PECADORAS

VICTORIA ROMÁN

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Pecadoras

© Victoria Román

© Ediciones Casiopea, 2020

 

Imagen de Cubierta: Joan Crawford

Diseño de cubiertas: Anuska Romero y Karen Behr

Maquetación: CaryCar Servicios Editoriales

 

ISBN: 978-84-121020-5-5

 

Impreso en España.

Reservados todos los derechos.

 


Índice

ALGUNAS MUJERES MALAS

«Pecadoras» puede ser uno de los términos menos oprobiosos que las mujeres que desfilan por este libro hayan tenido que arrostrar a lo largo de sus vidas y después de dejar este mundo. Un calificativo acusador, como el dedo de los hombres, pero también de otras mujeres que las señalaron como ejemplo de todo lo pernicioso y vergonzante, aunque algo menos despectivo que la mayoría de las palabras infames con las que se han referido a ellas a lo largo de la historia.

«Pecadoras» puede ser uno de los términos menos oprobiosos que las mujeres que desfilan por este libro hayan tenido que arrostrar a lo largo de sus vidas y después de dejar este mundo. Un calificativo acusador, como el dedo de los hombres, pero también de otras mujeres que las señalaron como ejemplo de todo lo pernicioso y vergonzante, aunque algo menos despectivo que la mayoría de las palabras infames con las que se han referido a ellas a lo largo de la historia.

Nuestras protagonistas cargaron con el estigma del pecado, marcadas ante los ojos del resto del mundo, sin haber cometido más falta en muchos casos que tratar de ser libres o simplemente sobrevivir del único modo que tenían a su alcance. Del único modo que les permitía el resto de la sociedad, dominada por hombres y entre la que a menudo encontraron escasa solidaridad femenina, cuando no abierta hostilidad.

Y es que con ellas viajaba el escándalo, con su forma de plantarse ante el mundo o en la manera de utilizar sus cuerpos para lograr su beneficio, despertando la murmuración y siendo perseguidas y hasta juzgadas y condenadas.

Las llamaremos pecadoras sabiendo como sabemos que con frecuencia y mientras vivieron las tildaron de cosas bastante peores, aunque a muchas de ellas se las habría podido y debido definir entonces, como ahora, de un modo muy diferente. Porque por encima de ese concepto del pecado, inexistente todavía en el caso de algunas de ellas, las peripecias de la mayoría de estas mujeres también se pueden abordar situando el foco en lo que supusieron en su tiempo y los logros y conquistas a los que llegaron.

Nuestras pecadoras incluyen a mujeres sabias e influyentes que, usando sus armas de seducción, lograron ser tenidas en cuenta y arañar cotas de poder, ya fuera en un ágora de la antigua Grecia o en una corte europea. Del mismo modo que encontraremos mujeres emprendedoras que levantaron sus negocios comerciando con sus cuerpos, o que hicieron avanzar el arte participando en grandes obras como modelos o musas.

Y mujeres que simplemente vivieron de acuerdo a sus deseos, sin poner freno a sus apetencias ni a su libertad, para elegir cómo y con quién compartían sus camas, ni hacia dónde dirigían sus pasos. Auténticas aventureras para las que el mundo que tenían predestinado quedaba demasiado pequeño.

A ninguna de ellas juzgaremos, entendiendo que en la mayoría de los casos ni siquiera pudieron elegir y que más que disfrutar tuvieron que sufrir su feminidad como una maldición, sometidas a menudo y humilladas casi siempre. Porque las vidas de las pecadoras están condenadas y es difícil escapar al castigo, ya sea en forma de muerte u olvido, aquí las reivindicamos como mujeres entendiendo que si hubo pecado no fue el suyo.

PRIMERA PARTE

El pecado de la antigüedad


En el principio de los tiempos, si nos atenemos a viejas escrituras, solo estaban Dios y la criatura a su imagen y semejanza. Hasta que llegó ella, la mujer, presentada como el complemento útil y al que cargar al final con la responsabilidad de tantos paraísos perdidos. Convertida en la culpable del lanzamiento de la humanidad a la intemperie, desahuciados ya para siempre de la molicie edénica en la que habríamos podido permanecer por los siglos de los siglos.

Eva sería de este modo la primera pecadora de nuestra historia, al menos tal y como nos lo contaron desde el punto de vista judeo-cristiano, aunque no olvidemos las leyendas judías de origen mesopotámico que le asignan una antecesora mucho peor: Lilit. Una primera mujer de Adán que no solo lo abandonó, sino que, ya fuera del edén, se dedicó a esparcir el mal por el mundo, convertida en un demonio que engendraba hijos de bellos durmientes.

Pero antes de ese momento, antes de que libros tenidos por sagrados impusieran el concepto del pecado, ya hubo mujeres que escandalizaron en las diferentes sociedades de su tiempo por comportarse más allá de los límites de la norma dominante.

Dominación. Por ahí podemos empezar a remontarnos, a ese tiempo pretérito en el que los machos de las primeras comunidades prehistóricas utilizaban y hasta compartían a las hembras siguiendo instintos todavía nada refinados, y desde ahí al momento iniciático en que, ya inventado el trueque, ellos o ellas llegaran a la conclusión de que satisfacer aquellos instintos animales podía tener algún valor de cambio.

Podríamos imaginar en ese estadio primigenio de la humanidad, aún embrutecida, el origen de la prostitución como el intercambio de sexo por cualquier tipo de beneficio, con lo que cobraría sentido entonces esa recurrente definición de la prostitución como el oficio más antiguo del mundo. Pero lo cierto es que esa aseveración se sostiene, como todo lo que conforma la historia, sin prefijos, a partir de lo que ha quedado manifiesto en los primeros registros, las primeras pruebas escritas de cuanto aconteció en el pasado, y en ese sentido tendríamos las primeras referencias a la prostitución en el célebre Código de Hammurabi de la antigua Mesopotamia, dieciocho siglos antes de Cristo, la constitución más antigua que se conoce y donde ya se regulaban los derechos de herencia de todas las prostitutas.

Heródoto y Tucídides, los dos grandes historiadores, recogen ya en sus escritos detalles sobre la prostitución en la antigua Babilonia, desvelando que allí se obligaba a todas las mujeres a prostituirse con un extranjero al menos una vez en sus vidas, como muestra de hospitalidad, tal como harían las sociedades esquimales hasta casi entrado el siglo xx. En el caso babilonio acompañando incluso la práctica sexual de todo un ceremonial, al realizarla en un santuario para dar trascendencia sagrada al asunto, que culminaba con una compensación para la hospitalaria ciudadana.

Ya en la Edad de Bronce fenicios y griegos también practicarían la prostitución, en su caso en honor a la diosa Astarté, la madre naturaleza dadora de fertilidad, como parte de un rito que a buen seguro también daría sus frutos, al menos en forma de niños.

Por esos tiempos la prostitución se practicaba hasta en Israel, a pesar de las prohibiciones de la ley judía, de forma que el Génesis, en la Biblia, ya cita el caso de Tamar haciéndose pasar por prostituta en un camino para acceder a Judá y quedar embarazada. No olvidemos tampoco a Sansón perdiendo los cabellos y casi la cabeza por Dalila, como sí la perdería literalmente el Bautista por mano de Salomé. Y qué decir de María Magdalena, de la que ya nos ocuparemos aquí en su momento.

Pero estábamos en otras sociedades mediterráneas, como las fenicias, y su obsesión fecundadora llevada al máximo en los mercados del sexo en honor de la diosa de la fertilidad y donde las mujeres, además de mesarse los cabellos y darse golpes de pecho, se entregaban a los extranjeros tantas veces como fueran requeridas a cambio de un pago que luego ellas ofrendaban a la deidad.

Menos creyentes, y desde luego sin ningún afán procreador, eran los tratos carnales en la antigua Grecia, donde mujeres y hombres jóvenes practicaban la prostitución en libertad, obligados solo a vestir de un modo diferente para ser mejor identificados, amén de pagar impuestos como cualquier otro trabajador.

Modernos y liberales, entre los antiguos griegos destacan ya las primeras prostitutas históricas, las heteras como Aspasia de Mileto o Lais de Corinto, a las que traemos a estas páginas como nuestras primeras protagonistas.

Y si los templos fueron en principio los lugares más socorridos para practicar la prostitución, revestido el asunto como un ritual sagrado, pronto ese desempeño empezaría a tener un lugar específico para su realización con la aparición de los primeros burdeles. Así, en el siglo vi a. C. y fundado por un rey ateniense, Solón, se pone en marcha el primero de ellos, donde se prohibía el proxenetismo, y en el que los beneficios se destinaban a la construcción de un templo dedicado a Afrodita, la diosa del amor, y de la lujuria y la belleza.

En fin, que el oficio más antiguo del mundo, atendiendo a lo que está documentado, tiene en la Antigüedad un marcado origen religioso, como se reafirma también en los casos de Corinto o de Chipre donde ya, según Estrabón, existía un templo en el que llegaron a trabajar más de un millar de prostitutas. Un gran burdel, eso sí, muy sagrado.

Con carácter religioso o sin él, vinculado a los dioses o por simple deferencia y exceso de amabilidad hacia los visitantes, lo cierto es que la prostitución en el caso de la antigua Grecia, y sobre todo en la Roma antigua, es una cuestión que no suscitaba demasiados dilemas morales. La libertad sexual en esas civilizaciones permitía que el tema no supusiera ningún tabú y que, por el contrario, se percibiera con naturalidad.

Griegos y romanos entendían la sexualidad y la asumían sin conflictos en todos sus sentidos y modalidades, alabando la belleza como dejaron constancia en sus manifestaciones artísticas, a menudo con prostitutas sirviendo como modelos, y aceptando también sin reparos el sexo grupal y todo cuanto diera de sí una buena bacanal. Incluso con la participación entusiasta de las damas de la nobleza, como es notorio el caso de Mesalina, otra de las protagonistas de este viaje por el mundo de las grandes prostitutas de la historia, que comienza justo con las que dieron origen a la manida denominación de su trabajo como «el oficio más antiguo del mundo».

HETAIRAS Y CLÁSICAS

Aspasia

Maestra de sabiduría la han llamado. A ella, para la que ahora todo son incertidumbres, enfrentada a decisiones ante las que las equivocaciones se adivinan inevitables.

Su única certeza es su propia juventud, que hará posible mantener o prolongar la estirpe de este otro gran hombre que se cruza ahora en su destino, y evitar la viudedad a la que pueden condenarla quienes ni siquiera han llegado a considerarla esposa.

Ahora hay otra sombra bajo la que caminar entre la élite de Atenas, allí donde ella por sí sola podría brillar, si la dejaran. Y esa sí es otra certeza, ahora que se ha detenido a pensarlo.

De poco sirve que Sócrates y otras personalidades cercanas a su llorado Pericles hayan cantado sus virtudes, su lógica y su retórica, cuando otros han arrastrado su nombre por el empedrado de la acrópolis, tildándola de cortesana, de hetaira, culpable de todos los cargos, incluso de la guerra que los hombres han desatado.

Cómicos como Aristófanes la han convertido en diana de sus dardos burlones cuando no claramente crueles, y alguno hasta se ha atrevido a acusarla ante los jueces, de los que ha podido librarse, hasta el momento.

Lisicles la quiere ahora también a su lado, muerto Pericles, y con ello el deseo masculino vuelve a situarla en el peor de los escenarios posibles, cuestionada y ultrajada por la ascendencia que parece ejercer sobre los hombres que ordenan el mundo de las ideas y de los actos.

Aspasia, tan bella como sabia, intuye que justo eso basta para condenarla, porque son los suyos demasiados dones de los dioses acumulados en una sola persona. Y entonces se pregunta, más allá de ese día y los siguientes, si el mundo habrá de recordarla y si esas dos virtudes podrán ir juntas rodeando su nombre.

¿Será la bella Aspasia, la cortesana con influencia, más admirada por la categoría de los hombres que la amaron que por sí misma?

Vislumbra así con tristeza que en esa posteridad donde quizás halle acomodo junto a sus ilustres amantes aún habrá quienes lleguen a dudar de su existencia, incapaces de creer que una mujer pudiera medirse como igual en esa Grecia de los grandes pensadores.

Aspasia ignora si su nombre perdurará junto al de aquellos griegos a los que entregó su amor y su inteligencia o si la historia la borrará como a tantas otras que vendrán.

No intuye siquiera que el sabio Sócrates, que tanto la valora, pueda ser, como ella, igualmente cuestionado como un posible artificio literario, un personaje de la imaginación de los otros, sin entidad, alimentando así las sospechas sobre la suya.

Si lo pensara, si Aspasia lograra ver más allá de su presente, nada de lo que ahora hace, siente o anhela tendría sentido.

A qué preocuparse por el amor o el respeto de los atenienses ni de lo que pensarán o dirán, si finalmente decide unir su vida a la del nuevo pretendiente, ese otro hombre al que puede ayudar a convertirse en el sucesor de Pericles no solo en su lecho.

Aspasia, maestra de sabiduría, comprende que nada merece su inquietud y su miedo y que si transcurrido el devenir de los tiempos siguen sin reconocerla en toda su medida no será por su causa.

Porque ahí, todavía en los orígenes de la historia, son ellos quienes la escriben.

 

Grecia, año 450 a. C.

 

El mundo podía ser también de las mujeres en esa época. Debían ser inteligentes para estar a la altura de las preclaras mentes del momento y desenvolverse entre tanto pensador como poblaba sus calles, pero hacerse un hueco en ese mundo de las ideas siendo mujer era más fácil si al intelecto se le añadía la belleza y la disposición amatoria.

Tanto de belleza como de inteligencia iba sobrada Aspasia de Mileto, maestra de retórica y logógrafa, llamada a ejercer su influencia en la política y la cultura de la Atenas de aquellos años.

Según recogen los escritos más antiguos, Aspasia habría sido una de aquellas cortesanas, hetairas o heteras, e incluso podría haber regentado un burdel, si damos crédito a las obras de Aristófanes, aunque a día de hoy eso haya que cuestionarlo. Y es que la mayoría de los textos que se refieren a Aspasia con tono despectivo son de carácter satírico y desde el principio buscaban desprestigiar a Pericles, su amante.

Nada mejor, pues, para atacar a los poderosos y sobre todo cuando no se osaba hacerlo abiertamente, que empañar la reputación de sus mujeres, lo que bien habría convertido a Aspasia en una víctima, un objeto de la maledicencia, un ariete para derribar al hombre al que estuvo unida durante más de quince años, hasta la muerte del político ateniense en el 429 a. C.

Aunque algunos estudiosos llegan a sugerir que contrajeron matrimonio tras el divorcio de Pericles, que entonces le doblaba la edad, lo único probado es que tuvieron un hijo, Pericles el joven, que llegaría a ser general, pero al que ejecutaron tras la batalla naval de Arginusas, contra Esparta, acusado injustamente de no haber socorrido a los náufragos.

Hija de Axioco, Aspasia tomó su nombre de la ciudad jonia de Mileto, y son pocos los datos contrastados sobre su historia familiar y su peripecia hasta conocer a Pericles, siendo a partir de su relación con el político cuando se empiezan a tener noticias más fiables sobre ella.

Parece, eso sí, que de niña y en su ciudad ya recibió una esmerada educación, leyendo a poetas y filósofos y aprendiendo de Pitágoras que el cosmos es número y armonía. En su Mileto natal habría deslumbrado a todos por su belleza e inteligencia siendo solo una adolescente, hasta el punto de que Sofrón, un antiguo arconte, un gobernante griego, le habría propuesto trasladarse a Atenas, que por entonces era la ciudad más adelantada del mundo conocido.

Allí llegó con apenas veinte años y allí la habría encontrado Pericles siendo ya una de aquellas hetairas, mujeres de compañía, de clase alta, que además de sexo y belleza aportaban a sus relaciones la más esmerada educación en diversas disciplinas. Un tipo de prostitutas del más alto nivel, independientes pero cumplidoras con la Hacienda pública, como lo era la famosa hetera jónica Thargelia, con la que Plutarco llegó a comparar a Aspasia en su biografía de Pericles.

Si se trataba en efecto de una hetaira, y además siendo extranjera, Aspasia habría estado libre de las restricciones legales que tradicionalmente relegaban a las mujeres casadas al reducido espacio de sus hogares, lo que habría permitido participar, como lo hizo, en la vida pública y cultural de la ciudad, fundando incluso una escuela de filosofía y declamación para jóvenes.

El cerrado ámbito doméstico, por muy adinerada que hubiera llegado a ser, sin duda habría sido muy limitado para una inteligencia y unas dotes como las de Aspasia, convertida en amante del estratega ateniense, con una influencia sobre él que sus detractores pronto pondrían en evidencia, acusándola incluso de instigar el apoyo de Atenas a Mileto, su tierra, durante el conflicto de Samos. Así, al menos, lo relataba Plutarco en su biografía de Pericles y así lo recoge una comedia de Aristófanes, Los Acarnienses, donde pone en boca de su personaje Dicépolis la acusación de que Aspasia fue la inductora y la culpable de que Pericles promulgara el «decreto megárico» por el que se prohibía todo comercio con la ciudad de Mégara.

Todo esto son pequeñeces e historias locales, pero unos jovencitos borrachos con el cótabo fueron a Mégara y raptaron a una puta, Simeta. A continuación los megarenses, excitados por la rabia como por una dieta de ajo, raptaron a dos putas de Aspasia. Y de aquí estalló el comienzo de la guerra para todos los griegos: por dos putillas. Desde ese momento el Olímpico Pericles se puso a relampaguear, a tronar, a alborotar a Grecia y a dar leyes escritas como escolios: «que los megarenses ni en tierra ni en el mercado sean admitidos».

A pesar de tales acusaciones, parece más probable que Aspasia buscara más complicidad entre los intelectuales que entre los generales, teniendo en cuenta que su influencia se hace patente en el círculo de amistades de Pericles en el que se encontraban los sofistas como Anaxágoras o Sócrates, del que se dice que frecuentó su casa acompañado de otras mujeres con la intención de que pudieran oírla en sus debates y parlamentos.

Así, Plutarco escribió de ella que «fue altamente valorada por Pericles debido a que era muy inteligente y astuta en la política. Después de todo, Sócrates la visitaba algunas veces, trayendo consigo a sus discípulos y sus amigos más íntimos traían también a sus esposas para que la escucharan, y ello a pesar de que Aspasia dirigía un establecimiento ni respetable ni ordenado y educaba a un grupo de muchachas para cortesanas».

 

Pero no todo el parnaso cultural estaba de su parte. Antes de que se declarara la guerra del Peloponeso, Aspasia hubo de afrontar graves acusaciones por parte de los enemigos políticos de Pericles. Para derribarlo a él fue a ella a la que acusaron de corromper a las mujeres atenienses, con objeto de satisfacer las perversiones de su amante y, tal como relata Plutarco, hasta la juzgaron por la acusación de impiedad vertida por el poeta cómico Hermipo. Una grave acusación de la que se sabe que salió airosa sin que se tenga muy claro el modo, aunque algunos señalan que lo hizo gracias a un arrebato emocional de Pericles, quien llegó a llorar en un conmovedor discurso en su defensa ante los ciudadanos atenienses.

Sea como sea, su amante y defensor acabó muriendo tiempo después, devastado por la pérdida de sus hijos mayores y como una sombra del que fuera, con lo que Aspasia pasó a convertirse en esposa de Lisicles, tal como relata Plutarco citando un diálogo socrático, hoy perdido, de Esquines, que daba cuenta de su nueva unión con ese acaudalado general y líder democrático ateniense, un hombre más tosco que Pericles pero al que ella acabaría convirtiendo en otra de las personalidades más elocuentes de Atenas.

Maestra de oradores, a decir de los filósofos que la conocieron, a ella se le ha llegado incluso a atribuir la autoría del célebre discurso fúnebre de Pericles, recogido por Tucídides.

Que su influencia favorable sobre sus dos amantes, como la de una maestra sobre sus discípulos, fuera o no real eso es algo que enfrenta a los historiadores, que apenas pueden seguir su rastro más allá de las citas que le dedicaron Esquines y Antístenes en sus diálogos socráticos, en aquellas comedias de Aristófanes donde tanto se la maltrató o en la biografía de Plutarco sobre Pericles, en la que su figura se debatía entre la de una sabia y una cortesana.

Con el paso de los siglos la literatura posterior la fue despojando de entidad para convertirla más en un personaje de novela, inspiradora de poetas a partir de su historia de amor con Pericles, terreno abonado para el Romanticismo, que le dedicó versos y música.

Habría que esperar al siglo xx para asistir a la reparación de su figura desde prismas diferentes, en ficciones donde Aspasia podía liderar una huelga pacifista, pero también con aproximaciones más realistas a la que pudo haber sido su dimensión histórica, más allá del mito que los hombres hicieron de ella.

Lais de Corinto

Piensa, sin dolor ni pena, en cómo ha podido ser tan cruel quien aseguraba amarla, quien hasta hace bien poco la seguía como perro fiel y hasta se exhibía orgulloso de su brazo. Ese que quizás, ahora empieza a darse cuenta, solo se pavoneaba de su propia estampa, de su cuerpo cincelado por el ejercicio y no de la belleza de la mujer que lo acompañaba.

Es justo entonces cuando le asalta la sospecha de que ella, esa hermosa mujer, está perdiendo su poder, esos proverbiales encantos que le han permitido vivir hasta ahora como una más de esas damas de la alta sociedad ateniense siendo una hetaira, una mujer educada para el placer de los hombres, y que ha cumplido además con creces ese cometido hasta erigirse en la más afamada de la metrópolis.

Así ha sido en realidad desde que dejó atrás Corinto y su vida ya por entonces libertina para educarse en esta otra ciudad en el arte amatorio y la elocuencia, y nada menos que en la mismísima academia de Aspasia, la legendaria hetaira amante de Pericles.

Lais ha sido, sin duda, la alumna más aventajada, digna discípula de su egregia maestra, de la que ha aprendido también todas las habilidades para la conversación y el debate, y donde ha adquirido suficiente cultura para enamorar a varios filósofos, a los que hasta ha inspirado algunas de sus sesudas obras.

Todo lo ha tenido, a todos ha sometido y a muchos también ha depreciado, pero ahora es a ella a la que acaban de ofender con un desplante inimaginable hace solo unas semanas, cuando su amado se mostraba tan feliz en su compañía como todos esos otros a los que alguna vez se ha dignado a prestar algo de atención. Ese joven tan sobrado de músculo como falto de delicadeza, ese vanidoso campeón acostumbrado a poner todo el estadio en pie, acaba de lanzarle a la cara la realidad que nunca ha querido afrontar.

Todavía le cuesta creerlo, recordando que no había abandonado aún su lecho tras una de sus noches de amor cuando ya le estaba prometiendo, por primera vez, que la llevaría con él a Cirene en cuanto ganara las Olimpiadas.

Y aunque en ese instante aquella promesa quedó flotando, inconsistente y sin inmutarla, con el paso de los días la reiterada insistencia del Adonis en ese compromiso había ido fijando en la mente de Lais algo parecido a una burbujeante ilusión.

Ya se veía a sí misma causando sensación en la ciudad de su apuesto y acaudalado último amante cuando le ha llegado la mala nueva, el comentario envenenado de una antigua condiscípula de la academia de Elocuencia y Arte Amatorio, de carrera menos afortunada.

Con la sonrisa asomando sin disimulo, esa pécora le acaba de relatar, deleitándose en los detalles, la forma en que el atleta ha llegado a Cirene efectivamente acompañado por Lais, cumpliendo lo prometido, aunque llevando en realidad un retrato de ella que además muestra divertido a todo el que se encuentra, convencido de la gracia de su comedia.

Lais también sonríe y hasta parece celebrar la broma del patán, a la que resta gravedad como si por dentro no le quemara el fuego del oprobio. No quiere que se le transparente el miedo, ese terror a envejecer y a ir perdiendo todo lo logrado, empezando por el respeto.

No quiere Lais de ninguna manera vislumbrar el ocaso. Por eso, llena su copa… y bebe.

 

Grecia, siglo V a. C.

 

Corinto es por ese tiempo el centro de la vida libertina, y donde nace y vive sus primeros años la que está llamada a ser otra de las hetairas más célebres de la época: Lais.

Muchas son las anécdotas y episodios que jalonan su biografía, plagada sin embargo de inexactitudes y equívocos teniendo en cuenta que existió otra Lais, de Hycara, con la que a menudo se confunden sus peripecias, y que todo lo referente a su origen y, sobre todo a su final, no tiene más base que la leyenda, siempre difícilmente demostrable cuando no imposible.

Resulta complicado precisar a qué se dedicó antes de ser modelo y supuesta amante del pintor Apeles, al que habría inspirado obras como su Diana cazadora, o de convertirse en la amante del filósofo Aristipo, aunque parece probado que en su Corinto natal ya practicaba la prostitución en el templo de Afrodita. Un ejercicio el de la prostitución que, como ya explicamos, tenía un carácter religioso, sagrado, en la línea de los rituales alrededor de la diosa Astarté en Oriente.

Como ocurriera antes con Aspasia y después con Friné, como ya hemos contado y contaremos, también Lais acabó abandonando su ciudad natal, donde la asediaban los admiradores, marchando a Atenas, por entonces el centro del mundo occidental, en busca de fortuna y prosperidad del único modo que podían hacerlo las mujeres, seduciendo a los hombres poderosos y acaudalados.

Lais buscó educación y guía en la escuela de Elocuencia y Arte Amatorio de Aspasia, quien era ya toda una celebridad en Atenas, y es ahí donde toma contacto con la más refinada cultura y sus representantes, incluyendo a la propia Aspasia, una de las mujeres más brillantes de su época y, como ya contamos también, de mente tan privilegiada como los filósofos que la acogían y admiraban.

También Lais, discípula aventajada, se rodea de filósofos a los que, en su caso, también convierte en amantes, y así se habla de Demóstenes y de Diógenes como algunas de sus conquistas, aunque es Aristipo, discípulo de Sócrates, el que ha quedado para los anales como el favorito de la hetaira.

Su relación está recogida y elocuentemente expresada en la obra del filósofo, siendo como era el impulsor de la escuela hedonista, que abogaba por los placeres y que encontró así en Lais su principal fuente de inspiración. Amantes ambos de la buena vida y la fiesta, Lais disfrutó con Aristipo de todo ello, y también una vez concluida la relación. Pero muchas fiestas después, comenzó el declive de la hetaira, afrentada por la burla de un joven amante, el campeón olímpico Eubotas de Cirene, que le había prometido amor y probablemente un buen retiro. Su público abandono y desprecio la convirtió a partir de ahí en diana de los dardos de algunos de los hombres a los que había rechazado antes, como el poeta Epícrates, que no dudó en dedicarle los más vengativos y despiadados versos:

Tiene la misma suerte que tienen las águilas, que cuando son jóvenes, bajan de la montaña, asolan los rebaños de ovejas y comen a las tímidas liebres, teniendo a sus presas sumidas por el miedo. Pero cuando son viejas, cuelgan de lo alto del templo, hambrientas y desamparadas; y los adivinos convierten tal vista en un prodigio.

Y así, bien podría ser Lais también un presagio; porque cuando era una doncella, joven y fresca, era bastante salvaje con su maravillosa riqueza, y era más fácil acceder al sátrapa Farnabazo. Pero en la actualidad, ahora que ya se ha avanzado más en los años, y la edad ha metido su cuerpo en redondas proporciones, es más fácil acceder a ella y también despreciarla.

La inminencia de esa vejez, y todos esos estragos en los que se regodeaba el poeta, forzó la retirada de Lais de la vida pública y a partir de ahí la leyenda, a falta de certeza, lo mismo sitúa su final muriendo alcoholizada que lapidada por una turba de vestales, furiosas al sorprenderla manteniendo relaciones con un joven en el templo de Venus, siendo ya anciana.

Si algo de aquello aconteció realmente y si todo lo que se refiere a Lais de Corinto le ocurrió a ella o a otra de igual nombre, son cuestiones que se tendrán que seguir investigando.

Friné

El agua limpia y purifica. Y con agua han regado esta mañana el suelo del Areópago, recordando a jurados y litigantes que en la audiencia solo puede entrar aquello que sea puro.

Agua, fría en el mejor de los casos —hirviendo en el peor— habrían querido arrojar también sobre Friné, la acusada de hoy a la que todos consideran culpable de antemano del que es sin duda uno de los peores delitos, aquel que llevó al filósofo Sócrates a beber la cicuta y a acabar con su vida.

Ellos la acusan de impiedad, de no respetar los ritos con los que se debe homenajear a los dioses, la misma acusación que uno de esos cómicos calumniadores vertió años atrás contra otra mujer, Aspasia, hetaira como ella y amante de poderosos políticos, como Friné lo ha sido de grandes artistas.

Como Aspasia de Mileto también ella, Friné de Tebas, ha sabido deleitar a los hombres no solo con su cuerpo, inspirando de paso sus obras sublimes, sino también con su conversación, su poesía, el baile o la música.

El arte es el que la ha llevado ahora ahí, ante los jueces, y el que la expone a su veredicto más allá de su oficio de hetaira, ese en el que ha acabado prosperando desde su llegada a Atenas, después de años vendiendo por los mercados sucios y pastoreando rebaños en la Beocia.

Alguno de los admiradores de su belleza perfecta, ya ni recuerda su nombre, la condujo hasta aquella escuela de hetairas donde el arte y la filosofía han sido también parte de su formación, y a lo que ha dedicado mayor empeño.

Su cuerpo y su intelecto unidos han seducido a artistas como Praxíteles, que la ha convertido en la mismísima imagen de la diosa Afrodita, todo un sacrilegio a ojos censores que, por ello, y por asistir como iniciada a los misterios de Eleusis dedicados a Deméter, la tildan de impía.

Y aquí se ve ahora, acusada por no corresponder al amor del que la denuncia y sin otra defensa que Hipérides, tan esforzado orador como amante y que no ha logrado hasta ahora convencer a nadie sobre su inocencia, a pesar de su encendido discurso, elaborado a petición de Praxíteles. Su conmovedor alegato no ha penetrado en las cabezas y los corazones de este jurado grave y prejuicioso, y a falta de una llantina como la que cuentan que Pericles vertió para salvar a Aspasia en igual tesitura, a ella ya solo le queda un recurso si no quiere acabar como Sócrates.

Sabedora de lo que sus encantos provocan entre los hombres, y siendo hombres sus jueces, ha llegado la hora de mostrarse ante los que pueden condenarla. Friné desliza entonces hasta el suelo sus ligeras vestiduras, que se desparraman sobre el mármol como antes lo hizo el agua purificadora, y ahí queda expuesto en todo su esplendor ese cuerpo del que no se puede ni se debe privar al mundo.

«¿Cómo puede ser impía una mujer que tiene formas de diosa? ¡Piedad para la belleza!».

Las crónicas recogerán ese alegato, exhibiendo la perfección de su desnudez como prueba definitiva de los dones que la hacen comparable con la diosa del amor y la belleza, y con el que logra la absolución de los jueces.