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EXTRAVÍO
PEDREGAL
EROSIÓN
PRECISIÓN DE UNA SOMBRA
ESTUPOR FINAL

Alberto Gimeno

EL DÍA MENOS PENSADO

EDITORIAL ALREVÉS
Barcelona
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Primera edición: febrero de 2012

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

08034 Barcelona

info@alreveseditorial.com

www.alreveseditorial.com

© Alberto Gimeno, 2012

© de la presente edición, 2012, Editorial Alrevés, S.L.

© de la fotografía de portada: Julie Bourges / Picturetank

Printed in Spain

ISBN: 978-84-15098-48-5

Diseño de portada: Mauro Bianco

Impresión: Publidisa

Conversión Digital: O.B. Pressgraf, S.L.

Roger de Llúria, 24

08812 Sant Pere de Ribes

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

Deja que todo te suceda:

la belleza y el espanto.

RAINER MARIA RILKE

EXTRAVÍO

Caen las hojas, y parece que llegaran de lejos,

como si en el cielo se fueran marchitando jardines muy lejanos.

RAINER MARIA RILKE

Acaricia el vestido antes de retirarlo de la percha. Lo extiende sobre la cama y, sentada junto a él, contiene el impulso de abrazarlo por temor a que se incremente su impaciencia. Se alza del lecho y revisa, una vez más, ese mechón que la peluquera se ha empeñado en ensortijar sobre su frente. A él le gusta verla con el cabello liso. Suelto. La raya, leve, al medio. Y ahora siente la inquietud de sorprenderle demasiado. Con este brote de rizos pelirrojos picoteando uno de sus párpados. Con este vestido que solo se ha puesto para celebrar la noche de sus bodas de plata. Faltan solo dos días para que se cumpla el trigésimo aniversario de sus primeras nupcias, donde no hubo música de órgano ni convite; pero sí un mutuo sollozo mientras él le colocaba el anillo con sus manos fuertes y manchadas por la soriasis. Fue lo único que no le gustó de él la primera vez que lo vio. Pero tenía los ojos tan verdes…, y el nudo de la corbata esculpido, cincelado en medio del cuello de la camisa, que parecía de mármol, tan perfecto, tan duro, tan resplandeciente, como sus ojos. Ella apenas dormía por las noches por culpa de un novio con mucha brillantina en sus cabellos y en sus palabras que la había dejado para irse a Venezuela a cantar en una orquesta; y, de pronto, aquel flechazo, aquel hombre ocho años mayor que ella, aquella necesidad de que esa ardiente ceguera con que la miraba durase para siempre.

Se queda en viso para poder maquillarse sin más impedimento que el ansia de perfección que hace temblar sus manos. Busca, canturreando, impregnar en sus facciones el color exacto de su alegría. Le cuesta acertar en sus pómulos. Quiere que resalten sin artificio. Quiere que sus mejillas toquen lo exterior como si su piel prosiguiera desnuda pese al rebozo del maquillaje. Sobre sus labios atrae una nube lenta de carmín; una obra de arte que le hace exclamar una sonrisa cuyo sonido secreto es capaz de percibir. Llevaba tanto tiempo esperando la llamada telefónica de hace un rato que solo ella dispuso de la potestad de oírla y nadie de la casa reparó en que la había contestado. Por eso todos se extrañan de verla aparecer tan contenta en la salita con el vestido de raso azul turquesa, y su hermana la llama artista de cine y le pregunta si ha quedado también con un artista de cine, y su hija acude a abrazarla. Pero ella no se lo permite. No deja que nadie la toque, que ninguno le hable siquiera. Se coloca de pie frente a la ventana y sin darse cuenta va aplastando, cada vez con mayor fuerza, los rizos del flequillo contra los cristales.

Suena el teléfono. Es mi madre. Llora. Al escucharla, yo también lo hago, pero de risa.

—¡Ha estallado el váter en casa de la abuela!

Mi hijo se abalanza sobre el auricular. El tenedor todavía lo lleva en la mano. Estaba cenando y mis carcajadas han podido más que su apetito.

—¡Deja que me ponga yo, papi!

—Espera, hijo... es que ella está llorando. Ya sabes cómo es tu abuela.

—¿Se les ha llenado la casa de mierda?

Sí. Hasta el pasillo ha llegado la avalancha. Un fenomenal emboce de compresas, papel higiénico y largos pelos muertos de mujer han alzado un dique contra el que los excrementos han terminado por convertirse en una bomba.

Dos días después de la llamada, me persono en el lugar de los hechos. Vuelvo a reír apenas mi madre me ha abierto la puerta.

—¡Si vienes a burlarte, ya puedes irte por donde has venido!

—No, mamá, perdona. Es que...

Una nueva carcajada me impide proseguir mi acto de contrición. Sorteo el escollo de mi madre y me encamino raudo hacia el origen de la catástrofe. El cuarto de baño se halla impoluto. La nueva taza resplandece de una forma casi provocadora. Pero la fetidez aún impera en el aire. Una fetidez colmada de olores contrapuestos, de vanos remedios que han terminado por aliarse con el enemigo a batir.

—Donde estás tú plantado tan campante, me caí yo, con el suelo lleno de porquería.

Mi madre inicia un sollozo.

—¡Tendrías que haberme visto ahí tirada, entonces a lo mejor no te habría hecho tanta gracia, Pedro!

«¿Pedro?»

—¿No está mejor?

—Qué va. Y encima la ha tomado con las tres.

«Las tres» son el resto de habitantes de la casa de mi madre: mi tía, mi hermana y su hija.

—Pero ¿por qué?

—Nos echa la culpa del reventón del váter. Dice que hay demasiado chumino junto en esta casa. Que si viviera sola no habría pasado eso. Nos ha tirado ya varias veces a la calle...

—Ya sabes cómo es la mamá, Marta. Se le pasará...

—No es solo eso, Mario... La otra noche gritaba mientras dormía. Hablaba de demonios y martirios. Era una posesa. A mí me entró miedo de verdad. Y, además, la tía...

—¿Qué le pasa a la tía?

—Que se ha vuelto una sinsentido. Cuando la mamá nos insulta a las tres, ella se pone a cantar y a bailar. Y la mamá, entonces, se lanza hecha una furia contra ella y la empuja y todo. Ayer se metió mi hija por el medio y se llevó un tirón de pelo de la mamá. Mi hija dijo que la odiaba y la mamá empezó a cantar y bailar como si fuera la tía. Por unas o por otras esto se ha vuelto un manicomio, Mario.

—Este domingo las llevaré a comer una paella a la playa.

—Sí, por favor, sácalas de casa y, por lo menos, que me dejen respirar a mí un rato.

—No te preocupes, iré el domingo a por ellas; y descansa, Marta, que ya es tarde.

—¿Descansar? ¡Cómo se nota que no vives aquí!

Ha sido la peor paella de mi vida. Cuando he acudido a recogerlas, mi tía y mi madre estaban discutiendo sobre el paradero de la estufa de butano.

—Pero si hoy hace calor y, además, nos vamos a la playa.

—Os vais tú y esta quema-sangres solos. A mí se me han quitado las ganas de vivir y de veros a todos. ¡A todos!

No es, ni mucho menos, la primera vez que a mi madre le dan tales ataques de neurastenia en los que nada, salvo su fobia contra todos los pobladores del mundo, le interesa poner de manifiesto. Recuerdo a mi padre con la caña de pescar en una mano y la otra en el pomo de la puerta despidiéndose de ella con exuberancia de maldiciones. Evocando fragmentos de otros tiempos en que mis padres despertaban la casa entera con sus risas, he logrado que mi madre destrence el ceño y que, sin apaciguar la tensión de sus mandíbulas, acceda a acompañarnos a la playa.

El viaje en el coche ha sido un combate entre el canturreo alegre de mi tía y la determinación de mi madre en acallarlo sin concederse una a la otra ni un respiro. Hemos llegado tarde al aparcamiento de la playa de Pinedo, y cuando, tras varios conatos de encajar el coche donde no cabía, ya empezaba a atraerme la idea de volver a casa, ha surgido la benevolente figura del viejo aparcacoches que tantos huecos salvadores obtuvo para mí cuando ejercía de rastreador de espacios libres en la explanada del Saler.

—¡Hombre, cuánto tiempo sin verle! He reconocido el coche nada más verlo. Sígame, para usted siempre hay un sitio mientras yo lleve esta gorra.

Las ruedas del Fiat Punto aplanan varios botes de bebida, franquean el listón de una barrera alzada a mano limpia por mi rescatador y se detienen en una especie de redil para vehículos donde el matorral se resiste a claudicar bajo los tapujos de cemento.

—Esta es una zona restringida. Aquí solo aparcan los coches que yo dejo pasar. ¿Y su hijo?, ¡estará ya hecho un hombre!

El curtido celador de las llanuras de argamasa ha visto crecer a mi hijo, verano a verano, domingo a domingo hasta que desmantelaron los merenderos del Saler y sucedió un éxodo de degustadores de paella en traje de baño que no pasó a la historia.

—Sí —le respondo mientras nos damos la mano después de una tentativa de abrazo que no ha llegado a consumarse—, ya está hecho un hombre. Si lo viese ahora, no le reconocería.

—Claro que le reconocería, con la de polos que le compré y la gracia que tenía para sacarme los cuartos. Y estas señoras tan guapas que vienen con usted, ¿quiénes son?

—Aquí mi madre y aquí mi tía, que es como si fuera mi madre, también.

Ambas rivalizan por agradecer al aparcacoches su cumplido. Gana mi tía, pues ella sí culmina el abrazo que mi madre y yo solo hemos alcanzado a esbozar.

—Caray, qué señora más rica.

—Eso no se lo diría si tuviera que aguantarla todos los días.

—Mamá..

Después de batirnos en retirada a las puertas de tres restaurantes, logramos una mesa desnivelada y rinconera desde la que el mar solo puede adivinarse al fondo de un abejoneo de camareros y comensales que parecen estar juramentados para amargarse el domingo mutuamente. Pasadas las tres de la tarde, llega nuestro turno.

—Una ensalada valenciana y paella de pollo. Solo de pollo, sin conejo.

—¿Y de beber?

—Vino con gaseosa —se adelanta mi tía.

—Si no es con cerveza, yo no como —refuta mi madre.

—Vino con gaseosa y una cerveza —remato con un énfasis conciliador que el camarero interpreta como un demérito a su valía profesional.

—Ya he oído a la señora, caballero. ¿Van a picar algo antes?

—¿Unas clóchinas..., os apetecen?

—Ya tengo bastante clóchina yo en casa —arranca mi madre con su cantinela tras el reventón del váter.

—No, nada más —zanjo.

En el curso de la espera a la comanda, trato de aparentar una laxitud de la que me siento muy distante. Se ha levantado un garbí desabrido cuyas rachas zarandean los manteles de papel y confieren una latosa capacidad de vuelo a las servilletas. Mi madre y mi tía exhiben un silencio que da la impresión de ser empleado como arma arrojadiza entre ellas.

—Me han dicho que aquí hacen muy buenas las paellas. Mirad, ya la traen.

—¿Dónde la quieren? —El camarero tiene la cabeza tan erguida que no parece dirigirse nosotros, sino a unos remotos clientes emboscados tras la última raya del mar.

—En medio de la mesa, por favor, nos gusta comer directamente de la paella. ¿Qué buena pinta tiene, verdad? ¡Venga, a no dejar ni un grano!

—No seré yo.

—¿Qué pasa, mamá?

—Que me da asco solo con verla. Le han metido conejo. —Por un momento temo que mi madre se sirva de las posibilidades metafóricas del conejo para volver con su cantinela. Pero le basta con repudiarlo por su sola condición animal—: Mi madre los mataba en casa delante de mí, a los pobres. Yo los cuidaba y les tomaba cariño y, luego, me obligaba a comérmelos. Con los ojos salidos... Hasta la cabeza nos teníamos que comer. Lo habéis hecho adrede para fastidiarme.

Inútil resulta reiterarle que yo he pedido que la paella sea solo de pollo. Peor es el remedio que la enfermedad cuando solicito para mi madre merluza a la plancha y, ya con el arroz y la bebida a la misma temperatura, le traen en un plato dos redondeles resecos y acribillados a perejil.

—¡Vaya si te engañó el que te dijo que aquí se comía muy bien! Y encima pagarás sin quejarte. A tu padre le iban a tomar el pelo como a ti. Solo has sacado bueno de él sus ojos. Menudo era él para hacerse de valer...

Yo tampoco soy —o al menos era— de los que pagan, callan y se van con la boca cerrada. Pero tengo la sensación de que la vida con ellas, con mi madre y mi tía, empieza a transformarse en algo residual y putrefacto, de que se está gestando entre nosotros un punto de partida donde hasta el menor de nuestros vínculos debe reciclarse como materia desechable. No sé aún darle definición a este augurio, pero todo cuanto en él predomina es funesto y, sobre todo, inexorable.

Cuando mi madre —en los postres— pide ir al lavabo y se olvida de regresar, cuando mi tía va a buscarla y tampoco vuelve a la mesa, cuando, después de pagar la cuenta —intactos postres incluidos— mudo y a la carrera, me las encuentro a las dos, sentadas en un banco frente al mar, en cordial charla de comadres, despreocupadas de mí y de cuanto atañe a su memoria más reciente, cuando retornamos a casa en el coche y prosiguen desmenuzando la confirmación de que ya no les incumbe el significado de que yo siga siendo su hijo y su sobrino, sé que solo puedo refugiarme unos pocos días más, unas semanas a lo sumo, en la ignorancia de que mi cobardía no será suficiente para escapar de esta batalla.

—Ahora es la cartilla del banco.

—Pero me dijiste el otro día...

—El otro día aquí no existe, Mario.

—No te entiendo.

—Claro que me entiendes. Y yo a ti, también. Cuanto más tarde te vayas enterando, eso que te llevas por delante.

—No, Marta, no es eso.

—¿Cuánto tiempo hace que no vienes a verlas?

—El otro domingo las llevé a la playa.

—El otro domingo tampoco existe, Mario. Aquí solo se vive el día a día. Y cada uno es peor que el otro.

—¿Qué le pasa a la mamá con la cartilla?

—Que se ha empeñado en que se la cogemos y sacamos el dinero a sus espaldas. Y que la estamos arruinando.

—¿Quiénes?

—¿Quiénes vamos a ser? Mi hija y yo. La pareja de demonios, como ella nos llama ahora.

—¿Y la tía?

—La tía va a la suya. Lo que le entra por un oído, le sale por otro. Y, encima, ya no la puedo ni mandar a comprar el pan, porque se entretiene hablando con todo el mundo y cuando llego al mediodía del trabajo aún me toca ir a buscarla.

—¿Por qué no metes la cartilla de la mamá en un cajón de su coqueta y lo cierras con la llave? Así, cuando diga que se la habéis robado, lo abres y le demuestras que la tenía allí guardada.

—Ya lo he hecho. Pero ayer, cuando yo no estaba en casa, como no podía abrirlo, se fue al banco y denunció que se la habíamos robado. Menos mal que la directora del banco me conoce y me llamó para avisarme. Me dijo que su madre está como la nuestra, y en su familia no saben qué hacer con ella. Y yo tampoco, Mario, porque intentes lo que intentes para buscar un poco de tranquilidad, la mamá siempre encuentra el modo retorcido de que te arrepientas de la decisión que tomes.

—Le está ocurriendo igual que a su madre. ¿Te acuerdas cuando me llamaba ladronazo y se pasaba la noche en vela escondiendo el monedero?

—Sí, Mario, claro que me acuerdo. Pero entonces yo tenía doce años y tú dieciocho y solo estábamos pendientes de cualquier cosa que nos hiciera gracia. Y las locuras de la abuela nos la hacían porque estaban la mamá y la tía por el medio. Ahora la que está en el medio soy yo.

—Y nosotros, Clara y yo. No sé... Marta, tú eres la que vives con ellas. Dime lo que tenemos que hacer.

—Reunirnos para hablarlo.

—¿Todos?

—¿Qué quieres decir con todos?

—Pues nuestros hijos, Paula, Toño, es decir, toda la familia. Porque, en el fondo, a todos nos concierne.

—En el fondo y en la superficie nos implica a todos, Mario. Y cuanto antes nos reunamos para hablarlo, mejor.

—Este domingo mismo. Reservaré una mesa en Chez Lyon. Se come muy bien y el dueño es amigo mío.

—No sé yo si estaremos para disfrutar de la comida. Porque ellas, quiero que vengan, también. Para que toda la familia vea cómo están.

—Claro, claro. De todos modos, comeremos allí. Yo me encargo. Ya os aviso para la hora y el lugar donde quedemos.

¡Mamá, ya te he dicho que yo no sé dónde está la cartilla! Aquí la tienes, Mario, detrás de mí. Con lo mismo...

—Dile que se ponga.

—Ay, hijo, hijo..., que me están dejando en la ruina, son un par de hienas que en cuanto me descuido... Ven a tirarlas de esta casa.

—¿Te acuerdas, mamá, de la paella que comimos tan buena?

Abarcamos la acera por entero. Vamos acudiendo todos en madejas que buscan darse abrigo. Los primeros en llegar somos nosotros: el padre, la madre y el hijo. Por la esquina de la plaza del Ayuntamiento surgen, como desde un hueco oscuro dentro de la claridad del día, mi tía, mi madre, mi sobrina y mi hermana M. Rebasada la hora convenida del encuentro, como es costumbre en ellos, vemos la aproximación de mi otra hermana, de su compañero y de sus dos hijos. «Hola, Clara, qué hay Toño…» «Hola Paula, ¿cómo estás Mario?» Y así retenemos un poco el tiempo, presentándonos, representándonos ya como integrantes de la pieza que nadie muestra interés por querer empezar.

—Ya lo veis. El restaurante de mi amigo está cerrado, al final se me olvidó hacer la reserva. Di por supuesto que también abrían los domingos —digo deseando oír al coro: «pues nos volvemos cada uno a su casa».

Pero una voz se escapa para abrir otra fosa donde enterrar el domingo. Y hacia ella nos vamos, desfilando dócilmente por las calles, aquietados en nuestra longitud de hilera fraccionada. Los cuatro primos por delante, disueltos en sus jergas peculiares; los cinco adultos en medio, compartiendo el disimulo del problema a duras penas. Cerrando el cortejo marcha el problema, que hoy no ofrece muestras de sus síntomas: mi tía y mi madre, cogidas del brazo, señalan la proliferación de las audaces fachadas modernistas como si fueran las únicas que tienen ojos para ver más allá de su propio derrumbe.

Con la tercera botella de vino, nosotros, los adultos, comenzamos a dar síntomas de que el problema no es para tanto. Y sobrevivimos a los postres en un acomodo general al resto de las mesas donde cualquier perturbación íntima parece haber quedado en suspenso, como la nuestra. Y mi tía y mi madre sobreviven al resto de la tarde como si el problema fuera la boca de un dragón de la que han sabido salir indemnes. Nos despedimos, los adultos, con ramillas rojas en el blanco de los ojos, con cercos de sudor evaporado en el vértice de las mangas de nuestras camisas, con abrazos consumadores del escape a cuanto significa el encuentro de hoy, con humoradas reducidas a los últimos guiños de alivio, con síntomas de la cura de una enfermedad que no hemos necesitado siquiera declarar.

Al cabo de tres días mi hermana me llama para confirmar la sanación que el pasado domingo nos declaramos.

—Tienes que venir a verla, Mario. Es un milagro. Está más contenta que nunca, la mamá. Se ha ido a la peluquería ella sola. Y ha venido con un pelirrojo que hasta le han piropeado por la calle. Ahora está maquillándose en su cuarto y se ha sacado un vestido precioso azul turquesa del armario. Le ha dado dinero a mi hija y le ha dicho que se divierta haciendo la galocha por ahí. Y la tía también parece otra. Hasta la he dejado ir a por el pan y ha vuelto con unas ensaimadas recién hechas. ¿Quieres que prepare un chocolate y te vienes a merendar con nosotras?

Ella sigue con la frente reclinada en los cristales de la ventana cuando llega su hijo a casa, que aroma entera a chocolate. Y, a riesgo de que se le arrugue el vestido, no es capaz de resistirse a su abrazo porque le recuerda tanto a su marido... Por eso lo quiere más que a sus dos hijas. Y aún lo quiere más ahora, con tal empuje que no puede seguir reteniendo el secreto cuando él le pregunta a quién espera vestida como una modelo:

—¿A quién voy a esperar?, a tu padre. Me ha llamado para decirme que vendrá a recogerme a las seis. Vamos a ver una película de Alberto Sordi que estrenan en el Serrano. Ya sabes lo que le gustan las comedias italianas a tu padre.

Es cierto que a su marido le entusiasmaban las comedias italianas. Hasta se cayó de la butaca, vencido por la risa, cuando vieron, en compañía de su hijo, Amarcord, la película de los recuerdos de Fellini. Pero no es menos cierto que ese hombre a quien espera, hace quince años que cayó, también entre un coro de risas, por última vez al suelo con los ojos aferrándose a lo que ya no veían, los brazos aún sin claudicar y el corazón pulverizado.