Elcaballeroimplacable_cubierta_RGB_HR.jpg

1

Hayden

Ante una crisis inminente, había dos tipos de hombres de negocios: los que decían que no iban a caer sin luchar y los que ni se molestaban en contemplar la posibilidad de fracasar. Yo pertenecía, sin duda, a la segunda categoría.

Había forjado mi reputación de forma diferente a la de la mayoría de los ejecutivos de la City de Londres. En lugar de confiar en mis conexiones familiares o de ir de copas con antiguos compañeros de internado para tratar de impresionarlos, me había concentrado en los números, me había obsesionado con los detalles y había tomado decisiones inteligentes. Me gustaba ganar dinero. Cuanto más, mejor. Y no me importaba gritarlo ante quien quisiera escucharme.

En los diez últimos años, había hecho que Wolf Enterprises pasara de ser una de tantas empresas emergentes de Londres a una de las mayores compañías de Europa. Era la responsable de miles de puestos de trabajo, y el balance de sus transacciones se calculaba en miles de millones. Durante una década no había conocido más que un éxito tras otro. Pero, a lo largo de los doce últimos meses, algo había cambiado. Había perdido algunas ventas importantes, me habían subestimado en la firma de algunos contratos y me habían bloqueado en algunas licitaciones. Mi imperio se tambaleaba.

Pero no pensaba dejar que se derrumbara.

Solo tenía que convencer a mis inversores durante el almuerzo de que podía cambiar las cosas.

Al llegar a la entrada vi a Steven y a Gordon al otro lado de la sala. Consulté el reloj. Había llegado al restaurante exactamente a la hora convenida, lo que significaba que ellos habían llegado temprano. Una mala señal, ya que normalmente tenían la costumbre de hacer esperar a la gente. Eso significaba que iban en serio.

Aunque yo también.

La maître me indicó un asiento delante de ellos en una mesa cerca del fondo. Esos tipos no hacían nada por casualidad: habían concertado una comida pública en vez de una reunión privada, habían llegado temprano y, para finalizar, se habían sentado de forma que la dinámica era de dos contra uno; todo había sido cuidadosamente orquestado, lo habían diseñado para enviarme un claro mensaje antes de que se hubiera pronunciado una sola palabra.

—Gordon, Steven, me alegro de veros —los saludé, reconociendo primero a Gordon, el más veterano de los dos. Comprendía el orden jerárquico; esos pequeños detalles eran los que más importaban en los negocios.

—Me encanta la vista —comentó Gordon, iniciando la conversación con algo informal, pero sutilmente despectivo. Ni siquiera se había molestado en saludarme.

Miré por la ventana. Esa milla cuadrada al este de Londres, conocida como «La City», era una de las zonas más antiguas de la capital londinense, donde se encontraban los bancos, aseguradoras y empresas de inversión más importantes del país. Era el centro financiero de Europa, donde los trajes estaban diseñados al milímetro y las operaciones, todavía más.

El dinero gobernaba esas calles, y yo no había hecho ganar suficiente a esos hombres.

Querían que lo supiera.

Como si pudiera olvidarlo.

—Uno puede vigilar todas sus inversiones desde aquí arriba —repuse, levantando la barbilla ante la vista.

Gordon sonrió, pero clavó su mirada en la mía.

—Eso parece.

Creían que me tenían acorralado, pero iba bien preparado.

—Necesito poneros al tanto de algunas cosas.

—Ha llegado a nuestros oídos que has perdido el trato con Lombard —soltó Steven.

Y ahí estaba. Se habían acabado las sutilezas. Habían desenvainado las espadas.

No tenía sentido preguntarles cómo lo sabían. Una de las razones por las que había querido que fueran mis inversores era porque se encontraban entre las personas mejor conectadas de la ciudad.

Me acomodé de nuevo en la silla.

—Anoche me enteré de que alguien superó nuestra puja y de que firmaron con otro comprador.

Steven y Gordon permanecieron en silencio, esperando que yo mismo sacara conclusiones.

—¿Sabes quién te ha ganado? —preguntó Steven.

—El Cannon Group. —Mantuve una expresión neutra, aunque mis manos se crisparon involuntariamente por la frustración. Quería apretar los puños y golpear algo. Con fuerza. Una y otra vez. Maldito Cannon. Se había llevado las cuatro últimas empresas que había intentado adquirir.

—Esta es la cuarta adquisición consecutiva que te ganan —señaló Steven—. Creemos que estás perdiendo tu toque.

Era una acusación justificada. Había hecho carrera como descubridor de negocios, pues encontraba pequeñas empresas infravaloradas que compraba para triplicar su valor en un plazo de tres a cinco años para luego venderlas. Ese era mi trabajo. Pero Cannon estaba apostando por cada empresa que ponía en mi punto de mira.

—¿Tienes algún enemigo en Cannon? —preguntó Steven—. Parece un tema personal.

—No creo en teorías de conspiración —respondí—. Cuando uno está en la cima, es el objetivo. —Me encogí de hombros, aunque sabía que lo de Cannon era, en efecto, algo personal.

—Da igual, tienes que averiguar qué está pasando. Invertimos en ti no solo porque podías detectar un buen negocio, sino porque podías llevarlo a cabo. Si eso ha cambiado, tenemos que reconsiderar nuestra relación —amenazó Steven.

—Esto es tan frustrante para mí como para ti… —empecé a decir, ignorando de manera efectiva al perro de presa de Gordon.

—¿Frustrante? Esto no es solo frustrante. Es un mal negocio —continuó Steven—. No nos dedicamos a apoyar a perdedores.

—Y yo no soy un perdedor, por lo que estoy buscando objetivos más importantes y mejores.

Gordon se aclaró la garganta. Era de la vieja escuela; lo tenía todo, desde la camisa con anagramas en los puños hasta la casa familiar de quinta generación en el campo. Nunca levantaba la voz, y, desde luego, no participaba en enfrentamientos públicos. De los dos, era a él al que tenía que vigilar.

—Queremos saber cómo podemos ayudar —intervino Gordon—. Creemos que eres excelente en lo que haces. Solo queremos verte de nuevo en la cima.

Aunque Gordon sonaba amable y encantador, estaba transmitiendo el mismo mensaje que Steven, solo que de una manera muy diferente. Nuestra relación estaba al borde del precipicio.

Si Steven y Gordon se marchaban en ese momento, iban a enviar un claro mensaje a la City: Hayden Wolf era hombre muerto. Para mí se habrían acabado los días de cerrar buenos negocios, y la empresa que había levantado para honrar a mi padre se habría desmoronado.

Intenté parecer tranquilo, como si la adrenalina no amenazara con poseerme.

—Soy un negociador, pero no voy a comprar algo porque sí. Cannon está ocupando los titulares en este momento, si bien están pagando demasiado por los activos que adquieren. —Si su estrategia era acabar conmigo, estaba funcionando, aunque a costa de no hacer buenos negocios. Estaban pagando demasiado dinero por empresas que valían mucho menos solo para joderme.

Gordon asintió.

—No me preocupan las prácticas comerciales de Cannon ni sus resultados. Me preocupan las tuyas.

—Wolf Enterprises sigue adelante —dije, sin ceder terreno—. Y mi próxima adquisición va a hacer que os olvidéis de los doce últimos meses.

La mesa se quedó en silencio cuando la camarera llegó con las bebidas para Gordon y Steven; luego volvió a desaparecer.

—Borrar los doce últimos meses requeriría un trato mucho más importante que cualquier otro que hayas cerrado en el pasado —señaló Steven.

—Exactamente —acepté.

—¿Esperas que nos creamos que, después de un año marcado por tus mayores fracasos, vas a darle la vuelta a tu suerte con un solo acuerdo que no solo rivalice sino que supere a cualquiera que hayas hecho antes?

—No solo superará a cualquier éxito anterior —corregí a Steven, haciendo contacto visual con Gordon—, sino que los superará a todos, sumados.

Steven se echó a reír a carcajadas, pero Gordon se quedó quieto y en silencio, sopesándome con la misma mirada que había utilizado el día que decidió invertir en un chico desconocido, sin referencias y sin nada que perder.

—¿Estás buscando resurgir de las cenizas? —preguntó con los ojos entrecerrados.

Le sostuve la mirada.

—Exactamente. —Juego, set y partido para mí. Con décadas de éxito a sus espaldas, Phoenix era la joya de la corona financiera de la ciudad. Le había prometido a Gordon diez años antes, en aquella primera reunión, que algún día iba a ser su dueño. Él se había reído, pero yo lo había dicho en serio: iba a cumplir esa promesa y comprar Phoenix.

—Esto no puede salir a la luz —dijo Gordon, elevando la voz apenas por encima de un susurro—. En el momento en que se haga pública la noticia de que están considerando vender, se montará un pandemónium; habrá una guerra de ofertas como nunca hemos visto antes.

—Estoy de acuerdo —aseveré mientras Steven intentaba descifrar de qué estábamos hablando.

—Cannon vigila Wolf Enterprises, deja que tú establezcas el trato y luego entra de golpe en el último minuto para superar tu oferta. Están obteniendo la información de alguien —dedujo Gordon.

No había pensado en otra cosa desde que había perdido el trato con Lombard. ¿Cómo era posible que me lo hubieran birlado? Solo conocía esa información un grupo de personas de confianza. Todas habían firmado los respectivos acuerdos de confidencialidad. Había estado seguro de que era mío.

—¿Espionaje corporativo? —preguntó Steven.

Probablemente, aunque me resistía a admitirlo. Cuando había perdido el primer trato, me había encogido de hombros y lo había considerado una casualidad. En el segundo, había cambiado de asesor financiero. Después de que me robaran la tercera operación, me había asegurado de que solo un equipo de cuatro personas de confianza, incluida mi asistente, supieran lo de Lombard. Lo que significaba que la filtración había salido de mi propio despacho.

Eso me hacía sentir fatal.

Yo había elegido a ese equipo. Todos se habían ganado mi confianza, algo que no entregaba con facilidad.

Si quería mantenerlo en secreto, iba a tener que aislarme aún más. Para que funcionara, no podía confiar en nadie, al contrario: debía sospechar de todos. Mi negocio, mi reputación, todo aquello por lo que había trabajado tanto en la última década estaban en juego.

—Si quiero cerrar este trato de forma rápida y silenciosa, tengo que desaparecer. Nadie puede saber en qué estoy trabajando. La próxima noticia que tendréis de mí será una solicitud para financiar el trato.

—¿Vas a desaparecer? —preguntó Gordon.

—Parecerán unas largas vacaciones de trabajo. Preferiblemente en el extranjero. Algo que haga pensar a los buitres que me he ido a lamerme las heridas después de mi último fracaso. —Cannon tenía que pensar que yo había dejado el juego.

—Sé lo mucho que este negocio significa para ti —repuso Gordon mientras Steven se echaba hacia delante—. Quiero que tengas éxito. Haz lo que sea necesario para lograrlo.

Asentí.

—Estoy preparado.

—Haz que funcione, Hayden —dijo Gordon, levantándose de la mesa—. Porque si no lo consigues, será el final de Wolf Enterprises.

2

Avery

Tenía una resaca del tamaño de una ballena. Al ejercer de sobrecargo en yates de lujo, estaba acostumbrada a enfrentarme a la adversidad con una sonrisa en la cara, por lo que cualquiera que me estuviera observando podía pensar que estaba bien: solo iba a ver un maquillaje impoluto y mi largo pelo castaño recogido en una brillante cola de caballo. Sin embargo, el ardor de estómago y el palpitar que me taladraba la cabeza contaban una historia diferente.

—No sé cómo has logrado evitar que destrocemos este lugar —comentó Leslie, miembro de la tripulación, acercándose a mí mientras contemplábamos el salón principal del yate al que había llamado hogar durante los cinco últimos meses.

Las ojeras de Leslie, su ropa arrugada y la forma en que se tocaba la frente delataban el elevado consumo de alcohol durante la noche anterior. En el momento en que habíamos despedido al último cliente habíamos empezado a beber mientras limpiábamos todo de arriba a abajo. Aunque la cubierta inferior debía de estar más descuidada, dada la cantidad de vino que habíamos tomado.

—¿Y ensombrecer un trabajo bien hecho? —respondí. Cuando hubimos regresado al barco después de tomar unas copas en tierra, había animado a la tripulación a asistir a la fiesta. Sabía lo que era llegar a un yate nuevo y descubrir el lugar hecho un desastre, y no quería que la próxima tripulación se encontrara con ese panorama. Quería volver a casa, a California, con la conciencia tranquila.

Estaba deseando regresar porque ya ni recordaba la última vez que había disfrutado de un mes entero de vacaciones. Treinta días para estar con mi hermano y con mi padre, para salir con mis viejos amigos. No tenía ni idea de cómo había logrado sobrellevar los cinco últimos meses de la temporada caribeña. Había sido un invierno brutal, y sin duda me iba a pasar la primera semana en Sacramento durmiendo.

—Avery, Avery, el capitán quiere verte —resonó en mi radio.

Puse los ojos en blanco.

—¿Qué querrá? —Miré el reloj—. Mi trabajo ya se ha acabado.

La temporada caribeña había terminado oficialmente y yo tenía que subirme a un avión. Pero, aunque estuviera fuera de servicio, nunca ignoraba la llamada de un capitán, y menos si estaba intentando localizarme por radio. Algunos eran imbéciles, pero el capitán Moss no era uno de ellos. Era un hombre severo pero justo, que había debido de ser muy guapo treinta años atrás, antes de que el clima y el trabajo le pasaran factura.

Me quité el receptor de radio de la cintura y pulsé el botón.

—Capitán, aquí Avery.

—Diríjase al puente de mando, por favor.

Se me hundieron los hombros. Mi cuerpo vibraba por la necesidad de salir de ese barco. Llevaba cinco meses allí metida, y estaba tan harta que no lo soportaba más.

—Entendido, señor.

Me volví hacia Leslie y nos abrazamos.

—Nos veremos en Francia.

—O en Italia.

En el país transalpino se encontraban algunos de mis puertos favoritos: eran más tranquilos que los del sur de Francia y la gente se tomaba la vida de forma más relajada. Y, por supuesto, estaba la pasta.

—Eso espero. —A menos que hubiera renovado contrato con el mismo barco, nunca planeaba la siguiente temporada con demasiada antelación, pero deseaba que la próxima incluyera Italia. Aunque fuera desde el mar.

Solté a Leslie y me dirigí al puente de mando, desde donde el capitán manejaba el barco, ladraba órdenes y, en general, se aseguraba de que nadie perdiera la vida mientras estuviéramos a bordo.

—Adelante, Avery —dijo cuando llamé a la puerta—. Tome asiento.

Me desplacé hacia una de las dos sillas atornilladas al suelo.

—Ha sido una buena temporada —dijo, sentándose frente a mí.

—Gracias, señor.

—Estoy buscando tripulación para un crucero fuera de temporada, y me gustaría que fuera la sobrecargo.

—Me halaga… ¿En qué barco?

—En el Athena. Ha estado en dique seco desde hace dos años y lo han reformado. Es un yate de ciento cincuenta y cuatro pies. He hecho una temporada en él, y es un buen barco. Tendrá su propio camarote —añadió, como si intuyera que tenía que endulzar el trato.

Fruncí el ceño.

—¿En serio? —Que la tripulación dispusiera de espacio privado a bordo de un yate era tan raro como un perro verde.

Sonrió.

—Le parece bien, ¿verdad? Y el salario base es bueno: un cuarenta por ciento más de lo que ha cobrado esta temporada.

—¿Lo dice en serio? —El sueldo de los sobrecargos estaba pactado por convenio y se basaba, en gran medida, en el tamaño del yate—. ¿Cómo es posible?

Se encogió de hombros.

—En realidad, la petición proviene del dueño del yate. Ha optado por elegir personalmente a todos los miembros de la tripulación y está dispuesto a pagar lo que sea para salirse con la suya.

No sabía cómo era posible que el propietario del yate hubiera oído hablar de mí. Por lo general, se limitaban a contratar a un capitán y dejaban que él se encargara de elegir al resto de la tripulación.

—¿Un cuarenta por ciento más? ¿Dónde está el truco? —Debía de haber alguna razón para que el dueño del yate pagara tanto.

—Bueno, la primera travesía va a ser larga. Ocho semanas. Así que dispondrá de poco tiempo libre durante esos dos primeros meses. Creo que trata de compensarlo.

Normalmente, entre crucero y crucero, tanto en la temporada del Caribe como en la del Mediterráneo —que duraban cinco meses cada una—, la tripulación disponía de unos días para descansar y recuperarse. Yo dormía como un tronco durante esos días. Ocho semanas eran un período muy largo sin tiempo libre. Pero merecía la pena si se consideraba ese aumento del cuarenta por ciento. No había logrado ahorrar casi nada, y no recordaba la última vez que me había comprado unas sandalias o un vestido nuevo. Enviaba todo mi sueldo a casa, e incluso así apenas llegaba. Ganar más dinero significaba que iba a tener la oportunidad de crear un fondo de emergencia, y quizá podría hacer una visita a Zara para añadir un par de prendas a mi guardarropa.

—La parte buena es que solo habrá un cliente a bordo.

—¿En serio? —Eso sonaba demasiado bien para ser verdad—. ¿En un yate de cuarenta y cinco metros de eslora? Debe de haber al menos seis camarotes.

—Sí. La embarcación tiene capacidad para doce personas.

Fruncí el ceño.

—Eso no tiene sentido.

—Se trata de un hombre muy reservado, aparentemente. Quiere disfrutar de unas buenas vacaciones. —Se encogió de hombros—. Tal vez tenga invitados una vez que se haya instalado.

—¿Y cuántos miembros tendrá la tripulación? —Tal vez ahí estaba la trampa—. ¿O seré solo yo?

—Habrá dos personas a su cargo. Así que la tripulación no será más escasa solo porque haya un ocupante. Pero si perdemos algún un miembro del equipo, ya sea por enfermedad o por incompetencia, no se designarán sustitutos. Ya ha comprobado los antecedentes.

Era inusual, pero no inaudito, que se comprobaran los antecedentes.

—¿Se trata de alguna celebridad que intenta desintoxicarse, o algo así?

—No tengo ni idea. También me han avisado de que no nos van a dar detalles de quién es ni de sus preferencias sobre comida o bebida.

La única razón por la que la gente hacía esos cruceros privados era para que atendieran todos sus caprichos, pero si ni siquiera sabíamos qué le gustaba comer o beber a ese tipo, ¿cómo íbamos a asegurarnos de que disfrutara de la mejor experiencia posible?

—¿Es ruso? —Empezaba a parecerme alguien muy paranoico. Los rusos ricos lo eran todos, y con razón.

Tenía una amiga que había trabajado en el Sunset, propiedad de Boris Kasanov, durante unos meses. La pobre había pensado que trabajar en el tercer yate privado más grande del mundo iba a ser una experiencia glamurosa, pero al parecer la embarcación estaba repleta de exagentes del fsb que se paseaban por las cubiertas con el ceño fruncido como si quisieran acabar con alguien. Había abandonado el barco después de que un miembro de la tripulación hubiera recibido un disparo por accidente en la pierna y le hubieran dicho a esa persona que hiciera la vista gorda o renunciara. Había sido ella la que se había marchado.

—No, británico. Por lo que tengo entendido, la intimidad del cliente está por encima de cualquier información sobre lo que le vamos a servir de cena. Solo me han hecho saber sus preferencias por una estricta privacidad, y está claro que, si hay algún desliz en relación con sus peticiones, se irá y seguro que no recibiremos propina.

Lo último que se deseaba era que alguien que había contratado un crucero de ocho semanas de alquiler lo interrumpiera; las reservas de última hora eran poco frecuentes. Ni siquiera un aumento del cuarenta por ciento podía cubrir una falta de propina. Era una apuesta, pero podía inclinar la balanza a nuestro favor con un gran servicio.

—Ya sabe cómo son estos clientes. Estoy seguro de que tendrá otras peticiones cuando esté a bordo, y creo que podemos presumir que este hombre va a ser exigente —comentó el capitán Moss—. Será difícil, pero paga bien. Sabremos rápidamente lo que le gusta y actuaremos en consecuencia. Seguro que se ha enfrentado a cosas mucho peores.

Estos detalles parecían extraños, pero no eran para tanto. Tenía que haber gato encerrado. Nadie daba algo a cambio de nada. Nunca me habían ofrecido tal cosa.

—Un último punto.

Sabía que tenía que haber algo. Siempre era así.

—Tenemos que estar en Saint Tropez dentro de tres días.

Me quejé. Qué típico. . Negué con la cabeza. Era imposible.

—Tengo reservado un vuelo a Sacramento esta noche.

—¿Va a rechazar un crucero en un camarote propio con un aumento de sueldo del cuarenta por ciento solo por disfrutar de un mes de vacaciones?

No era solo que estuviera cansada. Quería ver a mi familia, pasar tiempo con mi hermano y con mi padre. No me gustaba estar la mayor parte del año alejada de ellos. Pensé que si pudiera ganar en California la misma cantidad de dinero que en los cruceros, no trabajaría en un lugar tan lejos de mi casa. Por muy glamuroso que pareciera, trabajar en yates de lujo era muy duro, y yo solo lo hacía por una cuestión de dinero.

Por eso la oferta resultaba tan tentadora.

—El sol europeo la hará recuperarse enseguida. Y recuerde que recibirá una buena propina además de su salario. Sabe tan bien como yo que, si un cliente se toma la molestia de comprobar nuestros antecedentes, es probable que la propina sea muy suculenta.

Suspiré. Era una promesa de mucho dinero extra.

—Tengo que hablar con mi padre. —Mi padre también debía de estar deseando tomarse un descanso. Yo me pasaba los días ocupándome de clientes ricos y consentidos, pero él cuidaba de mi hermano, que se había quedado discapacitado y tenía veinticinco años. Para él no había vacaciones ni días libres y, desde luego, no le pagaban.

—Necesito la respuesta hoy mismo. No me cabe duda de que será un crucero difícil, pero si hay alguien que puede solucionarlo todo y hacer realidad las peticiones más extrañas, es usted. —El capitán Moss se puso de pie; la conversación había terminado hasta que tomara una decisión.

—Gracias. Voy a llamar a mi padre.

Me excusé y me dirigí a los camarotes. Un incremento del cuarenta por ciento del sueldo y tener un camarote privado me habrían hecho descorchar una botella de champán en otro momento, pero los cinco últimos meses de la temporada caribeña me habían pasado factura. Tenía muchas ganas de descansar, y la idea de ocuparme sin pausa de otro crucero de ocho semanas, sin un día de descanso, sonaba agotadora.

Cogí el móvil de la mesilla de noche, me tumbé en la cama y llamé a mi padre.

Descolgaron, pero nadie respondió.

—Papá, soy Avery —dije—. ¿Me estás oyendo?

—Sí, cariño, es que se me ha caído el teléfono. —Parecía sin aliento.

—¿Has estado corriendo?

—No, estaba en la cocina.

Noté una opresión en el corazón. Aquel hombre que solía lanzarme al aire como si fuera un balón de fútbol ahora se quedaba sin aliento por ir desde la cocina hasta el salón. ¿Cuánto tiempo más iba a poder seguir cuidando de mi hermano?

—¿Cómo va todo por Sacramento? —A él no le gustaba que me preocupara, y podía darle un ataque si supiera lo difícil que me resultaba llamarlo cada día cuando trabajábamos muchas horas con unos clientes exigentes. Pero prefería escuchar su voz; eso me hacía sentir mejor conmigo misma.

—No tan soleado como por Florida.

A pesar de tener sesenta y siete años, mi padre todavía no se había jubilado —no podía, a causa del alto coste de las facturas médicas de mi hermano—, pero desde que yo había empezado a asumir muchos de los gastos, trabajaba a media jornada y libraba los viernes.

—¿Te he despertado?

—No, estamos desayunando.

Sonreí al imaginarlos en la mesa de la cocina. Justo después del accidente, Michael no podía mover los brazos, y habíamos tenido hasta que darle de comer, pero después de algún tiempo, y gracias a la fisioterapia, había hecho muchos avances por encima de la cintura, aunque todavía no podía andar.

—¿Os pasó ayer algo interesante? —pregunté.

—Estuvimos tranquilos viendo el partido.

Negué con la cabeza y sonreí. Cuando disfrutaba de la liga de béisbol, de hockey, o incluso de fútbol americano, aparecía de nuevo una luz en los ojos de mi hermano.

—¿Pedisteis pizza? —insistí.

—Por supuesto que pedimos pizza.

Puse los ojos en blanco. Claro, por supuesto que sí.

—Tienes que intentar seguir una dieta sana, papá. —Me encantaba cocinar para ellos cuando estaba en casa. Ir a hacer la compra, preparar sopa, e incluso ver deporte televisado con mi familia eran momentos especiales que anhelaba cuando estaba en el mar, tan lejos de casa.

—Soy fuerte como un buey —respondió.

Sonreí al imaginarlo de pie, hinchando el pecho.

—Solo quiero que sigas así.

—Deja de quejarte. Los chicos Walker estamos bien. Cuéntame cómo te va a ti. ¿De cuántos clientes ricos y malcriados te has ocupado hoy?

Me reí.

—Los clientes se fueron ayer.

—Guay… ¿Y hoy has hecho un poco de turismo o has tomado el sol antes de volver a casa?

—Algo así. ¿Ayer estuvo ahí la fisioterapeuta? —Michael disfrutaba de los servicios de una fisioterapeuta a domicilio tres veces por semana.

—Sí. Está centrándose en los músculos de las piernas; las pesas están ayudando mucho. —Suspiró.

—¿Qué pasa?

—Oh, es una chica muy agradable y todo eso. Es solo que siempre dice que, si Michael quiere progresar, sería de mucha ayuda tener más sesiones.

Michael murmuró algo de fondo, probablemente algo referente a que dejáramos de molestar.

—¿Más sesiones de fisio? ¿Cuántas más?

—No lo sé, cariño. Sugirió seis días a la semana. Pero le dije que no íbamos a poder pagar eso. El seguro no asumirá más costes.

Michael quería volver a caminar. Mi padre y yo deseábamos que lo consiguiera, y en más de una ocasión me había enfrentado a la aseguradora para que se hiciera cargo de los costes de la fisioterapia. Por eso seguía teniendo tres sesiones semanales a pesar de haber pasado tanto tiempo desde el accidente. Sabía que nunca iban a aceptar seis sesiones semanales.

—¿Cree que se notará la diferencia? —pregunté.

Mi padre no respondió; el roce de una silla y el leve gemido que él emitió al ponerse en pie resonaron en el teléfono, indicando que se estaba cambiando de lugar para que Michael no pudiera oírlo.

—Dijo que, si Michael recibía seis sesiones a la semana, al cabo de seis meses podría decirnos con más seguridad si es realista creer que Michael volverá a caminar, y, si es posible, podríamos ver los progresos en ese tiempo.

Habían pasado siete años desde el accidente de mi hermano, que había cambiado por completo la vida para mi familia. Mi madre nos había abandonado poco después, incapaz de enfrentarse a una existencia que giraba en torno a un hijo discapacitado, y poco después se habían empezado a acumular las facturas.

Ese otoño, yo tenía planes de comenzar mis estudios universitarios en ucla, pero de repente mi familia me necesitaba, y había tenido que ganar dinero de forma rápida.

Una amiga de una amiga había trabajado un verano en Miami como sobrecargo y había regresado después del primer crucero con un bolso de Louis Vuitton. Así que me pareció una forma rápida y fácil de ganar mucho dinero que no requería habilidades ni experiencia. En parte había sido así. Era dinero rápido. Pero la vida en los yates de lujo, atendiendo a clientes ricos, y ocasionalmente famosos, no era nada fácil. Echaba de menos a mi padre y a mi hermano, pero no podía quejarme. No estaba atrapada en una silla de ruedas ni me habían arrebatado mi futuro.

Michael solo quería volver a caminar. Y si aceptaba el crucero que me ofrecía el capitán Moss, podía ayudarlo a conseguirlo. O, al menos, averiguar si era posible.

—¿Seis meses con tres sesiones adicionales a la semana?

—Sí, es completamente imposible. Así se lo he dicho.

Eché cuentas mentalmente. Se trataba de una estimación aproximada, pero iban a suponer más de diez mil dólares.

Se me revolvió el estómago.

—Estaba a punto de ir al aeropuerto, pero el capitán Moss me ha ofrecido participar en un crucero más a última hora —dije, y luego le expliqué lo que suponía ser reclutada personalmente.

—Es un cumplido increíble —corroboró mi padre—. Aunque no esperaba otra cosa de mi hija.

—No sé qué hacer. Tengo muchas ganas de veros.

—Nosotros también tenemos ganas de verte, cariño. Vuelve a casa. Nos quejamos cuando estás aquí, pero echamos de menos tus aspavientos.

Sabía que mi padre se sentía agradecido por la ayuda económica que le proporcionaba, pero también que era un tema difícil de digerir para su ego. Así que a los dos nos gustaba fingir que mi trabajo era más glamuroso de lo que era en realidad.

—Ganaría mucho dinero, papá. Cubriría más o menos esa fisioterapia adicional. —Iba a llamar a la terapeuta para ver si podía hacernos un descuento, pero podía cubrirlo—. Aunque eso significaba que no íbamos a vernos hasta pasados cinco meses, puesto que, al navegar en el mes de vacaciones, iba a empalmar una temporada con otra.

—Si no quieres hacerlo, entonces deberías decir que no. Quiero que vivas tu propia vida, cariño. No tienes que preocuparte por Michael y por mí. —Mi padre lo decía como si la preocupación fuera un grifo que pudiera cerrar a mi antojo. Me iba a sentir mal si lo hacía y peor si no lo hacía. Más dinero significaba proporcionarle mejores cuidados a mi hermano, pero volver a casa era un alivio para mi padre y yo iba a poder disfrutar de un mes de normalidad. Ambas opciones tenían su parte buena y su parte mala.

—Creo que debería aceptar —dije. Esa era la decisión más sensata. La única con la que podía vivir. No iba a poder aguantarme a mí misma si hubiera tenido la oportunidad de ayudar a mi hermano a andar de nuevo y no lo hubiera hecho. Daba igual lo cansada que estuviera ni lo mucho que quisiera dormir en mi propia cama, tomar copas con mis amigas y cocinar para mi familia.

—Creo que debes hacer lo que te haga feliz.

Me quedé mirando la litera de arriba. Iba a ser más feliz en Sacramento, pero ayudar a mi hermano era lo más importante para mí. Así que, aunque ganar dinero con ese crucero no aumentaba necesariamente mi felicidad, se acercaba mucho.

—Me gustaría estar más cerca de vosotros.

—Avery, eres una buena hija y mejor hermana. Pero tienes que preocuparte más por ti misma. Deja que alguien se ocupe de ti, para variar. Has sacrificado mucho por tu hermano y te mereces un descanso.

—Estoy perfectamente. Creo que voy a aceptar la oferta, pero os voy a echar mucho de menos.

—¿Estás segura? Suenas cansada, y te echamos de menos.

—¿Te he dicho ya que tendré mi propio camarote? —Tenía que centrarme en lo positivo. Un camarote privado era algo que iba a disfrutar mucho—. Podré chatear por vídeo contigo cuando quiera.

—Solo para hacer feliz a este viejo, prométeme que, si decides aceptar, buscarás algo solo para ti cuando estés en Europa. Pasas demasiado tiempo cuidando a los demás.

¿Como qué? Ya no iba a poder arrasar Zara. ¿Una cita? Las citas eran poco prácticas, y encontrar a alguien a quien amar resultaba imposible. Estaba prohibido establecer relaciones personales con los clientes, y, si empezaba algo con otro miembro de la tripulación, no iba a durar más allá de que mis pies tocaran tierra firme. Además, no me gustaban los rollos ocasionales.

Tampoco quería estar en Francia al cabo de dos días. Pero la vida era así.

—Te prometo que encontraré algo bonito que hacer. —Puse los ojos en blanco. Tal vez un plato de pasta y un nuevo bronceador podían calificarse así.

—Esa es mi chica. Y trata de no trabajar demasiado.

Mi trabajo suponía mucho esfuerzo, pero todavía me quedaban algunos días libres. Iba a reservar un buen hotel. Quizá un par de noches de sueño y unos días disfrutando del servicio de habitaciones podían compensar los meses que me esperaban en el yate sin mi familia.