ANA PAULA MAIA


CARBÓN ANIMAL


traducción del portugués

de Teresa Matarranz

 


I


Al final sólo quedan los dientes. Permiten identificarte. El mejor consejo es conservar los dientes antes que la dignidad, porque la dignidad no va a decir quién eres, o mejor, quién fuiste. Tu trabajo, tu dinero, tu documentación, tu memoria o tus amores, de nada servirán. Cuando el cuerpo se convierte en carbón, los dientes preservan al individuo, su verdadera historia. Los que no poseen dientes no llegan ni a miserables. Se tornan cenizas y pedazos de carbón. Sólo eso.

Ernesto Wesley arriesga su vida continuamente. Se lanza contra el fuego, atraviesa humaredas negras, traga saliva que sabe a hollín y reconoce el material de los muebles de cada estancia por el crepitar de las llamas.

Se ha acostumbrado a los gritos de desesperación, a la sangre y a la muerte. Cuando empezó a trabajar descubrió que hay en esta profesión una especie de locura y determinación por salvar al prójimo. Sus actos de valor no le parecen particularmente heroicos. Al acabar el día, todavía siente sus efectos. El intento de preservar alguna esperanza de vida en algún lugar es lo que hace que se levante y se dirija al trabajo.

Los fracasos son mayores que los éxitos. Ha compren­dido que el fuego es traicionero. Surge silencioso, se arrastra sobre cualquier superficie, borra los vestigios y no deja más que las cenizas. Todo lo que una persona construye y todo lo que ostenta, lo devora de un lengüetazo. Todo el mundo está al alcance del fuego.

A Ernesto Wesley no le gusta tener que ocuparse de acci­dentes automovilísticos o aéreos. No le gusta la ferralla y mu­cho menos tener que serrarla. La motosierra le perturba. Mientras separa los hierros retorcidos, el temblor del cuerpo le hace perder por breves instantes la sensibilidad de los movimientos. Se siente rígido, mecánico. Un error es fatal. Cuando alguien se equivoca en un trabajo como éste se convierte en un maldito, en un condenado. Hay que arriesgarse constantemente. Para eso le pagan. Para eso sirve. Ha sido entrenado para el salvamento y cuando falla, las miradas de decepción del resto arrastran su honor por el polvo.

A lo único que le gusta enfrentarse es al fuego. Esquivar sus lenguas y huir de las llamas violentas que encuentran abundante oxígeno. Arrastrarse por el suelo que cruje bajo su vientre, sentir el calor atravesándole el uniforme, el yeso que cae, los pisos que van desmoronándose uno sobre otro, los cables colgando y las paredes partidas. Oír el crepitar de las llamas que cronometran su resistencia, el instante inminente de la muerte y, por fin, cargar sobre las espaldas un peso mayor que el suyo y rescatar a alguien que nunca olvidará su rostro tiznado.

En lo suyo Ernesto Wesley es el mejor, pero poca gente lo sabe.

Le sonríe al espejo del cuarto de baño y a continuación se pasa el hilo dental. Limpia cuidadosamente todos los intersticios y concluye la limpieza con un enjuague bucal mentolado. Tiene los dientes limpios. Pocos empastes. En una muela lleva una funda de oro. Fundió la alianza de boda de su difunta madre y revistió el diente. Es para la identificación, por si muere trabajando o en otras circunstancias. Un diente de oro es una peculiaridad, permitirá que lo identifiquen más fácilmente.

—¿Cómo está Oliveira? —pregunta un hombre de pie ante el urinario.

—Dicen que bien —responde Ernesto Wesley—, pero han tenido que amputarle la mano.

—¡Joder!

El hombre termina de orinar y se acerca a la pila para lavarse las manos. Las mira y suspira. Del grifo sale un hilillo de agua ocre.

—Este grifo está averiado —dice el hombre.

—No es el grifo. Hay poca agua, aquí.

—Esta agua es inmunda.

—Las tuberías, que son viejas. Todo es viejo.

—Eso me hace sentir aún más viejo. ¿Han encontrado la dentadura de Guimarães?

—La he buscado entre los escombros, pero no la he visto.

—¿Cómo han identificado el cuerpo?

—Una señal de nacimiento en un pie que le quedó prácticamente intacto. Parecía que nos lo hubiera guardado para que lo pudiéramos identificar.

—Sin los dientes, hay que tener un golpe de suerte así.

—Tuvo mucha suerte, Guimarães. Tenemos aún seis cuerpos destrozados sin identificar. Y a otro compañero desaparecido.

—Ya. Pereira.

—Sólo queda esperar el informe de los forenses.

—Pereira tenía los dientes pequeños y puntiagudos.

—Unos dientes horribles, todos cariados.

Los dos hombres se miran mutuamente en el espejo y permanecen unos segundos escuchando el arrullo inquietante del fluorescente, que crepita como si fuera a fundirse de un momento a otro.

—Serán esos dientes tan feos los que le saquen ahora del apuro —dice Ernesto Wesley.

—Y que lo digas. Yo a Pereira le encontraba sólo con verle los dientes.

—Dientes de tiburón.

Un hombre bajo y de mirada escrutadora abre la puerta del baño. Lleva una carpeta.

—Tenéis que despachar un accidente.

Ernesto Wesley termina de orinar y se sube la bragueta.

—Un choque entre dos coches y un camión. Hay cuerpos atrapados entre la chatarra.

—A Frederico se le da muy bien la sierra.

—Hoy libra. Sólo quedáis vosotros.

—¿Cuántas víctimas?

—Seis.

—¿Borrachos?

—Dos.

—Me siento como un pordiosero de mierda, rebuscando en la basura —murmura Ernesto Wesley, que había permanecido callado hasta ese momento.

—Es lo que eres —dice el hombre.

Los dos hombres siguen al tercero y se dirigen al camión. El accidente queda a cinco kilómetros, en una autopista.

—Tengo ganas de fumar —dice Ernesto Wesley.

—Yo también. No sé cómo tienes los dientes tan blancos.

—Me los froto con bicarbonato.

—Tienes los mejores dientes de la brigada, Ernesto.

—Y tú los mejores incisivos que he visto nunca. Un rectángulo perfecto. Deja en los bocadillos un mordisco inconfundible.

—¿Te has dado cuenta?

—Yo y toda la brigada. Sé cuándo un bocadillo es tuyo por el mordisco.

El hombre, admirado, se ajusta la hebilla del cinturón de seguridad hasta oír el clic.

—No me gusta serrar. Me deja tocado —murmura Ernesto.

—Puede que no haga falta.

Ernesto Wesley mira el cielo. Está estrellado y la luna no ha salido todavía. Entorna los ojos y mueve la cabeza, pero no la encuentra.

—Me va a costar —dice Ernesto Wesley—. Ya sabía yo que hoy iba a tener que usar la motosierra…

—Odio a los borrachos —murmura el hombre.

—Yo también —asiente Ernesto Wesley.

—Parece que fue ayer cuando murió mi hermana en la Carretera de las Colinas.

—Me acuerdo. Tuve que sacar al tipo de entre la ferralla. Un calvo de mierda.

—La partió por la mitad.

—Sí, de eso también me acuerdo.

—Te juro que quería matar a ese miserable. Estuve a punto.

—También nos pagan para salvar a los desgraciados, los borrachos y los calvos hijos de puta.

—Estoy harto de esa chusma irresponsable.

—Hay que convivir con el olor a mierda. Para eso nos pagan —zanja Ernesto.

Ernesto Wesley baja la cabeza, resignado. Sus ojos arden, lagrimean, pero hace tres años que no llora. No consigue llorar. Las lágrimas se le han evaporado.

El silencio cae sobre los hombres. Están cansados, pero han aprendido a actuar mecánicamente. Conocen sus limitaciones, que no son pocas. La autopista bordea un río y Ernesto Wesley observa su cauce, tan ancho que debe forzar la vista para distinguir el confín de sus plácidas e inmundas aguas turbias, como si buscara algún sentido o destino en vados que se extienden hasta el infinito, pero no siempre es posible ir donde ya no alcanza la mirada. Ernesto Wesley es un hombretón de espaldas anchas, voz grave y mandíbula cuadrada, pero todo eso pierde importancia si se compara con sus ojos, unos ojos profundos y negros, de un brillo intenso. No es un brillo de alegría sino de fuego, del fuego que tantas veces ha admirado y combatido. Cuando uno atraviesa la barrera de fuego que ilumina su mirada, no encuentra más que rescoldos. Su alma abrasa y el aliento le huele a hollín.

Antes de cumplir los dieciséis años, Ernesto Wesley se enfrentó a cuatro incendios en las casas donde vivió. Su pacífica familia se veía constantemente acorralada por el fuego, que comenzaba siempre soterrado en alguna estancia de la casa. Nunca sufrieron lesiones graves. La última vez le salvó la vida a su hermano mayor, Vladimilson, que quedó atrapado en la habitación cuando la puerta se atrancó. A Ernesto Wesley le aterrorizaba el fuego y flaqueaba al acercarse a la menor fuente de calor o ráfaga de aire cálido. Pero cuando volvió al interior de la casa para rescatar a su hermano se quemó por primera vez. Y vio que el fuego no le hacía daño, curiosamente. No sentía su ardor, no le dolía. Se cargó al hombro a Vladimilson, que estaba inconsciente, y ya no perdió ninguna otra oportunidad de enfrentarse a las llamas.

Ernesto Wesley no siente el ardor del fuego en la piel. Tiene una enfermedad rara, la analgesia congénita, una deficiencia estructural del sistema nervioso periférico central que le hace insensible al fuego, las cuchilladas y los pinchazos. Desde que se enteró, se mide con el fuego constantemente.

Para ingresar en el cuerpo tuvo que ocultar su enfermedad; si supieran el riesgo que corre, no lo hubieran admitido. Puede caminar sobre las brasas, atravesar columnas ardientes y resistir el embate de las llamaradas. Se quema, pero no lo nota.

Son pocos los que llegan a adultos con su enfermedad. Tiene marcas violáceas por todo el cuerpo.

Ha aprendido a palparse para ver si tiene algún hueso fuera de sitio. Se ha roto las piernas, las costillas y los dedos. Ernesto Wesley está muy pendiente de su cuerpo y cree que su enfermedad va más allá de la mera patología clínica; es un don.

Al no sentir dolor, su valentía aumenta hasta tal punto que llega hasta donde no llegaría ningún otro hombre; o muy pocos.

Se hace revisiones y pruebas con regularidad para saber si está bien de salud. Porque está persuadido de que puede soportar pruebas más duras que los demás. Pero hay un tipo de dolor al que no es insensible. Su corazón, en contrapartida a su enfermedad, padece un mal irreparable: el dolor de la pérdida. Lo mortifica terriblemente, la pérdida.

En mitad de la autopista parpadean unas luces rojas y amarillas. Dos policías hacen señas para que los coches circulen por un solo carril. El coche se detiene y los hombres se apean.

Ernesto Wesley distingue a lo lejos el amasijo de ferralla. Han chocado dos coches y un camión. Se han fundido. Tendrá más faena de la que creía. Se pone el mono especial, los guantes de malla, el casco de soldador y coge la motosierra con la que liberará de la chatarra a las víctimas. Espera la orden para entrar en acción. Otro equipo de rescate ha llegado antes. Ernesto Wesley sólo tendrá que talar los árboles. Es lo que suele decir cuando ha de abrir un boquete en la chatarra.

—Son cinco víctimas o, mejor dicho, seis —le dice uno de los bomberos del otro equipo—. Tres han quedado atrapadas entre los hierros, con un perro. A las otras dos ya las han trasladado al hospital.

Ernesto Wesley comprueba el estado de los coches y el camión. El conductor del camión es el único que ha salido ileso. Está de pie, junto a los bomberos, tratando de echar una mano. Es su quinto accidente y ha salido siempre con vida. La placa cuadrada del camión ha puesto en guardia a los bomberos: líquido inflamable. Una explosión química es una de las cosas de las que es más difícil escapar. Uno de los bomberos ha hecho una inspección y ha concluido que no hay riesgo de fuga. Ernesto Wesley pone en marcha la motosierra y no oye ya ningún otro gemido, sirena ni nada parecido, inmerso como está en la anestésica vibración de la sierra y el chirrido estridente de la cuchilla contra los nudos de hierro.

Lo único que le gusta de la ardua tarea que es serrar la chatarra son las chispas que saltan por los aires sin orden ni concierto, danzando nerviosamente. Algunas no se disipan y descienden hasta el suelo.

Una niña de cinco años ha quedado atrapada y está consciente. Tiene a su perro, un labrador, aplastado sobre el regazo. La sangre del animal le ha cubierto el rostro y la niña no deja de llamarlo. Habrá que serrarlo junto al resto del coche; el problema será el trauma que le causará a la niña. Primero habrá que retirar la cabeza y después las demás extremidades. Si no fuera por el perro, la niñaw estaría muerta. Ernesto Wesley no puede dejarse llevar por la emoción. Hay que talar los árboles. Aunque sienta que le arde el corazón siempre que rescata a un niño, sabe que a nadie le importan sus miserias. En esta profesión no se pueden rumiar las tragedias personales. Es un oficio que curte el carácter, que lo obliga continuamente a hacer frente a lo peor. Todo empequeñece cuando se compara con la muerte. Con una muerte que no es tranquila, soñolienta, con una muerte que desmiembra y desfigura, que transforma a los seres humanos en pedazos desvencijados. Cráneos triturados, miembros aplastados y mutilados. Cuando una persona en estado de shock ve que su pie yace a dos metros de distancia o su pierna ha ido a parar a la mediana de la autopista, no lo olvidará jamás. Se pueden perder: el amor, el dinero, el respeto, la dignidad, la familia, los títulos y la posición social. Todo eso se puede recuperar, pero un miembro mutilado no hay quien lo devuelva a su lugar.

Ernesto Wesley sierra la cabeza del perro y parte del panel del coche. Saltan chorros de sangre y virutas de acero. La niña está en estado de shock. Resiste dos horas sin perder la conciencia y sale con una pata bien agarrada. Lo más conmovedor ha sido el rescate de la niña, el de los padres será lo peor.

El padre perderá algún miembro si Ernesto pierde la concentración. Y es aún más difícil a causa del chaparrón, que ha durado cerca de cuarenta minutos y le ha dejado el mono empapado. Los compañeros parecen extenuados. Quedan pocos curiosos en el lugar.

El que más cansado está es Ernesto Wesley. Su cansancio se hace patente cuando la sierra trepida entre los engranajes del vehículo, se le escurre entre las manos y alcanza la pantorrilla del hombre. Para un momento. Respira hondo. Mira en derredor. Hace cinco horas que está serrando.

—Hay que relevar a aquel hombre —ordena el mando responsable de la operación.

El otro bombero, el que ha sido designado para acompañar a Ernesto Wesley, se hace cargo de la motosierra. Tras ponerse el uniforme de protección, le da a Ernesto Wesley dos palmadas en la espalda.

—Me llegó el turno. Descansa un poco, chico. Tienes muy mala cara.

—Serrar me pone negro, ya te lo he dicho. La cabeza me va a estallar.

Cuando el bombero se dispone a sacar a la madre, ya está muerta. Puede tomarle el pulso, pues tiene la cabeza reclinada sobre el asiento trasero, junto a la ventana abierta. Tendrá que serrar más de una hora para sacarla. Saltan chispas sin cesar, y cuando una fuga de líquido inflamable pasa desapercibida, es fatídica de necesidad. Lo peor de esta profesión es que el error de un hombre lo pagan todos los demás. El bombero que serraba ha salido despedido hacia el otro lado de la calzada mientras Ernesto Wesley se tomaba un analgésico junto a la ambulancia. El cuerpo del hombre en llamas ha cruzado el cielo de madrugada. Ha sentido cómo la piel se le arrugaba y se le erizaban los cabellos y, al caer sobre el asfalto aún con vida, ha oído cómo le estallaban los huesos entre las llamas, que enseguida le han inflamado las entrañas. Se transformaba ya en carbón animal y podía oler la peste a chamusquina de su piel, sus músculos, sus nervios y sus huesos. 

Los dientes le han quedado intactos y hasta los forenses han coincidido: jamás habían visto a un cadáver con mejores incisivos. 


II


La grasa funciona como combustible y aumenta la intensidad del fuego, por eso una persona delgada tarda más que una gorda en ser reducida a cenizas. El horno crematorio alcanza una temperatura de mil grados centígrados. Ni siquiera los dientes consiguen soportar esa clase de calor. La cola de cuerpos para incinerar siempre es larga. Se conservan congelados hasta que se introducen en el horno, después se muelen los restos duros como piedras, que acabarán reducidos a una ceniza de grano uniforme y suave.

Al carbonizar un cuerpo, las extremidades se contorsionan y se encogen. Lo que una vez fue humano parece replegarse so­bre sí mismo. La boca se abre desmesuradamente y luego se contrae. Los dientes saltan. El rostro se marchita y se torna un grito congelado de horror.