portada

Título original: PEAK PERFORMANCE

Traducido del inglés por Vicente Merlo Lillo

Diseño de portada: Editorial Sirio, S.A.

Maquetaciñon y diseño de interior: Toñi F. Castellón

© de la edición original

2017 Brad Stulberg y Steve Magness

Publicado con autorización de RODALE INC, Emmaus, PA. USA.

© de la presente edición

EDITORIAL SIRIO, S.A.

C/ Rosa de los Vientos, 64

Pol. Ind. El Viso

29006-Málaga

España

www.editorialsirio.com

sirio@editorialsirio.com

I.S.B.N.: 978-84-18000-18-8

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Para Caitlin, Mamá, Papá, Lois y Eric

___

Para Mamá, Papá, Emily y Phillip

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Y para todos los investigadores, deportistas, artistas y profesionales
cuyo brillante trabajo

constituye el fundamento de este libro.

Gracias por darnos las piezas para construirlo.

PRÓLOGO

¿Es posible un rendimiento
máximo, sano y sostenible?

En el verano del 2003, un precoz joven de dieciocho años se sentaba nerviosamente en un campo de césped flanqueado por ocho calles de una pista de precalentamiento, esperando la última llamada para situarse en la línea de salida. No se trataba de la competición universitaria de atletismo, ni siquiera de un campeonato nacional. Se trataba del Prefontaine Classic, la joya de la corona del atletismo. Unos días antes, el mismo joven de dieciocho años estaba sentado en su clase de Física pensando en la chica que le gustaba, Amanda. Ahora estaba sentado entre los mejores corredores del mundo, preguntándose si daría la talla en el acontecimiento más importante del deporte: la carrera de una milla. *

Mientras observaba a estrellas como el medallista olímpico Bernard Lagat ejecutar sus intrincados rituales previos a la carrera, él intentaba distraerse jugando con la Game Boy; destacaba como algo insólito. Pocos minutos después, cuando los atletas fueron convocados en la línea de salida, se vio obligado a ­abandonar la comodidad del videojuego de Super Mario Bros. En un inútil intento de permanecer calmado mientras entraba en el abarrotado Hayward Field, situado en el campus de la Universidad de Oregón –la meca del atletismo, si es que hay una–, iba repitiendo el mantra: «No mires hacia arriba, no mires hacia arriba». Allí estaban las cámaras: la NBC estaba retransmitiendo, en vivo, la competición en todo el país. Antes de que pudiera procesar que estaba situado junto a Kevin Sullivan, que había quedado quinto en las olimpiadas anteriores, de pronto su nombre fue pronunciado potentemente por el altavoz. Cualquier ilusión de calma se hizo añicos. Una ola de ansiedad recorrió su cuerpo. La escasa comida que había en su estómago se le subió al pecho. «Mierda. Allá vamos –pensó cuando el encargado de dar el pistoletazo de salida levantó la pistola–. Al menos no vomites».

Cuatro minutos y un segundo más tarde, todo había terminado. En ese breve tiempo, se había convertido en el sexto corredor universitario más rápido en la historia de los Estados Unidos, el universitario en aquel entonces más rápido del país en una milla y el quinto estudiante más rápido del mundo. Había ido pisándole los talones a la estrella universitaria Alan Webb, que tenía en su haber un tiempo de 3:53 en la milla y que finalmente establecería el récord de América en 3:46. Terminó a la distancia de un brazo del olímpico Michael Stember y pasó al entonces campeón estadounidense de la milla, Seneca Lassiter, quien se retiró de la carrera inmediatamente después de ver cómo el joven universitario lo dejaba mordiendo el polvo en la última vuelta. En otras palabras, se había convertido oficialmente en un adolescente prodigio. Aun así, la decepción que le produjo terminar justo por debajo de los mágicos cuatro minutos la ­milla era evidente. Cuando se anunciaron los resultados oficiales, el programa de la NBC mostró un chico enjuto, agotado, que se cubría la cara con las manos. No obstante, cuando pasó aquella emoción inicial, no pudo evitar deleitarse con cierta satisfacción. Pensó: «Tengo dieciocho años y estoy corriendo en los encuentros profesionales más importantes del país; superar los cuatro minutos será pronto una menudencia».

Los comentaristas de color de la NBC hablaban de la actuación del joven universitario. «Es digno de mención un joven que puede mantener esa disciplina», insistían. ¡Si supieran!

Lograr ese nivel de rendimiento exigía más que simplemente talento y trabajo duro. Cuando les preguntaban a quienes lo conocían, una única palabra se repetía una y otra vez: obsesivo. Era la única palabra que encajaba. Los amigos y la familia la repetían con tanta frecuencia que fácilmente podría haberse descartado como un tópico manido. Excepto porque no lo era. Sus días eran una monótona persecución de la excelencia. Levantarse a las seis de la mañana, salir de casa para correr unos catorce kilómetros, ir a clases, levantar pesas y luego correr otros catorce kilómetros a las seis de la tarde. Para evitar lesiones y enfermedades, llevaba una dieta rígida y se iba a la cama, religiosamente, horas antes que sus compañeros. Su vida era un ejercicio de fuerza de voluntad y autocontrol. Siempre insistía en aferrarse a su plan de entrenamiento, incluso si eso implicaba correr ciento cincuenta kilómetros durante las vacaciones en un crucero durante una semana –dando vueltas a la pista de ciento sesenta metros que hay en cubierta, hasta que no la fatiga, sino el mareo, hacía que parase–. Corría en medio de tormentas tropicales, durante calores veraniegos en los que no se recomendaba hacerlo y en las urgencias familiares. No había desastre natural o humano que pudiera impedir que saliese a correr. Un ejemplo más de su obsesión se manifestaba en su vida amorosa, o en la falta de ella. Bien merecidas eran las disculpas a la desafortunada novia con la que terminó simplemente porque sus tiempos al correr se habían ido a pique, aunque ella, por supuesto, no tuviera nada que ver. Su obsesión se evidenciaba cada fin de semana cuando elegía irse a dormir a las diez de la noche, en lugar de asistir a fiestas y aprovechar oportunidades para conocer chicas. En otras palabras, estaba muy lejos del estudiante medio, pero, desde luego, los estudiantes medios no corren una milla en cuatro minutos. Tenía la furia necesaria para dominar la situación: la determinación implacable, infinita de hacer lo que pudiera para lograr sus objetivos. Y estaba dando sus frutos.

Era uno de los jóvenes de dieciocho años más rápidos en todo el planeta, y uno de los corredores universitarios más veloces en la historia del deporte. Recibió cartas para que se uniera a casi todas las universidades del país, desde potencias atléticas como Oregón hasta bastiones de las proezas académicas como Harvard. Sus sueños estaban llenos de aros olímpicos, medallas y pensamientos de conquistar el mundo. Y todos eran realistas.

Unos cuantos años más tarde, en Washington DC, un joven se preparaba para su primer día en un nuevo trabajo. Salió corriendo por la puerta después de su habitual higiene matinal –cepillarse los dientes, afeitarse y vestirse–, un hábito rutinario que concentraba en doce minutos. Su rutina matinal no siempre había sido semejante esprint. Pero tras dos años trabajando en la elitista consultora McKinsey & Company, había aplicado a su propia vida la asombrosa eficiencia que él mismo había ayudado a alcanzar algunas de las empresas que aparecen en Fortune 500. Nada de pérdida de tiempo. Nada de descansos. Todo simplificado. El único inconveniente de sus hipereficientes mañanas era que lo hacían sudar, algo que aumentaba por su traje apretado y la espesa humedad del verano en Washington DC.

Un único pensamiento dominaba los diez primeros minutos de su paseo al trabajo: dejar de sudar. No estaba acostumbrado al traje, que era un paso más en el código del vestir exigido por el nuevo trabajo. Había tenido que cambiar sus hábitos matutinos: o dedicarle más tiempo a su aseo o reducir la temperatura del agua en la ducha. Quizás ambas cosas. Él era muy bueno en este tipo de pensamiento analítico. En los meses anteriores, había creado un modelo que predecía el impacto económico de la reforma sanitaria en los Estados Unidos, una legislación de gran alcance, y conflictiva, que conmocionaría a múltiples industrias. Su modelo se había extendido a lo largo y ancho del país, y los expertos, la mayoría de los cuales le doblaban la edad, estuvieron de acuerdo en que era excelente. No cabe duda de que eso lo ayudó a aterrizar en su nuevo trabajo.

No obstante, cuando giró hacia la avenida de Pensilvania, sus pensamientos se alejaron de la preocupación respecto a qué variable de sus hábitos matutinos cambiaría en primer lugar. «¡La madre que te trajo, esto es brutal!», pensó al llegar al número 1600, la Casa Blanca. Allí trabajaría para el prestigioso Consejo Económico Nacional, ayudando a aconsejar al presidente de los Estados Unidos sobre cuestiones sanitarias.

Como en la mayoría de los triunfadores excepcionales, el viaje de este joven profesional a la Casa Blanca se basaba en una combinación de un buen ADN y mucho trabajo duro. Obtuvo una puntuación elevada en un test de inteligencia en la primera infancia, pero no algo desmesurado. Su inteligencia verbal era excepcional, pero su capacidad matemática y sus habilidades espaciales eran bastante ordinarias. Se dejó la piel trabajando en la escuela; generalmente prefería sumergirse en sus libros de filosofía, economía y psicología en lugar de dedicarse a beber y a ir de fiesta en fiesta. Aunque era bastante bueno jugando al fútbol en pequeñas escuelas universitarias, en lugar de eso eligió asistir a la Universidad de Míchigan y centrarse de manera exclusiva en cuestiones académicas. Su éxito académico atrajo a la prestigiosa consultora McKinsey & Company. Allí se ganó rápidamente una buena reputación por su excelente trabajo. En cualquier momento que le quedase al final de sus más de setenta horas de trabajo semanales, practicaba su habilidad de comunicación y leía el Wall Street Journal, la Harvard Business Review y multitud de libros de economía. Sus amigos bromeaban a menudo diciendo que era «antidiversión».

No hay duda de que trabajaba demasiado, pero también lo disfrutaba. Su excelente trabajo en McKinsey lo llevó a una trayectoria ascendente, y se le propuso participar en proyectos cada vez más importantes. No tardó mucho en convertirse en consejero de los directores generales de empresas multimillonarias. Fue entonces cuando, en el invierno de 2010, le pidieron que elaborara el modelo antes mencionado que predeciría los efectos de la reforma sanitaria de los Estados Unidos, una tarea hercúlea. Imagina tener que hacer frente a cincuenta variables, todas ellas interactuando entre sí y sin que ninguna sea segura, y que luego se te pida: «Dinos qué va a ocurrir, y hazlo en esta hoja de cálculo». Se dedicó a ello a fondo y se esforzó más que nunca. Si no perdía el sueño porque estaba trabajando, lo perdía porque estaba ansioso por no estar trabajando. Tenía frío constantemente en las manos y en los pies. Los médicos le dijeron que era estrés, aunque no podían estar seguros; sus consultas se realizaban todas por vía telefónica –no había manera de que tuviera tiempo para citas presenciales durante las horas normales–. Pero logró terminar el trabajo, y el modelo funcionó. Era eficiente y elegante. Las compañías de seguros y los hospitales de todo el país lo utilizaron. De hecho, trabajó tan bien que la Casa Blanca lo llamó y le preguntó si podía ayudarlos a implementar la ley. Se trataría de realizar unos cuantos informes para el presidente. Sus amigos, que antes bromeaban con la idea de que era «antidiversión», ahora bromeaban diciendo que un día podría gobernar el país. En el acelerado mundo de resolución de problemas de alto riesgo, él era una estrella naciente. Le faltaban pocos meses para cumplir veinticuatro años.

A estas alturas, puede que te preguntes: «¿Quiénes son estas personas y cómo puedo imitar su éxito?». Pero no es esa la historia que queremos contarte aquí.

El fenómeno universitario de las carreras ya no volvió a correr más rápido de lo que lo hizo ese día de verano en la Prefontaine Classic. Y el joven consejero no siguió siendo candidato ni se hizo socio de ninguna prestigiosa empresa. De hecho, dejó la Casa Blanca y desde entonces no ha recibido ninguna oferta. Tanto el corredor como el consejero brillaron de manera extremadamente esplendorosa, para luego ver cómo sus capacidades se estancaban, su salud sufría y su satisfacción se desvanecía.

Estas historias no son únicas. Ocurren en todas partes y le pueden suceder a cualquiera. Incluyéndonos a nosotros. Nosotros, los autores de este libro, somos el corredor (Steve) y el consejero (Brad). Nos conocimos unos dos años después de quedar extenuados, y al compartir nuestras historias junto a unas cervezas, nos dimos cuenta de que eran muy parecidas. En ese momento ­ambos estábamos empezando nuestra segunda vida. Steve, como exitoso científico e incipiente entrenador de atletas de ­resistencia y Brad, como escritor emergente. Ambos nos ­estábamos embarcando en nuevos viajes, y no pudimos evitar preguntarnos: «¿Podríamos alcanzar los niveles de rendimiento más elevados sin repetir nuestros errores anteriores?».

Lo que empezó como un grupo de apoyo de dos personas se transformó en una estrecha amistad basada en un interés compartido en la ciencia del rendimiento. Nos picó la curiosidad: ¿es posible un máximo rendimiento sano y sostenible? Si es así, ¿cómo? ¿Cuál es el secreto? ¿Cuáles son, si es que hay algunos, los principios que subyacen tras el alto rendimiento? ¿Cómo puede la gente como nosotros –es decir, prácticamente cualquier persona– adoptarlos?

¿Es posible un máximo rendimiento sano y sostenible? Si es así, ¿cómo? ¿Cuál es el secreto? ¿Cuáles son, si es que hay algunos, los principios que subyacen tras el alto rendimiento? ¿Cómo puede la gente como nosotros –es decir, prácticamente cualquier persona– adoptarlos?

Consumidos por estas preguntas, hicimos lo que haría cualquier científico y cualquier periodista. Analizamos la literatura y hablamos con una gran cantidad de grandes triunfadores con distintas capacidades y pertenecientes a campos diferentes –desde matemáticos hasta científicos y desde artistas hasta atletas– en busca de respuestas. Y como tantas otras osadas ideas concebidas junto a unos cuantos vasos de alcohol, este libro vio la luz.

No podemos garantizar que leer estas páginas te pondrá en camino de ganar un oro olímpico, pintar la próxima obra maestra o proponer una revolucionaria teoría matemática. Desafortunadamente, la genética desempeña un papel innegable en todas estas hazañas. Ahora bien, lo que sí podemos garantizar es que leer este libro te ayudará a cultivar tu naturaleza para que puedas maximizar tu potencial de un modo sano y sostenible.


* Una milla equivale a 1.609 metros.

INTRODUCCIÓN

Grandes expectativas

Empecemos con una pregunta sencilla: ¿has experimentado alguna vez el impulso de realizar algo grande? Si has contestado que no, quizás estés en algún trance meditativo, tipo zen. O quizás simplemente no haya nada que te preocupe mucho. En cualquier caso, probablemente este libro no es para ti. Pero si has contestado que sí, puedes considerar que eres como casi todo el mundo en este planeta. Así que ¡sigue leyendo!

El proceso de establecer una meta más allá de las fronteras de lo que nos parece posible y luego perseguirla sistemáticamente es uno de los aspectos más satisfactorios del ser humano.

Ya sea en la escuela, la oficina, el estudio del artista o el estadio, en algún momento la mayoría de nosotros hemos experimentado el deseo de subir de nivel. Y eso es algo bueno. El proceso de establecer una meta más allá de las fronteras de lo que nos parece posible y luego perseguirla sistemáticamente es uno de los aspectos más satisfactorios del ser humano. También es bueno que queramos subir de nivel porque, ahora más que nunca, no tenemos otra elección. La mayor parte de este libro se centra en mostrarte cómo mejorar tu rendimiento. Pero, en primer lugar, situemos el escenario explorando brevemente por qué hacerlo es más imperativo que nunca.

UNA PRESIÓN SIN PRECEDENTES

El listón del rendimiento humano está subiendo constantemente.

El listón del rendimiento humano está subiendo constantemente. Cada semana se baten nuevos retos en atletismo. Las exigencias para matricularse en la universidad están en niveles sin precedentes. La competencia feroz es común en casi cada rincón de la economía global. En su libro The Coming Jobs War [La inminente guerra por el trabajo], Jim Clifton escribe que nos hallamos ante el precipicio de «una guerra total por los trabajos buenos». No es un empleado descontento el que vierte esta afirmación en un blog de quejas, sino Clifton, presidente y director ejecutivo de Gallup, una empresa mundial de investigación que posee una reputación internacional por su enfoque riguroso y científico de las encuestas. Clifton sigue explicando que las encuestas recientes de Gallup muestran inequívocamente que la competencia global ha conducido a una escasez de «buenos trabajos para la gente buena». Como resultado, escribe, «un número creciente de personas en el mundo son infelices, están desesperanzadas, sufren y se están volviendo peligrosamente desdichadas».

Nos pinta un panorama aterrador; desgraciadamente, está en lo cierto. Los datos muestran que el uso de antidepresivos entre los estadounidenses ha subido un 400 % en la década pasada, y la ansiedad se eleva constantemente. Aunque estados como la depresión o la ansiedad pueden tener raíces genéticas, muy probablemente son desencadenados también por el entorno en el que vivimos, descrito por Clifton.

Para comprender cómo hemos llegado a esta situación, no necesitamos mirar más allá de los artefactos electrónicos que manejamos la mayor parte del día. Poniendo a nuestro alcance el mundo entero en unos cuantos golpecitos y unas cuantas teclas, la tecnología digital abre el acceso al talento de un modo considerable. Tanto el número de personas disponibles para realizar un trabajo determinado como los lugares en los que pueden llevarse a cabo esos trabajos han aumentado de manera espectacular. Dan Schawbel, experto en recursos humanos y autor de Promote Yourself [Promociónate a ti mismo], éxito de ventas según la lista del New York Times, lo expresa así: «El trabajo actual no es como el de hace diez años. Hay mucha presión. Y es competitivo en el sentido de que cualquier persona del mundo podría hacer tu trabajo por menos dinero, así que tienes que trabajar más». Y en el panorama laboral de dentro de diez años, tendremos que competir no solo con otras personas, sino también con una especie sobrehumana que nunca se cansa y no necesita mucho cuidado. El listón del rendimiento humano está subiendo constantemente.

COMPETIR CONTRA LAS MÁQUINAS

El uso de ordenadores, robots y otras fuentes de inteligencia artificial está ejerciendo una presión cada vez mayor sobre la competencia humana. A veces esto ocurre de modos tan sutiles que ni siquiera nos damos cuenta. Por ejemplo, utilizando tecnología cada vez más sofisticada para eliminar la necesidad de espacio físico, existencias almacenadas y equipo de ventas, empresas como Amazon pueden reducir sus costes de operación. Esto les permite vender casi cualquier cosa que podamos desear a precios enormemente reducidos. Pero hay un lado oscuro en tales grandes almacenes online: el enorme número de trabajos que se vuelven obsoletos. Ciertamente, la subida de Amazon marcó la caída y finalmente la bancarrota de algunos de sus competidores, en particular a la icónica librería no-virtual Borders. En su momento cumbre, Borders empleaba alrededor de treinta y cinco mil personas. Son muchos puestos de trabajo perdidos. La parte terrible de esta historia es que, actualmente, Amazon vende muchos más artículos aparte de libros, y la compañía está empezando a explorar cómo puede entregar prácticamente todo no con seres humanos, sino con drones. Después de leer esto, ¿te sigue pareciendo estupendo tu principal proveedor?

El uso de ordenadores, robots y otras fuentes de inteligencia artificial está ejerciendo una presión cada vez mayor sobre la competencia humana.

No es solo el ámbito de las ventas el que está siendo aplastado por las máquinas. Zeynep Tufekci, un profesor de la Universidad de Carolina del Norte que estudia los impactos sociales de la tecnología, escribe: «Las máquinas se están volviendo más inteligentes, y realizan cada vez más trabajos». Durante la década pasada, las máquinas han aprendido cómo procesar el lenguaje coloquial hablado, reconocer los rostros humanos y leer sus expresiones, clasificar tipos de personalidad e incluso mantener conversaciones. Tufekci no es el único que está preocupado por el creciente impacto de la tecnología sobre los seres humanos. Algunas de las mentes más brillantes del planeta coinciden en ello. El físico Stephen Hawking, el escritor de novelas seriales Elon Mus, el director de investigación de Google, Peter Norvig, y otros firmaron una carta abierta en la que hacían un llamamiento a los investigadores para que tuvieran especial cuidado en el desarrollo de nueva inteligencia artificial. Hawking dijo en la BBC: «Ya hemos visto que las formas primitivas de inteligencia artificial son muy útiles, pero creo que el desarrollo de una inteligencia artificial plena podría llevar a la raza humana a su fin». Este libro no va de escenarios apocalípticos en los que entramos en guerra con las máquinas. Sin embargo, en más de un sentido, estamos ya librando esa guerra. Y para mantener el ritmo de las máquinas, necesitaremos subir nuestro nivel.

COMPETIR LOS UNOS CONTRA LOS OTROS

En 1954, cuando Sir Roger Bannister se convirtió en la primera persona en correr una milla en menos de cuatro minutos, muchos pensaron que su proeza marcaba el límite del logro humano. Poco después de cruzar la cinta, Bannister observó: «Los médicos y los científicos decían que romper la barrera de los cuatro minutos era imposible, que se moriría en el intento. Así que cuando me levanté de la pista después de sufrir un colapso en la meta, pensé que había muerto». Actualmente, más de veinte estadounidenses rompen la barrera de los cuatro minutos cada año. Cuando se tiene en cuenta a los atletas de otros países, incluyendo las potencias en carreras como Kenia y Etiopía, los expertos especulan que cientos de personas corren anualmente por debajo de los cuatro minutos. ¡Qué diablos, algunos corredores incluso realizan entrenamientos breves a ese ritmo! Para los adeptos es la nueva normalidad. Basta con mirar el actual récord –3:43– establecido por Hicham El Guerrouj en 1999. Bannister ni siquiera habría estado en la misma recta cuando El Guerrouj cruzaba la meta.

En casi todos los deportes en los que competimos contra reloj, lo que fueron récords mundiales hace medio siglo son superados regularmente por universitarios. También los deportes de equipo se han hecho cada vez más competitivos con el tiempo. En 1947, la altura media de un jugador de baloncesto profesional era de 1,93 metros. Actualmente, esa medida ha crecido hasta los 2,01 metros. No solo los rasgos físicos genéticamente determinados han aumentado, también las habilidades. Si miras vídeos deportivos desde los años cincuenta en adelante, te darás cuenta de que incluso los bases –los jugadores que se especializan en el manejo de la pelota– regateaban casi exclusivamente con su mano dominante. Hoy en día, casi todos los jugadores en la pista parecen ser ambidiestros.

En casi todos los deportes en los que competimos contra reloj, lo que fueron récords mundiales hace medio siglo son superados regularmente por universitarios.

¿Por qué y cómo sucede esto? De manera muy parecida a la economía tradicional, en la economía de los deportes, la emergencia de un fondo de talento global ha aumentado el número de personas dedicadas al deporte competitivo con genéticas ideales para una modalidad específica y dispuestas a dedicarse a lograr la excelencia. Teniendo en cuenta modos de entrenamiento, nutrición y métodos de recuperación mejorados, se entienden mejor los dieciséis segundos que separan a El Guerrouj y a Bannister. *

La creciente presión hacia la excelencia se halla presente en todos los ámbitos. Se trata de un movimiento cuyo final no se vislumbra, y si Stephen Hawking estaba en lo cierto, puede que no estemos experimentando más que sus comienzos. Por tanto, no tendría que sorprender que la gente haga lo imposible para superar límites.

HACER LO IMPOSIBLE

¿Has entrado alguna vez en una tienda de vitaminas y suplementos? Si lo has hecho, y si eres como nosotros, probablemente te habrás preguntado: «¿Quién compra todas estas pastillas, polvos y batidos?». A juzgar por los números, la respuesta es, bueno, pues casi todo el mundo. Aunque solo una exigua minoría de la población del mundo desarrollado padece deficiencias de minerales o de vitaminas, que son quienes se beneficiarían de los suplementos, los ingresos anuales de la industria global de suplementos supera los cien mil millones de dólares.

Más notable todavía son las extravagantes afirmaciones realizadas por muchos de los fabricantes de suplementos –y productos relacionados– más vendidos. Tomemos, por ejemplo, un producto llamado Neuro Bliss –una bebida que promete reducir el estrés y mejorar las funciones cerebrales y corporales–. Se vende a unos dos dólares la botella. Aunque el sitio web de la compañía dice: «En un mundo acelerado, las neurobebidas ayudan a nivelar las oportunidades», todavía está por ver alguna ciencia que respalde esta pretensión. No obstante, Neuro Bliss sigue siendo una bebida muy popular y con grandes ventas. La gente se desespera por obtener alguna ventaja –cualquier ventaja– aunque no se haya comprobado que tal «ventaja» exista. Desafortunadamente, este tipo de desesperación a menudo es el primer paso en un peligroso sendero hacia el mundo de la explotación de sustancias controladas para mejorar el rendimiento.

Era tiempo de exámenes en una importante universidad cuando una estudiante a la que llamaremos Sara no pudo pasar por alto una tendencia que le estaba haciendo ponerse más nerviosa de lo habitual. Cada vez más compañeros suyos, estudiantes con los que sería comparada, tomaban Adderall, ideado para tratar el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) o la incapacidad de prestar atención y concentrarse. El Adderall combina los estimulantes levoanfetamina y dextroanfetamina, dando lugar a lo que en esencia es una versión moderada de la droga ilegal speed.

Aunque muchos expertos creen que en torno al 5 o 6 % de la población sufre TDAH, datos de los Centros para el Control y la Prevención de la Enfermedad (CDC) muestran que se diagnostica el doble de veces, es decir, en torno al 11 % de la juventud estadounidense. Pero, desde la perspectiva de Sara, casi todo el mundo en el campus utilizaba Adderall, independientemente de si se les había diagnosticado el trastorno o no. ¿A qué puede deberse esto? Según WebMD, fuente importante para los universitarios que buscan una descripción sencilla de los medicamentos, Adderall «aumenta la capacidad de prestar atención, concentrarse y dejar de estar inquieto». No importan los efectos secundarios, que incluyen pérdida de apetito, dolor de estómago, náuseas, dolor de cabeza, insomnio y alucinaciones. Aquellos estudiantes que no tenían signos de TDAH utilizaban el fármaco como un esteroide para aumentar su agudeza mental. Este abuso estudiantil de los medicamentos es muy parecido al de los atletas que utilizan esteroides en el deporte, donde sustancias inicialmente pensadas para tratar estados patológicos son usadas de manera ilegal por individuos sanos para obtener ventajas físicas. Algunos investigadores calculan que el 30 % de los estudiantes consumen estimulantes como Adderall por razones no médicas. No es sorprendente que su mal uso sea más frecuente durante períodos de estrés elevado, por ejemplo durante los exámenes, ya que muchos estudiantes afirman que reduce la fatiga al mismo tiempo que aumenta la comprensión lectora, el interés, la cognición y la memoria.

En un reportaje de investigación, la CNN preguntó a diversos estudiantes sobre sus experiencias con Adderall. Las respuestas suenan como un anuncio publicitario:

No es de extrañar que Sara se sienta un poco presionada. «No lo utilizo porque me parece que es un engaño, pero es una invasión, una verdadera invasión», dice.

Ya sería bastante malo si el uso ilegal de medicamentos en busca de ciertas ventajas estuviera limitado a los ambientes académicos, pero parece que esta tendencia está impregnando también cada vez más los ambientes profesionales. La doctora Kimberly Dennis es directora médica de un centro de tratamiento de abuso de sustancias en las afueras de Chicago. Dice que ha observado un espectacular aumento del uso de fármacos como Adderall en profesionales de entre veinticinco y cuarenta y cinco años, quienes, igual que los estudiantes, buscan obtener alguna ventaja, por pequeña que sea.

Una de esas trabajadoras, Elizabeth, dijo al New York Times: «Es necesario, necesario para la supervivencia de los mejores, los más inteligentes y los de mayores logros». Durante el proceso de fundar una empresa innovadora de tecnología de la salud, Elizabeth sentía que esforzarse simplemente no bastaba. Pensaba que tenía que dedicar más tiempo, y dormir estaba resultando un obstáculo en el camino. Así que comenzó a tomar Adderall. «Amigos míos que se dedican a las finanzas y que trabajan en Wall Street, que tienen que empezar a las cinco de la mañana y estar en forma, la mayoría de ellos toma Adderall. No se puede ser el más lento... Es así en la mayoría de las empresas que conozco dirigidas por jóvenes. Hay una cierta expectativa de rendimiento».

El doctor Anhan Chatterjee, jefe del departamento de neurología del hospital de Pensilvania y autor de The Aesthetic Brain [El cerebro estético], considera que el uso de medicamentos para aumentar la productividad en los lugares de trabajo es el «futuro probable». Los estadounidenses seguirán trabajando muchas horas y teniendo pocas vacaciones. «¿Por qué no utilizar sustancias para energizarse, concentrarse y limitar esa molesta pérdida de tiempo (dormir)?».

Aunque puede parecer espantosa, la predicción de Chatterjee no es la única. Otro experto que coincide con él es Erik Parens, un científico de la conducta en el grupo de estudios de The Hastings Center. Asegura que la epidemia del uso de estimulantes en los Estados Unidos es simplemente un síntoma de la vida moderna: pasas las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, conectado a tus dispositivos electrónicos, con la necesidad de hacer las cosas mejor de lo que las hiciste ayer. Pero eso no significa que este estilo de vida, ni el uso de estimulantes requeridos para mantenerla, sea algo positivo. Como pronto veremos, con fármacos o sin fármacos, rendir de esta manera, sin suficiente descanso, está, en el mejor de los casos, por debajo de lo óptimo, y en el peor de los casos es realmente peligroso. Una cultura que empuja a la gente a romper la ley y engañar solo para mantenerse a flote, no digamos para obtener ventajas, no es buena, no es sostenible.

Una cultura que empuja a la gente a transgredir la ley y engañar solo para mantenerse a flote, no digamos para obtener ventajas, no es buena, no es sostenible.

Cuando Chatterjee y otros expertos hablan del dopaje en los lugares de trabajo, a menudo establecen analogías con los deportes –intensamente competitivos, desafiantes, entornos en los que hay que ganar a toda costa, en los cuales incluso la ventaja más nimia puede generar enormes ganancias, etcétera–. Desgraciadamente, si lo que ocurre en el deporte se está extendiendo también al ámbito laboral, tenemos un serio problema.

MÁS GRANDE, MÁS RÁPIDO, MÁS FUERTE, PERO ¿A QUÉ COSTE?

Los récords de home-runs, los maillots amarillos y las medallas olímpicas representan hazañas de rendimiento superhumano. Desafortunadamente, muchas de esas hazañas han demostrado ser solo eso: superhumanas. Son ilusiones ayudadas por recursos farmacológicos y sofisticación médica que rivalizan con lo que encontrarías en los mejores hospitales. Aunque se descubre a menos de un 2 % de quienes recurren al dopaje, la investigación sugiere que hasta un 40 % de los deportistas de élite utilizan sustancias prohibidas para mejorar su rendimiento. Más de una cuarta parte de los deportistas que vemos en televisión podrían estar compitiendo de manera fraudulenta.

Aunque resulta fácil creer que el problema se limita a los escalones superiores del deporte, eso no podría estar más lejos de la verdad. El dopaje es una realidad en el deporte escolar, el universitario y el amateur. Una investigación del 2013 dirigida por Partnership for Drug-Free Kids reveló que el 11 % de los universitarios habían utilizado la hormona sintética del crecimiento humano (HGH) al menos una vez durante el año anterior. Piensa en ello. El 11 % de los adolescentes están inyectándose una sustancia química de la hormona más poderosa del cuerpo directamente en sus organismos en desarrollo. Quizás lo único más desconcertante es que estos jóvenes pueden estar tomando ejemplo de sus propios padres.

Es desafortunado, pero cierto. Se ha descubierto que los «guerreros» competitivos de fin de semana –hombres y mujeres amateurs de mediana edad que intentan ganar en el grupo de su edad en carreras, ciclismo o triatlón– están utilizando cada vez más sustancias para mejorar su rendimiento. El problema está tan extendido que los organismos que dirigen estos deportes están realizando test de drogas incluso a deportistas no profesionales. David Epstein, un respetado periodista de investigación, ha buceado en el mundo de los medicamentos para mejorar el rendimiento utilizados por los «guerreros» de fin de semana. Lo que halló no es demasiado agradable: afirma que se dedican ciento veinte mil millones de dólares al «antienvejecimiento», buena parte de los cuales se destinan al tráfico de esteroides para hombres de mediana edad. Este mercado solo está destinado a crecer a medida que los baby boomers, ** con sus ingresos y su deseo de seguir siendo jóvenes y competitivos, se hacen mayores. Epstein resume la situación en el título de uno de sus informes: «Todo el mundo toma esteroides».

Las proezas increíbles que antes lanzaban a los individuos al estrellato ahora resultan literalmente inverosímiles.

Las consecuencias de esta cultura del a cualquier coste no pueden exagerarse. Las proezas increíbles que antes lanzaban a los individuos al estrellato ahora resultan literalmente inverosímiles. Cuando alguien hace algo grande, sea en el campus, en el lugar de trabajo o en el terreno de juego, tendemos a cuestionar su integridad. Como dice el doctor Michael Joyner, experto en rendimiento humano en la Clínica Mayo: «Vivimos en un mundo en el que todo logro excepcional es sospechoso». Por triste que esto sea a nivel cultural, quizás sea peor a nivel individual. Esto resulta así especialmente en el caso de quienes, como la estudiante Sara, eligen competir limpiamente y no sacrificar su salud y su moralidad. Como resultado, estas personas se ven obligadas a elevar el nivel de exigencia hasta un grado ilusorio. Demasiado a menudo, el resultado no es nada bueno.

AGOTAMIENTO

Una encuesta realizada en más de dos mil quinientas empresas de noventa países de todo el mundo halló que una de las circunstancias que más presión crean en la mayoría de los empleados modernos es «el síndrome del empleado abrumado». Los trabajadores, quizás en la creencia de que tienen que estar siempre al día porque otros puedan estarlo, consultan sus móviles casi ciento cincuenta veces al día. Y cuando lo hacen, lo que encuentran es una cantidad de información totalmente abrumadora. Un estudio halló que más de la mitad de los trabajadores «de cuello blanco» creen que han alcanzado un punto crítico: simplemente no pueden manejar más información, y confiesan sentirse desmoralizados por ello. Aun así, independientemente de lo inútiles que nuestros esfuerzos puedan ser, nos sentimos obligados a seguir el ritmo. Esta urgencia resulta especialmente común entre los estadounidenses. Solo un tercio de los trabajadores dice comer de manera adecuada (por ejemplo, salir de sus despachos). El otro 66 % opta por comer mientras trabaja, o no comer. Y no solo durante los almuerzos siguen trabajando, sino también durante las cenas, las noches y los fines de semana.

Los trabajadores americanos están trabajando casi un día extra cada semana.

En un artículo justamente titulado «Los estadounidenses trabajan demasiado tiempo (y demasiado a menudo en horas extrañas)», los economistas Daniel Hamermesh y Elena Stancanelli hallaron que el 27 % de estos trabajan regularmente entre las diez de la noche y las seis de la mañana, y que el 29 % realiza al menos cierto trabajo los fines de semana. Sería muy diferente si lo compensáramos haciendo largos descansos para recargarnos y rejuvenecer. Pero no es así. De media, los trabajadores estadounidenses renuncian a cinco días de vacaciones al final de cada año, todos los años. Cuando sumas todas esas horas, como hizo Gallup en el 2014, descubres que la jornada laboral semanal típica es de cuarenta y siete horas, no de cuarenta. Dicho de otro modo, los trabajadores estadounidenses trabajan casi un día extra cada semana. Ante esta situación, no resulta chocante que el 53 % de ellos afirmen sentirse agotados.

El trabajo frenético, sin descanso, no solo nos dejará totalmente extenuados; también es perjudicial para nuestra salud. Un caso extremo es el de un joven de veintiún años, Moritz Erhardt, un becario del Bank of America Merrill Lynch, quien después de trabajar setenta y dos horas seguidas fue hallado muerto en su ducha. Según la autopsia, murió de un ataque epiléptico que podría haber sido desencadenado por el cansancio. Poco después de la trágica muerte de Erhardt, Goldman Sachs, otra destacada compañía de inversión, limitó el número de horas que los becarios podrían trabajar al día: diecisiete.

Menos extremos que la terrible historia de Erhardt, pero mucho más frecuentes, son los casos en los que las cargas insostenibles de trabajo y la tensión constante contribuyen a la ansiedad, depresión, insomnio, obesidad, infertilidad, enfermedades de la sangre, trastornos cardiovasculares y una multitud de otras consecuencias biofísicas que son perjudiciales tanto para la calidad como para la duración de nuestra vida. La ironía es que el agotamiento es frecuente no solo en el mundo empresarial, sino también en campos pensados para educar a la gente en la salud y ayudarla a lograrla. Algunos estudios han hallado que alrededor del 57 % de los médicos residentes y hasta un 46 % de los médicos restantes sufren de agotamiento. Otra investigación muestra que alrededor del 30 % de los maestros padece también ­agotamiento.

El trabajador aparentemente «aprisionado» de nueve a cinco puede que envidie la libertad de un artista o un escritor, pero resulta que la flexibilidad y la libertad no son el curalotodo del agotamiento que creemos que son. Casi todo artista ha luchado con el agotamiento creativo en algún momento de su carrera. El agotamiento es frecuente en artistas porque su ­pasión actúa como un don, pero también como una maldición. Un don, porque, como Platón observó en el siglo iv a. de C., la pasión es «el canal a través del cual recibimos las mayores bendiciones», alimentando el trabajo original, imaginativo e inspirado. Pero, si no se controla, la pasión puede llevar a los artistas a la ­extenuación.

La obsesión, el perfeccionismo, la hipersensibilidad, la necesidad de control y las elevadas expectativas son rasgos frecuentes en los grandes artistas, y todos están relacionados con el agotamiento creativo. Añadamos a esto la presión de ganarse la vida como artista, las duras críticas, la comparación social y la naturaleza solitaria del trabajo creativo, y resultará más fácil comprender por qué tantos artistas padecen agotamiento, o algo peor. La investigación muestra que las personas que trabajan en campos creativos son especialmente susceptibles de caer en problemas de ansiedad, depresión, alcoholismo y suicidio.

Otra actividad en la que la pasión y la presión chocan con frecuencia es el deporte, en el cual el agotamiento es una de las principales razones por las que muchos –desde los niños hasta los «guerreros» de fin de semana pasando por los deportistas profesionales– dejan de practicar. Los deportistas se fuerzan excesivamente con tanta frecuencia, sin descansar, que incluso hay un término médico para ello: el síndrome del entrenamiento excesivo. En él, el sistema nervioso central se descontrola, produciendo una cascada de efectos biológicos negativos. En última instancia, el síndrome del entrenamiento excesivo desemboca en fatiga profunda, enfermedades, daños y un declive del rendimiento. Es la manera que tiene el cuerpo de decir: «Se acabo. No más». Cierre forzoso de todo.

Entre el 30 y el 40 % de los deportistas universitarios y amateurs han sufrido el síndrome del entrenamiento excesivo al menos una vez en sus carreras deportivas.

El síndrome de entrenamiento excesivo suena como algo que se debe evitar a cualquier precio, especialmente si tu cuerpo es tu forma de ganarte la vida. Sin embargo, el 60 % de los corredores de élite aseguran que en algún momento a lo largo de sus carreras lo han padecido. Lo sorprendente es que no solo los atletas de élite sucumben a la tentación de seguir haciendo más, cuando el cuerpo les está diciendo que hagan menos. Entre el 30 y el 40 % de los deportistas universitarios y amateurs han sufrido el síndrome del entrenamiento excesivo al menos una vez en sus carreras deportivas.

A estas alturas debería estar claro que la presión para rendir llega de todas direcciones. Como resultado, cada vez más gente está trabajando más allá del punto de rendimiento máximo. Algunos incluso caen en el consumo de drogas para mejorar su rendimiento, arriesgando su salud y su reputación, al mismo tiempo que transgreden los códigos éticos y legales. ¿Es esta realmente la nueva exigencia para el éxito en la sociedad actual? Tiene que haber otro camino. Resulta que es posible. El resto de este libro está dedicado a explorarlo.

OTRO CAMINO

Durante estos últimos años, hemos tenido el privilegio de profundizar en las prácticas de los grandes triunfadores en un amplio espectro de capacidades y dominios. Hemos estudiado, entrevistado y observado –y en algunos casos trabajado con ellos– a individuos que están en la cumbre de su especialidad. Al hacerlo, no hemos podido evitar darnos cuenta de las sorprendentes similitudes en el modo en que estos grandes triunfadores enfocan su trabajo. Resulta que si alguien intenta clasificarse para las olimpiadas, innovar en teoría matemática o crear una obra maestra de arte, muchos de los principios subyacentes para un éxito sano, sostenible, son los mismos.

Resulta que si alguien intenta clasificarse para las olimpiadas, innovar en teoría matemática o crear una obra maestra de arte, muchos de los principios subyacentes para un éxito sano, sostenible, son los mismos.

Estos principios –cada uno de ellos de eficacia probada, seguro, ético y legal– han sido utilizados por los grandes trinfadores durante siglos. Sin embargo, solo ahora la nueva ciencia está revelando, de manera fascinante, por qué y cómo esos principios funcionan. Esta comprensión hace que sean accesibles a todo el mundo. El resto de este libro se dedica a examinar estos principios por dentro y por fuera, uniendo la historia y la ciencia para dejarte a ti, lector, aportaciones prácticas, concretas y basadas en la evidencia que te ayuden a mejorar tu nivel.

Nuestro viaje por la comprensión de la ciencia y el arte de la realización excelente nos pide que establezcamos relaciones entre campos tradicionalmente separados. Las intuiciones potentes acerca de tales realizaciones emergen a través de esas conexiones ignoradas. En palabras de Eric Weiner, escritor y experto en innovación, los descubrimientos innovadores ocurren cuando «la gente se da cuenta de la naturaleza arbitraria de su propio campo y abre su mente a la posibilidad de la posibilidad. Una vez eres consciente de que hay otro modo de hacer X, o de pensar sobre Y, se te abren todo tipo de canales nuevos». Teniendo eso en mente, a lo largo de este libro descubriremos lo que un artista puede aprender de un deportista, lo que un intelectual puede aprender de un artista y lo que un deportista puede aprender de un intelectual.