Jesús Malverde,
el santo popular de Sinaloa
Em teni ka in tenni Te vitavitaxti a noktua.
(Tu boca no es mi boca, pero la hace hablar sin mentiras).
Francisco Almada Leyva
Apoderarse de un objeto que no le pertenece
es el acto de un hombre libre.
Jacques y François Gall
Durante mucho tiempo la gente se acercaba a platicar con Jesús al túmulo de rocas que sus devotos le habían formado. Pronto Culiacán creció tanto que la tumba quedó casi en el centro de la ciudad sin que eso afectara la tradición, pero a finales de los años setenta el gobierno tuvo la ocurrencia de proyectar una serie de oficinas nuevas sobre el terreno donde estaba la sepultura. El pueblo entero se opuso a la obra durante años, hasta el punto en que, para empezarla, el gobierno recurrió a las mismas medidas que hubiera tomado en sus días Francisco Cañedo: apostó un piquete de soldados y ofreció una fuerte cantidad de dinero a los obreros que quisieran trabajar en la construcción.
Nadie hubiera colaborado siguiendo los dictados de la conciencia, pero la necesidad a menudo no deja espacio para el pundonor y pronto una cuadrilla de trabajadores estuvo lista para iniciar las obras. El primero en participar fue el conductor de un trascabo que removería el cerro de rocas que la gente había acumulado a lo largo de casi un siglo. El chofer tuvo que zamparse media botella de tequila, mientras veía cómo el cielo se iba poniendo cada vez más rojo, para tomar el valor necesario y poner en marcha la maquinaria. Lo que ocurrió entonces, a la vista de una multitud de curiosos que llegaban a ver si Jesús los dejaba quitarle su tumba, fue digno de la leyenda de Malverde. Bajo un cielo del color de la sangre, resultó que apenas la pala del trascabo había tocado el montículo de piedras, un ruido estridente sonó dentro de la armadura del vehículo y un humo espeso empezó a salir de debajo del motor, luego sonaron fierros que se retorcían y, finalmente, la máquina se apagó del todo. Tuvieron que llevar una grúa pesada para remover de allí el trascabo, que quedó inservible. Tardaron más de doce horas en reemplazarlo con uno nuevo, más potente, que corrió la misma suerte.
Finalmente, la necedad pesó más que el respeto a la tradición y, tras un nuevo intento, el terreno quedó despejado. Hoy un edificio gubernamental y el Centro Sinaloa ocupan el sitio donde por tantos años estuvieron el mezquite y el túmulo. Las rocas fueron acarreadas por manos respetuosas hasta el otro lado de la calle, a la esquina de Insurgentes y 16 de septiembre, junto al tianguis Malverde. En la cima de la pila hay una cruz de hierro y una efigie de Jesús.
La gente de todas condiciones sigue acudiendo a la capilla, para hablar con Malverde y pedirle ayuda para sus causas. Rara vez sus amigos se sienten defraudados de Jesús quien, cumpliendo su palabra, como siempre lo hizo, no los abandona nunca.
Jesús Malverde / Víctor Manuel Esquivel Alva
Primera edición electrónica: 2015
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IMAGEN DE PORTADA: Grabado "Atardeceres movidos en el Norte", 2009. Victoria Aguiar
FORMACIÓN: Anabella Mikulan
CUIDADO EDITORIAL: Jus, Libreros y Editores, S. A. de C. V. y Aarón Cervantes Soria
• ALIOS • VIDI •
• VENTOS • ALIASQUE •
• PROCELLAS •
El cuidado editorial de Jesús Malverde, el santo popular de Sinaloa
de Víctor Manuel Esquivel Alva
estuvo a cargo de Jus, Libreros y Editores S. A de C. V.
y Aarón Cervantes Soria
La historia de Jesús Malverde, sin embargo, estaba muy lejos de terminar con su ejecución. Más bien, fue su muerte el momento en que comenzó la mayor parte de su obra.
Recién muerto Jesús, los campesinos estaban inconsolables, pero el muchacho que había servido de mensajero durante los últimos años de la banda, encontró la manera de consolarlos hablándoles de la promesa que había hecho Jesús cuando juró que nunca los iba a abandonar, ni en vida, ni en muerte. Aquella frase, que no tenía la intención de ser más que un alivio frente a la pérdida, terminó convirtiéndose en la esperanza de todos. Es cierto que al principio era una fe vaga, indefinida, como el buen recuerdo que les había dejado el amigo; como la enseñanza que con su ejemplo había sembrado en los que venían, pero luego ocurrió lo de Tomás.
Tomás Aguirre era uno de los campesinos más viejos por el lado sur del municipio. No era más rico ni más pobre que sus iguales, pero su edad y la experiencia que tantos años de andar por el mundo le habían dado alguna autoridad sobre sus compañeros, por eso, a menudo lo comisionaban para vender la cosecha, tratando de evitar que los intermediarios se aprovecharan de la necesidad que, en cierto momento del año, tiene el campesino de negociar lo que ha producido.
A veces los acaparadores cerraban los caminos o se las ingeniaban para evitar que la gente de campo pudiera comerciar su cosecha y, como es natural, el hambre los castigaba hasta que convenían en vender a un precio ridículo el fruto de un año de trabajo. Por eso Tomás era el encargado de hacer los negocios, porque era viejo y matrero; como quien dice, se las sabía todas y era bien conocido por los buenos compradores que, además, confiaban en él y en su palabra, de manera que no tenía que mover todo el grano o el jitomate para cerrar el trato, o cobrar en pagarés, y eso era una gran ventaja para los campesinos, que no tenían medios para mover su producción.
No obstante, la ventaja de negociar a la palabra se convirtió para don Tomás en una maldición el día que, recién amarrado el trato, regresaba a lomos de su mula con el mejor pago de la cosecha que había logrado en años cuando, apenas había dejado Culiacán, una víbora salió al paso en el camino y la mula se le encabritó dejándolo tirado a mitad de la vereda. No cabe duda que la sabiduría llega con los años, porque la serpiente no fue problema para Tomás, quien moviéndose despacio y sin nervios se puso a salvo de la picadura. Lo grave era que su mula había huido, metiéndose en la sierra con el oro de su gente.
Por supuesto que Tomás buscó al jumento, lo buscó todo el día y hasta que las últimas luces de la tarde no le dejaron ver el camino que pisaba en medio de la sierra. Bajaba triste y contrito de regreso al poblado, a lo mejor a pedir ayuda, aunque sabía que mientras más tiempo pasara menos probabilidades habría de recuperar a su animal, cuando, como una epifanía, un poco antes de llegar a donde estaban los comerciantes, pasó por el montículo de piedras que marcaba la tumba de Malverde y, sin darse cuenta cómo, de pronto ya estaba hablando con el montón de rocas como si hablara con el propio Jesús en persona. Le contó lo que le había pasado y lo triste que estaba, gruesos goterones le rodaban por el ajado rostro de cantera. En ese momento oyó que lo llamaban por su nombre. Asustado y sorprendido volteó hacia el vacío de las tinieblas sin distinguir de dónde venía aquella voz que le era tan familiar. Entornó los ojos para meter la vista en la noche y allí, como si tal cosa, alcanzó a divisar a lo lejos un hombre que llevaba del cabestrillo a la mula, sana y salva. Cuando la figura se acercó, el alma ya no le cupo a Tomás en el cuerpo. Era Jesús, o al menos alguien idéntico a Jesús, que le ponía las riendas del animal en propia mano y lo reconfortaba; le decía que no se preocupara porque ya se los había dicho y se los volvía a repetir, nunca los iba a abandonar ni en las buenas ni en las malas. Luego daba la media vuelta para volver a la negrura de donde había salido sin esperar a que le dieran las gracias. Tomás hizo noche junto a la tumba de Malverde y, apenas la madrugada rompió en el cielo, tomó la vereda de regreso a su comunidad, para contarle a todo el que quiso oír lo que acababa de pasarle, hasta el día en que él mismo rindió su alma a Dios.
Ese fue el primer milagro que hizo Jesús Malverde ya muerto, pero no fue el único: lo mismo encontró la vaca perdida de doña Teresa Covarrubias que salvó a Jorge Herrera de morir ahogado mientras pescaba ostiones; quitó del trago a José Manuel Pineda y evitó que Adriana Gonzáles Serrano perdiera la vida cuando cayó de un precipicio. Cada vez que alguno de sus pobres tenía un problema, iba a la tumba a platicar con el bandido, a contarle sus penas y sus alegrías; a pedirle que intercediera por ellos o que en persona les hiciera algún favor. Pronto las piedras, que como exvoto de gratitud le llevaban las almas agradecidas, formaban una verdadera montaña al lado de las antiguas vías del tren que el propio Jesús colocó. Tampoco faltaron aquellos que recordando el gusto que tenía Jesús por la música, le han llevado mariachis y bandas cada aniversario de su muerte, hasta la fecha. Poco a poco la historia se fue convirtiendo en leyenda y quedó para siempre viva en los corridos que le componían quienes lo visitaban. Corridos que se adentraron de tal manera en el corazón del pueblo que la figura de su amigo ya nunca podrá ser arrancada de su gente y, en pago, Jesús Malverde nunca habrá de abandonarlos, aunque el polvo de muchos años cubra su tumba.
El tres de mayo de mil novecientos nueve, justo cuando una obscura nube tronaba llamando a tormenta, la ciudad de Culiacán parecía hallarse en una agitación tan intensa como si el cura Hidalgo hubiera querido hacer una segunda independencia. El pueblo, viendo correr a indios y campesinos hacia las vías del tren, se apresuraba a vestirse gabardinas y armarse de paraguas para dirigirse al mezquite que había junto a los rieles del Culiacán-Pacífico, en torno al cual se apiñaban, aumentando a cada minuto y formando un grupo compacto, imponente y lleno de curiosidad. El sol todavía brillaba en el horizonte cuando empezó la tempestad; a pesar de eso nadie se movió; la muchedumbre se quedó allí, bajo la lluvia, como petrificada, fijando en su memoria el recuerdo, que duraría muchos años, de la extraña tarde en que un hombre resucitó para ser ejecutado… del ocaso en que ahorcaron a Jesús Malverde.
Sin embargo, antes de llegar a esa tarde, y a las cosas extraordinarias que ocurrieron después, es necesario contar el resto de ésta, que es la historia de Jesús Malverde, que también es la historia del último gobierno porfiriano de Sinaloa, de los obreros que construyeron el tren del Pacífico, de los mineros, de los indios mayos que aún luchaban por sobrevivir, de los chinos que introdujeron el cultivo del opio en la sierra; en fin, es la historia de Sinaloa y de su gente, que bien ha sabido ganarse mucho más que estos sencillos renglones.
Dicen los corridos que hablan de él que era un hombre de armas, un forajido y un corazón generoso. Ahora ya no queda nadie que recuerde cómo era la sierra de Culiacán en los tiempos de Malverde: había muchos venados, y tejones, pumas y gavilanes y cosas que ya sólo se ven muy de vez en cuando. Tampoco hay quien se acuerde de cómo nació Jesús: hay unos que dicen que había nacido en Chaco, otros que en Guamúchil; pero la verdad es que por accidente nació en un cuarto prestado por unos campesinos, en un suburbio cercano a Culiacán, que entonces era apenas una ranchería con tres docenas de casitas de adobe, casi todas techadas de paja. Allí le agarró el parto a la joven madre y le tocó para día de su santo el 15 de enero de 1880. Tuvo dos hermanos, Santiago y Felipe; era hijo de José Cecilio Beltrán y de María Guadalupe Malverde Mazo, campesinos pobres, como pobres eran y son la mayoría de los campesinos en nuestra tierra, pero en aquellas épocas más, porque el que era gobernador nombrado por Díaz, un tal general Francisco Cañedo, les había dado la tierra buena a sus amigos y las parcelas que la familia de Jesús había heredado de don Abraham Juárez eran tierra yerma, porque no tenían agua y ya se sabe que sin agua ni los nopales se dan. A esto se sumaba que Jesús no había cumplido todavía los ocho cuando empezó la sequía grande, una sequía que duró más de una década, cada año peor que los anteriores; en esos tiempos la gente pasó hambres mientras unos cuantos se enriquecían con la miseria del pueblo.
Hay que decir que don Abraham, el abuelo de Jesús, había sido en sus días todo un personaje. Muchos creen que lo vivo que era lo sacó Jesús de su abuelo, quien había salido huyendo de Mazatlán luego de matar al hacendado que abusó de su hermana y asesinó a su padre. Así había llegado una madrugada de noviembre a Culiacán, cambiándose el nombre de Abraham Malverde, primero al de Abraham Valverde y luego, con más ingenio, al de Abraham Juárez, para evitar que lo identificara la ley y hacerle mérito al indio zapoteca que llegó a ser presidente. A eso se debe que durante muchos años se creyera que el verdadero apellido de Jesús era el Valverde o el de Juárez Mazo, mismo que llegó a usar en las aventuras que correría años después. El caso es que allí, en Culiacán, el abuelo se hizo de una parcela a fuerza de sacrificio y trabajo, y durante algún tiempo los suyos pudieron más o menos vivir de lo que daba la tierra.
Pero para cuando Jesús y sus hermanos llegaron al mundo, la familia ya no tenía recursos para llevar una vida digna; de hecho, a veces no tenían ni para comer. Dicen que la madre se les murió poco después de nacer Felipe porque estaba tan débil que no pudo aguantar el parto. Pero incluso entonces Jesús, que no tendría más de dieciséis, ya era una bendición para los suyos porque se sabía tragar la vergüenza para ir a rogar un taco a la gente del pueblo y también porque, apenas tuvo uso de razón, aprendió a disparar con la carabina y, cuando el hambre era de veras dura, sacaba a escondidas el rifle de su padre (que era la única posesión de valor que conservaban de mejores días) y se iba a la sierra; a las dos o tres horas regresaba con un conejo o con un pato, derribado en pleno vuelo. Dicho así suena muy fácil porque la gente acostumbra tirar con escopeta, pero en esos días él era el único en todo el distrito, si no es que en todo el estado, capaz de acertar esos blancos con rifle de bala. Nadie podría dudar que Jesús tenía el don de la puntería (porque lo de los milagros fue mucho más tarde).
Alguien le había regalado a don José una caja de parque y, cada vez que el hambre apretaba, Jesús tomaba un cartucho para irse al monte. Nunca desperdició uno solo de aquellos tiros, por lejos que hubiera estado el animal, y además no hacía sufrir nunca a la bestia, porque el tiro siempre era limpio y de muerte y la familia podía cenar aunque fuera un caldo de pavo silvestre.
Así se llevaban los malos tiempos en la casita de los Juárez, hasta que apenas quedaron tres cartuchos en la cajita. Para entonces ya toda la familia mostraba los signos de la anemia: los mareos constantes y esas manchas en la cara, jiotes les llaman; estaban tan flacos que la piel se les pegaba a los huesos de las costillas. Un conejo alargó su tiempo durante una semana; una torcaza nada más sirvió para engañar la tripa y llegó el día en que no quedaba en la cartuchera más que una bala. Jesús sabía que era su última comida y dejó pasar algún tiempo antes de decidirse a usarla. Claro que bajaba al pueblo y pedía comida, y uno o dos días le regalaron un manojo de tortillas o una cazuelita con frijoles, pero ese año fue malo de veras y si en las haciendas los peones podían rebuscar algo en la basura de sus amos, en el pueblo no tenía la gente qué llevarse a la boca. Esas tortillas y esos frijoles tuvieron que rendir mucho, porque tenían que alcanzar para todos, principalmente para el más chico.
A veces uno tiene apetito y dicen que esa es una buena salsa para cualquier comida; nada se compara al hambre de días, a ese dolor en el estómago que ya se sabe que viene antes del sueño y de los desmayos; entonces hasta el pasto sabe bueno y engaña la tripa, pero no alimenta. Fue en esa racha de hambruna que la familia se debilitó tanto que ya no tenía fuerzas ni para quejarse; hasta los niños habían dejado de llorar. El padre agarró la fiebre y se enfermó tanto que ya ni podía levantarse del petate. Jesús tenía por entonces once o doce años y, cuando sintió que no podían llegar más lejos, tomó la carabina, le metió la bala y salió al campo.
Por lo general encontraba rápido la presa; pero eran finales de junio y la sequía también les había pegado a los animales del campo; tuvo que meterse mucho al monte, ya estaba casi rendido cuando vio al cola blanca pastando en un claro. Fue como si la Providencia se lo hubiera puesto enfrente y a contraviento. No podía desaprovechar esa oportunidad y tuvo mucho cuidado para no fallar el disparo: se acostó panza abajo atrás de unas piedras y amartilló despacito el percutor para no hacer ruido. Esperó unos instantes que le parecieron eternos, hasta tener bien a la vista la mancha clara en la frente del animal. Cerró el ojo izquierdo, tomó aire y aguantó la respiración para amarrar el tiro. Apretó suavemente el gatillo hasta que el percutor cayó sobre el cartucho. Sonó un estampido sordo y una nubecita de humo dulce brotó de la boca del cañón. Cuando el humo se dispersó el venado ya no estaba.
Jesús se levantó y fue acercándose despacio a donde había apuntado el arma. Apenas podía caminar de lo débil que se encontraba. El tiro no pudo ser más preciso, había entrado por el ojo derecho del venado fulminándolo al instante; el salto del animal no fue más que un puro reflejo; al llegar al suelo el ciervo ya estaba muerto. Jesús se quedó sentado durante un largo rato sobre su presa. Era muy agradable sentir el calor de aquel cuerpo que se iba enfriando lentamente. Cortó una buena tajada de la pierna con su cuchillo de monte y se la comió así, cruda, como estaba. Le supo a gloria y su estómago gorjeó agradecido por aquel alimento que al fin recibía después de tantos días. Poco a poco sintió que las fuerzas regresaban a su cuerpo y, apenas pudo ponerse de nuevo en pie, tasajeó al venado y llenó su morral con largas tiras de carne.
Al regresar a su casa, con el estómago lleno de aquel alimento oloroso y nutritivo, sintió el sol tibio de la tarde sobre su rostro y se sintió casi feliz. Iba silbando una tonadilla mientras se apresuraba.
Aún silbaba cuando vio las primeras estrellas del crepúsculo, pero a su paso los perros aullaban una canción muy triste. Ya era noche cerrada cuando llegó a su jacal; sintió una aguja en el corazón cuando vio su casa a oscuras. Nadie había encendido el fuego. Tal vez era que no tenían razón para prender la lumbre si no tenían qué cocinar, o a lo mejor estaban tan desguanzados que no tenían fuerzas para hacer el fogón. No quiso imaginarse lo que le esperaba dentro.
Dentro de la oscuridad del jacal apenas se alcanzaban a escuchar unos jadeos entrecortados. Echó un manojo de varas secas al anafre y sopló sobre las brasas que aún ardían. Poco a poco las lenguas del fuego se levantaron en la negrura. Con el corazón en un puño se acercó a ver a sus hermanos. Tuvo que zarandearlos con violencia para que despertaran; les puso a cada uno un trozo de carne en la boca y les arrimó un jarro de agua para ayudarlos a tragar. Tomó otro tasajo de venado y se lo llevó a su padre, pero dormía demasiado profundamente. Lo sacudió con fuerza, con desesperación, con rabia. No quiso despertar.