El niño filósofo
© del texto: Jordi Nomen Recio, 2018
© de esta edición: Arpa Editores, S. L.
Manila, 65 — 08034 Barcelona
www.arpaeditores.com
Primera edición: enero de 2018
Segunda edición: abril de 2018
ISBN: 978-84-16601-90-5
Diseño de cubierta: Enric Jardí
Maquetación: Estudi Purpurink
Reservados todos los derechos.
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por ningún medio sin permiso del editor.
Jordi Nomen
el niño filósofo
Cómo enseñar a los niños a pensar por sí mismos
A mi mujer, que me ilumina el tiempo
A mi hermano, que me ilumina el alma
Protégeme de la sabiduría que no llora,
de la filosofía que no ríe y de la grandeza
que no se inclina ante los niños.
khalil gibrán
La verdadera patria del hombre es la infancia.
rainer maria rillke
Me he encontrado una flor
en un cuadro de Velázquez.
Creo que es la misma flor a la
que cantaba un haiku japonés.
Sospecho también que la miraba Sabina
o quizás Vivaldi en primavera.
Quizás estaba en Atapuerca
creciendo junto al fuego.
O trataba de esquivar a los caballos
en una batalla, en la guerra
de los Treinta Años.
¿Sería la flor con la que se tatuó
en el brazo el pirata John Silver?
O quizás la que uno de los núeres
cosechó una noche de verano.
¿Estaba junto a Einstein en un florero?
Quizás, es relativo.
¿Era una flor lo que Sócrates
regaló a Antipa?
¿O quizás crecía junto al camino
de Sísifo mientras empujaba la roca?
¿No sería una flor la que inspiró a Golbach?
¿Quizás una flor hizo que Saramago
descansara en paz?
¡O tal vez eres tú, esa flor que he encontrado
y que no quisiera olvidar por nada del mundo!
¡Esa flor que me inspira
se llama FILOSOFÍA!
sumario
Introducción: ¿Por qué necesitamos una niñez más filosófica?
primera parte
Para vosotros, familias y docentes
1. ¿Quién fue Matthew Lipman?
2. ¿Para qué les sirve la filosofía a los niños?
3. ¿Con qué recursos puede hacer filosofía el niño filósofo?
4. ¿Hay una inteligencia filosófica?
5. ¿El diálogo filosófico es un arte?
6. ¿Existe el pensamiento cuidadoso?
7. ¿Imágenes que valoran pensamientos?
8. Cierre provisional
segunda parte
Doce preguntas
1. Platón. ¿Debemos actuar con la cabeza o con el corazón?
2. Aristóteles. ¿Cómo podemos decidir lo que está bien?
3. Epicuro. ¿El placer debe ser el fin último de nuestros actos?
4. Séneca. ¿Debemos tener miedo a la muerte?
5. Spinoza. ¿Cómo se puede conseguir la alegría?
6. Montaigne. ¿Es importante tener buenos amigos?
7. Rousseau. ¿Para qué sirve la educación?
8. Kant. ¿Qué debemos hacer?
9. Nietzsche. ¿Hay que ser creativo para vivir?
10. Wittgenstein. ¿Hay que opinar sobre todo?
11. Arendt. ¿Qué es la maldad?
12. Fromm. ¿Es más importante tener o ser?
Epílogo: Abecedario del silencio
Bibliografía
Introducción
¿Por qué necesitamos
una niñez más filosófica?
El libro que tenéis en vuestras manos pretende cumplir una doble función. Por un lado, la primera parte mostrará mi concepción sobre la filosofía y cómo esta disciplina puede ser aprendida por los niños desde muy pequeños. La segunda parte llevará a un nivel más práctico lo que se dice en la primera. Los niños pueden practicar filosofía y, si añaden esta competencia en su vida, podrán participar de su condición de ciudadanos, desde su propia mirada, para construir un mundo mejor, más crítico, más creativo, más humano. Tienen que aprender a pensar por sí mismos a fin de construir un mundo mejor, donde todos podamos y queramos vivir.
En la urgencia de nuestro tiempo, cuando la violencia nos persigue y horroriza, es necesario que los niños y niñas aprendan qué es el pluralismo. El pluralismo es la posición filosófica a medio camino entre el universalismo y el relativismo. Está claro que hay algo de universal en el ser humano, pero cuando nos proponemos fijarlo, más allá de la racionalidad y la conciencia moral, podemos acabar dejando fuera de la humanidad algunas minorías y sus derechos. Por el contrario, si relativizamos y afirmamos que todo «depende», podemos dar viabilidad a propuestas que legitimen la destrucción del otro como componente de identidad.
Por ello, propongo la pluralidad que permite conjugar el respeto a la particularidad con la existencia de un bien común universal, definido como mínimo común denominador, formado precisamente por el respeto y la razonabilidad, el cuidado de lo que es diferente, mientras esta diferencia no trate de imponerse a los otros de forma autoritaria ni irrespetuosa. Es así como me gusta concebir la humanidad, como particular en lo universal y universal en lo particular. Y para avanzar en esta tarea tenemos que empezar por los niños y las niñas.
Los primeros pasos de los niños suelen ser inestables e ingrávidos. Ponerse derechos, empezar a caminar, probar la propia autonomía. Sus músculos son aún tiernos; los huesos, apenas resistentes. Solo la curiosidad por ampliar el mundo propio o la búsqueda de la aprobación de estos brazos dispuestos, que los invitan a desafiar el precario equilibrio, pueden explicar que abandonen el cobijo y la seguridad del suelo para desafiar al mundo, tratando de conseguir una terca verticalidad. Poner un pie primero, el otro detrás, mantener la cabeza bien alta. Así liberan la vista para mirar hacia delante y para ver cómo el mundo se hace alcanzable. Desligarse de la mano que les hace de refugio y afrontar los propios miedos, desafiando el entorno para liberar las manos y convertirlas en instrumentos para cambiar el mundo, para modelar la realidad. Así hemos aprendido todos a caminar. Conviene que apliquemos la lección en cada nuevo comienzo. Y aprender a filosofar hace que comience un camino muy largo que no termina nunca.
Cuando hablamos del niño filósofo, no nos referimos aquí a una condición profesional, sino a la posibilidad de que, utilizando cualidades que son indispensables para crecer, se estimule en los niños una nueva visión, se les abra una ventana diferente para contemplar el mundo: la mirada filosófica. A quien escribe estas líneas le parece que hay que iluminar este edificio llamado conocimiento con tantas ventanas como sea posible. El niño llega al mundo con una curiosidad insaciable y con una enorme y fascinante admiración por lo que encuentra. Dos cualidades filosóficas. No en vano somos una de las especies que mantiene la juvenilización más larga. Fijémonos en otras especies y observaremos que incorporan bastante más rápido que la nuestra las bases para la supervivencia. Manda el instinto. Nosotros, los humanos, tenemos que aprender la cultura y nos encontramos, al nacer, un mundo ya hecho. Nuestra juventud debe ser larga y llena de creaciones nuevas, de respuestas nuevas. Por ello incorporamos el lenguaje primero y después la escritura. Son nuestras oportunidades para recrear el mundo en la juventud más tierna. En palabras de Mohsin Hamid (2013):
Todos somos refugiados de nuestra infancia. Y por eso nos decantamos, entre otras cosas, por las historias. Escribir una historia o leerla es ser un refugiado del estado de los refugiados. Los escritores y los lectores buscan una solución al mismo problema: que el tiempo pasa, que aquellos que han muerto han muerto y aquellos que se morirán, que quiere decir todos nosotros, se morirán. Porque hubo un momento en que todo era posible. Y habrá un momento en que nada será posible. Pero, en medio, podemos crear.
El tiempo pasa implacable y siempre adelante y, con él, las oportunidades; por ello, los niños tienen que aprender lo antes posible a pensar por ellos mismos para saber conocer, saber hacer, saber ser. He aquí las bases de la filosofía y el arte occidentales.
Decía Gianni Rodari que, de pequeños, tenemos que hacer reserva de optimismo y confianza para enfrentarnos a la vida. La frase es bonita, pero yo discrepo de que tengamos que enfrentarnos a la vida como si fuera nuestra enemiga. Es cierto que la vida nos pone a prueba, pero no podemos enfrentarnos a la vida marcando dónde están los límites y dónde será la lucha. Es con la muerte con quien tenemos la contienda y es ella la que establecerá el tablero de juego y las fichas. Por eso hay que aprender a pensar por uno mismo lo antes que se pueda. Mientras tanto, la vida simplemente nos marca circunstancias que tenemos que mirar de frente. Fracasar no es determinante; lo determinante es cómo gestionamos el fracaso para convertirlo en una experiencia que, lejos de desgastar, nos potencie. La filosofía puede ser una buena herramienta para conseguirlo. El optimismo y la confianza nos permiten entender que el fracaso solo es un episodio, un capítulo de la historia que podemos llegar a escribir, el silencio necesario para preparar las oportunidades que vendrán después, cuando el estallido nos hará devenir sabios en el combate y nos ayudará a sintonizar con la emisora clandestina que llevamos dentro y emitir un solemne comunicado: «Por duros que sean los momentos, déjame mirar de frente la vida, déjame que le declare mi amor incluso cuando las palabras se me ahoguen y solo pueda ya mirarla en silencio, en el silencio luminoso que destacará siempre triunfal, antes de que la oscuridad me abrace definitivamente». Al niño y a la niña filósofos no les quiero dar armas para un combate, sino enseñar los pasos de una danza, para alabar la vida, para descubrir la alegría.
Afortunadamente, en la actualidad, la visión sobre la infancia ha cambiado. Ha dejado de ser solo la etapa de la desprotección y la dependencia para pasar a ser la etapa en la que se construye el futuro. Y el futuro se va construyendo en el presente. Se acabó el paternalismo rancio que equiparaba minoría de edad con sumisión. Los niños tienen sus propios deseos y hay que educarlos para que hagan el paso de la racionalidad a la razonabilidad, de la emoción a la emotividad, del descubrimiento de la identidad a la vivencia de la alteridad. Cuando somos pequeños —y quizás también cuando nos hacemos muy mayores—, los otros toman decisiones por nosotros. Si tenemos la suerte de que nos quieran, seguramente las decisiones que tomen nos convendrán. Nos dispondrán un escenario, nos darán un guion y nos aplaudirán o nos silvarán la interpretación. Así comienza la libertad para desarrollarse en la progresiva toma de decisiones controladas. Llega el día, sin embargo, en que el teatro queda pequeño y los personajes improvisamos los parlamentos. Con el riesgo de equivocarnos, añadimos nuevas escenas y nuevos escenarios, y empezamos a hacer caminos nuevos. Aparecen nuevas metas y empezamos a decidir, sin saber hacia dónde vamos. La crisálida comienza a ser mariposa.
Si hemos aprendido a pensar por nosotros mismos, encontraremos los criterios sobre los que edificar los nuevos pasos, intenciones, causas, consecuencias, circunstancias, medios, valores. Con estas herramientas construiremos las decisiones y analizaremos los aciertos y los errores, después de gestionar las emociones que nos filtran la mirada. Y, finalmente, entenderemos que la libertad se encuentra más dentro de nosotros que fuera. Y entonces tendremos que asumir que somos responsables, que nuestras decisiones nos perfilan. Otro motivo para hacer filosofía con niños... y con todo el mundo.
Si convenimos en que el niño y la niña son ciudadanos de inicio, deben ir participando de forma activa, porque este es un aprendizaje que se logra en el ejercicio de los derechos y los deberes desde el minuto cero. Aprehender el mundo con las preguntas que dan acceso a la facultad crítica, mantener la inocencia que permite dictar soluciones creativas a los problemas que la vida va proponiendo y hacerlo de forma social, de cara a los otros, cuidando de los demás y de uno mismo son prácticas que hay que interiorizar.
Los niños deben aprender a captar el mundo en su complejidad. El arte, la ciencia, la filosofía, el juego son las herramientas que tenemos a nuestro alcance para plantearnos los retos y las alternativas de solución. Debemos usarlas cuanto antes, experimentando y profundizando, aprovechando el error para avanzar o adentrarnos en el conocimiento. Todo en el marco de la gestión de las emociones que nos hacen habitar el mundo. Son una militancia, una forma de ser en el mundo.
Por ello, la familia ha de estimular las competencias que están disponibles en la configuración neurológica de los niños, de esos cerebros en pleno desarrollo. La filosofía puede ser una herramienta extraordinaria de potenciación de capacidades. Muchas de las preguntas están escritas en nuestra propia tradición cultural. Y el cerebro, por inercia, se hace preguntas si encuentra el ambiente propicio.
La propuesta de este libro, su tesis fundamental, consiste en poner a disposición de padres y educadores algunas de las grandes preguntas que la historia de la filosofía occidental nos ha legado, para que sean el sacacorchos de la botella donde se encuentra la admiración infantil. Así los niños podrían descubrir su condición filosófica —ya comentaremos si podríamos llamar a la inteligencia filosófica— y ponerla al servicio de un desarrollo personal y social que los convierta en ciudadanos activos y comprometidos, en personas capaces de vivir en sociedad con el modelo de vida que libremente elijan.
Y la elección es bastante limitada. Se nos hace saber que el hombre es moldeable. Como si se tratara de barro, las más variadas fuerzas actúan sobre él y condicionan la forma y la estabilidad. El país en el que ha nacido, la familia que ha recibido, la propia semilla genética, que queda fuera de su alcance. No controlamos el tiempo, las circunstancias, las causas, las consecuencias, las intenciones de los otros, los fuertes impulsos que nos persiguen. Tampoco controlamos la educación recibida ni la elección de la escuela que deberá formarnos. Se nos hace difícil decir que hemos seleccionado los amigos sin tener en cuenta las afinidades que nos unen o las posibilidades de convivir que han tejido la trama de nuestra vida afectiva. Nos ha venido dada una urdimbre temperamental y el medio nos ha forjado un carácter. Nuestras decisiones nos han configurado una voluntad y nos han dado dirección y sentido, pero sin saber, a menudo, orientarnos. Y finalmente no hemos elegido la caducidad a la que nos vemos sometidos ni la enfermedad o la debilidad que nos acechan. Y a pesar de todo esto, abrumados de influencias, encontramos un íntimo espacio de libertad en la posibilidad que tenemos de reunir los condicionantes de forma creativa, casi artística, única y maravillosa, y construir un equilibrio propio, una síntesis original que siempre tiene la mágica oportunidad de aprovechar que la vida es dinámica para dejar de ser, volver a ser, resistirse, oponerse o dejarse llevar. Y me parece que filosofar es una buena vía para asentar las decisiones.
La comprensión es un tesoro enterrado bajo la isla del aprendizaje. Comprender sus mecanismos es casi alquimia. Tengo claro que no es una simple transmisión como la de la corriente eléctrica. La explicación es importante, pero no es la rueda que hace girar la comprensión. Creo que en el fondo todo surge de la necesidad de saber, la admiración y la curiosidad que nos roe por dentro buscando respuestas a las preguntas inesperadas, que son relámpagos en la oscuridad. Es una especie de desequilibrio homeostático que nos mueve hacia el conocimiento, de forma similar a como el hambre nos hace querer el alimento. Y, sobre todo, sobre todo, es un proceso amoroso: sí, la seducción del vínculo que se establece con el conocimiento, que nos ensancha el mundo, que nos permite reconstruir la aventura de la Tierra, de la humanidad, de la vida, de la propia y cambiante identidad. La filosofía aparece como el saber que busca la profundidad y la comprensión.
Encontraréis, pues, dos partes bien definidas en el texto. La primera es un pequeño ensayo para familias y docentes, para tomar conciencia de las posibilidades que tiene explorar la vertiente filosófica presente en la propia infancia; la segunda, una exploración breve de doce preguntas, legado de doce filósofos de la tradición occidental, para activar un diálogo que permita introducir la crítica, la creatividad y el cuidado en la educación de niños y niñas. Esta última parte contiene tres elementos relevantes: la gran pregunta, la respuesta del filósofo en cuestión y un cuento que permita a padres y educadores, siguiendo la exposición del ensayo inicial, explorar de forma crítica, creativa y ética la pregunta formulada. El cuento se convierte en una idea de la que partir para establecer tres pautas —la del diálogo, la del juego, la del arte— para cada una de las preguntas propuestas. Hay que decir que la elección de las preguntas y los filósofos ha sido, obviamente, una de las muchas posibles. Aquí la tenéis:
1. Platón: ¿debemos actuar con la cabeza o con el corazón?
2. Aristóteles: ¿cómo podemos decidir lo que está bien?
3. Epicuro: ¿el placer debe ser el fin último de nuestros actos?
4. Séneca: ¿debemos tener miedo a la muerte?
5. Spinoza: ¿cómo se puede conseguir la alegría?
6. Montaigne: ¿es importante tener buenos amigos?
7. Rousseau: ¿para qué sirve la educación?
8. Kant: ¿qué debemos hacer?
9. Nietzsche: ¿hay que ser creativo para vivir?
10. Wittgenstein: ¿hay que opinar sobre todo?
11. Arendt: ¿qué es la maldad?
12. Fromm: ¿es más importante tener o ser?
Quizás, en el fondo, todo se reduce a intentar buscar la verdad. No la verdad de los hechos que se impone, sino la verdad construida en la que debemos vivir los niños y nosotros mismos. Dejadme que os diga algunas palabras sobre la verdad antes de comenzar.
La verdad suele ser áspera y arisca. Casi geométrica. Es de las que no se acicalan cuando salen porque no necesita caer bien. No lo busca lo más mínimo. Además, la verdad suele ser escurridiza, como el agua que acaba saliendo por la rendija que ella misma ha abierto en la sólida roca. La verdad no necesita guardaespaldas porque, por mucho que traten de atentar contra ella, acaba saliendo indemne de esos erráticos y torpes ataques. Procuramos esconderla ¡incluso a nosotros mismos! No hay nada que hacer; como en algunos espectáculos de cabaret, ella acaba desnuda, seduciendo al público con mirada profunda. A menudo pensamos que hemos conseguido esquivarla y entonces nos damos cuenta de que la llevamos colgando como un muñeco en la espalda el Día de los Inocentes. Lo sé. Me diréis que es incómoda y cotilla, poco razonable y llamativa. ¡Todo es cierto! Pero cuando la conocemos bien, nos da vida, ¡mucha vida! ¡Y la filosofía suele mirar a los ojos de la verdad, por incómoda que sea! ¡Y esto es algo que también suelen hacer los niños!
PRIMERA PARTE
Para vosotros, familias y docentes
«Para los niños, el mundo —y todo lo que hay dentro suyo— es nuevo: es sorprendente. La mayor parte de los adultos ve el mundo como algo absolutamente normal. Los filósofos son, en este sentido, una notable excepción. Un filósofo no acaba nunca de acostumbrarse al mundo. Para él, o ella, el mundo sigue siendo un poco absurdo, incluso un poco desconcertante y enigmático. De esta manera, los niños y los filósofos comparten una facultad básica. El filósofo tiene una sensibilidad igual que la de un niño, que le dura toda la vida».
jostein gaarder, El mundo de Sofía
Empezaré por el principio y lo haré con una historia porque creo que la filosofía, y la literatura también, profundiza en los grandes interrogantes con el uso de la metáfora y el mito.
¿Conocéis la historia de Prometeo y Epimeteo? Os la cuento brevemente y luego os presentaré las razones que justifican su inclusión en este texto. Prometeo y Epimeteo eran hijos de Jepeto, un dios titán anterior a los olímpicos griegos. El padre de los dioses, Zeus, les encargó otorgar cualidades a los seres que acababa de crear del barro, las especies animales, para asegurar su supervivencia. Empezaron la tarea, y Epimeteo otorgó a las aves la facultad de volar y a los leones las garras con las que defenderse. Y así prosiguió, dando fortaleza a los grandes depredadores y velocidad a las presas para poder escapar.
Cuando Prometeo acudió junto a su hermano, al que había dejado solo un tiempo, se dio cuenta de una trágica carencia: los hombres, débiles criaturas sin cualidad física remarcable, no tenían asignado ningún don que les permitiera sobrevivir. Por ello, profundamente arrepentido, decidió darles el fuego, que robó al dios Vulcano. Era un don simbólico, dado que el fuego debía permitirles crear las herramientas de la cultura y, por extensión, del pensamiento. Con ello, los transformaba en reyes de la creación y los aproximaba a los dioses. Como imaginaréis, fue castigado de forma cruel por Zeus. Había ido demasiado lejos en su afán de favorecer, por piedad, a esta frágil especie. Fue encadenado en las montañas del Tártaro, el Cáucaso, durante treinta mil años, donde un águila le comía el hígado durante el día para que por la noche le volviera a crecer, en un martirio interminable.
Dejando aparte el hecho de que no pretendo defender ninguna posición creacionista, sí me parece que el mito de Prometeo simboliza bastante bien cómo la cultura y el pensamiento, la filosofía en particular, permiten al ser humano abandonar, en cierta forma, la naturaleza para alcanzar a ver los paisajes de la cultura. Igualmente, me parece hermoso pensar que lo hace desde su extrema fragilidad, que su capacidad de pensar se convierte en fortaleza para afrontar los retos que irá presentando la vida. Esta es la cualidad que nos añade el pensamiento; nos permite abordar con más seguridad el sufrimiento y el desconcierto, circunstancias que nos hermanan a la mayoría de los seres vivos. Y por eso tenemos que cultivar este pensamiento en nuestros niños tan pronto como sea posible. Y con él, la compasión y la empatía, que tan significativas hacen la historia de Prometeo para nosotros, los humanos. Démosles este «fuego» a los niños y los haremos más fuertes.
A vosotros, familias y docentes, me dirijo para compartir algunas reflexiones que son una reivindicación de la potencialidad que tienen los niños para explorar filosóficamente el mundo. No tengo claro que las inteligencias sean múltiples (Gardner, 2011), pero sí creo que existe una parte de nuestra inteligencia que, en nuestra dotación como especie, podemos calificar como filosófica. Bien ligada al lenguaje. Más adelante os hablaré de esto más a fondo, porque quiero empezar por los sentidos.
Es evidente que los sentidos son la vía por la que conectamos con el mundo. Hay quien dice que son también los instrumentos del pensamiento al proveernos de la materia prima de nuestras reflexiones. Por otra parte, como en tantos otros ámbitos, son la medida de nuestras limitaciones en unos umbrales que no nos sitúan precisamente como animales muy dotados. Basta con pensar en la vista del halcón, en el olfato del perro o en el oído del tiburón para entender nuestra debilidad sensorial. Con todo, tenemos una profunda ventaja que a menudo menospreciamos; podemos educar los sentidos. El hombre puede ver más allá de lo que le permiten los ojos si les suma el cerebro. Puede ver intenciones, anticipar posibilidades o la propia belleza, a menudo tan inconstante. Puede escuchar los sonidos de la naturaleza, pero también la magia de la poesía, para sintetizar sentimientos como si fueran alambiques de los antiguos alquimistas. También puede distinguir el cuerpo de los vinos, la acidez y la gradación, o incluso decir, con el adecuado entrenamiento, de qué país proviene el café de sobremesa. Propongo educar los sentidos, incluso el denostado tacto, que permite distinguir el abuso inapropiado de la delicada caricia. Educamos los sentidos para educar la cabeza, para evitar la triste dependencia y dar a la vida un umbral superior, estético, hasta que Caronte nos quiera recoger con su barca.
En todo caso, es necesario que se presente una de las personas que han situado el binomio infancia y filosofía como posibilidad muy real. Se trata de Matthew Lipman.