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DE LA MANO DE FEDERICO

© Lluís Pasqual Sánchez, 2016

© de esta edición: Arpa y Alfil Editores, S. L.

Deu i Mata, 127, 1er – 08029 Barcelona

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© de la fotografía de la cubierta:

Fundación Federico García Lorca, Madrid

Fotografía de la cubierta: Federico García Lorca,

por Luis Buñuel, 1925.

Primera edición: marzo de 2016

Segunda edición: marzo de 2016

E-ISBN: 978-84-16601-18-9

Depósito legal: B.2349-2016

Diseño de cubierta: Estudi Purpurink

Reservados todos los derechos.

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puede ser reproducida, almacenada o transmitida

por ningún medio sin permiso del editor.

DE LA MANO DE FEDERICO

Lluís Pasqual

arpa editores

A Gonzalo, con un amor infinito

Poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse y que forman algo así como un misterio.

F. G. L.

Como no me he preocupado de nacer, no me preocupo de morir.

F. G. L.

On n’est pas artiste sans qu’un grand malheur s’en soit melé.

JEAN GENET

A MODO DE INTRODUCCIÓN

A mi madre le gustaba cantar y, a mi hermana y a mí, de niños, nos cantaba y nos enseñaba canciones en catalán o en andaluz. Entre esas canciones estaban “Los cuatro muleros”, “Los peregrinitos” o “Los mozos de Monleón”, sin que ella supiera que me estaba cantando a Federico García Lorca, ni tampoco yo, por supuesto. Mi relación con el poeta se pierde, pues, en mi personal noche de los tiempos. Después llegaron a nuestra casa unos discos, que compró mi padre, donde varios actores recitaban, entre otros poetas, a Lorca, y que yo escuchaba durante horas. Más tarde, hacia los doce años, empecé a leer su poesía, y a los catorce su teatro.

Al igual que cuando uno se enamora por primera vez se está enamorando de alguien y del amor al mismo tiempo, García Lorca era para mí «el autor» y la Literatura: el descubrimiento de la compañía espiritual y de la capacidad de aventura que encierra un libro. Aunque leía a otros autores, la sensación de extraña cercanía no era la misma. Tal vez por esa misma cercanía, en algún momento debí de sentir que si uno puede elegir a sus amigos entre los vivos, también lo puede hacer entre los muertos si, como en este caso, sus palabras, que albergan sus emociones más íntimas, te acompañan y te sirven, en algunos momentos de la vida, para darle nombre a las tuyas. Enamorarse del Federico amigo era demasiado fácil y, sobre todo, peligroso. Me he enamorado de otros escritores pero, en algunos casos, con el tiempo ha llegado el desamor, les he dejado yo o me han abandonado ellos. La fascinación que desde el primer momento sentí —y sigo sintiendo— por la escritura de García Lorca me decía que Federico podía acompañarme por lo menos un largo espacio de mi vida, alimentando durante mucho tiempo la cálida sensación de fraternidad que me producía su lectura: amor de hermano. Ahí estaba. Esto iba a ser, mi hermano. Y puestos a pedir, mi gemelo. Un espejo en el que poder mirarme, un reflejo en forma de refugio, mucho más sabio que yo por el hecho de ser poeta, y cuyos pensamientos y emociones se parecían a los míos, o más bien los míos encontraban su libre expresión en la manera como él los contaba.

Sin duda, Freud, como siempre, tendría algo que decir, pero aunque pueda parecerlo, no creo que se trate de algo que merezca ser considerado por un médico de la mente, más allá de la anomalía que supone el grado de locura imprescindible que se necesita para dedicarse al teatro. Tiene que ver con una parte fundamental de mi oficio de director de escena. O, por lo menos, de mi manera de ejercerlo. Al igual que los actores, para interpretar a un personaje, han de acercarse al pensamiento y a los sentimientos de esa otra persona que tendrán que encarnar, a través de métodos, por supuesto, muy distintos —pero todos, en el fondo, parecidos—, mi función, cuando dirijo, es apropiarme del pensamiento del autor para poder explicarlo, transmitir lo que significa y, de alguna manera, suplantarlo. Y al igual que un actor, sé que al canalizar ese pensamiento a través de mi propia naturaleza estoy creando otra naturaleza distinta, una ilusión. Este es el encuentro del director con el autor. Cuando ensayo, ese juego de suplantación es el que me permite entrar en la respiración del texto, o sea la del autor, para poder servirle desde dentro, buscando y encontrando con los actores la emoción que el autor quiso encerrar en cada palabra. Ese no es un ejercicio que haga sólo con Lorca, sino con todos los autores que me he atrevido a poner en escena. Por supuesto, a veces no sale bien. Nuestras afinidades deciden por encima de nuestra razón e incluso de nuestros sentimientos. Digamos que con Federico todo me resulta más fácil. Las preguntas, las angustias y las alegrías surgen del bosque interior de un poeta cuyos senderos me parece conocer y muchas veces compartir. En cualquier caso, más allá del juego, con Federico comparto muchas preguntas, algunas angustias y alegrías y una casualidad: con cincuenta y tres años de diferencia nacimos el mismo día, un 5 de junio, para bien o para mal bajo el influjo de Géminis. Ahí termina y empieza todo.

Acabo de escribir este último párrafo y me doy cuenta de que lo que he contado tiene un aire vagamente esotérico, o, por lo menos, ambiguo. No lo es en absoluto. La compañía de los poetas, de Federico en este caso, y la práctica del teatro, son para mí un juego gozoso y alegre. A Federico lo he conocido y he intentado contarlo a su manera, que al final terminaba siendo la mía. Porque la poesía y el arte, pienso, sirven sobre todo para entenderse mejor uno mismo. Los poetas, al mismo tiempo que construyen su propio mundo, se hallan siempre algunos centímetros más cerca de la realidad que cualquiera de nosotros y nos pueden ayudar a entenderla y a vivirla. Y Federico me ha ayudado y acompañado de muchas maneras. Con su lectura en distintos momentos y circunstancias de mi vida, en las miles de horas de ensayos con actores inmensos o en los desayunos luminosos con Isabel, su hermana pequeña, una mujer inteligente, de una franqueza dura que se transformaba en ternura y calidez en las raras ocasiones en las que dejaba entrar a alguien en el jardín privado de sus recuerdos. Desde aquí le doy infinitas gracias: por el modo en que siempre me acogió y por acudir a todos mis estrenos de un texto de su hermano con una elegante capa azul, que aseguraba nos traía suerte. Y también a Manolo Fernández Montesinos, el sobrino, que desde donde esté seguirá ejerciendo su finísima ironía de andaluz que habitó en medio mundo. Y a Rafael Martínez Nadal, que me abrió también el libro de su memoria, con generoso entusiasmo, y a Pepín Bello, y a muchos, muchísimos otros que me han transmitido sus recuerdos o sus descubrimientos sobre Federico, los hayan escrito o no. He intentado transmitir a los demás lo que he aprendido y lo que me han traspasado. Así lo he vivido hasta ahora. Así lo recuerdo. De un extenso diario, a veces escrito, a veces no, he buscado iluminar algunos momentos que, tal vez, a alguien le pueda agradar compartir.

Conferencia sobre Federico García Lorca en Alejandría. Me preparo lo más concienzudamente posible. Debería ser capaz de «traducir» un poco del pensamiento y algo del alma del poeta a personas de otra cultura, de la que tengo un conocimiento más bien pobre. Leo cuanta poesía árabe soy capaz de encontrar, a poder ser egipcia, buscando referencias que puedan ayudarnos. Siempre, en algún momento, hay una imagen, una cadencia que recuerda un verso de Lorca, a pesar del filtro infranqueable de la traducción. Posiblemente, el verdadero goce y entendimiento de la poesía no puedan prescindir de los sonidos de la lengua en la que ha sido escrita. Cuanto más leo, más me doy cuenta de que hay un poco de Federico en todos, pero que Federico no se parece a nadie. Me lo confirma un grupo de estudiantes que ha llegado casi una hora antes a la conferencia, igual que yo, cuando nos ponemos a hablar de Lorca. Hablan de su poesía como si les perteneciera; de hecho, les pertenece y ellos le prestan sus sonidos que escuchan mis oídos maravillados. He tenido suerte: la conversación con los estudiantes me ha permitido corregir el error a tiempo. Cambio sobre la marcha: no tengo que «traducir» a otra cultura, García Lorca ha cruzado solito la barrera y les propongo continuar el diálogo en lugar de hacer la conferencia. Me conmueven la claridad y las certezas, sobre todo de las mujeres, cuando hablamos de Bodas de sangre o de La casa de Bernarda Alba, y me sorprende que varios de los asistentes conozcan los llamados Sonetos del amor oscuro. Ante ciertas preguntas, empiezo a hablar del amor y de la sexualidad del poeta hasta donde llegan mis conocimientos y mis convencimientos y se produce un momento de pánico: una docena de asistentes abandona la sala y yo, con una inexplicable torpeza, no entiendo que es por el tema de la homosexualidad y sigo hablando de El público, de la pulsión erótica… Me interrumpe un aplauso desmesurado y el director del Instituto Cervantes, más que bañado en sudor, da por terminado el acto agradeciendo la asistencia del público, que se levanta con cierta premura. Algunos chicos se acercan a tenderme la mano y me la estrechan con entusiasmo. Durante la cena, el director me cuenta, divertido, que he tocado el tema «intocable» y que mis palabras, desde el punto de vista egipcio, se han convertido en una especie de mitin de «la causa». Nos da por reír. Terminamos, como no, hablando de Lorca. Una chica me ha preguntado por los grandes temas, los ríos caudalosos que atraviesan la obra de Federico, y yo he utilizado demasiadas palabras para contestarle.

Como voy a pasar diez días en Bogotá, durante el Festival, Fanny Mickey, la directora, me ha pedido que además del recital La oscura raíz imparta un taller sobre Lorca con actores colombianos. Mi enfermiza obsesión por la puntualidad hace que me encuentre a las dos de la tarde, una hora antes de la fijada, bajo un sol de justicia, ante la puerta de la Biblioteca Nacional, donde tendrá lugar el taller. Me decido a entrar en busca de sombra: solo está el conserje, un hombre mayor, y me acerco y le digo que soy el que va a dar el taller sobre García Lorca. Ante mi sorpresa, el hombre se levanta de su silla y me abraza emocionado mientras exclama: «¡Don Federico García Lorca! ¡Qué alegría, después de tantos años de leer sus poesías! Cuando se lo cuente a mi familia… Mañana traeré unos libros para que me los firme.» Me quedo callado como un idiota. Él me sigue abrazando, muy emocionado. Y yo no sé cómo decirle que se trata de un error. Los tres días que dura el taller llego a la Biblioteca muerto de vergüenza, y entro aprovechando cualquier descuido del conserje para que no me vea y no se le ocurra llamarme don Federico delante de alguien. No soy capaz de quitarle la ilusión.

Por un problema de última hora, Núria Espert no ha podido venir y no vamos a poder hacer La oscura raíz, el recital de poesía y textos de teatro de Lorca que solemos hacer juntos. Pero la gran Fanny inventa una solución: consigue que en menos de 24 horas llegue a Bogotá, desde Montevideo, Estela Medina, primera actriz del Teatro Nacional de Uruguay, alumna y más tarde compañera de Margarita Xirgu, para hacer la parte de Núria y así salvar el espectáculo, que, a esas alturas, ya tiene todas las entradas vendidas. A través de Estela me llegan los recuerdos de Margarita sobre Federico. Pienso en Claudio Arrau cuando contaba, con emoción, que su maestro Martin Krause había sido uno de los últimos discípulos de Liszt y así él había tenido acceso directo al conocimiento de su música, a través de la transmisión directa de su maestro y de las partituras originales, donde aún estaban escritos a lápiz los números para su digitación; como el agua que uno bebe muy cerca de un manantial, aún fresca y con sabor a roca. Es la cadena interna de transmisión de conocimiento, casi secreta, que posee el arte —la pintura, la música, el teatro…— para perpetuarse. Cuando Estela interpreta, reconozco en ella una manera de «decir» el texto, un perfume en las palabras que, de algún modo, también tenía Alfredo Alcón, quien conoció a Margarita y trabajó con ella. Y ese perfume que adquiere el texto en sus labios nos revela el olor de la Xirgu, que desvela, a su vez, el de Federico. Tengo una gran curiosidad por saber no solo cómo interpretaba, sino cómo ensayaba, cómo dirigía Margarita, a quien Federico había dirigido. Creo haber entendido a Bertolt Brecht (director de escena de gran talento, además del gran escritor que conocemos) a través de los ensayos que contaba Strehler, que había sido su ayudante. Nuestros ensayos, en un aula de una escuela vacía (es Semana Santa) de Bogotá, se tiñen de un clima especial, justamente porque las palabras parecen surgir de un manantial cercano cuya agua hubiéramos compartido. Por eso, desde el primer minuto, se produce un entendimiento, un lenguaje común, como si ya hubiéramos trabajado juntos antes: pertenecemos a la misma familia y ensayamos con una gran libertad y alegría. También es cierto que estábamos en una situación de emergencia, como tantas veces en el teatro: teníamos sólo una semana para preparar el espectáculo y no podíamos entretenernos en demasiados preámbulos. Nos reímos mucho. En los ensayos de un Lorca, que duran habitualmente tres o cuatro veces más que una función, hay que reírse, hay que relajar el espíritu para después poder pedirle una y otra vez la intensidad que sus palabras reclaman. Y a raíz de nuestras risas, hablamos de la risa de Federico. Su «tremenda risa morena», como decía Aleixandre. Margarita contaba cómo Federico se reía en cualquier situación, incluso en medio de lo que él mismo llamaba sus «dramones», sobre todo en cuanto notaba, o notaba que notaban, que «se estaba poniendo estupendo», como diría don Ramón. Él mismo rompía con una carcajada alegre y contagiosa, riéndose de sí mismo y desarmando a quien fuera en ese momento su auditorio. Un año antes de morir le contó a un periodista: «Esta risa de hoy es mi risa de ayer, mi risa de infancia y campo, mi risa silvestre que yo defenderé siempre, siempre hasta que me muera

El texto, por momentos, en boca de Estela, adquiere otros destellos. Llegamos justitos a hacer el espectáculo, que tuvo una magnífica tensión el día del estreno, pero lo hicimos en una sala equivocada. Me recuerdo algo aturdido por la presencia del público, demasiado cercano. Lorca, como la música, necesita ser escuchado a cierta distancia del instrumento, del intérprete, para percibir claro su sonido y lo que ese sonido cuenta. No creo que el público lo notara. Bebieron con fruición nuestras palabras.

Vuelvo de Bogotá con alguna respuesta nueva y montañas de historias… Fue en uno de esos ensayos donde ocurrió un gracioso equívoco que ha pasado a formar parte de las leyendas que acompañan ese magnífico Festival. Por la premura de tiempo y por el cariño y el respeto que me tenía Fanny, ella pidió a su equipo que se pusieran a mi disposición para todo lo que necesitara durante los ensayos. En efecto, un responsable del Festival acudió a las once de la mañana para preguntarme qué necesitaba. En realidad no hacía falta gran cosa y así se lo dije: un cubo con agua y…, por supuesto, dos kilos de harina (para un pan que Estela debía amasar en escena). El señor recibió el encargo con cierta sorpresa. Al cabo de un rato volvió para preguntar si realmente hacían falta dos kilos de harina y para saber cuántos éramos en la compañía. A la respuesta de que éramos tres, la actriz, el regidor y yo, su perplejidad aumentó, ante mi correspondiente asombro. Le dije que si era cuestión de dinero podía adelantarlo yo; es más, yo mismo podía ir a comprar la harina sin ningún problema. Ahí empezó a hacer grandes gestos destinados a impedir que yo pudiera salir a la calle y hacerme con la harina. Se fue y regresó al cabo de un cuarto de hora para anunciarnos que para la una había conseguido un kilo, pero que el resto no llegaría hasta la tarde. Resignado, le contesté que de acuerdo, pero le hice notar que no entendía por qué resultaba tan complicado algo aparentemente tan sencillo. Sólo cuando el hombre se dirigía hacia el exterior, a recoger la primera entrega, el primer kilo, se me hizo la luz. Le pregunté qué entendía él por «harina». A lo cual él, cómplice y sonriente, respondió: «Bueno, pues harina, el polvo blanco que piden ustedes los europeos, al llegar a Colombia… Aunque, siendo solo tres, me pareció algo exagerado. Pero como Doña Fanny dijo que todo lo que usted pidiera, pues…» «Pero yo necesito harina de verdad, para amasar pan…» La anécdota corrió por todo el Festival y tuvimos un ensayo lleno de risas. La risa sirve también para evitar ponerse solemne, que es lo primero que hay que evitar para convivir con Lorca.

Cuenta Rafael Alberti, y muchos otros con palabras parecidas, que cuando Federico entraba en una habitación era como si se encendiera un foco, y que cuando se sentaba al piano era como si se encendieran diez focos: se convertía en un imán. Federico era músico, poseía el don privilegiado, y más tarde cultivado, de conocer el esperanto de las emociones, que es la música. No sabemos cómo era su voz, pero en cambio, podemos escuchar la pulsación de sus dedos sobre las teclas del piano en el disco que grabó con La Argentinita de canciones populares armonizadas por él. Federico aprendió a expresarse musicalmente con la guitarra de un familiar, estudió solfeo y piano con maestros como Eduardo Orense, y se adentró en todos los secretos de la música gracias a su profunda amistad con Falla. Para la primera obra «de títeres» de Federico, don Manuel escribió una música que el tiempo ha perdido. Y como un recuerdo vivo, su hermana Isabel me describía la imagen de los dos acudiendo alborozados a recoger en la Oficina Central de Correos de Granada, las últimas partituras de Debussy que al maestro le enviaban desde París. Igual que no se puede hablar de Federico sin hablar de la palabra, lo mismo ocurre con Federico y la música. Porque cuando escribe poesía, teatro, prosa, incluso una carta, la distancia entre el oído y la mano desaparece. Uno de los grandes hitos de la cultura del ser humano consiste en haber podido cifrar el lenguaje de los sonidos; no así las emociones que esconden las palabras. Como un milagro, Federico escribe con alma de poeta y mano de músico, dejando en cada sílaba una nota que corresponde a una emoción, a un «sentir», en una arquitectura donde una palabra busca a otra, como en la música un sonido busca a otro, fruto de la respiración que acompasa la vida.

Decía Isabel: «Empezó a escribir tarde, todos pensábamos que iba para músico. De hecho, sus primeros textos son en prosa y en el libro de nuestro hermano Paco aparece el primer poema que publica el año 1919. Lo que más practicaba, desde pequeño, con pasión, era la música.» Y añadía: «Claro que le gustaba el flamenco, pero tocaba bien Bach, Chopin, Schubert, Falla, Albéniz, Granados, Ravel… la escena de la fiesta de Bodas de sangre, que acostumbra a hacerse con música flamenca, en realidad tiene la estructura de la cantata BMW 140 de Bach. La escribió un verano en La Huerta y se pasaba el día escuchando, desde por la mañana, la partita de Bach, hasta que alguien conseguía esconderle el disco por unas horas…»

La música es consustancial a su obra, muchas de sus conferencias tienen como tema la música. Hasta cuando intenta explicar lo que es «el duende» lo hace con un ejemplo musical, describiendo el cante desgarrado por el efecto de la cazalla de la Niña de los Peines. (¿O tal vez «el duende» se produce sólo de una forma inmediata y evidente en la música?) Era un ángel, un ángel musical que producía encantamientos cuando tocaba el piano, y que era capaz de componer hermosas canciones para los espectáculos de La Barraca. Hay mucha música detrás de las palabras de Federico. En su poesía escrita, el amor y la empatía con el flamenco están detrás, entre otros muchos títulos, de Poemas del cante jondo o Romancero gitano, pero no se trata solo de la apropiación por su parte de un ritmo, de una melodía o de un arranque, para aplicarlos luego al lenguaje y a la poesía, sino de una comunión a través de la forma musical con el espíritu del cual procede. La música que surge de un grupo, de una etnia generalmente marginada, social y racialmente, atrae poderosamente a Federico. Por su libertad de espíritu, por su verdad. La raíz del cante de los gitanos de grandes ojos rasgados se pasea por una parte de su obra, como también lo hará poderosamente el jazz que tocan y cantan los hermosos muchachos negros de Nueva York, o los irresistibles mulatos del Caribe con su son cubano. Erotismo y música se mezclan en su pasión por lo racial. Aunque casi siempre, como buen Géminis, terminara enamorándose de un rubio.

A Federico hay que intentar leerlo con los ojos y con los oídos. Apoyar el oído en el libro y escuchar su sonido. ¡Cuántas veces hemos encontrado el sentido exacto de una frase siguiendo el ritmo al cual las palabras nos llevaban! Cuán fundamental es encontrar, adivinar el ritmo en su poesía para llegar al conocimiento de sus emociones más íntimas. A su padre y a todos sus tíos les enseñó el abuelo a tocar la guitarra, y los cuatro hermanos García Lorca tomaron clases de piano, entre otros, con un antiguo discípulo de Verdi, aunque sólo Federico y Concha persistieron. Él mismo se dedicó a recorrer los campos en busca de melodías y canciones populares, recuperando sus letras o completándolas. La música acompañaba las veladas de la familia, especialmente el flamenco, del cual era gran amante don Federico, su padre. De entre todos los tíos destacaba tío Luis, a quien Francisco García Lorca, el hermano de Federico, cuatro años más joven, describe en su extraordinario Federico y su mundo como un ser «de naturaleza angélica». «Ya de muy niño, con siete u ocho años, tocaba Luis composiciones muy difíciles en un pífano con teclas de cristal que le había comprado su padre, lo que determinó que uno de los parientes ricos de Santa Fe, Teresa Rosales, que tenía tres pianos, regalase uno al pequeño. Un maestro de música venía a Fuente Vaqueros desde Santa Fe una vez por semana a darle clases. Tío Luis conservó esa afición hasta su muerte y no sólo tocaba con una gracia singularísima, como Federico, sino con extraordinaria ejecución.»