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Índice

 

Primera edición digital: mayo 2015
Colección A contraluz

Ilustración de la portada: Alba Plaza
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Edición: Juan Fernández Rivero
Revisión: Juan Francisco Gordo

Versión digital realizada por Libros.com

© 2015 Antonio Esquivias
© 2015 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16176-29-8

Antonio Esquivias

El Opus Dei: el cielo en una jaula

A Amina, mi mujer, porque sin su apoyo
y su cariño ni este libro ni muchas otras cosas,
habrían podido salir adelante.

El día de mi sesenta cumpleaños

 

El día de mi sesenta cumpleaños amanezco en Tánger, haciendo un esfuerzo por despertarme porque no he puesto alarma alguna, dentro de mi programa personal de desintoxicación de horarios y relojes. Estoy con Amina, mi mujer, mi hija Noor y mi cuñado en el pequeño piso que mi suegra ha dejado a su familia. En la casa hay una sola cama, la de mi cuñado, que vive ahí todo el año. No hay problema, pues al llegar toda la tribu se distribuye por el sillón árabe repleto de almohadones que recorre las paredes del salón y de las dos habitaciones, exactamente como hacen los marroquíes cuando se quedan invitados en una casa, algo que ocurre con mucha frecuencia. Tribu es el nombre que yo doy a esas personas que aparecen un buen día en tu hogar, siempre en grupos familiares, y a las que acoges obligado por la costumbre árabe de la hospitalidad.

La casa se encuentra en un barrio popular, muy popular, en las alturas de Tánger, ya hacia la carretera de Rabat, adonde no llegan los turistas y ya no hay hoteles. Está situada en una callecita tranquila, asfaltada desde hace solo un año, por la que pasa muy poca gente y en la que casi no hay coches. El único ruido que recuerdo de ella es, de hecho, el de los tambores y las trompetas estridentes que señalan cada día el inicio del ayuno del Ramadán —a una hora para mí aún incierta del alba—, aunque esto solo ocurre si te toca pasar ese mes en Tánger, claro.

Es increíble cómo ha cambiado mi actitud después de diez años. Me siento a gusto en Tánger y me escapo desde Madrid siempre que puedo por mi trabajo y los niños. Me gusta especialmente el barrio donde vivimos, la calle siempre llena de gente, con niños por todos lados. La mayor parte de las mujeres visten velo y chilaba, que también llevan muchos hombres. El tráfico se arremolina y se bloquea en Parada, el zoco, un mercado enorme con un nombre que recuerda al paso de los españoles por la ciudad, con tantos puestos ocupando la calle que los coches se ven obligados a circular a ritmo de hombre, como si fueran simples paseantes. Cuando vamos a comprar, Amina me hace desaparecer en el momento de preguntar un precio, para que este no suba al ver a un occidental. La fruta, estupenda, desprende un olor que invita a comprarla toda, pero hay que brujulear por los puestos para ver los precios y la mercancía, y solo entonces lanzarse a comprar.

Así que salgo a buscar el desayuno a una tahona —dos baguetes, unos bollos recién hechos y una pequeña ración de tarta para Noor, todo por trece dirhams, es decir, poco más de un euro— y vuelvo a casa. Para mí, poder ir a escoger el desayuno es algo de lo que gozo de manera especial, ya que durante mucho tiempo he comido sin más lo que había en la mesa, fuese lo que fuese, y poder elegir un croissant me parece algo de otro mundo. Volví a casa y ya estaban todos levantados, recogiendo ropa y preparando maletas. Desayunamos tranquilos y nos dedicamos a cargar el coche. Mi cuñado, como siempre hace en estas ocasiones, desaparece; pienso que le entra la nostalgia por quedarse solo, aunque él siempre bromea cuando se despide de nosotros diciendo que se va a quedar tranquilo sin la invasión de la tribu.

Llegamos a nuestro pisito en Madrid a las nueve de la noche y nos reciben nuestros tres hijos mayores del matrimonio anterior de Amina y parte del resto de la tribu: una hermana suya con sus dos hijos y el padre de Amina, todos hacinados en el salón y cantando feliz cumpleaños a pleno pulmón, rodeados de guirnaldas y colgajos. La celebración de mis sesenta años.

¿Por qué son importantes mis sesenta años? Lo son porque al ver aproximarse la fecha decido terminar con la incertidumbre que me corroe el estómago desde hace quince años y que va haciéndose mayor con el paso del tiempo y con la aparición de toda esta familia que me proporciona esa felicidad que yo no había experimentado antes, y que tanto me llena. No tengo una pensión, ni siquiera tengo un modo de seguir manteniéndome cuando llegue la jubilación o, mejor dicho, cuando ya no pueda trabajar o me encuentre sin trabajo, ya que mi perspectiva mental desde hace años es seguir y seguir mientras pueda para poder llegar al menos a los veinticinco años de cotización. La dura realidad es que estoy en doce años cotizados y, aunque estoy apurando todas las posibilidades durante los últimos quince, el horizonte se presenta oscuro en este frente.

Es esta inquietud la que me lleva a buscar a Manuel Cuchet, abogado y director de la Oficina Jurídica del Opus Dei en España, y que fue compañero mío en el colegio de los Sagrados Corazones en el barrio de Argüelles de Madrid. He estado treinta años en el Opus, desde los dieciséis hasta los cuarenta y cinco. Con Manuel he coincidido en múltiples ocasiones. La última fue porque él era el director de la Residencia de Tajamar, un colegio en Vallecas, Madrid, que tiene más terreno que el Santiago Bernabéu —mucho más— y donde yo pasé los tres últimos años que estuve en la Obra. Allí me enviaron diciendo: «te sentirás cómodo, ya que te gustan los pobres»; pero eso es adelantarse, el caso es que, para resolver el tema sin que se mezcle con el pasado y todos sus dolores, decido enviar a hablar con Manuel Cuchet a un abogado laboralista, buen negociador y buena persona (esto último se va a demostrar un error). Manuel le insiste en que no hay problema alguno, que la Obra se hará cargo de mi jubilación y que, como no hay dificultades jurídicas ni de voluntad por parte del Opus Dei, quiere hablar conmigo directamente.

No es la primera vez que solicito un reconocimiento de mi pensión, lo hice ya cuando me fui, hace quince años, y la respuesta fue, después de la inevitable espera: Roma dice que no. En aquel momento estaba atravesando una profunda depresión y tenía la necesidad imperiosa de salir de allí para recuperar mi salud, así que interpreté este hecho como una presión más entre las muchas que ya había soportado y, sencillamente, me fui. Todavía me preocupaba poco la pensión, de la que me separaban veinte años, mientras que necesitaba imperiosamente libertad y salud.

He trabajado en el Opus durante treinta años, y lo he hecho confiando en que no tendría problema alguno, tal como Manuel afirma de nuevo, ni de atención a la salud, ni de comida, alojamiento, ropa, etc. Vivía plenamente seguro, como todos en el Opus, con residencia y comida y unos pocos euros en el bolsillo para el concepto de «gastos ordinarios», de los que incluso hay que dar cuenta cada mes. Lo estrictamente necesario para vivir está garantizado por la Obra «como madre buena», incluyendo por supuesto la vejez. La Obra es la garantía en la que se confía.

En esa ingenuidad —ahora puedo llamarla así— he vivido durante mis años con el Opus. De ese modo vivíamos todos. El concepto de sueldo de los miembros ni siquiera entraba en los presupuestos de los centros. Tampoco había nadie que se preocupara por la pensión y en treinta años nadie habló conmigo sobre ella. Menos todavía se planteaba la hipótesis de salir del Opus. En nuestro horizonte mental no cabía la idea de poder salir algún día de la Obra, el mismo hecho de pensar en salir era ya una falta de fidelidad, y yo reconozco haberlo vivido así, con esa confusión entre Dios y el Opus que ahora veo que recorre toda mi historia.

De modo que voy a hablar con Manuel Cuchet, y no una, sino varias veces, en una cafetería de Plaza de Castilla en donde él aparecía bien trajeado, arregladito y sin desentonar con los empleados de Bankia que van allí a tomar el café, cuya torre inclinada cubre la cafetería con su sombra.

Hablamos y me da garantías orales de que el Opus me ayudará con la pensión, pero solo por los años durante los cuales he sido sacerdote en la Obra: once. ¿Y los otros diecisiete? Durante esos otros diecisiete años he trabajado como director de residencias universitarias, en la oficina de numerarios de la Comisión, las oficinas centrales del Opus Dei para España, etc., pues, durante muchos años, allí donde iba yo era el director (en todo momento tiene que haber un director en el Opus). Esos años han transcurrido y, ahora, con sesenta, necesito que dejen su correspondiente huella en mi pensión y en mis seguros sociales.

Manuel comienza a hablarme de ayuda por la crisis, y no lo hace mal, pues no en vano me encuentro en ese grupo mayoritario de este país que, gracias a ella, está siendo cada vez más pobre. Mi pequeña economía se encuentra también crispada, y acepto con facilidad que me echen una mano. Sin embargo, después de dejarle hablar bastante rato, reacciono con vehemencia y le digo que de ayuda por la crisis nada, que es un tema de justicia. Son muchos años trabajados durante los cuales he entregado al Opus todo lo que tenía y todo lo que he ganado con mi trabajo, y he salido de allí sin un lugar para vivir, ni pensión, ni nada de nada: una mano delante y otra detrás. Él pelea, terco: que no es justicia, dice aludiendo a la justicia legal, la única de la que habla y la única que parece entender —ahí se ve al abogado, pero el abogado de traje y corbata que no va a ceder—. Ver solo la justicia desde un punto de vista legal me deja únicamente la opción de buscar un motivo de la misma índole, y Manuel Cuchet, de traje y corbata, se encuentra a gusto en ese terreno, primero porque lo domina mejor y segundo porque el Opus se encuentra en un limbo legal y protegido por privilegios difíciles de horadar.

Lo que a mí me sorprende, pues no estoy tan puesto en argucias legales, es su falta de empatía. Me sigue asombrando, a pesar de los años y mis muchas experiencias, que personas que todos los días dicen rezar a Dios y practicar la caridad y el amor al prójimo, personas que oyen eso de «quien no ama al prójimo, a quien ve, no ama a Dios, a quien no ve», carezcan de la capacidad de ponerse en el lugar del otro y parezcan no sentirse preocupados en absoluto por los problemas de aquellos que les rodean. Pero es lo que hay. A pesar de ello, cabezota o tozudo, como siempre, vuelvo al tema de mis diecisiete años trabajados como numerario. En esto de intentar entrar por caminos cerrados veo que no he cambiado, pues reconozco en ello mis querencias de hace años, que siguen por ahí, no sé dónde, escondidas, y que afloran de nuevo.

Durante estas conversaciones no consigo que diga ni una palabra de todos esos años como numerario trabajando para ellos. Eso me enfada y entristece. En su lugar, me ofrece una promesa y, al presentarla, me habla de Antonio Herráiz, director del Opus Dei en España, a quien conozco bien, y yo sé inmediatamente que Herráiz es el director con el que ha hablado antes de venir a verme y que la promesa es suya. Nadie en el Opus tiene una conversación de una mínima relevancia para la organización sin hablar con un director: yo hablo con Manuel, pero sé que detrás de él está Antonio. Así que Manuel me ofrece su propuesta estrella: un documento por parte de la Comisión que me garantice que, cuando pida la jubilación, ellos cubrirán mis once años de sacerdocio. No sé a qué se refieren con ese cubrirán tan ambiguo y que se mantiene así a pesar de mis preguntas, así que me resigno y acepto que me traiga ese documento, que a mi entender no cubre ni una mínima justicia; pero es mejor pájaro en mano que ciento volando, dice el refrán, y yo estoy en la situación de agarrar cualquier pájaro, por pequeño que sea.

Pocos días después de mi sesenta cumpleaños, Manuel Cuchet me llama de nuevo y, por teléfono, me anticipa que tiene malas noticias y que nos tenemos que ver para decírmelo en persona. Así que quedamos de nuevo en la cafetería cubierta por la sombra de Bankia, que por aquel entonces ya se había convertido en el lugar de nuestras citas. Decido grabar la conversación con mi móvil, una maravilla de la técnica moderna que hay que aprovechar. Estoy nervioso por ello, nunca he grabado con el móvil y repito la operación varias veces mientras Manuel se retrasa un poco. Tan nervioso estoy que no me doy cuenta de que ya ha entrado en la cafetería y de que se encuentra detrás de mí mientras yo sigo manipulando mi teléfono. Dejo el celular lo más tranquilo que puedo sobre la mesita y comenzamos a hablar. Bueno, comienza él, y enseguida entra en materia: no me van a respaldar; la Comisión de España del Opus Dei ha decidido no darme una garantía escrita de mi pensión, aunque sea solo por los años de sacerdote, porque de «ese modo queda escrito en un documento que no han cotizado por mis seguros sociales».

Iba a escribir que me sorprendió, pero la verdad es que no lo hizo. En mis muchos años de conversaciones y negociaciones con el Opus he tenido la sensación de darme en cada ocasión con una pared, y esta es solo una vez más. La sorpresa se debe más bien a que hace tiempo que no tengo la sensación de toparme con el muro que en otra época me era tan familiar y con el que hace ya quince años que no me choco.

Dentro de la lógica institucional del Opus Dei, el hecho de que una persona esté en la incertidumbre sobre un derecho que le pertenece, como en este caso mi jubilación, no tiene importancia alguna frente al daño que reconocer ese derecho pueda ocasionarle al Opus, pasando desde luego por encima que la actuación de la institución en ese caso no haya sido ni siquiera legal. Me dicen lo mismo que a tantos otros: «aguanta tú, te damos nuestra palabra —siempre hablada—, de que nos haremos cargo de lo que nos corresponde de tu pensión». Es decir, el Opus incumple sus obligaciones legales y hay que creerse como si fuera sólida lógica aristotélica que ahora va a cumplir una promesa hablada. Con repetitiva insistencia me dejan claro que en el Opus la institución es lo que importa. Mi angustiosa situación frente a mi futuro y el de mi familia no tiene ni siquiera cabida en la conversación, al igual que tampoco la han tenido los padecimientos de los muchos que se han marchado de la Obra antes o después que yo.

Desde la agobiante sombra de la torre inclinada de Bankia vuelvo paseando a nuestra casa en el barrio de La Ventilla, pegado a Plaza de Castilla. El paseo por mi barrio tiene el efecto de serenarme y me permite recordar la conversación con algo de distancia. Me distraigo con las calles, las casas y la gente. La Ventilla es un barrio de clase media baja que hace unos años era un arrabal de chabolas y casas pequeñas, con drogadicción y mucha pobreza, pero que a lo largo del tiempo se ha ido recuperando gracias a los edificios del Ivima, el instituto de la vivienda social, y que ahora está lleno de jubilados. Es un barrio tranquilo, con calles estrechas y aceras recién hechas y con lugares suficientes para que aparquen los residentes —algo que valoro—, bien comunicado y limpio. Además, en su centro está el Piquer, un colegio de los jesuitas al que acuden nuestros hijos después de la primaria. Hace pocos años que aparecieron, en una esquina del barrio, las cuatro Torres que la burbuja inmobiliaria quiso que crecieran en la antigua ciudad deportiva del Real Madrid. Es una vista que a mí me gusta contemplar y que ahora, regresando, se descubre justo detrás de nuestra casa. Un barrio sencillo, en definitiva, donde vivimos estupendamente y del que solo queremos irnos porque en nuestro pisito ni con calzador entra una familia de seis miembros.

Así que en estas páginas voy a contar, y a contarme a mí mismo, cómo he llegado hasta este día de mis sesenta años, qué hilo une Puerta de Hierro, donde viví durante la adolescencia con mi familia, un barrio donde todo son mansiones y pisos desmesurados, plagado de vigilantes, verjas y cámaras, con La Ventilla; qué conexión tiene el barrio de Salamanca, mi escenario en Madrid cuando pertenecía a la Obra, la zona que acumula todas las tiendas de lujo alineadas una tras otra —desde Loewe hasta Jesús Yanes, desde el boato del hotel Wellington hasta los mejores bufetes de abogados—, con el barrio de Jirari, en Tánger, donde ahora paso mis vacaciones.

¿Qué lleva a dejar una ordenación de sacerdote por Juan Pablo II, realizada con toda la ilusión del mundo y después de muchos años de entrega comprometida con el Opus Dei? ¿Qué lleva a dejarlo todo y a comenzar a vivir a los cuarenta y cinco años con solo las propias fuerzas, poniendo en riesgo hasta la misma pensión para la vejez? ¿Qué hace que sea tan importante para alguien la sencilla felicidad de una familia que celebra su sesenta cumpleaños, una familia que se prefiere a todas las influencias, a la seguridad de una institución con poder y reconocimiento?

El punto de inflexión

Mi ordenación como sacerdote en Roma, San Pedro, por Juan Pablo II

El veintiocho de mayo de 1989, el día de mi ordenación como sacerdote, amanezco en Cavabianca, sin ningún tipo de problemas para despertarme a pesar de lo temprano de la hora (las seis de la madrugada), ya que tenemos que llegar al Vaticano a las ocho. Quizá es por los nervios del día, quizá porque ya he asimilado perfectamente la «costumbre» del minuto heroico: «véncete cada día desde el primer momento, levantándote en punto, a una hora fija, sin conceder ni un minuto a la pereza»; así lo dice Escrivá en Camino, de modo imperativo, como casi todo en ese libro. Me sorprende a mí mismo la facilidad con la que me vienen a la memoria de forma automática, después de tanto tiempo, las frases que reglamentan el comportamiento de los numerarios en cada situación.

En el momento de mi ordenación, y después de casi veinte años en la Obra, he incorporado a mi vida todos los detalles de su minucioso plan, que prescribe un horario de rezos, lecturas, normas de piedad, mortificaciones y costumbres, muchas costumbres e indicaciones para vivir a lo largo del día en las más diversas situaciones. Además, toda jornada debe tener un horario que nos lleve a aprovechar cada minuto. Así estoy yo después de veinte años en el Opus Dei, perfectamente integrado, viviéndolo todo tal y como ellos dictan, sin problemas aparentes. Pero hoy es el día en que comienzan a cambiar las cosas, el punto de inflexión en mi relación con la Obra.

Cavabianca es un sitio precioso, situado en unos altos sobre la vía Flaminia, una de las carreteras radiales que sale de Roma desde la época del Imperio Romano. Pero la Flaminia no se llega a ver desde donde estoy; solamente indica su presencia cuando se oyen en el silencio de la noche, a lo lejos, los agudos ruidos de las sirenas y los más roncos del tráfico. El inmenso jardín se atisba apenas a través de la ventana de mi habitación, bajo esa luz del amanecer que parece que no va a ganar la lucha contra la noche. Da igual, conozco muy bien Cavabianca, no en vano llevo cinco años viviendo aquí, desde que llegué a Roma.

En el momento de mi llegada, Cavabianca era el Colegio Romano, una institución pretendidamente «laica» para la formación de sacerdotes y de algún laico que, por razones que solo el establishment conoce, es desechado y no llega a recibir la ordenación. Sin embargo, ahora va a cambiar y a convertirse en seminario, aunque el mismo planteamiento selectivo y oscuro vaya a permanecer. Se encuentra ubicada en una finca de dieciséis hectáreas, una extensión similar a la de treinta y dos campos de fútbol. Las hectáreas las tengo clavadas porque cuando llegué me asignaron el encargo de cuidar el jardín; cada residente tiene un encargo y hasta que fui nombrado subdirector de Cavabianca no tuve otro que el que acabo de mencionar. Yo no era el único en esa situación; muchos teníamos el encargo del jardín, y había tarea para todos, pues tenía que estar siempre perfecto y se trata de mucho, muchísimo terreno. Así que aprendo el oficio de jardinero en Roma y le dedico un rato cada tarde, aunque llueva, cosa demasiado frecuente en el deprimente otoño romano.

Había una queja sorda pero generalizada entre los residentes de Cavabianca: ¿Hemos venido a Roma a trabajar en un jardín, a pintar paredes, a arreglar furgonetas…, o a estudiar y formarnos? No fue oída hasta que tuvimos un visitador apostólico. Sí, ¡tuvimos un visitador!, y pasamos todos a hablar con él, y se lo dijimos y también que solo había calefacción en las zonas nobles de nuestro diseminado pueblo y otras quejas.

De pronto éramos legalmente un seminario; legalmente, se nos insistía, porque no es tarea de la Obra poner seminarios, pero acabábamos de pasar de ser socios de un Instituto Secular a fieles en una Prelatura Personal, dos estructuras de organización de la Iglesia católica, ya que el Opus se había empeñado en ser lo más parecido posible a una diócesis y lo había conseguido de manos de la Santa Sede, léase el Papa. Así que había que imitar a una diócesis y tener obispo, y para eso estaba el Prelado, y también hacía falta un seminario, y para eso estaba Cavabianca y estábamos nosotros. Gracias al visitador, nos hicimos más seminario, se abandonó algo el cuidado del jardín, y los alumnos ganamos algo de calefacción.

La idea de pertenecer a la Iglesia universal me gustaba, pues nunca me han agradado los grupos cerrados. El resto de los cambios en materia de estructura también me convencen, pues el hecho de pretender no ser religiosos —motivo que el Opus airea para pedir todos esos cambios que la Iglesia acepta uno tras otro, como si fueran caprichos de una amante—, me parece la cuadratura del círculo, porque lo somos netamente tanto por el tipo de normas y reglas bajo las que vivimos todos los días como por la distancia inmensa que media entre nuestra vida y la de una persona de la calle.

En Cavabianca tiene lugar también mi ordenación como diácono. Conservo de esa ceremonia un vago recuerdo, claro que no tengo foto alguna para refrescar la memoria, como tampoco tengo foto alguna de todo el tiempo que pasé en el Opus. Hay encargados de las fotos, y las hacen y las guardan, pero no te las entregan, pues nosotros «no tenemos recuerdos personales».

La ceremonia del diaconado la preside el cardenal Angelo Sodano, Secretario de Estado del Vaticano, número dos en autoridad en la Santa Sede. Vamos, que no puedo quejarme: diácono por Angelo Sodano, sacerdote por Juan Pablo II, los dos grados del sacerdocio por lo más top del escalafón. Esto puede servir para hacerse una idea de lo sólido que era en ese momento el apoyo del Papa y de la Curia de Roma al Opus Dei.

Ese día de mayo me levanto muy temprano y, como siempre, acudo al oratorio de la residencia en que vivo para hacer la oración. Da igual que haya una ceremonia en san Pedro que va a durar tres horas, debo hacer la media hora de oración de la mañana preceptiva para los numerarios. También aprovecho y corro para rezar el breviario, pues el día se presenta complejo. Esto, el breviario, oración de salmos de la Iglesia católica y preceptiva para los sacerdotes, que hasta ahora no conocía, hemos tenido que añadirla a todo el resto de elementos de nuestro plan de vida, pues no sustituye nada de lo anterior. Desayuno con los demás y nos vamos en furgonetas a San Pedro, en el Vaticano. Será una media hora de viaje a esta hora algo temprana; otra cosa sería el trayecto con la Flaminia taponada, cuando se constituye, por habilidad del conductor romano, en carretera de tres carriles de entrada en Roma y aún otro de salida, ocupando incluso los arcenes.

Siempre agradeceré ese pequeño viaje que me cambió la vida o, más bien, la mirada; me confirmó que ser un sacerdote es pertenecer a la Iglesia entera y no solo a la Obra. El cambio de prisma fue brutal. Más adelante tendré discusiones con diversos directores del Opus que me insisten en que soy sacerdote numerario, poniendo el acento en numerario, es decir, del Opus y para el Opus. Ese momento dulce de cercanía entre la Santa Sede y el Opus Dei, que propició que nos ordenase el Papa, tuvo ese efecto en mí. Un par de años después, siendo ya el Prelado obispo, las ordenaciones serán realizadas por este, solo para miembros la Obra y en iglesias regentadas por la Obra. Se cierra de nuevo el agujero por el que yo me había colado.

administración

Y es que no las vemos, esa es la norma del Opus: no hay contacto alguno entre hombres y mujeres. Según el propio Escrivá, hay que estar a cinco mil kilómetros de distancia. El caso es que esto obliga a que ellas vayan por los túneles de Cavabianca y nosotros por los jardines. Cavabianca está separada en dos niveles, quizá nunca mejor dicho: lo que se ve y lo que no se ve, lo superior y lo inferior.

Finalmente me voy a la cama, rezando antes las oraciones pertinentes, y caigo rendido casi de inmediato, sin ser consciente de que todo ha cambiado en mi vida.

Hasta aquí llega el relato de aquel día, y quizá es el momento de contar cómo empezó todo, cómo emprendí y cómo recorro el camino que tiene su punto de inflexión en mi ordenación en Roma, en la Basílica de San Pedro. Voy a contar por tanto qué me atrae y cómo me hago del Opus Dei, cómo es mi vida durante los primeros años. El recorrido transcurre sobre todo por los centros universitarios de la organización y por su ambiente y protagonistas de los últimos años del franquismo y de los de la transición democrática en España. También, por supuesto, relataré los recuerdos que guardo de los encuentros que mantuve con el fundador.