cover

Estamos viajando hacia una dimensión
distinta a la del mundo de la visión y del sonido.
Estamos en la dimensión de la mente.
Estamos en la dimensión desconocida.


Rod Serling

(The Twilight Zone, Programa de televisión, 1959)

Introducción: Las reglas del juego.

Definiciones, especificaciones y limitaciones

En el siglo xx, la población del planeta se duplicó en dos ocasiones. Esto no ocurrirá en el siglo xxi porque las tasas de natalidad en muchas partes del mundo han disminuido notablemente. Sin embargo, el número de personas mayores de 65 años se duplicará en los próximos 25 años. Este cambio en la estructura demográfica remodelará la economía mundial y los principales lugares donde la gente vive y trabaja: las ciudades (The Economist, 2014). En consecuencia, las ciudades se verán pobladas de manera cada vez más significativa por los nuevos seres urbanos del siglo xxi: la población de 65 años y más. Lo que algunos llaman los “age invaders” (véase fig. I.1, The Economist, 2014).

De alguna manera, este libro se apoya en la sugerencia de Salgado y Wong (2006) y del urbanismo gerontológico (Bosch, 2013) acerca de realizar estudios para avanzar en el conocimiento de la manera como los adultos mayores viven en las ciudades y cómo la ciudad afecta sus formas de vida. El propósito es apoyar el diseño de políticas y programas mejor orientados al bienestar de la población envejecida que seguirá concentrada en ciudades (Garrocho, 2013).

Específicamente, los objetivos de los autores en este libro son:

  1. Generar evidencia concluyente que demuestre nuestra hipótesis sobre la existencia de segregación residencial de la población mayor en el Área Metropolitana de la Ciudad de México (amcm).1 Es decir, demostrar que el fenómeno existe;2
  2. Identificar las zonas prioritarias de atención dentro del amcm, para ser objeto de atención de políticas socioespaciales de modulación de la segregación. En otras palabras, localizar y dimensionar el fenómeno de la población mayor segregada (por ejemplo, dónde están y cuántos son);
  3. Recopilar mejores prácticas alrededor del mundo en materia de habitabilidad de las ciudades para los adultos mayores, con el fin de armar un kit inicial de instrumentos de política socioespacial urbana con enfoque gerontológico (que deberán ser adaptados a nuestra realidad).3

Figura I.1
Age invaders: los nuevos seres urbanos del siglo xxi

fig0_1

Fuente: Tomado de David Parkins, The Economist, 26 de abril de 2014; disponible en el sitio: <http://www.economist.com/news/briefing/21601248-generation-old-people-about-change-global-economy-they-will-not-all-doso>.

Estos objetivos no se pueden lograr si antes no disponemos de un marco conceptual y metodológico, que nos sirva para analizar sistemáticamente la segregación residencial de los adultos mayores. Este marco debe cumplir con las siguientes especificaciones:

  1. Develar el vínculo entre lo social y lo espacial que genera la segregación socioespacial y sus efectos colaterales (tanto favorables como negativos); y,
  2. Demostrar que el método de medición que utilizamos es preciso y estadísticamente significativo.

A partir de estos objetivos se estructura el contenido del libro. En esta introducción se presentan las definiciones básicas, para dialogar con el lector mediante un lenguaje común. Digamos que son las reglas del juego que imperarán a lo largo del libro. En el capítulo 1 presentamos la plataforma de conocimiento (v.g., Marco Conceptual) que soporta el resto del trabajo. Justificamos la relevancia de estudiar la segregación de los adultos mayores y develamos el vínculo entre lo social y lo espacial, que origina la segregación residencial de la población mayor en las grandes ciudades. También subrayamos algunas de sus principales consecuencias, tanto positivas como negativas. Para completar la pinza teórico-metodológica, en el segundo capítulo presentamos nuestro método de medición. Lo relevante de este capítulo es que se demuestra, con ejemplos sencillos incuestionables, la superioridad de los métodos de la estadística espacial para medir y examinar la segregación, sobre los métodos tradicionales (v.g., no-espaciales) que tanto se han utilizado en México y América Latina para estudiar el fenómeno. Si los dos primeros capítulos son la pinza conceptual y operativa, lo que corresponde hacer en los siguientes capítulos es cerrarla sobre el amcm y sacar la nuez. Es decir, develar la segregación de la población mayor, identificar las zonas prioritarias de atención e identificar las mejores prácticas alrededor del mundo para mejorar la habitabilidad de las ciudades para los adultos mayores (v.g., que son los objetivos del libro).

Por eso, en el capítulo 3 estimamos empíricamente la segregación global y local de la población mayor, e identificamos las zonas prioritarias para modular la segregación (nótese: para modelarla, no para abatirla; las razones se explican más adelante). Luego, en el cuarto capítulo presentamos una amplia revisión de mejores prácticas en diversas ciudades del mundo que están trabajando para ser más habitables y amables con sus adultos mayores. Este capítulo no es un recetario, sino un kit de instrumentos que han sido exitosos alrededor del mundo, pero que deben adaptarse a la singularidad del amcm y de sus barrios. Finalmente, en el capítulo 5 sintetizamos las aportaciones del libro y hacemos una serie de recomendaciones de política pública para modular la segregación en el amcm. El libro cierra con un amplio listado de la bibliografía consultada.

Así, la línea argumentativa de este libro es que: i. El envejecimiento de la población mexicana es el fenómeno demográfico más importante que vivirá el país en el siglo xxi (Ham, 2003a; Ordorica, 2012); ii. El envejecimiento en México se concentra en las ciudades y tiene una dimensión socioespacial no estudiada a fondo hasta el momento (Garrocho y Campos, 2005; Negrete, 2003; Zamorano et al., 2012); iii. Una de las principales manifestaciones espaciales del envejecimiento urbano es la segregación residencial, que afecta la calidad de vida de la población mayor (Salgado y Wong, 2006); iv. La segregación residencial tiene un origen social y espacial, es decir: socioespacial (v.g., la dimensión geográfica es clave, por lo que aquí se adopta una visión de ciencias sociales espacialmente integradas [Garrocho, 2015]); v. Los métodos tradicionales para medir la segregación (v.g., no-espaciales) son inadecuados para estimar el fenómeno (Reardon y O´Sullivan, 2004); vi. Los métodos genuinamente espaciales (v.g., derivados de la estadística espacial) son mucho más confiables y permiten no sólo calcular la segregación, sino identificar zonas de atención prioritaria (Garrocho y Campos, 2013); vii. Existen muy buenos ejemplos del mundo para modular la segregación y hay que estudiarlos (v.g., la segregación no es inherentemente negativa, por lo que el objetivo es modularla a lo largo del tiempo, no eliminarla); viii. Estas mejores prácticas de política pública (y pública-privada) deben adaptarse a la realidad singular del amcm y de sus barrios; y, ix. Los resultados del libro permiten formular recomendaciones informadas para modular la segregación de la población mayor en el amcm. Así podemos sintetizar la compleja sencillez del libro.

Las reglas del juego:
definiciones y especificaciones

Población adulta mayor

Usualmente, al grupo de población de 65 años y más se le refiere en la literatura demográfica como población envejecida o población mayor. El envejecimiento puede entenderse como un proceso natural y complejo que involucre cada molécula, célula y órgano de nuestro cuerpo, y que puede ser definido como un declive funcional progresivo o un deterioro gradual de las funciones fisiológicas conforme aumenta la edad, resultando en una pérdida intrínseca de viabilidad y un incremento de la vulnerabilidad (nycdcpt, 2011: 33). En la literatura iberoamericana se utilizan diversos sinónimos, entre otros: personas mayores, adultos de la tercera edad, población envejecida, ancianos o viejos (Cerquera et al., 2011; Palma, 2002; Salgado y Wong, 2006). Estos términos pueden causar reacciones diversas de acuerdo con las convenciones, los usos y costumbres locales.

En este libro se aplica el corte convencional de 65 años y más para definir a la población mayor, ya que es, quizás, el más utilizado a escala internacional para referirse a la población envejecida (Conapo, 2011; Moore y Pacey, 2004).4Con todo, debe subrayarse, de manera enfática, que la vejez es un constructo social que involucra la asignación de roles de acuerdo con la edad, género y, en general, con las normas socioculturales predominantes en cada sociedad (Montes de Oca, 2000; Salgado y Wong, 2006 y 2007). Este constructo social no es estático, sino que cambia con el tiempo, y tal vez con mayor rapidez que las definiciones científicas.5

Por lo tanto, la vejez, como constructo socialmente construido, es un proceso multidimensional que implica una larga serie de experiencias (valoradas por cada persona en términos objetivos y subjetivos), íntimamente relacionadas con vivencias individuales y colectivas, estilos de vida, edades biológicas y la acumulación de riesgos a lo largo del tiempo. Entonces resulta crucial entender que el umbral de 65 años y más para definir a la población mayor es arbitrario (especialmente en la escala individual), ya que no logra integrar las múltiples dimensiones de una etapa y estado de la vida que depende de un cúmulo de factores objetivos y subjetivos, que interactúan de manera compleja (Salgado y Wong, 2007).

En ocasiones se introduce una diferencia más fina de la población envejecida (65 años y más): i. El grupo depersonasde edad avanzada-joven (young old: 65-74 años); el de edad avanzada-intermedia middle old75-84 años); y el de edad más avanzada (oldest old: 85+) (Das, 2011: 491). También se habla con cierta frecuencia de adultos de la “tercera edad” (usualmente, entre los 65 y los 79 años de edad) cuando las personas adultas mayores son relativamente autónomas y activas, y de la “cuarta edad” (80 años y más) cuando las personas mayores resienten más el deterioro de su salud (Prieto y Formiga, 2009).

Estos rangos tampoco capturan la complejidad de la vejez individual y son generalizaciones arbitrarias (¿por qué la tercera edad va de 65 a 79 años de edad y no de 64.3 a 80.2 años?) que permiten monitorear, analizar y entender un poco más el complicado fenómeno de la evolución etárea de la población. Así que a pesar de lo arbitrario de la definición de la vejez a partir de un cierto umbral de años vividos, lo cierto es que resulta muy útil para realizar estudios de carácter agregado como el que se presenta en este trabajo, que incluye variedad de escalas espaciales, pero que no se enfoca a individuos específicos.

Envejecimiento de la población

El envejecimiento de la población, entendido como el aumento de la proporción de personas de 65 años y más con respecto a la población total (Bertranou, 2008; Chackiel, 1999), es el tema demográfico más importante que enfrenta México en el siglo xxi (Conapo, 2011; Ham, 2003a; Ordorica, 2012). El grupo de población de 65 años y más, será el de más rápido crecimiento del país en el futuro próximo: su magnitud se multiplicará por cuatro para el año 2050, con lo que rondará los 29 millones de personas (Conapo, 2011; véase fig. I.2). El problema es que el país no está preparado para este acelerado proceso de envejecimiento que ya se inició, y que implicará retos notables, como elevar la esperanza de vida con salud (vivir más no significa necesariamente vivir mejor: Vega et al., 2011), disponer de financiamiento suficiente para la atención, el soporte y las pensiones vitalicias de la población mayor (Ordorica, 2012); reducir la pobreza y la desigualdad en sus múltiples dimensiones (Ham, 2012), abatir los rezagos en educación y ajustar la operación de las ciudades a un nuevo tipo de usuario (Narváez, 2011); sólo por mencionar algunos de los grandes desafíos que requieren urgentemente acciones inmediatas.6

Población objetivo

La población envejecida a la que nos referimos en este texto, nació entre 1930 y 1949, poco más o menos. En general, se trata de población formada en un contexto nacionalista de modernización social, con una trayectoria laboral iniciada predominantemente en el sector agropecuario (mismo que ha perdido la gran relevancia económica que tuvo), que vivió el acelerado proceso de industrialización y urbanización del país, que tal vez fue parte de las intensas migraciones del campo hacia las ciudades, que padeció durante décadas enormes déficit democráticos, que enfrentó un entorno que ofrecía mucho menos oportunidades educativas que las disponibles para las generaciones actuales, y que por lo tanto se trata, en general, de población menos vinculada a actividades profesionales o técnicas y a las nuevas tecnologías que resultan tan naturales a los jóvenes del siglo xxi. Esta situación afecta especialmente a las mujeres, que se orientaban (y muchas aún se orientan) mayoritariamente al cuidado del hogar, sin posibilidad de salario y menos de pensión y prestaciones en sus años de vejez (Vega et al., 2011; Julián et al., 2011). Incluso en grandes ciudades mexicanas, como Monterrey, se reporta una clara Chdivisión sexual del trabajo (García y Madrigal, 1999: 226).

Figura I.2
Estructura de la población 2000, 2010 y 2015

fig0_2

Fuente: inegi, 2015.

Este texto se orienta a explorar la dimensión objetiva de la segregación residencial de la población de 65 años y más, en dos grandes ciudades mexicanas: la Zona Metropolitana del Valle de México (a la que nos referiremos por facilidad como Ciudad de México) y la Zona Metropolitana de Toluca (zmt). La ciudad de México es la más poblada del país (cerca de 21.0 millones de habitantes) y la zmt es la quinta más poblada (1.8 millones de habitantes) y se localiza a menos de 50 kilómetros de la ciudad de México, por lo que forma parte de su región metropolitana.

Adultos mayores y ciudades

México ha cambiado notablemente desde las décadas de los años treinta y cuarenta del siglo xx. Uno de sus rasgos actuales más importantes es que, como en la mayoría de los países del mundo, la ciudad triunfó (Gleaser, 2011) y eso ha alterado radicalmente la realidad económica, social y cultural en la que se desenvuelve gran parte de los adultos mayores (Salgado y Wong, 2006). La dimensión urbana del envejecimiento es altamente relevante porque las ciudades concentrarán de manera creciente a la población del país, incluida la población envejecida (Cárdenas et al., 2012; Garrocho, 2013).

Vivir en ciudades puede representar más y mejores ventajas socioeconómicas y oportunidades de desarrollo, porque facilita obtener mejores empleos, ingresos y servicios diversos (como los de salud, tan importantes para las personas de la tercera edad). Sin embargo, la residencia urbana también tiene desventajas importantes que pueden afectar la salud mental y física de las personas. Para la población que vive en áreas urbanas marginadas, la residencia urbana puede ser complicada: con frecuencia tendrá que enfrentar sus necesidades básicas sin apoyo de redes formales (e.g., redes institucionales, como los sistemas de seguridad social [Guzmán et al., 2003]), vivir en zonas con altos costos de vida, y en situaciones de alta densidad poblacional que favorece la diseminación de epidemias.7 Además, usualmente en estas zonas de la ciudad (muchas veces ocupadas de manera irregular) se registran condiciones higiénicas deficientes e inadecuado manejo de la basura (Wong, 2006). Sin embargo y a pesar de todo: por regla general, la pobreza rural siempre es más profunda e intensa que la pobreza urbana (Gleaser, 2011), y esto se aplica también a México (Boltvinik y Damián, 2004) y a sus adultos mayores (Boltvinik y Damián, 2001).

Quizá las desventajas de la ciudad respecto al campo son más evidentes en la llamada transición de la nutrición, caracterizada en las ciudades por una dieta rica en alimentos procesados, con alto contenido de grasa y carbohidratos refinados. Esto, aunado a la falta de ejercicio físico, parece incrementar el riesgo de padecer obesidad y enfermedades crónico-degenerativas (e.g., cardiovasculares, hipertensión arterial, diabetes mellitus, pero también son comunes la artritis, osteoporosis, ceguera, sordera y depresión) (Popkin, 1994; Rivera et al., 2002; Salgado y Bojórquez, 2006; Wong, 2006).

Todo esto ha llamado poderosamente la atención de los urbanistas que han generado un nuevo enfoque para ver la ciudad: el urbanismo gerontológico (Bosch, 2013; Narváez, 2011), así como de los geógrafos que han desarrollado una nueva perspectiva para analizar las estructuras y procesos espaciales de la vejez: la geografía gerontológica (Andrews et al., 2007; Harper y Laws, 1995).8

Sin embargo, a pesar de que en nuestro país el proceso de envejecimiento demográfico será uno de los fenómenos urbanos más trascendentes del presente siglo, en México apenas se ha explorado una de sus implicaciones más importantes: la segregación residencial de la población envejecida, que, como se verá más adelante, tiene importantes consecuencias en términos del bienestar de la población mayor, de la cohesión social y de la planeación socioespacial (e.g., que integra lo social, lo económico, lo cultural y lo espacial) de las ciudades (oms, 2007; Moore y Pacey, 2004).

¿Qué significa segregación residencial?

Los resultados de un trabajo de investigación dependen de la manera en la que se plantean las preguntas a explorar y de la forma como se definen y miden los conceptos fundamentales (Johnston et al., 2005: 1226). El concepto central de este texto es el de segregación residencial, y debido a que existe un gran número de definiciones reportadas en la literatura, en esta sección se exploran algunas particularmente vinculadas con este trabajo, y se propone una definición que se ajusta bien a las características de las ciudades mexicanas y a los objetivos que se tienen con este libro.

La definición clásica de segregación de Massey y Denton (1988: 282) es, quizá, la más utilizada en la literatura latinoamericana. Así: segregación es el grado en el que los individuos de diferentes grupos, ocupan o experimentan diferentes entornos urbanos. Para hacerla operativa, esta definición de segregación requiere un indicador que: i. Determine el entorno urbano (e.g., entorno social) de cada individuo, que se refiere a una enunciación de vecindad o contigüidad espacial (lo que en sí mismo resulta todo un problema metodológico, como se verá en capítulos posteriores, especialmente en el capítulo 3); y ii. Estime el grado en el que estos entornos o ambientes urbanos (e.g., entornos o ambientes socioespaciales) difieren entre los individuos (Reardon y O´Sullivan, 2004).

Los diccionarios geográficos también ofrecen definiciones de segregación que resultan similares, por lo que pueden tomarse con cierta confianza. En estos términos: la segregación espacial es definida como la separación en el territorio de diferentes grupos de población. Así, un grupo está segregado espacialmente cuando sus miembros no se distribuyen en el territorio de manera uniforme en relación con el resto de la población (Goodall, 1987; Gregory et al., 2009).

En la literatura iberoamericana, la definición de Massey y Denton (1988) ha tenido un gran efecto, pero también han sido ampliamente utilizadas definiciones ligeramente diferentes generadas por autores de la región. Por ejemplo, se dice que un grupo está segregado espacialmente cuando sus miembros no se distribuyen en el territorio de manera uniforme en relación con el resto de la población (Aguilar y Mateos, 2011), lo que favorece la “ausencia de interacción” (Rodríguez y Arriagada, 2004).

Para Castells (1974), la segregación socioespacial en el ámbito urbano implica la distancia física entre la localización residencial de grupos sociales. Por tanto, la segregación se entiende como la tendencia a organizar el espacio en zonas de fuerte homogeneidad social interna, y de fuerte disparidad social entre ellas, lo que genera ausencia o escasez relativa de mezclas socioeconómicas dentro de las unidades territoriales que integran la ciudad (e.g., por unidades territoriales o unidades espaciales se entiende: colonias, barrios, áreas geo-estadísticas básicas conocidas en México como ageb, entre otras).

Así, Sabatini (2000), Sabatini et al. (2001) y Sabatini y Sierralta (2006) consideran a la segregación socioespacial como el grado de proximidad espacial o la aglomeración territorial de personas de una misma categoría social, étnica, etaria (e.g., de edad, como en este trabajo), preferencia religiosa o socioeconómica, entre otras posibilidades. La definición de Sabatini et al. (2001) ha probado ajustarse bien a las ciudades latinoamericanas.

No obstante, en este trabajo añadimos la idea clave de Reardon y O’Sullivan (2004), entre otros, sobre el espacio social que se estructura principalmente mediante las interacciones significativas entre individuos y grupos.9 Con esto, la segregación residencial urbana podría definirse como:

La separación de la localización cotidiana (i.e. la vivienda) de ciertos grupos de personas (e.g. adultos mayores, grupos de cierto ingreso o raza), en el espacio físico y social (i.e. las interrelaciones), que conduce a la población segregada a experimentar diferentes entornos socioespaciales del resto de la población [véase Reardon y O’Sullivan, 2004].10

Para nuestro trabajo, lo relevante de esta primera definición es su carácter implícitamente multiescalar (e.g., se considera la segregación a diferentes escalas: conjunto de viviendas, barrio, área de la ciudad, ciudad, zona metropolitana), su enfoque agregado (e.g., se enfoca a grupos de individuos, como la población envejecida) y le otorga una importancia crucial tanto al territorio (en términos de localización, distancia y criterios de vecindad [Wong, 1999 y 2003]) como a las interacciones significativas entre grupos sociales. Es decir, adopta una perspectiva eminentemente socioespacial.

Sin embargo, Sabatini et al. distinguen entre la percepción subjetiva de la segregación por parte de los residentes, y la segregación objetiva. En el sentido de esos autores, conocer la segregación objetiva implica medir correctamente la tendencia de los grupos sociales a concentrarse (e.g., aglomerarse) en algunas áreas de la ciudad y, por tanto, a conformar áreas o barrios socialmente homogéneos (Sabatini et al., 2001: 27).

No obstante, el tema de la aglomeración espacial es más complejo de lo que parece (ver, sólo como ejemplos, Duranton y Overman, 2005; Guillain y Le Gallo, 2007; y para el caso de México: García de la Rosa, 2011; Garrocho et al., 2013). Un ejemplo aclarará el problema. Imaginemos una pareja sentada en la misma banca de un parque. Si la observamos, digamos, a una distancia de cien metros, nuestro sentido de la vista nos podría indicar que la pareja está junta (e.g., concentrada o aglomerada). Pero sin nos acercamos a una distancia de 5 metros y vemos que cada integrante de la pareja ocupa un extremo de la banca, nuestra conclusión sería la contraria: están separados (e.g., dispersos). Entonces: ¿están aglomerados o están dispersos? ¿Acaso nuestras conclusiones dependen de la distancia que adoptemos como observadores respecto de la pareja? Los análisis científicos no deberían generar resultados opuestos sólo porque el observador cambia arbitrariamente su perspectiva del fenómeno.

Por tanto, reconocer la naturaleza inherentemente socioespacial de la segregación tiene implicaciones muy profundas cuando se trata de medirla y analizarla (Anselin, 1995; Reardon y O’Sullivan, 2004). Esto implica que la selección de instrumentos para su medición y análisis debe tomar en cuenta tanto el lugar (e.g., los puntos o territorios geográficos de interacción) como el espacio (e.g., las relaciones entre y al interior de los puntos o territorios) (Peters y Skop, 2007). Es evidente, entonces, que se requiere contar con medidas de aglomeración/dispersión multiescalares (e.g., que midan el fenómeno a varias escalas de manera simultánea y para diversos grupos de población: Fischer et al., 2004; Wong, 2002), ya que los individuos realizan sus decisiones de localización residencial en función de diversas consideraciones personales y escalas espaciales (Peters y Skop, 2007), y que sean estadísticamente confiables (e.g., que los resultados no sean consecuencia del azar [Allen y Turner, 2005]).11

Por lo tanto, a la primera propuesta de definición de segregación residencial, añadimos la idea deno aleatoriedad, considerada por Allen y Turner (2005). En consecuencia, para el caso específico de este texto:

Segregación residencial es la aglomeración de un cierto grupo de población en determinados entornos urbanos (e.g., definidos por los espacios físico y social), a diversas escalas geográficas (e.g., manzanas, barrios, vecindarios, ageb, conjuntos de ageb, municipios, o la ciudad completa), en los que los individuos del grupo residen mucho más cerca unos de otros de lo que se registraría en un patrón aleatoriamente distribuido, y ello los conduce a experimentar diferentes entornos socioespaciales respecto al resto de la población.

Esta definición es totalmente coherente con la de Sabatini et al. (2001) para las ciudades latinoamericanas, pues incorpora la idea clave de entornos urbanos socioespaciales (e.g., la importancia de los espacios físico y social) así como la concepción multiescalar (ambas, de Reardon y O’Sullivan, 2004), y el concepto de aglomeración de Sabatini y Sierralta (2006), lo que implica considerar la idea estadística de no aleatoriedad espacial de Allen y Turner (2005). Nuestra propuesta de definición de segregación residencial es conceptualmente coherente, está alineada con los objetivos de este libro, adopta una perspectiva socioespacial y resulta adecuada (en principio) para las ciudades mexicanas. Por tanto, es la definición que utilizaremos a lo largo del trabajo.

Enfoque y limitaciones

Dado que este trabajo pone la mira en el amcm, se adopta un enfoque macro en el que los conceptos de integración y segregación se yuxtaponen como los lados opuestos de la misma moneda (De Jong Gierveld y Hagestad, 2006). Esto es más fácil decirlo que hacerlo, por lo que no siempre lo logramos y ahí radica una de las debilidades del libro. Sin embargo, quizá la limitación más importante es la falta de explicaciones causales del fenómeno de la segregación residencial de los adultos mayores, así como de las especificidades de sus patrones socioespaciales en el amcm.

En descargo nuestro, podemos argumentar que cuando se enfrenta un campo de investigación desconocido, como éste, se justifica emprender una primera aproximación de manera extensiva, utilizando técnicas estadísticas que permitan identificar rutas de investigación intensiva que pueden recorrerse posteriormente. Este recorrido intensivo lo podríamos hacer nosotros en el futuro o, lo que es más probable, lo realizarán otros investigadores con mayores capacidades y mejor entrenamiento en análisis cualitativo. Lo importante, por ahora, es que los nuevos caminos para avanzar la investigación están bosquejados en este libro.

Para ampliar nuestra defensa, es posible subrayar que la restricción explicativa es común a la gran mayoría de estudios cuantitativos en las ciencias sociales, e incluso existe un debate epistemológico de amplias proporciones sobre el tema de la explicación en la investigación social. Por ahora, se acepta que rara vez es posible generar explicaciones causales como se hace en los campos de las ciencias de la materia (como la física o la química), lo que constituye un déficit epistemológico inherente de las ciencias sociales (Rappaport, 1995).

Esto no es exclusivo de la indagación social. Con frecuencia, también se registran déficit epistemológicos en las ciencias de la salud; aun y cuando, en ocasiones, se conocen métodos de prevención e incluso de curación (parcial o total: muchas veces se sabe cómo curar, pero no la razón de la curación). Los casos de padecimientos donde es clara la ausencia de explicaciones causales son tan abundantes en Medicina, que incluso existe un término especializado para referirse a ellas: idiopático (que significa “enfermedad de causa desconocida”)12

Podríamos abundar al respecto y proponer que si en medicina a las enfermedades de causas desconocidas se les califica de idiopáticas (del griego idios: propio o particular, más pathos: padecimiento o sufrimiento), quizás en ciencias sociales podríamos acuñar el término idiofenómena para referirnos a los fenómenos sociales de causas desconocidas (de la raíz ideio más phenomena que es el plural de fenómeno, entendido como apariencia o manifestación). Aunque también se podría discutir si podríamos retomar el término noúmeno de Kant. Para Kant, el fenómeno es el aspecto que las cosas ofrecen ante nuestros sentidos: frente a nuestra experiencia. No obstante, la misma palabra sugiere que detrás del fenómeno podría existir una estructura no perceptible directamente, a la que Kant llamó noúmeno.13

Por eso es común en las ciencias sociales que se aporten explicaciones racionales, rigurosas y coherentes de cómo ocurre un hecho, pero sin lograr explicar por qué ocurre o la causa última de que suceda: “En el contexto de las ciencias sociales no están resueltos los problemas relativos a la explicación, [y quizá por eso] se dispone de una variada tipología de opciones para desarrollar explicaciones” (Ballester y Colom, 2005: 184-186).

Las posiciones reduccionistas sólo aceptarán como válidas las explicaciones nomológico-deductivas (que se apoyan en relaciones causa-efecto) y estadísticas (que se apoyan en la posibilidad de establecer regularidades estadísticas). En cambio, las perspectivas más abiertas, como la que se asume en este libro, aceptan el estatus diferenciado de las ciencias sociales, derivado de las características disímiles que las distinguen de las ciencias de la materia. Desde esta perspectiva de apertura (no reduccionista), se pueden desarrollar explicaciones nomológico-deductivas y estadísticas, pero se acepta que también se puede avanzar con igual o mayor solidez y velocidad a partir de explicaciones de otro tipo, por ejemplo, de explicaciones por procesos, explicaciones funcionales o explicaciones crítico-racionales, por mencionar algunas (Ballester y Colom, 2005).

En todo caso, según Steven Weinberg (2015), premio Nobel de Física, es mucho más sencillo explicar el cosmos que lo que sucede sobre la faz de la tierra. Por ejemplo, las relaciones sentimentales de pareja (que podríamos llamar amor) son un predictor muy importante de los flujos migratorios, aunque en los estudios demográficos a esta variable se le apliquen diversos nombres eufemísticos. Así lo demuestran múltiples ejemplos, en los que uno de los integrantes de la pareja emigra al lugar de residencia del otro para estar juntos. Los ejemplos cotidianos son familiares y numerosos; están al alcance de todos (ver un estudio cualitativo en Garrocho, 2011b).

Principales temas de la Introducción

El rápido envejecimiento de la población de México es el telón de fondo del libro y el lente a través del cual se deben leer los capítulos que siguen. Este proceso demográfico, el más importante que experimentará nuestro país en el siglo xxi, tendrá efectos notables en todas las esferas de la vida del país. Este trabajo pone la mira en la dimensión socioespacial del fenómeno en el amcm. Específicamente en el tema de la segregación residencial de los adultos mayores. Los objetivos con este libro son: i. Evidenciar de manera contundente el proceso de segregación residencial de la población de 65 años y más; ii. Identificar las zonas prioritarias para modular la segregación; y iii. Recuperar las mejores prácticas de la escena internacional en materia de modulación de la segregación y de la habitabilidad urbana y de la vivienda para los adultos mayores. Para lograr estos objetivos se requiere un marco conceptual y operativo que debe tener al menos dos especificaciones: i. Ser de naturaleza socioespacial (v.g., considerar la compleja relación entre lo social y el territorio, entendiéndolo como relaciones y procesos espaciales, accesibilidad, movilidad, lejanía, aglomeración, vecindad, localización absoluta y relativa, espacio construido, espacio natural, cultural, cotidiano y un largo etcétera: Garrocho, 1995) y ii. Seleccionar un método de medición de la segregación residencial preciso (v.g., genuinamente espacial). Sin embargo, esto no basta: fue necesario justificar la secuencia y objetivos de los capítulos que integran el libro y explicar la línea argumentativa que lo articula, le da coherencia y sentido lógicos. Con estos temas resueltos se procedió a aclarar el significado de los principales conceptos que se utilizan a lo largo del libro (v.g., no a establecer un significado absoluto de los conceptos, sino el significado que adoptamos en el libro), con el objetivo de manejar un lenguaje común con el lector. Al final, subrayamos el enfoque del libro: socioespacial y no reduccionista (v.g., no busca relaciones causa-efecto), así como su principal limitación que es la falta de explicaciones a las singularidades de la segregación residencial en el amcm (v.g., la explicación es todo un tema no sólo en las ciencias sociales, sino en otras áreas del conocimiento como en las ciencias de la salud). Esta cuestión de la explicación requiere, en todo caso, trabajo de campo en profundidad que está más allá de los alcances de este texto de corte cuantitativo (y, por qué negarlo, de las capacidades de los autores).

Notas

1 En ocasiones, nos referiremos al amcm como la Ciudad de México, para evitar ser repetitivos.

2 La escasa evidencia disponible para México indica que la distribución espacial de la población mayor al interior de las ciudades, tiende a la segregación residencial por edad, lo que significa la separación socioespacial entre la población envejecida y el resto (Capron y González, 2010; Garrocho y Campos, 2005; González Arellano, 2011; Negrete, 2003; Zamorano et al., 2012).

3 La habitabilidad de una ciudad o de una parte de la ciudad (e.g., un barrio) registra varias acepciones. Algunos la entienden como “la capacidad de los espacios construidos para satisfacer las necesidades objetivas y subjetivas de los individuos y grupos”, es decir, involucra las esferas psíquicas y sociales de la existencia estable que podría equipararse a las cualidades ambientales que permiten el sano desarrollo físico, biológico, psicológico y social de la persona (Castro, 1999). Otros plantean la habitabilidad urbana como la vinculación de la calidad de vida de los habitantes, la sustentabilidad, el bienestar general de la persona (v.g., bienestar interno —espiritual y psicológico— y externo —su relación con el resto del conjunto social—, relación armónica con el entorno, bienestar psicosocial —v.g., satisfacción individual— y bienestar sociopolítico —participación social, seguridad personal y jurídica (Rueda, 1997). De acuerdo con este enunciado, la habitabilidad constituye una adaptación entre las características de la situación real y las expectativas, capacidades y necesidades del individuo tal y como las percibe él y su grupo social (gides, 2003: 11). La habitabilidad, entendida como una meta de bienestar, involucra, además del hecho físico de la vivienda, el ambiente sociocultural y el entorno (Moreno, 2002: 3). En el logro de la habitabilidad intervienen las cualidades físicas (e.g., contaminación, deterioro, estado del paisaje, limpieza) tanto como las socioculturales (e.g., redes sociales, interrelaciones significativas, apego al lugar, imaginarios, conflictos, seguridad). UN-HÁBITAT define la habitabilidad como la vinculación de las características y cualidades del espacio, entorno social y medio ambiente que contribuyen singularmente a dar a la gente una sensación de bienestar personal y colectivo, e infunden la satisfacción de residir en un asentamiento determinado; las aspiraciones a la habitabilidad varían de un lugar a otro, cambian y evolucionan en el tiempo y difieren según las poblaciones que integran las comunidades (Zulaica y Celemín, 2008). A estas definiciones sólo añadiríamos la importancia de la movilidad, la accesibilidad y el derecho a las oportunidades que ofrece la ciudad.

4 Sin embargo, algunas instituciones mexicanas, como el Instituto Nacional de Geriatría, utilizan un umbral poco menor, el de 60 años y más.

5 Los interesados en profundizar en este tema pueden revisar el magnífico trabajo de Montes de Oca, 2010.

6 Desde hace décadas, Gutiérrez (1993) —entre otros— ya señalaba el desfase entre el incremento en las esperanzas de vida al momento del nacimiento y las esperanzas de vida en salud. Hoy se observa que lo que se ha ganado en esperanza de vida debe matizarse por el incremento de los riesgos de padecer bajos niveles de salud, bienestar y calidad de vida.

7 Cuando utilizamos en este trabajo las expresiones redes de apoyos formales e informales, retomamos la definición de García y Madrigal (1999: 229). Los apoyos formales son la oferta de recursos diversos, bienes y servicios que se transfieren a los adultos mayores desde el ámbito institucional o formal. Los apoyos informales son la transferencia de recursos diversos, bienes y servicios, desde el ámbito familiar y comunitario. Los apoyos informales se han clasificado como materiales (dinero, remesas, ropa y comida, principalmente); instrumentales (transporte, ayuda en labores del hogar y el cuidado y acompañamiento); emocionales (cariño, confianza, empatía); y cognitivos (consejos e información) (Clemente, 2003; Guzmán et al., 2003).

8 En su artículo, Harper y Laws (1995) se adelantaron a su tiempo: examinan una amplia gama de temas de investigación gerontológica que pueden abordar los geógrafos y otros interesados en las ciudades y regiones. Y, sin embargo, a 20 años de distancia podemos ver que la realidad superó sus expectativas y recomendaciones.

9 Las ciudades son, esencialmente, redes de interrelaciones tangibles e intangibles (Batty, 2013).

10 Cabe subrayar que quizá la principal característica de los modelos urbanos latinoamericanos es su complejidad creciente que refleja ciudades cada vez más fragmentadas (Ford, 1996; Janoschka, 2002; Peters y Skop, 2007).

11 Por ejemplo, en las decisiones de localización residencial de los adultos mayores intervienen diversos agentes interesados: los mismos adultos mayores, sus hijos, sus amigos y sus redes de apoyo local. En términos de las escalas espaciales, un ejemplo claro que influye la decisión de localización residencial de los adultos mayores lo ofrece la Ciudad de México, donde es particularmente importante vivir en el otrora Distrito Federal por los diversos apoyos sociales que ofrece el gobierno local a la población mayor, y que no ofrece el gobierno del Estado de México.

Cabe mencionar que a partir de febrero de 2016, el Distrito Federal cambió su denominación oficial por Ciudad de México.

12Se puede tener cierta luz sobre los factores de riesgo de padecimientos idiopáticos, pero hay una distancia muy grande entre prevenir y/o curar, y explicar la enfermedad y su curación. Ejemplos comunes de enfermedades idiopáticas son: diversos tipos de cáncer, diabetes, Alzheimer, Parkinson (y muchos otros padecimientos de carácter neurodegenerativo como la esclerosis múltiple), numerosas neumonías, intolerancia a la lactosa o al gluten, incontables alergias, depresión, esquizofrenia (y decenas de sicopatologías), asma, cardiopatías (e.g., ataques cardiacos), infartos cerebrales, hipertensión arterial. Por sensibilidad y respeto a algún lector hipocondríaco, es mejor dejar aquí la lista de ejemplos.

13 Citamos a Navarro y Pardo (2009): Las categorías fenómeno y noúmeno no son aplicables fuera de la experiencia, más allá de lo dado en el espacio y en el tiempo. Ahora bien, la idea misma de algo que aparece implica, correlativamente, la idea de algo que no aparece, la idea de algo en sí. El objeto —en tanto que aparece y es conocido— se denomina “fenómeno”; el correlato del objeto, considerado al margen de su relación con la sensibilidad, se llama “cosa en sí”, o bien “noúmeno” (en la medida en que es algo sólo inteligible). La distinción entre fenómenos y noúmeno es fundamental en el sistema kantiano. Al tratar de esta cuestión, Kant distingue dos sentidos del concepto de noúmeno: 1. Negativamente, “noúmeno significa una cosa en la medida en que no puede ser reconocida por medio de la intuición sensible”; 2. Positivamente, significa un “objeto que puede ser conocido por medio de la intuición no sensible”, es decir, por medio de la intuición intelectual. Ahora bien, como carecemos de intuición intelectual y sólo tenemos intuición sensible, nuestro conocimiento se halla limitado a los fenómenos y, por consiguiente, el concepto de noúmeno queda como algo negativo, como límite de la experiencia, como límite de lo que puede ser conocido. No hay conocimiento de las cosas en sí, de los noúmenos. El acceso a las cosas en sí no se halla en la razón teórica, sino en la razón práctica. La distinción entre fenómenos y noúmeno permite comprender por qué Kant denomina a su doctrina “idealismo trascendental”: porque el espacio, el tiempo y las categorías son condiciones de posibilidad de los fenómenos de la experiencia y no propiedades o rasgos reales de las cosas en sí mismas.

01FalsaUno


Introducción

Como se adelantó en el apartado introductorio del libro, los indicadores no-espaciales de segregación residencial son útiles para realizar una primera aproximación al fenómeno, pero tienen diversas y muy serias debilidades que impiden profundizar correctamente el análisis de la segregación residencial, a pesar de que son intensivamente utilizados en la literatura internacional, incluyendo la producida en Iberoamérica. Sin embargo, hoy día los indicadores no-espaciales de segregación han pasado de ser los más importantes, a ser indicadores útiles sólo para lograr una primera aproximación a la segregación (Johnston et al., 2011). Aplicar indicadores de segregación residencial genuinamente espaciales es uno de los grandes retos de la geografía de la vejez, y enfrentarlo con éxito en una de las ciudades más grandes del mundo sería una de las principales aportaciones de este libro (véase el capítulo 3).

Por ahora, lo que corresponde es demostrar conceptual y operativamente las enormes debilidades de los indicadores no-espaciales de segregación más comúnmente utilizados (Disimilaridad, Aislamiento e Interacción) y la superioridad de los indicadores espaciales, en particular la de los índices de Autocorrelación Espacial Global y Local de Moran). Este es nuestro objetivo en este capítulo.

Para lograrlo se instrumenta una estrategia de presentación que arranca en la primera sección, en la que se develan con toda claridad cuatro fallas fundamentales de los indicadores no-espaciales de segregación: generan los mismos resultados para patrones territoriales diferentes (Falla 1), son incapaces de revelar lo que ocurre con la segregación dentro de la zona de estudio (Falla 2), sus resultados dependen enteramente de la manera como se agrupan los datos (Falla 3), y no ofrecen información sobre la confiabilidad estadística de sus resultados (Falla 4).

Una vez que se demuestran las fallas estructurales de los indicadores no-espaciales de segregación, en la sección 2 se procede a explorar los indicadores espaciales de segregación fundamentados en los índices de Autocorrelación Espacial Global y Local de Moran, y se identifican conceptualmente sus ventajas sobre los indicadores no-espaciales. Luego, en la tercera sección, se presenta el método de comparación entre ambos tipos de indicadores de segregación, que se fundamenta en un análisis comparativo de contraste. Para esto, se realizan diversas estimaciones numéricas muy sencillas, incluso con valores extremos, con el propósito de demostrar operativamente —y tratando de despejar cualquier duda— la superioridad notable de los indicadores espaciales sobre los indicadores no-espaciales de segregación (en el marco de sus problemas estructurales, identificados en la primera sección de este capítulo). En la última sección se sintetizan los hallazgos y se discuten los principales resultados, lo que nos sirve para preparar la investigación de la segregación residencial de la población adulta-mayor en la ciudad de México, mediante la aplicación de indicadores de segregación genuinamente espaciales, cuestión que se aborda en el tercer capítulo.

Los indicadores no-espaciales de segregación

Existe una gran diversidad de indicadores no-espaciales para estimar la segregación (Marcinczak, 2012). Sin embargo, el indicador insignia tradicional es el índice de disimilaridad (Dissimilarity index) diseñado por Duncan y Duncan (1955b) y perfeccionado en diferentes dimensiones por Massey y Denton (1988). El índice de disimilaridad se ha utilizado para medir la diferencia entre la distribución territorial de un grupo de individuos respecto al resto de la población. Es fácil de calcular y analizar, ya que sus valores extremos son 0 [cero] (que significa ausencia de segregación) y 1 (para situaciones de máxima segregación). El valor del índice de disimilaridad puede ser interpretado como la proporción de los habitantes de un grupo de población que tendrían que intercambiar su localización con el resto de los habitantes de la zona de estudio para que todas las unidades espaciales (v.g., barrios, colonias, ageb, manzanas) que integran la ciudad, registraran las mismas proporciones de estos dos grupos de población (Massey y Denton, 1988; pade, 1998).1 La manera de calcularlo es la siguiente:

Donde:


xi = Población mayor de 65 años en el ageb “i”

X = Población mayor de 65 años en la ciudad

yi = Población menor de 65 años en el ageb “i”

Y = Población menor de 65 años en la ciudad


La fórmula indica, simplemente, que:

  1. Se estima la proporción de la población de 65 años y más de cada ageb respecto a la población mayor de 65 años y más de toda la ciudad (xi/X). Por ejemplo, si en un ageb se registran los siguientes datos: xi = 10 y X = 100, el resultado es 10/100 = 0.10. Esto significa que el ageb en cuestión tiene 10% de la población de 65 años y más de toda la ciudad;
  2. Luego se estima la proporción de la población menor de 65 años de cada ageb respecto a la población menor de 65 años de toda la ciudad (yi/Y). Por ejemplo, para el mismo ageb que en el inciso anterior, si los datos son: yi = 20 y Y = 250, el resultado es 20/250 = 0.08. Esto significa que el ageb en cuestión tiene 8% de la población menor de 65 años de toda la ciudad;
  3. Así, cada ageb de la ciudad tendrá los valores (xi/X) y (yi/Y). Éstos se ordenan en dos columnas (un cuadro en Excel©, por ejemplo).
  4. Luego, a los valores (xi/X) se les restan los valores (yi/Y), para cada ageb. Esto genera una tercera columna en el cuadro en Excel (v.g., los resultados de las restas).
  5. Finalmente, se suman todos los valores de esta última columna (v.g., los resultados de las restas) y el resultado sería el Índice de Segregación. Hay que recordar que sus valores extremos son 0.0 (ausencia de segregación) y 1.0 (máxima segregación).

Empero, nótese que en ninguna parte del Índice se especifica dónde se ubica cada ageb: ¡no tienen coordenadas! Esto implica que podrían localizarse en cualquier parte de la ciudad (o en ningún lugar). Por tanto, el Índice de segregación de Massey y Denton (1988) es no-espacial, porque no especifica las relaciones territoriales entre las ageb: ¿Están cerca?; ¿son vecinos?; ¿están alejados entre sí?

Si se hace un ejercicio (como se hará más adelante en este capítulo) para una ciudad, podríamos intercambiar los datos entre las ageb (pasar renglones completos de datos de un ageb a otro en el cuadro de Excel) y el resultado del Índice de segregación seguiría siendo el mismo: ¡La localización espacial de los datos no importa!... Por eso este índice sólo puede generar un resultado global para toda la ciudad (el resultado de la última columna del cuadro en Excel del que hablamos antes) y no puede decir absolutamente nada de lo que ocurre con la segregación en el interiorespacial