The mystery box

Polo Toole

ISBN: 978-84-19300-97-3

1ª edición, marzo de 2022.

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

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CAPÍTULO 2:

REBELIÓN EN EL CHAT

Atalanta se despertó con una sensación rara, entre desubicada y contenta. A su lado, el cuerpo dormido de Víctor era uno de esos que resultaban atractivos en un momento tan íntimo e insospechado. Con la boca entreabierta, mostraba un poco esas paletas ligeramente separadas que tanto le gustaban a ella. Sopesó despertarlo, pero al mirar el reloj se dio cuenta de que no eran ni las nueve, así que intentó frotarse contra él para ver si así conseguía algo, pero nada. Oyó movimiento fuera de la habitación, así que se puso la ropa y salió para desayunar.

—Ah, buenos días –Alberto ya estaba de pie, aunque parecía salido de una cueva. Con ojeras, pantalón corto y el pelo enmarañado, se unió silencioso a Atalanta en la cocina, con la excusa mental de hacerse un té, el segundo en su caso.

—¿Llevas mucho despierto?

—Un par de horas, tengo trabajo atrasado –mintió. Jamás dejaba nada para luego, era de esas pocas personas que, si se comprometían a algo, aunque fuera con ellos mismos, lo cumplían con creces y algo de tiempo de margen para poder remolonear sin remordimientos.

—Tu no paras nunca, ¿verdad? –Atalanta admiraba a Alberto por muchas razones, pero la principal es que entendía bien la personalidad de éste y siempre sabía respetar sus tiempos.

—Parece ser que no –sonrió y un bostezo lo sorprendió–. ¿Te apetece un zumo de naranja? –se le antojó de pronto.

—¡Sí!, mucho –se acercó a la nevera y la abrió–. ¿Cuántas quieres que saque? –de pronto parecían una pareja por lo bien que se apañaban.

—A ver cómo son de grandes..., –Atalanta agarró tres y Alberto valoró– vale, dame cinco, no son tan grandes.

—¿Quieres que te tueste algo de pan?

—Venga, vale, tomate y aceite –se quedó mirando una naranja y protestó–. Tsk..., esto me parece increíble, –le muestra la pieza– ¿hay plástico más inútil que las pegatinas en la fruta?

—Qué asco..., –dijo con sentimiento y Alberto sonrió– yo lo que hago es despegarlo y tirarlo donde el plástico, pero es sangrante.

—Totalmente, –Alberto se quedó mirándola.

Mientras preparaban el desayuno y lo llevaban al sofá, el portátil de Alberto, que estaba entreabierto en la mesa del salón, sonó con el ruido del chat. Éste miró a Atalanta con las manos mojadas del zumo.

—Yo termino esta última, –se arremangó para terminar el trabajo – ve a mirar.

—Gracias, no tardo –Alberto se afanó en la lectura de la pantalla mientras Atalanta dejaba los vasos y se sentaba. Alberto cerró el portátil e hizo lo mismo junto a ella.

—¡Ay, ¡qué rico y fresquito está! – sonrió.

—Mm, la tostada ñam –se quedaron un rato en silencio masticando y bebiendo.

—Oye, una cosa...

—Dime...

—¿Cómo vas a hacer con la caja misteriosa al final?

—Ah, pues... –no le apetecía hablar del tema en ese momento–. La verdad es que ya he mirado algunas para cuando me diga de hacerlo. Tendrá que elegir una y yo me encargo del proceso. Vaya ganas..., seguro que quiere mirarlas una a una.

—Bueno, siempre que lo hagas tú estará bien.

—Es un coñazo, Ata...

—No pensé que le diera por ahí, además su canal es bastante llamativo de por sí con lo que hace..., ¿cómo se llamaba?

—¿Te refieres al ARG? –Atalanta asintió.

—¿Cómo era eso? Espera, no me lo digas, –lo calla, –juego de realidad..., aumentada, ¿no?

—Alternativa –se terminó el zumo–. Plus, las cajas misteriosas están pasadísimas de moda.

—Total, al menos estoy más tranqui de saber que eres tú quien va a pillarla, así todo nice.

—Sin duda –se queda pensativo uno segundos–. Oye, ¿quieres echar un vistazo a las que tengo fichadas?

—¡Vale!, ya sabes que no es mi terreno, pero me gusta el misterio.

—Lo sé –la mira–, pero no te esperes nada del otro mundo.

Ambos fueron al cuarto de Alberto y éste preparó el ordenador para enseñarle a Atalanta las cajas que creía podían ser del agrado de Víctor y cuyos vendedores le dieron mejor espina. Sabía que todo estaba lleno de mentiras, pero al menos esperaba una escritura limpia y cierta congruencia en las descripciones del producto. Cuando terminaron, Alberto cerró todo y lanzó un programa nombrado con unos dígitos que pareciera hacer una búsqueda en el equipo. Atalanta se fijó en una de las pocas carpetas que aquel tenía su escritorio y la única con nombre.

—¿Qué es eso? –no pudo evitar preguntar y señalar la carpeta nombrada “espectros” sin llegar a tocar la pantalla, cosa que tranquilizó a Alberto, aunque ya se había agobiado pensando que iba a dejar un dedo puesto encima.

—Todos tenemos pasatiempos, ¿no?

—A mí también me gustan esas cosas, ¿sabes?, pero nunca has hablado de esos temas.

—Las aficiones van y vienen, no siempre me interesa lo mismo, –reflexionó– aunque la mayoría de la gente no está nunca en tono con las mías –decidió sincerarse–. Esa es la verdad, así que simplemente guardo estos pasatiempos y los disfruto cuando me da por ahí.

—Bueno, pues a mí me interesa, –lo miró con cariño– así que te exijo que me hables de todo lo que te gusta –Alberto le devolvió la sonrisa.

—¿Deberíamos despertar ya al bello durmiente? –su amigo se le vino a la cabeza y lo sacó del momento.

—¡Lo sabía! –Víctor apareció detrás de ellos como un ninja y se lanzó a abrazarlos a ambos.

—¡Qué susto, tío!

—Ya íbamos a ir a por ti.

—Si la montaña no va a....

Ecce el profeta – Víctor sonrió.

—Madre mía, qué habilidad en latín –Alberto le devuelve el gesto.

—¿Habéis visto?

—Sí, sí, un portento –dice ella.

—Oye, ¿quieres que pillemos tu mystery box ya, portento?

—Pues me tengo que duchar, que grabaré la toma de cómo la compramos, sin sacar la página ni nada, –miró a su amigo– como tú me digas...

—Yo no me quiero meter, pero ¿y si lo hacéis en la tarde? –intervino Atalanta–. Hace muy bueno y estaría bien dar una vuelta antes, ¿no os parece?

—La verdad es que no me importaría salir hoy a tomar un vermut –meditó Alberto.

Bua, ¡eso hay que aprovecharlo! –Víctor se alegró, le apetecía mucho coger ese puntillo interesante bajo el sol.

Los tres amigos hicieron lo dicho y al rato salieron de casa para ir a una bodega que Alberto conocía. El lugar lo solían frecuentar, por regla general, personas mayores. Esto no molestaba a Alberto, al contrario, le gustaba la tranquilidad que se respiraba al entrar ahí. Además, el vermut lo hacían casero y era, sin duda, el mejor que había probado y el dueño siempre le ponía un par de aceitunas extra de regalo en el vaso. Al llegar, entraron para pedir tres vasos, una tapa de patatas alioli y otra de bravas. Después se llevaron todo a uno de los dos barriles que se encontraban a la entrada del local a modo de mesa, para seguir disfrutando del sol antes de que alguien más los ocupara.

—Mm, qué rico está –Víctor se sorprendió con el dulzor del primer trago e imitó a Alberto remojando una aceituna en el vermut para comérsela después–. Mm, mm –señaló con los ojos muy abiertos.

—¿Nunca lo habías tomado? –preguntó Atalanta.

—Pues no, la verdad. Había probado un poco del suyo alguna vez, pero no lo recordaba tan rico.

—¿Verdad? –le dijo Alberto levantando las cejas.

La tarde se les echó encima mientras pasaban el tiempo viendo vídeos alternando de una plataforma a otra. Atalanta había tenido que irse después del vermut y a Víctor le estaba entrando prisa por comprar la dichosa caja, pero Alberto puso un video en el que salía una creadora de contenido que apasionaba al primero, así que se concentró en escucharla, ya que lo había subido hacía apenas once minutos.

—¡Qué bien, nuevo vídeo! –sonrió sin apartar los ojos de la pantalla y Alberto también parecía interesarse. Trataba de una exploración urbana, como acostumbraba aquella muchacha en su canal, pero los comentarios habían explotado en el poco tiempo que llevaba subido, puesto que parecía contener algunos fenómenos paranormales que habían pasado completamente desapercibidos para la protagonista. Y eso fue lo que cautivó a Alberto. Obviamente, pensaba, una buena actriz haría que todo pareciera casual, pero también pensaba que lo paranormal tenía una posibilidad, al menos en su opinión y era ahí donde su atención se centraba, puesto que había algo en ese mundo invisible que lo atraía.

—Interesante... –dijo Alberto más para sí mismo que para su amigo, pero éste asintió complacido.

—Cómo me alegro por ella –añadió Víctor cuando el vídeo terminó–. Aunque no es por nada, –se le dibujó una mueca pícara– pero está ahí por mí, gracias al feedback energético que le mandé –Alberto se echó a reír con el descaro de su amigo mientras movía la cabeza suavemente de lado a lado, entonces se acordó.

—¿Desea el señorito feedback energético que compremos la cajita? Que yo mañana no estoy, ya lo sabes.

—Lo sé –puso cara triste.

—¿Vamos ya?

—¡Sí! –ambos se levantaron para ir al cuarto de Alberto y allí se posicionaron delante del ordenador para buscar y seleccionar una de las cajas que ya había visto aquel para su amigo, puesto que cumplía los requisitos de dinero e información que éste le había pedido y, quitando que Víctor quería cotillear dentro de ese mundo oculto, no tardaron mucho en seleccionarla y comprarla.

—Bueno, pues ya tiene mi niño su caja, ¿contento?

—¡Mucho! –Víctor abrazó a su amigo y después levantó los brazos mientras bostezaba y se recostaba en la silla; con el impulso, las ruedas de ésta se movieron y se le cortó el estiramiento de forma abrupta.

—¡Tío!, ten cuidado, que puedes reventar el espaldar...

—El de la silla, ¿no? Mi espaldar te resbala, te la refanfinfla, se conoce... –hizo una mueca de disgusto para acto seguido cambiarla a una de humor.

—Por el camino de la amargura, señor... –Alberto hacía como que lo decía para sí mismo, pero todo era un juego de guasa que tenían entre ellos y gustaban de este tipo de ataques, puesto que nunca escalaban a más, se quedaban en el chiste entre las palabras y las formas.

El día por fin había llegado y los planes de Alberto iban a materializarse, con lo que remoloneaba en la cama sabiendo que era mejor dejar toda la energía para más tarde, pero un sonido grave, que resonaba y vibraba en el salón y parecía como si la selva se acercara, hizo que finalmente accediera, visiblemente mosqueado, a ver lo que ocurría. Cuando se asomó por el marco de la puerta, pudo ver una escena dantesca en la que Víctor, rodeado de dos amigos y Atalanta, estaba dando un espectáculo con un instrumento colombiano llamado guasá. La parte dantesca de la escena era ver a su amigo vestido solo con una minifalda, sudoroso, borracho y danzando como un duendecillo mientras, pasionalmente, agitaba el instrumento. Claro que, después de observarlo un escaso minuto, no puedo más que unirse al grupo y reír junto a ellos.

—¡Bravo!, ¡bravo mi parce! –uno de los dos amigos animaba a Víctor con entusiasmo, hasta que cogió el guasá, que era suyo, y comenzó a tocarlo de una forma realmente agradable.

—Guau –Atalanta se quedó embelesada, así como el resto. Parecía mentira que algo tan sencillo pudiera tener tanto ritmo.

—Chapó –Alberto aplaudió al terminar aquel y hubo un silencio corto en el que se quedó mirando a su amigo–. ¿Tú no tienes trabajillo que hacer, creador de contenido?

—Aún no ha llegado, me lo tienen que notificar –miró a Atalanta y a los dos chicos–. Además, estoy intentando engatusar a los presentes para que la abran conmigo.

—¡Ah, no parce, eso lo vas a abrir tú solo, cabrón! Con nosotros no cuentes...

—¡Venga ya! –los miró haciendo pucheros y después se fijó en Atalanta, que abrió mucho los ojos con cara seria.

—A mí no me mires... –respondió.

—¡Bah!, sois todos unos cagados... –miró a Alberto de reojo, que se percató.

—Llevas dos meses sabiendo que tengo planes, –le contestó– mucho antes de que decidieras hacer lo de la caja, que conste en acta. Es más, –miró su reloj de pulsera– tengo que prepararme en breve para salir a la tarde.

—Yo podría hacerte de apoyo telemático, –intervino Atalanta– no quiero salir en el vídeo.

—¡Puedes estar sin que salga tu cara!

—No sé yo... –Atalanta estaba dudosa, aunque tenía curiosidad, así que Alberto se quedó más tranquilo con la certeza de que Víctor acabaría convenciéndola, cosa que se demostró en un par de frases más. Podía ser muy insistente, así que volvió tranquilo a su habitación para tumbarse un rato más escuchando música antes de prepararse.

Al rato el móvil de Alberto comenzó a sonar con la música del opening del famoso anime Cowboy Bebop, era la alarma de emergencia, se había quedado dormido. Se levantó de un respingo y con cara de terror mientras evaluaba la situación y la pegadiza canción sonaba más y más fuerte. Lo primero, la hora, tenía margen, pero ¿cómo era posible haber dormido tanto?; lo segundo fue vestirse a toda prisa y poner las mochilas en la puerta para visualizarlo todo y coger dos baterías. Cuando iba a contar por el tercero, se dio cuenta de que se había puesto la ropa equivocada e hizo un sonido de desesperación, se la quitó de nuevo y fue al armario donde, en un sitio más oculto, se encontraba una bolsa de tela con una ropa oscura táctica, que cubrió con unos pantalones de chándal. El resto del equipo ya lo había dejado preparado hacía días, así que no era un problema, pero el susto de quedarse dormido no se lo quitaba nadie y tenía una ligera taquicardia por ello.

—Vale, creo que está todo –se dijo a sí mismo y salió a la calle mientras se ponía en contacto con el grupo del chat.

Unas horas más tarde comenzaría la reunión, cuando todos se encontraron en la ubicación después de llegar a las afueras de la ciudad que mantendrían en secreto, como hacían siempre en sus incursiones.

—Bueno, –Kowloon era el mayor– por fin podemos reencontrarnos como es debido –con el material colocado en el suelo, en medio de la nada en una zona de monte, comenzaron a saludarse entre todos.

—Nosotras hemos traído esto para cubrir las matrículas del camión –dijo Monsatan junto a su pareja Savia, del grupo eran las únicas que vivían juntas en la misma ciudad.

—¿Estás bien, tío? –Alberto se acercó a CyberRoot, que se había alejado un poco y parecía tener náuseas.

—Sí, gracias, tío... –eructó–. Ya sabes que me suelo poner así antes de entrar...

—A todos nos afecta, –apretó los dientes– no pasa nada por querer vomitar, ni mucho menos. Mejor aquí que allí, por si las moscas...

—Lo sé, en un rato voy –lo miró con cariño–. Gracias.

—¿Qué le pasa? –Alberto volvió junto al resto y la pregunta iba dirigida a Kowloon con relación al único del grupo que se mostraba distante y errático, como si fuera a la suya.

—Nada, –lo miró con un gesto de ojos que denotaba cansancio y frustración– lo de siempre. No sabe trabajar en grupo, ni quiere, ni le interesa, ni nada. Sinceramente, te lo digo en confianza, pero no creo que este tío sea para estar con nosotros –hizo un ruido al chocar la lengua contra el paladar, señal de disgusto–. Es su actitud, no da para más...

—Déjame hablar con él, anda, –suspiró– vamos a intentar hacer esto bien y luego ya hablaremos, pero ahora tenemos que estar todos centrados, incluso él –ambos se quedaron unos segundos en silencio–. Lo sabe, ¿eh?, no es ningún tonto.

—Eso es lo que me preocupa, lo sabe y no lo controla...

—Voy a ver –Alberto se dirigió hacia el último en discordia, que no hacía más que revisar una y otra vez su equipo y el del resto, parecía no llevarse bien con ninguno.

—¿Está todo en su sitio? –Alberto lo sorprendió por detrás, lo que molestó a su compañero, que lo miró con cara de susto para volver a enfocarse en sus cosas, como quitándole importancia.

—Aquí estoy, sí –contestó VulpesInculta.

—¿Te ayudo con algo?

—No, –dijo con rotundidad y se le escapó una suave risa– no, gracias... –se le dibujó una sonrisa y Alberto se desesperó. No solo porque no le gustara hacerse el amable porque sí, ni tampoco se metía jamás en los asuntos de alguien así de desagradable, sino que la realidad era que VulpesInculta le resultaba terriblemente atractivo. El chico era de ascendencia coreana y ambos debían tener la misma edad, aunque nunca se había comentado. Alberto no podía quitar los ojos del atractivo de éste. Desde luego parecía un Idol sin pretenderlo, pero sus facciones, su cara seria y un pelo que, aún descuidado, parecía esculpido a posta, hacían que Alberto no pudiera evitar sentirse atraído. Una cosa era lo espectacular que lo encontrara, otra muy distinta era validar a una persona por solo su físico, era aquí donde la integridad de Alberto hacía que tuviese una lucha interna constante cuando se encontraba cerca de él, puesto que en sus principios no entraba el cuerpo por encima de la educación, amén de otras cualidades, pero esa era de las principales. Así que la cosa seguía de esta manera siempre, Alberto terminaba acercándose a él en algún momento de la reunión solo para arrepentirse a los pocos segundos de entablar una conversación, por nimia que fuera. Y esta vez no fue la excepción, Alberto terminó dándose la vuelta y procurando no fijarse en lo que él denominaba en sus mientes como “exquisito y estúpido trozo de carne”.

—No merece la pena, te lo he dicho... –le soltó Kowloon cuando Alberto volvió junto a él con cara de mosqueo–. Pero ahora al toro, ¿estamos?

—Estamos, más que nunca –contestó con determinación.

Lo siguiente que hicieron fue vestirse apropiadamente, llevaban ropa táctica oscura con pasamontañas, gafas de visión nocturna y guantes anticorte. Después esperaron a que el reloj marcara las 03:00 a.m. para, inmediatamente, subir al camión que había conseguido CyberRoot y dirigirse por un camino secundario que estaba lleno de baches y barro hacia una nave próxima. La entrada y la descarga del laboratorio ilegal fue tan rápida y profesional que no parecía que fuera solo la séptima vez que realizaban este tipo de trabajo, sino más bien el trigésimo cuarto, pensaba Alberto en su cabeza, que iba por separado de sus acciones muchas veces, quizá como método de defensa. <<Trigésimo cuarto>>, nunca mejor dicho, pensaba, puesto que ese era el canto del Infierno de Dante Alighieri donde, junto a Virgilio, veían a Lucifer y acababan en el Purgatorio. Así era como Alberto se sentía al terminar este tipo de trabajo, como si estuviera en el mismísimo Purgatorio, solo que éste se hallaba en su mente, lugar donde se veía recluido en un aluvión de pensamientos incontrolables que no podía ignorar.

Lo siguiente fue el paseo en camión, todos en silencio y rezando porque no los parase la policía y así no tener que enseñar la documentación falsa, mientras olían a excrementos y llevaban manchas de sangre y suciedad en la ropa. En la carga, montones de animales de laboratorio, entre ellos perros, en las peores condiciones imaginables, cansados, asustados y maltratados por los experimentos, ni siquiera protestaban. Les esperaba un trayecto largo, pero otro grupo les tomaría el relevo más adelante llevándolos a un lugar seguro. Este tipo de rescate requería de mucha gente y espacio donde descargar, así que tardaban meses entre que se enteraban de un lugar y actuaban. A Alberto siempre le acababa doliendo la mandíbula. Era consciente de que no paraba de apretar los dientes el tiempo que duraba el trayecto, pero poco podía hacer por controlarlo con la adrenalina que le producía el miedo a ser descubiertos, solamente intentaba focalizarse en el interior de su boca para paliar los impulsos de mordida.