de Berlín. Ella ha pasado por los mismos avatares: la suerte del señor Nauwerk debe servirle de fondo donde se destacará de manera más llamativa la destitución de que ha sido víctima la crítica en Bonn. Como la crítica ha adquirido la costumbre de considerar el asunto de Bonn como el acontecimiento más importante del siglo, y ya ha escrito la «filosofía de la destitución de la crítica», había que esperar verla continuar hasta en el aplazamiento, el estudio filosófico de la «colisión» de Berlín. Demuestra a priori que todo tuvo que pasar de la manera siguiente y no de otro modo. Ella nos enseña:

1.° Por qué la Facultad de Filosofía ha debido «entrar en colisión» con un filósofo del Estado y no con un lógico o con un metafísico;

2.° Por qué esta colisión no pudo ser tan severa ni tan decisiva como lo fue en Bonn el conflicto entre la crítica y la teología;

3.° Por qué esta colisión no fue, en suma, más que una tontería, puesto que la crítica había concentrado ya, en la colisión de Bonn, todos los principios y todas las ideas y que, por lo tanto, la historia universal solamente podía plagiar a la crítica;

4.° Por qué la Facultad de Filosofía se creyó afectada por los escritos del señor Nauwerk;

5.° Por qué el señor Nauwerk no tuvo otro recurso que desistir libremente;

6.° Por qué la facultad debió ofender al señor Nauwerk, a menos de condenarse ella misma;

7.° Por qué la «escisión interior en la esencia misma de la facultad debió necesariamente presentarse bajo tal forma», que la facultad diese al mismo tiempo razón y sinrazón al señor Nauwerk y al gobierno;

8.° Por qué la facultad no halló en los escritos del señor Nauwerk motivo suficiente para su alejamiento;

9.° Por qué todo el fallo carece de claridad;

10.° Por qué la facultad se cree, en su calidad de autoridad científica, con el derecho de avocarse al asunto a fondo; y finalmente:

11.° Por qué la facultad, sin embargo, no quiere escribir como el señor Nauwerk.

[1] Nauwerk era Privatdozent de la Universidad de Berlín. Habiendo disgustado algunos de sus escritos al rey de Prusia, Federico Guillermo IV, fue destituido de su cátedra por Eichhorn, ministro de Instrucción Pública y Cultos, después de un dictamen «ni carne ni pescado», dado por la Facultad de Letras.

Sin detenerse en el fondo del asunto, Engels se las toma con un artículo consagrado al incidente por un colaborador de la Literaturzeitung (Molitor).