El retablo del Templo de Santo Domingo de Guzmán Ixtlahuaca, Estado de México

María Eugenia Rodríguez Parra
Carlos Alfonso Ledesma Ibarra
Universidad Autónoma del Estado de México

Introducción

En el primer semestre de 2013, la maestra María Eugenia Rodríguez Parra y un grupo de entusiastas alumnos de la Licenciatura en Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México realizaron la catalogación e inventario de la Parroquia de Santo Domingo de Guzmán en Ixtlahuaca, Estado de México, perteneciente a la diócesis de Atlacomulco. El grupo de catalogadores integrado por: Ana Lilia Aladín Díaz, Jesús Demetrio Contreras Carmona, Adriana Fonseca Miranda, José Carlos Garduño Salazar, Gustavo Adolfo González González, Alejandra Gutiérrez Moreno, Dulce María Jaramillo Granados, Diana Medina López y Juan Francisco Rodríguez Pichardo contaron con el apoyo del párroco, el departamento de Arte Sacro de dicha diócesis, la administración de la Facultad de Humanidades y la Dirección de Museos de la misma universidad, lo que permitió obtener el registro y la atinada catalogación del acervo artístico de este recinto, la cual servirá como fuente de información para este escrito.

El motivo principal de quienes realizaron tal labor era el registro de la obra artística para evitar el olvido, deterioro o la pérdida del valioso patrimonio con el que cuenta nuestro país y del cual ahora somos depositarios. Con esta intención, en la Facultad de Humanidades se fundó el Seminario Permanente de Conservación del Patrimonio Artístico y Cultural del Estado de México (2012). En el marco de las reuniones de dicho seminario surgió una inquietud: la posibilidad de que un grupo de alumnos de la licenciatura en Historia catalogara el patrimonio de un templo; así los estudiantes adquirirían el conocimiento para elaborar un catálogo y un inventario, al mismo tiempo, se trabajaría un documento que le sería útil a la feligresía de un recinto religioso para el conocimiento más exacto de aquello que se resguarda y, con ello, se pudiesen establecer estrategias de cuidado y conservación correctas. La parroquia elegida por la diócesis de Atlacomulco fue Santo Domingo de Guzmán. Indudablemente, esta fue una acción atinada digna de repetirse, pues dejó contentas y con beneficios a todos los involucrados.

El objetivo principal de este escrito es realizar una interpretación iconográfica de cada una de las pinturas y esculturas contenidas en el retablo principal de Santo Domingo de Guzmán. Para ello se establecieron algunas de las fuentes documentales de las pinturas y esculturas del retablo, las cuales se encuentran en las Sagradas Escrituras o en la hagiografía alrededor de los santos. A partir de este reconocimiento iconográfico y del conocimiento cercano de la obra proponemos algunas conclusiones. También son de resaltar varias interrogantes que nos plantea el retablo y que no pueden ser aún esclarecidas. El retablo de Santo Domingo de Guzmán se presenta como un documento vivo del pasado de esta población. Un elemento que ha transitado más de dos siglos junto a la comunidad que aún lo cuida, lo conserva y lo venera.

Ixtlahuaca y Santo Domingo de Guzmán

Dentro del municipio de Ixtlahuaca, al norte del Estado de México, a unos cuatro kilómetros de la cabecera municipal se encuentra el templo de Santo Domingo de Guzmán. Las casas de esta localidad se distribuyen a los lados de la carretera que lo une con la población principal y que concluye en el templo dedicado al Santo Patrono junto al actual cementerio. La población suma 8,008 habitantes, según datos del inegi del 2010 (Catálogo de localidades, 2013), todavía la mayoría de las casas (1772 viviendas) poseen pequeñas parcelas dedicadas al cultivo de algunos productos agrícolas y la cría de animales. De esta forma la localidad aún conserva su vocación rural y campesina. Al parecer esta población se fue integrando, históricamente, por las familias de los trabajadores de las haciendas cercanas, quienes comenzaron a poblar estas tierras contiguas al río Lerma que les proporcionaba los elementos básicos para su vida cotidiana y manutención.

Seguramente, la región de Ixtlahuaca comenzó a ser evangelizada por los frailes franciscanos después de que estos se establecieran en el valle de Toluca; sin embargo, los hermanos menores no fundaron conventos en este sitio. Al parecer, el encomendero Juan de la Torre prefirió confiar la vida religiosa de esta población al clero secular. Así aparece registrado el curato de Ixtlahuaca como de primera clase en los libros del arzobispado de la Ciudad de México desde 1545, según los Libros de Contaduría de la Corona. La erección de este curato como parroquia fue hasta 1591 (Sánchez Blas, 1997: 72). Cabe mencionar que en los registros más antiguos de Ixtlahuaca, siglos xvi y xvii, no se encuentra consignado Santo Domingo de Guzmán como barrio o estancia.

Descripción e iconografía del retablo

El Templo dedicado a Santo Domingo de Guzmán es un pequeño edificio ubicado en medio de un extenso atrio donde se encuentran varias construcciones dedicadas a la vida religiosa de los feligreses: casa parroquial, sacristía, notaría parroquial, salones para cursos y bodegas. El templo es una sólida edificación constituida por una sola nave con su coro, nave y presbiterio y una torre campanario con su cubo, cuerpo y cupulín. Esta sobria construcción, proveniente del siglo xviii, debió ser el elemento de congregación de quienes vivieron cercanos al río Lerma y fuera de la cabecera. Cabe mencionar, que actualmente la población no se encuentra concentrada en torno al templo; no obstante, éste es el centro principal de la vida comunitaria, la cual, hasta nuestros días conserva la celebración del Santo Patrono como su fiesta más importante.

Figura 1
Retablo del Templo de Santo Domingo de Guzmán, Ixtlahuaca, Estado de México

7-Fig1

Fuente: fotografía de los autores.

El retablo principal de esta parroquia se ubica en el presbiterio del edificio y está integrado por banco, sagrario, predela, dos cuerpos, tres calles (véase figura 1). Sobre la calle principal se encuentra integrada una talla de Dios Padre a manera de remate. La elevación del retablo coincide perfectamente con la altura del edificio. La calle principal se encuentra flanqueada por dos pares de elaborados estípites, este par de elaborados elementos nos lleva a sugerir que esta estructura fue, probablemente, realizada en la segunda mitad del siglo xviii. Es conveniente recordar que a principios de dicha centuria el vocabulario de los retablos novohispanos se transformó debido al trabajo de Jerónimo de Balbás, este tramoyista e ingeniero nacido en Zamora, España, fue el encargado de la construcción del Retablo de los Reyes en el ábside de la Catedral Metropolitana (entre 1718 y 1737). Esta obra fue de tal trascendencia, que transformó, paulatinamente, el lenguaje constructivo y decorativo de los retablos del virreinato (Bargellini, 2011: 23-24). Uno de los elementos más novedosos de su trabajo fue la sustitución del uso de los soportes tradicionales por el estípite, que es una columna o pilastra troncopiramidal invertida, la cual a veces tiene funciones de soporte. El éxito de Jerónimo de Balbás fue emulado por la mayoría de los artistas que le precedieron. Otra obra determinante para la extensión del estípite en la arquitectura novohispana fue la edificación del Sagrario de la Catedral Metropolitana que quedó a cargo del arquitecto Lorenzo Rodríguez y se construyó de 1749 a 1768. La profusión del uso del estípite en retablos y fachadas novohispanas fue tal, que todavía hoy es un rasgo que llama la atención de los especialistas. En este contexto, no debe resultar extraño que este extraordinario ejemplo de maestría se encuentre en el Templo de Santo Domingo de Guzmán. El retablo, completamente dorado, presenta múltiples decoraciones fitomorfas y geométricas en toda su superficie que sirven para enmarcar las seis imágenes: tres pinturas y tres esculturas, pero enfatizan la calle central donde se localizan las imágenes del santo patrono y, también, los nichos del primer cuerpo donde se encuentran tres esculturas de magnífica manufactura.

En la predela de este retablo se localizan un par de óleos sobre lienzo. El primero de estos mide 36 centímetros de alto por 61.5 centímetros de ancho. En esta imagen se representa el Lavatorio de pies, donde se observan los doce apóstoles, once de estos se encuentran rodeando a Jesucristo, quien en un acto de humildad y servicio se dispone a lavar los pies de Pedro, quien viste una túnica azul que se encuentra arremangada hasta arriba de sus rodillas, el manto que lleva es color amarillo y su rostro es barbado, calvo de tez blanca y completamente cano. Este apóstol muestra lo que parece una actitud de rechazo ante el gesto del maestro, quien se encuentra arrodillado con las manos dispuestas hacia los pies del discípulo y con una toalla blanca sobre el hombro izquierdo. Alrededor de su cabeza hay un resplandor amarillo con blanco y su rostro presenta esa expresión de bondad y dulzura propia de su representación en la pintura novohispana de mediados del siglo xviii.

En esta composición se ubicó a Judas en el extremo izquierdo con un morral, que alude a las monedas de plata recibidas por entregar a Jesús. El pintor dispuso en la escena un par de objetos que indican la acción del lavatorio de pies: un jarrón al lado del maestro y un recipiente hondo donde es vertida el agua. El fondo de la pintura es obscuro y sólo se resaltan las figuras de los protagonistas. Los apóstoles muestran poco movimiento, detalle y una ligera perspectiva, algunos con la posición de las manos en oración, otros con las manos sobre el pecho presentan una expresión de aflicción por la escena representada. Todos llevan una aureola color blanco. Se distingue en este óleo una leve pérdida de pintura en la parte inferior. El lavatorio de pies a los discípulos es uno de los ejemplos mayores de humildad y servicio Jesucristo, quien de acuerdo con el Evangelio de San Juan (13, 4-10):

[…] se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y tomando una toalla se la ciñó. Luego echa agua en un platón y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido. Llega Simón Pedro y le dice: ‘Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?’ Jesús le respondió: ‘Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde’. Le dice Pedro: ‘No me lavarás los pies jamás’. Jesús le respondió: ‘Si no te lavo, no tienes parte conmigo’. Le dice Simón Pedro: ‘Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza’. Jesús le dice: ‘El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y ustedes están limpios, aunque no todos.’

La otra mitad de la predela se encuentra ocupada por un lienzo de dimensiones idénticas que representa “La Última Cena” como una alusión a la Institución de la Eucaristía, el misterio principal de la Liturgia Católica. En esta composición se ubica a Jesús al centro en el momento de bendecir el pan para compartirlo con sus apóstoles, quienes aparecen alrededor. Sobre la mesa y frente a Cristo se encuentra un cáliz con vino sobre un plato de cristal. También sobre el mueble se ubican un par de candelabros cada uno con su vela encendida. Es de señalarse la variedad de verduras que aparecen sobre el mantel, principalmente tubérculos. Judas, el Iscariote, se localiza en el extremo derecho, como en la escena anterior, sosteniendo su bolsa con monedas, pues así aparece descrito en el Evangelio. La Última Cena, como se conoce a la celebración de la Cena de Pascua que tuvo Jesús con sus discípulos antes de ser entregado a su Pasión, se encuentra referida en los cuatro evangelios. Parece ser el Evangelio de San Lucas (22, 19) del que se tomó la referencia para esta imagen: “[…] tomó el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: ‘Éste es mi cuerpo que se entrega por ustedes; hagan esto en recuerdo mío’.” Frente a Jesús se encuentra el cáliz con el vino y sobre la mesa un par de velas, que sugieren la unión del Antiguo Testamento (en la celebración de la Pascua) y el Nuevo Testamento (con la institución de la Eucaristía). Las composiciones de La Última Cena, por su significado, son idóneas para enmarcar el Sagrario del retablo.

En esta pintura se encuentra la siguiente leyenda escrita sobre una parte del mantel blanco que cuelga: “Se acabó este colateral, a 22 de junio año de 1791 å Lo yzonvebo de madera, dorado lienzos y Santos del bulto Pedro JsphRoxas” y está rubricado. Esta breve inscripción nos proporciona varios datos para ser reflexionados en el siguiente apartado de este escrito.

En la calle principal del retablo, en el primer cuerpo, se localiza una escultura de Santo Domingo de Guzmán, esta talla se encuentra estofada y encarnada, su altura es de 118 centímetros, su ancho de 40 centímetros y su grosor de 20 centímetros, la escultura se ubica dentro de un nicho con vidrio y sobre una base de metal. En su mano izquierda porta un rosario y también carga el libro de la regla de su orden. Con su mano derecha sostiene un báculo que termina en forma de cruz. A sus pies se encuentra un perro, uno de los tradicionales atributos del santo. En su frente se observa una estrella a la usanza de sus representaciones. La base de la escultura está pintada de azul y dorado y tiene una aureola del mismo color. La base de la escultura se encuentra decorada con una guirnalda dorada sobre un espejo, este material también se distingue en el libro y en el báculo. La cruz del rosario está rota.

Domingo de Guzmán Garcés provenía de una familia de nobles castellanos y nació aproximadamente hacia el 1170. Su madre fue la beata Juana de Aza, quien cuando estaba embarazada soñó que de sus entrañas nacía un perro con una antorcha en el hocico. Espantada por esta premonición acudió al prestigiado Santo Domingo de Silos, quien le comunicó que su hijo iba a encender el fuego de Cristo en el mundo con la predicación. Otro elemento iconográfico referido en esta imagen sucedió en su bautizo, cuando apareció una estrella en su frente como una señal de que su luz señalaría el camino al propio Cristo. En su juventud Domingo se distinguió por sus limosnas y donaciones para aminorar el dolor del prójimo y, según los relatos, llegó a proponerse que él mismo se vendería como esclavo para salvar del cautiverio a un prisionero en la Guerra contra los moros. Posteriormente, Domingo fue nombrado canónigo regular de la Catedral de Osma, donde se distinguió por su generosidad, desprendimiento y don para predicar. Estas cualidades le ganaron el aprecio de la feligresía y el cariño del obispo Diego Acebes a quien acompañó en varios viajes diplomáticos a Dinamarca y la propia Roma. En estas diligencias, Domingo conoció la herejía albigense que se extendía, principalmente, en el sur de Francia y decidió dedicar su vida a la predicación fervorosa acompañada de una vida austera y apegada a los Evangelios, pues esta, consideraba, era la única combinación capaz de desterrar a la herejía y acercar a los hombres a la salvación. En 1215 estableció en Tolosa la primera de las casas masculinas de la Orden de los Predicadores. En diciembre del año siguiente se emitió la autorización papal por parte de Honorio IIII para el funcionamiento de la Orden. La cruz que lleva esta imagen es uno de los símbolos propios de los fundadores de las principales órdenes religiosas de la Iglesia. También es de subrayarse el rosario que lleva esta imagen, pues fue Santo Domingo el fundador de esta oración que permite la invocación comunitaria y mediante la repetición continua el aprendizaje de algunos dogmas fundamentales para quienes no sabían leer o escribir (Sellner, 1994: 276-277).

Sobre esta escultura se localiza un óleo sobre tela que mide 135 centímetros de alto por 80 centímetros de ancho, en un marco de remate mixtilíneo se observa a Santo Domingo de Guzmán con aureola. En su mano derecha sostiene un lirio mientras que la izquierda se encuentra abierta con el brazo extendido. Viste sotana ornamentada con motivos florales estofados y dorados sobre fondo negro. En el extremo inferior izquierdo aparece un perro que en el hocico sostiene una antorcha. A la altura de sus hombros hay un par de ángeles uno en cada extremo. Del lado izquierdo de la composición se encuentra un escritorio cubierto por tela en color rojo sobre el que se distinguen tres libros, tintero y pluma.

En esta composición pictórica, en cambio, se privilegia la parte intelectual del santo. Desde su niñez, Domingo, quedó bajo el cuidado de su tío, quien era el arcipreste de Gumiel Izán. Desde los catorce años vivió en Palencia, donde se dedicó, primeramente, a sus estudios superiores de Filosofía y Teología; después se desempeñó como profesor del Estudio General de Palencia (Sellner, 1994: 275). El libro con el que se representa a Santo Domingo probablemente sea la Biblia, pues esta era la fuente de su predicación. Asimismo, algunos de sus hagiógrafos afirman que en sus viajes siempre llevaba consigo el Evangelio según San Mateo y las Cartas de San Pablo. La azucena con la cual se le pintó representa la pureza del santo fundador, quien en su propio lecho de muerte y en confesión pública afirmó haber conservado intacta su virginidad. Los estípites que enmarcan esta pintura presentan medallones a la mitad del fuste con un par de personajes tallados.

En la primera calle y primer cuerpo también se encuentra una escultura de madera, pero en este caso dedicada a San Francisco de Asís. La talla se encuentra estofada y encarnada. Mide 100 centímetros de altura, 47 centímetros de ancho y 13 centímetros de grosor. En esta composición San Francisco sostiene una cruz de madera con su mano derecha, este atributo no corresponde con la fecha de elaboración de la escultura y se encuentra amarrada con un hilo a la extremidad del santo. Su mano izquierda tiene la palma hacia arriba, es muy probable, que sobre esta iba colocado el cráneo de madera que actualmente se encuentra a sus pies. Más aún, la pieza caída presenta una saliente de madera que posiblemente embonaría con un orificio que presenta dicha escultura a la altura de la cintura, cerca de la mano izquierda.

San Francisco de Asís fue el fundador de la Orden de los Hermanos Menores, nació en 1182 en la ciudad de Asís, Italia en el seno de una familia acomodada. Su padre, Pietro de Bernardone, fue un rico comerciante quien siempre lo rodeó de lujos. El joven Francisco participó en la guerra que sostuvo su ciudad natal contra la rival Perugia, después de la batalla de Ponte de San Giovanni, en noviembre de 1202, fue hecho prisionero y estuvo cautivo por lo menos por un año. Tres años más tarde, el joven guerrero estaba camino a Apulia para una nueva campaña militar, pero una voz interna le indicó volver a Asís, a su regreso, Francisco era persona diferente, casi siempre, reflexiva y envuelta en meditaciones solitarias. El cambio definitivo vino después de convivir con enfermos leprosos, pues, según sus propias palabras: se le transformó “lo amargo en dulzura del alma y del cuerpo” (Sellner, 1994: 437). En la primavera de 1206 Francisco tuvo su primera visión. En el templo de San Damián escuchó que una imagen de Cristo le decía: “Ve, Francisco, repara mi Iglesia. Ya lo ves: está hecha una ruina”. El futuro santo tomó la solicitud de manera literal: tomó unos paños finos del negocio paterno y donó lo obtenido para las reparaciones que necesitaba dicha edificación. Este suceso trajo el rompimiento definitivo con su progenitor, pues consideraba que Francisco dilapidaba en limosnas el negocio familiar. Entonces, Francisco se retiró a vivir con los leprosos y se dedicó a la oración, la contemplación y restaurar algunos templos: San Pietro in Merullo y Santa María de los Ángeles en la Porciúncula, sólo hacía algunas apariciones esporádicas para mendigar. El 24 de febrero de 1209, en la pequeña iglesia de la Porciúncula, el fundador de los menores recibió un nuevo llamado a predicar y hacer el bien. A partir de este momento comenzó una exitosa labor como predicador que le llevó a fundar la orden de los Mínimos (franciscanos), de las Clarisas (rama femenina) y la Tercera Orden (para seglares).

Debe señalarse, que Santo Domingo de Guzmán conoció a San Francisco, pues según refiere el primero una noche antes de una audiencia con el Papa soñó que en el cielo Cristo se encontraba enojado y tenía la intención de descargar tres lanzas contra la Tierra, pero María, su madre, se lo había impedido. Una de las lanzas la tomó ella y las otras dos serían para un par de hombres. Uno de estos era el propio Domingo y el otro un extraño. Al día siguiente antes de entrar a la audiencia se encontró con el hombre a quien había soñado y le dijo: “Tú eres mi compañero, juntos lucharemos por Dios” y le abrazó. El fundador de la Orden de los Predicadores le contó entonces su sueño al fundador de los Hermanos Menores (Sellner, 1994: 276). De este acontecimiento se desprenden interpretaciones posteriores de amistad y amor entre los dos santos fundadores.

En el primero de los cuerpos y la tercera calle se conserva una escultura de San Vicente Ferrer. Dicha talla se encuentra estofada y encarnada. Sus medidas son 114 centímetros de altura, por 49 centímetros de ancho y 18 centímetros de grosor. En esta composición el santo aparece alado, su mano derecha señala al cielo y con su mano izquierda sostiene los Evangelios; de su cintura cuelga un rosario de madera con cruz de metal. Lamentablemente en este caso se observa una ligera pérdida de pintura. El encarnado del rostro es de mayor calidad que las manos, sus alas son de color gris y su manto presenta un decorado con flores grandes en dorado y gris; también tiene una aureola dorada.

San Vicente Ferrer, según la tradición hagiográfica, nació alrededor de 1350 en Valencia y desde su infancia se distinguió por su afán y celo como predicador entre sus compañeros de juegos. Por ello, sus padres le encaminaron a que se dedicara a los estudios teológicos. A los doce años ya estudiaba Filosofía, a los quince Teología y a los diecisiete ingresó a la orden de los dominicos. Desde joven se dedicó a la enseñanza en Barcelona y en su ciudad natal. Años más tarde, el cardenal Pedro de Luna, quien había sido su protector, fue elegido como el papa Benedicto XIII, este solicitó la presencia de Ferrer en Avignon para que se desempeñara como confesor. En la sede papal el futuro santo se distinguió por la diligencia con la que cumplía con sus labores, pero cayó gravemente enfermo. Convaleciente, se le aparecieron en sueños: Jesús, San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán, quienes tocaron su mejilla y le exhortaron a realizar viajes de evangelización. Al día siguiente Vicente Ferrer se encontraba completamente sano y pidió permiso para abandonar la curia. El Papa le nombró misionero apostólico. El predicador abordó con pasión su misión y se encargó de recorrer Provenza, Lombardía, Lyon, Saboya, Suiza, Lorena, Bretaña, Inglaterra, los Países Bajos y los reinos ibéricos. Tenía gran éxito en todas sus alocuciones a pesar de desconocer, en ocasiones, el idioma del sitio donde predicaba. Su discurso trataba, principalmente, sobre la necesidad de la conversión de los feligreses debido a la cercanía del fin del mundo, por ello, en ocasiones se le representa como el Ángel del Apocalipsis. Una de las peticiones recurrentes del dominico valenciano a las autoridades era que asistieran judíos y musulmanes a sus predicaciones, que eran de tal impacto que se lograron varias conversiones. No obstante, los mayores éxitos de Vicente Ferrer se lograban entre los propios católicos, quienes enmendaban conductas y abandonaban vicios. Varios fueron los pecadores que impresionados por su sermón se desmayaban a sus pies. Asimismo, su hagiografía enfatiza que las conversiones que comenzaba en la predicación las concluía con una buena labor en el confesionario. Murió en 1419 (Sellner, 1994: 130-131).

En el segundo cuerpo en la primera calle se ubica un óleo sobre tela de aproximadamente 120 centímetros de alto y 64 centímetros de ancho. El marco presenta las esquinas superiores recortadas. En esta imagen se representa a la Purísima Concepción, quien viste un manto estrellado y su túnica con un estofado dorado, en la parte superior izquierda se encuentran algunos querubines. En la derecha, en la parte inferior, es acompañada por un ángel, quien tiene la mirada baja y junta sus manos. La imagen de la Inmaculada Concepción tuvo un proceso encaminado a exaltar la pureza de María. La doctrina que establecía que María fue concebida sin la mancha del pecado original fue sostenida, principalmente, por los católicos desde el siglo xv, debido a ello desde entonces se realizaron poemas, disertaciones y sermones alrededor de esta advocación mariana que alcanzó su definición dogmática hasta 1869. No obstante, será hasta mediados del siglo xvii que el pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo se encargue de fijar la composición de esta advocación mariana: túnica blanca, símbolo de pureza; el manto azul, en señal de sabiduría; su cabeza rodeada por una aureola de doce estrellas; las piernas juntas con la rodilla derecha ligeramente flexionada, el cabello suelto, sus manos juntas en dirección a su costado izquierdo y el rostro en sentido opuesto, rodeada de una gran cantidad de ángeles (Alarcón y García, 1994: 91). Durante el siglo xviii esta representación fue común como una expresión popular y, al mismo tiempo, una manera de expresarse a favor del fervor inmaculadista.

También en el segundo cuerpo, en la tercera calle se encuentra un óleo sobre tela de la Virgen de Guadalupe, sus medidas son de 120 centímetros de alto por 64 centímetros de ancho. Las esquinas superiores del marco también se encuentran recortadas. En este caso la imagen se apega a la composición tradicional de la Virgen de Guadalupe, pero posiblemente no fue de la misma mano que elaboró el resto de las pinturas del retablo. Durante el siglo xviii, en la Nueva España sucedió una importante expansión del culto a la Virgen de Guadalupe. En 1751, el Abad y Cabildo del Santuario de Guadalupe solicitaron al reconocido artista oaxaqueño Miguel Cabrera, encabezase un grupo de afamados pintores de la Ciudad de México: José de Ibarra, Juan Patricio Morlete Ruiz, José de Alzíbar y Manuel Osorio con la intención de que dictaminasen si la imagen resguardada en el Santuario del Tepeyac era una obra divina o humana. Cinco años más tarde el dictamen de los pintores novohispanos fue impreso en la capital del virreinato y en este se aseguraba que la imagen realizada en cuatro técnicas diferentes sobre una superficie tan burda como un ayate nunca ningún pintor humano podría haberla ejecutado. Este encargo también fue una oportunidad aprovechada por el gremio para tener una mayor cercanía con la pintura original. Cabe recordar que la propia naturaleza divina de esta imagen le exige al pintor apegarse al sagrado original que se reproduce. Por ello, en esta misma centuria algunos cuadros de la Virgen de Guadalupe ostentaron la inscripción en que se señalaba que la reproducción poseía: “las mismas medidas, número de rayos y estrellas que por cada lado se ven en su sagrado original”. Este acontecimiento es síntoma y causa de la expansión de esta devoción impulsada por la mayoría de las órdenes religiosas y el propio clero secular. Para finalizar esta descripción e interpretación iconográfica cabe anotar que el remate del retablo se encuentra una talla del busto de Dios Padre con su tez blanca y su larga barba completamente cana al igual que su cabello. Esta representación es parte integral del retablo y preside toda la composición.

Los datos del retablo: una obligada reflexión

La posible lectura teológica del retablo dedicado a santo Domingo es imposible de realizar ahora debido a que lo más seguro es que las pinturas que lo conforman fueron cambiadas de su lugar original y, también, que no todas pertenezcan al retablo. Las esculturas, en cambio, sí parecen estar en el lugar que les correspondió originalmente. Así, en la calle central aparece Santo Domingo flanqueado por San Francisco de Asís y por San Vicente Ferrer, haciendo explícito con este hecho que se trata de ensalzar la misión universal de predicación que habían tomado como bandera desde su fundación, las órdenes dominica y franciscana. Por ello, la pintura de un retrato de Santo Domingo sobre su representación en bulto no hace sentido con el tema misional. Lo mismo sucede con la pintura de la virgen de Guadalupe que, por las características de su factura, probablemente corresponda a una fecha posterior. No sucede lo mismo con la imagen de la Inmaculada Concepción, pues esta advocación de la Virgen María ha estado íntimamente ligada a las devociones de las órdenes dominica y franciscana. Y, aunque a Santo Domingo se le relacione iconográficamente muy en especial con la virgen del Rosario, no hay que olvidar que regularmente uno de los atributos del santo es el lirio blanco que “alude a su veneración a la Virgen Inmaculada” (Réau, 1997: 345). Por lo que se refiere a los Hermanos Menores, es bien conocida su devoción y la veneración que le rinden a la Inmaculada.

Quizá valdría la pena señalar, además, que en un territorio densamente poblado como lo fue el Valle de Toluca, es frecuente encontrar temas que tienen que ver con la preocupación misional y apostólica de los frailes y posteriormente del clero secular, en la época virreinal y que, aunque la región fue franciscana y no hubo fundaciones dominicas, hay representaciones plásticas con temas donde aparecen los fundadores de las órdenes franciscana y dominica mostrando sus preocupaciones afines y su hermandad, como sucede en el gran lienzo de la Sacristía de Tecaxic sobre una alegoría de erudición intelectual entre miembros de estas dos órdenes, de acuerdo con los estudios realizados por la especialista, doctora Elisa Vargaslugo, sobre este tema (Vargaslugo, 1987: 246-250). En dicho escrito, la historiadora profundiza sobre los escritos y las imágenes que hermanaron a ambos santos, entre los que menciona la obra de Tomás de Celano, Vida de San Francisco de Asís, donde el autor afirma que Domingo dijo a Francisco: “Hermano Francisco, mi deseo fuera que tu Orden y la mía se refundiesen y que viviéramos en la Iglesia bajo una misma regla.” De ahí que algunos autores llamen “Órdenes Gemelas” a estas comunidades religiosas (Vargaslugo, 1987: 247). En este mismo contexto, se debe mencionar que en el mismo valle de Toluca se encuentra la convivencia de ambos santos fundadores en la fachada del Templo de San Juan Bautista en Metepec de origen fransciscano, pero administrado por el clero secular cuando se realizó dicha obra.

La pintura de la Virgen de Guadalupe parece haber sido elaborada, posteriormente, por manos distintas a las otras dos pinturas. Lo que pondría, una vez más, en duda la inscripción de la predela que atribuye la autoría de todo el retablo a la misma persona. En consecuencia, no tenemos la certeza sobre que todas las pinturas que lo integran sean las originales. Lo que sí resulta evidente es la diferencia de la calidad de los cuadros frente a las esculturas. Estas últimas de una maestría y calidad superior a las primeras. En este sentido, debe subrayarse la calidad del maestro escultor y el estofado aplicado a estas imágenes como atributo de su sacralidad.

Otro dato obtenido de la predela y que debe reflexionarse es que el retablo que actualmente se encuentra en el presbiterio del Templo de Santo Domingo de Guzmán está calificado como colateral. Esta noticia indicaría que el retablo no estuvo siempre en esta población o por lo menos no estaba ubicado en el presbiterio. ¿Se trajo de otra población? ¿Dónde estuvo originalmente? ¿Casualmente, en su ubicación original, tenía la misma advocación que tuvo cuando llegó a esta población? ¿Fue reutilizado todo o sólo algunas de sus partes originales? Las respuestas a estas interrogantes pueden irse resolviendo en la medida en que conozcamos mejor la Historia del Arte virreinal de nuestra entidad y encontremos más datos sobre este artista, quien presumiblemente, firmó otras obras en el poblado de San Antonio la Isla, Estado de México.

Por otra parte, debe subrayarse la calidad del retablo de Santo Domingo de Guzmán, lo que nos lleva a confirmar la difusión del arte sacro novohispano en las poblaciones más pequeñas y lejanas del virreinato. Esta es una pieza más del extenso rompecabezas aún sin estudiar, completamente, del arte novohispano resguardado en nuestra entidad. La corrección de sus formas, proporciones y lo digno del trabajo de dorado permiten inferir que el taller de José Rojas tenía una considerable experiencia en la elaboración de retablos en todos sus elementos. Asimismo, debe señalarse que las pinturas de este colateral se suman a la importante producción pictórica del siglo xviii: “un universo impresionante, sin parangón en ninguna región extraeuropea” (Manrique, 1994: 25). En otras palabras, pone de manifiesto nuestro desconocimiento sobre la escultura y la pintura del siglo xviii en esta zona, pues no conocemos su totalidad, y este es uno de los impedimentos para explicar otros aspectos.

El retablo de Santo Domingo de Guzmán es, actualmente, uno de los motivos de mayor orgullo de quienes habitan esta población y, en especial, de las personas encargadas del cuidado del templo. Ojalá se mantenga así por mucho tiempo más.

Fuentes consultadas

Bibliografía

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Manrique, Jorge Alberto (1994), “Problemas estilísticos de la pintura del siglo xviii”, en Roberto M. Alarcón Cedillo y María del Rosario García de Toxqui (eds.), Pintura novohispana. Museo Nacional del Virreinato. Tepotzotlán, t. II, México, Museo Nacional del Virreinato/Instituto Nacional de Antropología e Historia/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes-Gobierno del Estado de México/Instituto Mexiquense de Cultura-Asociación de Amigos del Museo Nacional del Virreinato, pp. 21-28.

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Vargaslugo, Elisa (1987), “Erudición escritural y expresión pictórica franciscana”, en Iconología y sociedad. Arte colonial hispanoamericano. XLIV Congreso Internacional de Americanistas, México, Instituto de Investigaciones Estéticas/Universidad Nacional Autónoma de México, pp. 243-258.

Recursos electrónicos

Catálogo de localidades (2013), “Santo Domingo de Guzmán, Ixtlahuaca, México”, en Catálogo de localidades, México, Sistema de Apoyo para la Planeación del pdzp-Sedesol, documento html disponible en: <http://www.microrregiones.gob.mx/ catloc/contenido.aspx?refnac=150420035> (Última modificación: 01/01/2013)(Consulta: 5/02/2016).

Presentación

Raymundo César Martínez García

Este libro surgió del trabajo de investigación realizado por los profesores-investigadores de los cuerpos académicos “Historia Contemporánea” e “Historia Mexicana e Historia del Estado de México” de El Colegio Mexiquense y el de “Estudios Históricos de las Instituciones” de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México, integrantes de la Red Temática Investigaciones Avanzadas sobre la Historia del Estado de México registrada ante el Programa de Mejoramiento del Profesorado (sep).

El resultado de dicha colaboración se compendia en esta obra, que incluye ocho estudios dedicados a la historia prehispánica y colonial del actual territorio del Estado de México. A los trabajos de los integrantes de la Red se sumaron los aportes de colegas de otras instituciones a quienes se extendió la invitación, en reconocimiento a su trabajo sobre temas vinculados con la historia mexiquense.

El libro se divide en dos partes: la primera abarca la historia indígena vinculada al periodo prehispánico y comprende seis capítulos. En el capítulo inicial, “Otomianos y nahuas: antiguos pobladores del Centro de México”, David Charles Wright Carr problematiza los conceptos de cultura, lengua e identidad étnica y enseguida analiza el papel desempeñado por los otomianos y los nahuas en los procesos culturales del Centro de México, durante la época prehispánica, a partir de una perspectiva multidisciplinaria y fuentes lingüísticas, arqueológicas y etnohistóricas.

En el segundo capítulo, “La presencia teotihuacana en la región lacustre del valle de Toluca”, Yoko Sugiura Yamamoto, María del Carmen Pérez Ortiz de Montellano y Elizabeth Zepeda Valverde presentan un esbozo histórico de la historia prehispánica del valle de Toluca y particularmente de las ciénagas del Alto Lerma, destacando el modo de vida que desarrollaron los pueblos ribereños (basado en la recolección, pesca y caza). Las autoras se enfocan en el periodo Clásico, señalando la presencia teotihuacana en la cultura material de las ciénagas (en arquitectura, cerámica y lítica) y las repercusiones que trajo en la zona el declive de la gran urbe.

En el tercer capítulo, “La diosa creadora en la región del Nevado de Toluca”, Beatriz Albores Zárate busca desentrañar la identidad de la Sirena, ser mencionado en los relatos contemporáneos y la etnografía de la zona del Alto Lerma mexiquense, por medio de la indagación de su vínculo con antiguas deidades otomianas referidas en las fuentes etnohistóricas y argumentando su relación con aspectos concretos de las prácticas de subsistencia y vida religiosa de las localidades lacustres.

En el cuarto capítulo, “Etimología náhuatl, representación pictográfica y simbolismo del Nevado de Toluca”, Raymundo César Martínez García documenta cuál fue el término náhuatl original que designó a la montaña hacia el siglo xvi y su modificación posterior debida a circunstancias diversas. Tras aclarar el nombre en náhuatl, lo relaciona con su representación en los códices y con algunos aspectos de la cosmovisión mesoamericana para sugerir, al final, una propuesta de su significado simbólico.

En el quinto capítulo, “Algunos comentarios en torno al estudio de los códices históricos coloniales de tradición náhuatl”, Xavier Noguez presenta algunos de los problemas presentes en el estudio de las pictografías nahuas de contenido histórico, tales como el particular concepto nativo de tiempo histórico, la influencia de la historiografía española, el perfil e identidad de los pintores en la época colonial y la relación entre códices históricos y fuentes históricas en prosa.

En el sexto capítulo, “Vivir junto a las barrancas. Paisaje y uso de la tierra en el Mapa de Otumba” María Castañeda de la Paz realiza un estudio del Mapa de Otumba, documento pictográfico que se resguarda en la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia de México, del cual sólo existían comentarios breves y descriptivos. La autora realiza un análisis minucioso del documento, que le permite fecharlo hacia el primer tercio del siglo xvii y abunda en la autoría y motivos de elaboración del mapa.

En la segunda parte, relativa a la historia colonial, Gerardo González Reyes es el autor del séptimo capítulo “Piedad barroca en una villa novohispana. Toluca en el siglo xvii”, en el cual documenta por medio de la práctica testamentaria las expresiones relacionadas con lo que ha dado en llamarse piedad barroca del siglo xvii. Sostiene que en los testamentos están presentes las aspiraciones, angustias y temores de los fieles, por ello analiza su contenido para advertir el concepto de piedad en el contexto barroco.

En el octavo capítulo, “El retablo del Templo de Santo Domingo de Guzmán, Ixtlahuaca, Estado de México”, María Eugenia Rodríguez Parra y Carlos Alfonso Lesdesma Ibarra realizan una interpretación iconográfica de las pinturas y esculturas contenidas en el retablo principal de la parroquia de Santo Domingo de Guzmán en Ixtlahuaca, Estado de México, retomando textos bíblicos, hagiografías y diversas fuentes documentales. El trabajo coadyuva al conocimiento de una pieza importante del patrimonio cultural e invita a evitar su olvido y deterioro.

Esperamos que estos artículos contribuyan para acrecentar y enriquecer los estudios historiográficos, particularmente sobre el Estado de México; en la valoración del patrimonio cultural de la entidad, presente en testimonios arqueológicos, pictografías, acervos documentales, obras artísticas y tradiciones que nos permiten construir la Historia; así como coadyuvar a entender el papel de las sociedades indígenas a través del tiempo y la diversa herencia cultural que ha configurado nuestra realidad presente.

Es necesario reiterar el agradecimiento al Promep por su apoyo para desarrollar varias de las investigaciones aquí compiladas. También hay que reconocer el trabajo siempre eficiente de la Unidad de Publicaciones de El Colegio Mexiquense. Por último, doy las gracias por el apoyo en la integración y revisión de la obra que me prestaron las becarias Ilse Angélica Álvarez Palma y, posteriormente, Patricia Mariano Enríquez, asimismo a Fernando Martínez Trigueros y Zullivan Ramos Gutiérrez quienes apoyaron en el dibujo de algunas de las figuras.

Otomianos y nahuas: antiguos pobladores del Centro de México

David Charles Wright Carr
Universidad de Guanajuato

Introducción

Cuando llegaron los españoles por primera vez al Centro de México1 encontraron una sociedad plurilingüe que compartía una serie de elementos culturales propios de su región y su tiempo, producto de milenios de participación en la gran red de interacción que hoy llamamos Mesoamérica, y de contactos con los habitantes de las tierras más áridas del Centro-Norte de México. Varios grupos convivían en el Centro de México, destacándose los hablantes de las lenguas otomianas (las variantes otomíes,2 el mazahua, el matlatzinca y el ocuilteco)3 y los nahuas,4 estos últimos arribaron al territorio ancestral de los otomianos como migrantes y dejaron su huella, a la vez que asimilaron muchos aspectos de las añejas tradiciones culturales de los habitantes originales de esta región.

En este capítulo se analizarán los papeles desempeñados por los principales grupos lingüísticos que convivían en esta región -otomianos y nahuasen los procesos culturales del Centro de México durante la época prehispánica. Para lograr este propósito se tiene que adoptar una perspectiva multidisciplinaria, integrando información aportada por la lingüística, la arqueología y la historia.5 Este enfoque permitirá trascender los antiguos prejuicios que podrían obstaculizar nuestra comprensión de dichos grupos lingüísticos y sus contribuciones al desarrollo de la cultura regional.6

Cultura, lengua e identidad étnica

La mayor parte de la población del Centro de México, en los tiempos de la Conquista, hablaba algún idioma otomiano o el náhuatl. Los grupos con raíces más profundas en esta región eran los otomianos, quienes hablaban lenguas emparentadas entre sí: otomí, mazahua, matlatzinca y ocuilteco. Al lado de estos grupos había una gran cantidad de hablantes del náhuatl, cuyos ancestros, como más adelante se verá, provenían del Occidente de Mesoamérica, donde todavía viven sus parientes lingüísticos más cercanos. Otros idiomas usados en esta región eran alguna lengua llamada “chichimeca” en las fuentes novohispanas (posiblemente el pame, proveniente de los márgenes septentrionales de Mesoamérica),7 así como el popoloca, en el sur de Puebla, con un barrio en Tlaxcala y otro en Teotihuacán, y el chocho, procedente del norte de Oaxaca, que se hablaba en un barrio de Tlacopan (hoy Tacuba). En la Sierra Madre Oriental había totonacos, tepehuas y huastecos que interactuaban con sus vecinos otomíes y nahuas (Carrasco, 1987; García Quintana y Castillo Farreras, 1976; Harvey, 1972; Soustelle, 1993).

Estas comunidades lingüísticas convivían en los señoríos del Centro de México, la mayor parte de los cuales eran plurilingües. Los señoríos estaban constituidos por barrios, estructuras sociales con cierta autonomía, que eran capaces de desvincularse de un señorío e integrarse a otro. Había menos diversidad lingüística en los barrios que en los señoríos. La convivencia cotidiana de otomianos, nahuas y los otros grupos mencionados, dentro de los mismos señoríos y por medio del contacto entre señoríos, dio lugar a una cultura regional relativamente homogénea.

Es importante tomar en cuenta que un grupo lingüístico no es lo mismo que una cultura. Tampoco equivale a una etnia, aunque estos tres términos suelen confundirse en los estudios sobre la antigua Mesoamérica. La cultura, como concepto básico de la antropología, puede considerarse como el conjunto de ideas, valores y patrones de comportamiento colectivos de un grupo humano determinado. La cultura se compone de subsistemas interrelacionados cuyas fronteras, generalmente borrosas, no necesariamente coinciden. Estos subsistemas se transmiten y se aprenden, adaptándose continuamente a los cambios en el contexto geográfico y social del grupo.

Una lengua es una variedad del habla con un alto grado de inteligibilidad interna y una baja inteligibilidad con otras variedades. La lengua se puede concebir como un subsistema cultural, al lado de otros subsistemas como la indumentaria, la dieta, los conocimientos tecnológicos, la forma de organización social, etcétera. Las fronteras lingüísticas no necesariamente coinciden con las fronteras políticas, ni con los límites espaciales de cualquier otro elemento cultural. Si asignáramos un color a cada elemento de la cultura en un mapa, el resultado sería un mosaico complejo, con superposiciones, huecos, salpicaduras y límites borrosos. Lo mismo sucedería si agregáramos el tiempo, como una tercer dimensión, al espacio cartográfico.