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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2000 Catherine Spencer

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En brazos de un extraño, n.º 1222- febrero 2020

Título original: The Pregnant Bride Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-964-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EDMUND se percató de ella nada más entrar en el comedor, no porque fuera hermosa, que lo era, sino por lo sola que parecía en esa habitación llena de gente.

Él también estaba solo, pero no como ella. Los ojos con los que miraba la carta, así como sus facciones, carecían de expresión. Por alguna razón que no se podía imaginar, esa mujer se había cerrado tanto en sí misma que, si la sala hubiera comenzado a arder, posiblemente, no lo habría notado.

Mientras hacía una seña para pedir la cuenta, se dijo a sí mismo que aquello no era cosa suya. Ya tenía suficientes problemas sin tener que pensar en los de una desconocida.

Aún así, continuó en su mesa, observándola, viendo que no tenía ningún anillo en los dedos, percatándose del peinado formal que parecía incongruente con el jersey y los pantalones. Cuando la mujer habló con el camarero, se llevó una mano a la barbilla, como para evitar que le temblara. Oh, sí definitivamente, algo le pasaba.

El camarero se dio cuenta también. No la miró a los ojos ni le recitó las recomendaciones del chef. Se alejó de ella rápidamente, como si lo que le sucedía fuera contagioso. Su estado de ánimo era un verdadero contraste con el lugar, al que se podía calificar perfectamente de romántico. Las heroínas trágicas no tenían cabida allí.

Ella levantó la mirada brevemente y se encontró con la suya. Era una mirada preocupada y temerosa. Edmund sonrió sin querer. Era como si le dijera que tranquila, que tenía tanto derecho a estar allí como cualquiera.

Ella le devolvió la mirada y se tensó aún más.

Edmund no pudo dejar de sonreír más. ¡Admiraba el espíritu de esa mujer! Las mujeres con las que él solía salir, cuando se enfrentaban con crisis personales, salían corriendo hacia el diván del terapeuta o a una de esas clínicas de reposo donde, por unos cuantos miles de dólares, les quitaban el estrés y la celulitis.

Pero no esa mujer. Ella era una luchadora, o eso pensó hasta que llegó lo que había pedido para beber. Whisky. Y era doble. Después se acomodó en su silla y miró el vaso suspicazmente. Por fin, después de pensárselo durante treinta segundos o más, tomó el vaso. Su expresión le recordó la de un niño delante de un vaso de aceite de ricino y se imaginó lo que iba a venir a continuación.

«No lo hagas, chica», pensó. «Eso no te va a resolver nada».

Pero la mujer no recibió ese mensaje mental. Se llevó el vaso a los labios y se bebió la mitad de su contenido de un solo trago.

Por como tosió y se atragantó, el whisky no era algo habitual en su vida y el efecto fue inmediato, devastador e irreparable. El calor del licor, subiéndole por la garganta, destruyó la helada calma en la que se había encerrado y, de repente, se puso a sollozar en silencio.

Inclinó la cabeza para tratar de ocultar el rostro e intentó respirar, pero no pudo evitar las lágrimas que siguieron manando.

Él estaba acostumbrado a las lágrimas de las mujeres, pero no podía quedarse allí viéndola de aquella manera, sobre todo cuando nadie más la iba a ayudar y ella no estaba en disposición de ayudarse a sí misma.

—Apúnteme a mí la bebida de la señorita —le dijo al camarero y se levantó para ver qué era lo que le pasaba.

 

 

¡Estaba dando un espectáculo! De todo el dolor y la vergüenza que había sufrido ese día, el hecho de que no pudiera controlar el llanto era la última indignidad. Esa mañana había habido alguien culpable de haberla humillado, pero ahora, la culpable era ella misma.

Pero saber eso y poder hacer algo para evitarlo eran dos cosas muy distintas. Por mucho que intentara controlarlos, los sollozos seguían oyéndose por el restaurante, algo socialmente imperdonable que no podía pasar desapercibido para nadie. La gente no la miraba directamente, pero era evidente que todos eran muy conscientes de ella, incluyendo a ese hombre que hacía unos momentos le había sonreído.

Si no estuviera en semejante estado, seguro que él se acercaría y la invitaría a tomar algo para, a continuación, sugerirle que fueran a algún lugar más privado para admirar la puesta del sol.

Y una parte de ella habría agradecido la sugerencia, dijo una vocecilla en su interior. Cualquier hombre que la mirara un par de veces sin sentir lástima era preferible al rechazo que había recibido esa misma mañana.

Pero había un límite para lo que estaba dispuesta a tolerar. Jenna lo vio de reojo como le decía algo al camarero y luego se dirigía hacia ella. Se sintió ansiosa por escapar antes de empeorar el espectáculo. Pero eso la hizo llorar aún más.

Entonces, sorprendentemente, una mano firme e inequívocamente masculina, le tocó un hombro, se deslizó por su espalda hasta la cintura, y la hizo ponerse en pie, mientras una voz profunda, firme y autoritaria, le dijo al oído:

—Muy bien, chica, ya basta de esto. ¿Qué le parece si seguimos con el espectáculo afuera?

Debía sentirse ofendida por semejante familiaridad. Si estuviera en su estado habitual, le habría dicho un par de cosas bien dichas. Pero no lo estaba desde esa mañana y los mendigos no podían ser selectivos. En ese momento, él era el único salvador que tenía, así que, cuando le ofreció su brazo, en vez de rechazarlo, se agarró a él como a un salvavidas y salieron al exterior.

Una vez fuera, el fresco aire de la tarde la hizo recuperar un poco la compostura.

—Gracias —logró decir.

—De nada —respondió él—. Solo espere a que lleguemos a la playa para desahogarse. Allí no habrá nadie que la pueda oír, salvo las gaviotas, y ellas estarán demasiado ocupadas con sus gritos, así que no podrán oír ,los suyos.

Bajaron a la playa por unos escalones. No había nadie salvo una pareja con niños y un perro, y lo bastante lejos como para aparecer solo como puntos en el horizonte. Jenna estaba sola, salvo por el hombre que tenía al lado, podía llorar hasta secarse, ¿pero de qué serviría si, al final, nada habría cambiado?

Así que, en vez de eso, empezó a caminar al lado del hombre y se acercaron a la orilla, agradeciendo no tener que llenar el silencio con alguna conversación vacía. Él parecía inmerso en sus propios pensamientos y ajustó su paso al de ella, con la vista fija en el horizonte donde se estaba poniendo el sol.

Gradualmente, cesaron los sollozos convulsivos y ella pudo respirar de nuevo el fresco aire salino de esa tarde de mayo en la costa Oeste.

—Gracias —dijo de nuevo—. No sé qué habría hecho si no hubiera aparecido usted cuando lo hizo.

Él asintió.

—Encantado de ayudarla. ¿Le apetece hablar de lo que la ha puesto en ese estado?

—No, no creo.

—Puede que le sirva de ayuda, y yo soy un buen oyente.

—He cometido un error, eso es todo.

—Así que comete errores, como todos los demás. No debería castigarse de esa manera por ello.

—Un gran error.

—La mayoría de los errores pueden ser rectificados, de una forma u otra.

—No este.

Él la miró y volvió a dedicarle su atención a la puesta de sol.

—¿Es tan malo? ¿Y qué es lo que ha hecho? ¿Ha matado a alguien?

—¡Debería haberlo hecho! ¡Si hubiera tenido un arma, lo habría hecho!

—¡Vaya!

Ella lo miró entonces.

—¿Qué significa eso?

—Cuando una mujer reacciona de esta manera ante una simple pregunta hipotética es, o bien porque tiene problemas con un hombre o porque la persigue la justicia. Si usted estuviera en ese último caso, habría atacado al camarero con el cuchillo de la carne. Pero en vez de eso, ha tratado de poner cara de valiente y, lo habría conseguido si no se hubiera tomado ese whisky.

—No bebo. Por lo menos, no habitualmente. Pero esta noche…

—Esta noche necesitaba algo que mitigara el dolor.

—Sí.

—¿Así que se trata de un hombre?

—Sí.

—Doy por hecho que la relación, si era eso, ha terminado y ha sido él quien le ha puesto fin.

—Sí.

Él la miró entonces críticamente.

—Aún teniendo el rostro colorado e hinchado por el llanto, es usted una mujer muy atractiva, hermosa. A mí me parece que no deberían faltarle hombres. ¿Qué es lo que la ha hecho terminar necesitando beber?

Jenna pensó en los ojos castaños de Mark, tan diferentes de los penetrantes y azules de ese hombre, en su sonrisa de niño, en comparación con la dureza de los rasgos del desconocido.

—Me enamoré de él —balbuceó.

—Y, al parecer, él no se enamoró de usted. Si quiere mi opinión, está mejor sin él.

—No quiero su opinión —gritó Jenna.

—Había pensado que un poco de sentido común podría servirle de ayuda, pero si prefiere seguir chapoteando en su desdicha…

Él se encogió de hombros tan gráficamente que no necesitó terminar la frase.

De repente Jenna se vio a través de los ojos de ese hombre y no le gustó nada. Una mujer sollozante e histérica, que se tomaba whiskys dobles y que perdía el control de sí misma en un comedor lleno de gente no estaba en posición de pagar su estado de ánimo con la única persona que le había mostrado su compasión.

—Me dejó al pie del altar —confesó.

—¿Cuándo?

—Esta mañana.

—¡Vaya por Dios! No me extraña que esté en ese estado.

—Tal vez, pero eso no es razón para que sea maleducada con usted. Estoy segura de que sus planes para esta noche no incluían escuchar las penas de una novia abandonada —respondió ella, decidida a proyectar la imagen de una mujer con el control de sí misma—. Por favor, no se sienta obligado a quedarse conmigo. Estaré perfectamente bien yo sola.

Pero cuando dijo eso, la voz le tembló peligrosamente.

—¡Tonterías! La han dejado en el que debía ser el día más feliz de su vida y no debería estar sola. Seguramente hay alguien que pueda estar con usted. Un amigo, un familiar…

—¡No! No quiero que… Que la gente sepa donde estoy.

Él se volvió y la miró.

—¿Me está diciendo que, después de haber estado al pie del altar y quedarse en ese estado emocional, desapareció sin decirle nada a nadie?

—Eso es —respondió ella devolviéndole la mirada desafiantemente.

—¿Y sus parientes y amigos? Deben estar muy preocupados. ¿O no le parece eso importante?

—¿Y qué habría hecho usted en mi lugar? ¿Invitar a todos los asistentes a la recepción para que compadecieran a la novia abandonada?

—¿Es que no pudo encontrar un término medio y mostrar alguna consideración por los sentimientos de su familia? Probablemente estén preocupados por usted.

—Si usted supiera…

¿Cómo podía ese desconocido entender las esperanzas que había puesto su familia en su matrimonio con uno de los más ricos financieros de la ciudad?

—Por fin se nos aceptará donde pertenecemos —le había dicho su madre a su padre—. Las puertas se nos abrirán. Nos relacionaremos con los ricos y famosos. Mark le dará a nuestro hijo un trabajo en su empresa, algo apropiado para un joven tan capaz como Glen. Y, con unas pocas palabras en los oídos adecuados, la carrera de Amber progresará rápidamente.

—Se va a casar con Jenna, no con toda la familia —había tratado de responder su padre—. Mark no nos debe ningún favor al resto.

—¿Y por qué no nos los va a hacer cuando se los puede permitir con tanta facilidad?

¿Sería eso lo que había hecho que Mark cambiara de opinión en el último momento? ¿Se había sentido nada más que una vaca lechera aún cuando Jenna lo habría amado igual si fuera pobre?

—Dejé una nota en casa de mis padres diciéndoles que estaría fuera unos días y que no se preocuparan por mí. ¿Satisfecho?

—Supongo —dijo él—. Pero aún no veo por qué se ha querido apartar de ellos. O por qué se ha querido ocultar en un lugar reservado para parejas y amantes. Eso me parece como si estuviera frotando sal en las heridas.

Entonces la miró fijamente y, al cabo de un momento, añadió:

—¿O no será que se suponía que iba a pasar aquí su luna de miel?

—Por lo menos sabía que tenía reservada una habitación —dijo ella a la defensiva—. La suite nupcial al completo, con su champán y sus flores. Por lo menos, es el último lugar a donde vendrá a buscarme alguien.

Él se rio entonces. Una risa rica y profunda.

—Va a estar bien, ¿lo sabe? —dijo sonriéndole—. Cualquier mujer con el valor de enfrentarse a sus demonios en el único lugar en que había esperado encontrar el amor verdadero, es una auténtica superviviente. ¿Qué me dice si volvemos a La Posada y nos tomamos algo para celebrarlo?

Bueno, ¿y por qué no? Lo único que la estaba esperando era una gran cama para dos y nadie con quien compartirla.

—De acuerdo —dijo—. Gracias. Es usted muy amable.

—Sí —respondió él y le tomó el brazo—. Pero no lo vaya diciendo por ahí. No quisiera que se corriera la voz.

 

 

Se llamaba Edmund Delaney y ella se encontró disfrutando de su compañía más de lo que hubiera creído posible una hora antes. Era un hombre divertido y el más atractivo de la sala. Se sentaron frente a la chimenea mientras se tomaban el coñac que habían pedido y, por un rato, ella fue capaz de dejar a un lado el fiasco que había sido el día de su boda. Por fin, la velada llegó a su fin.

—Te acompañaré a tu habitación —dijo él y, como ella temía quedarse sola, aceptó.

Era más alto que Mark, más ancho de hombros y más fuerte. Parecía un atleta en plena forma.

—Dame la llave —le dijo cuando llegaron a la puerta.

Ella se la dio y vio que sus manos eran grandes, callosas y bronceadas, como si trabajara con herramientas. Mark se hacía la manicura todos los días y no sabía distinguir un extremo de un martillo del otro.

—Ya está —dijo Edmund poniéndole las llaves en la mano.

Si él le hubiera deseado felices sueños, seguramente ella habría podido terminar la velada con un mínimo de dignidad, pero como lo que le dijo fue que tratara de dormir un poco, las lágrimas se le saltaron de nuevo.

Lo miró entonces en silencio y él le acarició cariñosamente la mejilla.

—Ya lo sé —dijo él—. Esto no va a ser fácil.

Entonces se marchó y ella sintió la súbita necesidad de llamarlo y suplicarle que no la dejara sola. No era que quisiera hacer el amor con él o algo así, solo necesitaba el calor de un contacto humano, la sensación de importarle a alguien en el mundo.

No entró en la habitación hasta que los pasos de él se esfumaron en la distancia. La chimenea estaba encendida y, por la ventana, se veía la media luna brillando sobre el mar. La cama estaba abierta por los dos lados y habían dejado unos bombones en cada almohada. ¿Es que no se habían dado cuenta de que solo había equipaje para uno y un solo cepillo de dientes en el cuarto de baño?

Jenna se sentó en delante de la chimenea y recordó los desagradables eventos de ese día.

Había empezado bastante bien, el sol brillaba y el cielo estaba claro. No había ninguna señal del desastre que se avecinaba mientras se dirigía a la iglesia con su padre. No le resultó extraño que el novio y su familia no hubieran llegado. Mark y su padre llegaban tarde a menudo, debido a sus negocios y a imprevistos de última hora.

Pero según pasaban los minutos y seguían si aparecer, todos empezaron a ponerse nerviosos. Finalmente, el ministro les dijo que tenía otra boda media hora más tarde y que, o el señor Armstrong y su gente llegaban en cuestión de pocos minutos, o tendrían que celebrar la boda otro día.

Pero para entonces, Jenna ya estaba segura de que Mark no iba a aparecer nunca.

Entonces apareció un amigo de Mark, muy colorado y le dio un sobre.

La carta, muy breve, decía en resumen que Mark sabía que no la iba a hacer feliz, que no le podía dar lo que quería y que se merecía algo mejor, que lo perdonara, que algún día se lo agradecería y que aquello le dolía tanto a él como sabía que le iba a doler a ella.

—¿Qué dice? —le había preguntado su madre, horrorizada.

Cuando ella no respondió, tomó el papel de sus manos y lo leyó ella misma.

—¡No puede hacer esto! —gritó entonces—. ¡Tenemos sesenta libras de salmón ahumado esperándonos en el club! ¡Tu padre ha tenido que aumentar su línea de crédito con el banco para pagar esta boda!

La mala noticia se extendió rápidamente por entre los asistentes y, en medio de todo eso, Jenna se había quedado allí como una tonta, con su ramo de flores y su vestido de novia.

¿Era correcto dejar a una novia esperando en el altar? La idea de tirarse por un puente no le gustaba mucho, pero era lo que había pensado nada más terminar de leer la carta. También había deseado que la tierra se la tragara allí mismo. Pero lo que su madre llamaba su tremendo orgullo había ido en su rescate. De alguna manera, había logrado permanecer tranquila, se sujetó la cola del vestido con el brazo y volvió a donde los estaban esperando las limosinas y se metió en la que había ido a la iglesia y donde tenía su equipaje.

—No va a haber boda —le dijo al sorprendido conductor y luego le indicó que la llevara a su apartamento.

Mientras el conductor pasaba las maletas a su coche, ella se había cambiado de ropa, les había escrito una nota a sus padres que le había dado al hombre para que se la llevara y, al cabo de menos de media hora, iba por la autopista hasta la terminal del ferry. El que se suponía que debía haber sido el día más feliz de su vida se había vuelto una pesadilla de enormes proporciones, que había sido vista por la mitad de la gente importante de la provincia y otros cien o más de fuera. Ella solo había sabido que tenía que escapar rápidamente, antes de que el atontamiento se le pasara y empezara el dolor.

Se las había arreglado bastante bien, o eso había pensado, hasta que entró en el comedor de la Posada pensando en que no tenía por qué esconderse en su suite. No tenía nada de que avergonzarse.

Pero cuando se vio allí fue como si llevara escrito en la frente un cartel que la declara la Novia Abandonada del Año.

Le debía mucho a Edmund Delaney. Como con voluntad propia, su mirada se apartó de la chimenea y se dirigió al teléfono que había en la mesilla de noche.

¿Debía llamarlo? ¿Tal vez invitarlo a almorzar para mostrarle su agradecimiento por haber evitado que hiciera más la tonta?

Se dijo a sí misma que aquella no era una medida inteligente. No debía perseguir a un hombre al que conocía apenas y solo unas horas después de que la hubiera dejado el hombre con el que se iba a casar. Aquello podía parecer más desesperación por encontrar a un sustituto que simple gratitud.

¡Muy cierto! Entonces, ¿por qué estaba levantando el auricular y pidiendo que la pusieran con la habitación de Edmund Delaney? ¿Y por qué, habiendo llegado hasta allí, se había quedado como pasmada mirando al teléfono cuando él descolgó a la segunda llamada, para colgar inmediatamente después y correr al cuarto de baño como si la persiguieran?

Allí también había un teléfono y sonó antes de que hubiera cerrado la puerta.

—Debe haberse cortado —dijo él cuando por fin ella reunió el valor para contestar—. Por suerte era una llamada interna y la telefonista nos ha podido conectar de nuevo. ¿Qué puedo hacer por ti?