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Carta a D.


V.1: abril de 2020

Título original: Lettre à D.: Histoire d’un Amour


© Éditions Galilée, 2006

© de la traducción, Jordi Terré, 2008

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta cortesía de la familia de André Gorz


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-91-8

THEMA: DND

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

CARTA A D.

Una historia de amor

André Gorz

Traducción de Jordi Terré

1

Sobre el autor

3

André Gorz es fue el seudónimo del filósofo y periodista austríaco Gerhart Hirsch, nacido en Viena en 1923. Gorz, un «judío austríaco» (como él mismo se definía), fue conocido por su postura política y filosófica, en principio deudora de Sartre, pero que evolucionó a finales de los años sesenta hacia la ecología política y el altermundialismo. Asimismo, y para dar salida a sus ideas de izquierdas, Gorz fue uno de los fundadores de la revista francesa Le Nouvel Observateur y compañero de viaje de Jean-Paul Sartre en Les Temps modernes. Murió en 2007 tras suicidarse con su mujer, Dorine, afectada por una enfermedad degenerativa. 

Carta a D.


La más bella carta de amor


«Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues siendo bella, elegante y deseable». Así comienza la bella carta que el filósofo y periodista André Gorz escribió a su esposa, Dorine, pocos meses antes de que los dos apareciesen muertos en su casa. Gorz fue fundador de Le Nouvel Observateur y compañero de viaje de Sartre. Sin embargo, no es la filosofía el tema de Carta a D.: esta es una conmovedora carta de amor de Gorz a su mujer. Tras sesenta años juntos, Dorine estuvo aquejada de una terrible enfermedad que terminaría con el suicidio pactado de ambos. El amor y la muerte transitan por estas páginas y nos recuerdan que amar es la entrega total.



«Una preciosa carta de amor de André Gorz a su esposa, a la que amó durante sesenta años.»

Joaquín Estefanía, El País


«Pocos libros conmueven así, y en unas pocas frases dan el tono, el tiempo, la música y la emoción, la calidad de una vida.»

Le Monde


«Hay amor, gratitud y la pasión de toda una vida volcada en estas breves páginas.»

Le Figaro

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Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos y sigues siendo bella, elegante y deseable. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y te quiero más que nunca. De nuevo siento en mi pecho un vacío devorador que solo colma el calor de tu cuerpo abrazado al mío.

Tengo que repetirte estas pequeñas cosas antes de abordar los problemas que desde hace poco me atormentan. ¿Por qué estás tan poco presente en lo que he escrito si nuestra unión ha sido lo más importante de mi vida? ¿Por qué, en El traidor, presenté una imagen falsa de ti, que te desfigura? Ese libro debía mostrar que mi compromiso contigo constituyó la inflexión decisiva que me ha permitido querer vivir. ¿Por qué, entonces, elude tratar la maravillosa historia de amor que comenzamos siete años atrás? ¿Por qué no conté lo que me fascinó de ti? ¿Por qué te describí como una criatura que inspiraba compasión, «que no conocía a nadie, no sabía una sola palabra de francés y se habría destruido sin mí», aun cuando tenías tu círculo de amigos, formabas parte de un grupo de teatro en Lausana y en Inglaterra te esperaba un hombre decidido a casarse contigo?

Realmente, no llevé a cabo en profundidad la exploración que me proponía al escribir El traidor. Aún tengo que entender y clarificar muchas cuestiones. Necesito reconstruir la historia de nuestro amor para captar todo su sentido. Gracias a ella, somos lo que somos, uno por el otro y uno para el otro. Te escribo para comprender lo que he vivido, y lo que hemos vivido juntos.



El comienzo de nuestra historia fue maravilloso, casi como un flechazo. El día de nuestro primer encuentro estabas rodeada por tres hombres que pretendían hacerte jugar al póquer. Tenías una densa melena rojiza, la piel nacarada y esa voz aguda que caracteriza a las mujeres inglesas. Acababas de desembarcar de un barco procedente de Inglaterra, y esos tres hombres intentaban captar tu atención en un inglés bastante rudimentario. Destacabas sobre todos, intraduciblemente witty,1 hermosa como un sueño. Cuando se cruzaron nuestras miradas, pensé: «No tengo nada que hacer con ella». Luego supe que nuestro anfitrión te había prevenido en mi contra: «He is an Austrian Jew. Totally devoid of interest».2

Más tarde, me crucé contigo en la calle. Me fascinaron tus andares de bailarina. Después, una noche, por casualidad, te vi de lejos cuando salías del trabajo. Corrí para alcanzarte. Ibas deprisa. Había nevado. La llovizna hacía que tu cabello se ensortijara. Con poca convicción, te propuse ir a bailar. Simplemente, contestaste sí, why not.3 Fue el 23 de octubre de 1947.

Mi inglés era torpe, pero aceptable. Se había enriquecido gracias a dos novelas norteamericanas que acababa de traducir para Ediciones Marguerat. Durante nuestra primera cita, me di cuenta de que habías leído mucho, durante y después de la guerra: Virginia Woolf, George Eliot, Tolstói, Platón…



Hablamos de la política británica, de las diferentes corrientes en el seno del Partido Laborista. Sabías distinguir, desde el principio, lo esencial de lo accidental. Ante un problema complejo, la decisión oportuna te parecía siempre evidente. Tenías una confianza inquebrantable en la certeza de tus juicios. ¿De dónde sacabas tanta seguridad? Sin embargo, tus padres también estaban separados; los abandonaste pronto, uno después del otro; viviste sola durante los últimos años de la guerra junto a tu gato Tabby, con el que compartías tu racionamiento. Finalmente, te marchaste de tu país para explorar otros mundos. ¿Qué interés podía tener para ti un Austrian Jew sin un céntimo?

No lo entendía. Ignoraba qué vínculos invisibles se tejían entre nosotros. No te gustaba hablar de tu pasado. Poco a poco, comprendería cuál era la experiencia fundadora que nos volvió tan cercanos de inmediato.

Nos volvimos a ver. Seguimos yendo a bailar. Vimos El diablo en el cuerpo, donde actuaba Gérard Philipe. En cierta secuencia, la heroína pide al sumiller que les cambie una botella de vino casi vacía, porque, según ella, huele a corcho. Tratamos de repetir esta estratagema en una sala de baile, y el sumiller, tras comprobarlo, impugnó nuestro diagnóstico. Ante nuestra insistencia, nos la cambió sin dejar de advertirnos:

«¡No volváis a poner vuestros pies aquí!». Me admiró tu sangre fría y tu desparpajo. Me dije: «Estamos hechos para entendernos».

Al final de nuestra tercera o cuarta cita, por fin te besé.