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Primera edición digital: enero 2017
Imagen de la cubierta: SalTheColourGeek | Foter.com
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Sandra Soriano
Revisión: Elena Pina

Versión digital realizada por Libros.com

© 2017 Mary Sánchez
© 2017 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-17023-01-0

Mary Sánchez

Juego de dramas

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Agradecimientos
  5. Prólogo
  6. Drama I
  7. Drama II
  8. Drama III
  9. Drama IV
  10. Drama V
  11. Drama VI
  12. Drama VII
  13. Drama VIII
  14. Drama IX
  15. Drama X
  16. Drama XI
  17. Drama XII
  18. Nota final de la autora
  19. Mecenas
  20. Contraportada

Agradecimientos

 

Para empezar, gracias a todos por la oportunidad de experimentar algo tan emocionante como publicar un libro. Han sido unos meses de mucho trabajo, pero a su vez repletos de situaciones nuevas que me han hecho aprender y crecer en diferentes aspectos. Gracias a mi amigo Juan Eusebio Martín Francisco, por su colaboración y su compañía. A los compañeros del Grado de Arqueología, por su inconmensurable paciencia; a los chicos de Libros.com, por su apoyo y su ayuda a lo largo de todo el proceso: Raúl Gil, Juan Rivero, Sandra Soriano, Silvia Fernández y un largo etc. Gracias a Emma Díaz y a todas las personas que asistieron a la charla del COGAM en Madrid. Y a Isaac Velarde, por sus valiosos consejos.

Por último, gracias, querido o querida mecenas, has sido esencial para convertir este libro en una realidad.

Prólogo

 

Empecé a escribir este libro sin rumbo fijo, sin pautas a seguir, sin un manual de cómo escribir un buen relato o de cómo ser una buena activista. Empecé a escribir este libro «por probar», casi por azar. Lo que comenzara con un «¿por qué no?», acabó abriéndome las puertas de una realidad que desconocía. Fue en el camino cuando me di cuenta del poder de las palabras. Y, sobre todo, me di cuenta de que era necesario hacer algo urgente con ellas. Tras meses documentándome para poder retratar al colectivo LGBT, he encontrado algunos datos que me preocupan. Las personas homosexuales se suicidan más, padecen más trastornos mentales y abusan más de las drogas y el alcohol. Una se acaba preguntando por qué y sólo haya una respuesta: la sociedad. Nuestra sociedad. Una sociedad de ideales y valores obtusos, tradicionales y poco realistas. Una sociedad de represión sexual, de pastores y ovejas, y de roles de género que, en ocasiones, parece atrapada en una época distinta. Pervive, en bastantes aspectos, la concepción simplista de la mujer como objeto de procreación sin ambiciones propias.

Uno de esos aspectos es la sexualidad. La homosexualidad femenina ha estado escondida en nuestro país hasta hace pocas décadas. En otros países tachada de «locura» desde que a mediados del siglo XIX comenzasen los primeros estudios. Aunque permanecía escondida, sabemos que no fue inexistente. Como evidencia de ello contamos con encuestas realizadas durante el franquismo, como las del doctor Ramón Serrano Vicéns (sexólogo español —1908-1978—). Estudió entorno a 1.400 mujeres entre los años 1940 y 1961, y señaló que un tercio de las encuestadas afirmaba haber tenido experiencias homosexuales. La atracción entre mujeres siempre ha existido. Tenemos ejemplos que se remontan a la Antigua Grecia. La gran poetisa Safo de Lesbos se arrojó al mar por no ser correspondida por una de las alumnas de su Casa de las servidoras de las musas. Y si viajamos un poco más atrás en el tiempo, en Oriente Próximo conoceremos a las salzikrum (o male-daughter en inglés). Estas salzikrum, según el código de Hammurabi, podían tener varias esposas, adoptar hijos y tener su propia familia. Es un hecho insólito que en el siglo XVIII a. C. estas mujeres tuviesen más derechos que las de una gran parte del mundo actual. También en la América precolombina tenían lugar las uniones entre mujeres, aunque fueron rechazas a partir de la colonización europea (1492). Así como en diversas sociedades africanas antiguas y actuales. Esto pone de relieve que es el modelo occidental (judeo-cristiano) el que, en mayor medida, ha estigmatizado a las mujeres homosexuales, aunque no sea el único.

En mi opinión, esta omisión de la homosexualidad femenina en Europa, no perseguida por el nazismo por ser considerada inexistente, tiene sus fundamentos en el machismo. Aunque a lo largo de la historia se han dado ciertas tendencias liberadoras de la mujer, la verdadera tendencia que pervive hoy en día es considerar a la mujer como madre y esposa. El hombre que considera la homosexualidad una enfermedad mental o una «fase» asume que una mujer no puede desarrollarse de pleno sin la compañía de un varón. Asunción en su totalidad falsa, retrógrada y fuera del contexto actual. Por desgracia, este tipo de pensamiento se sigue manifestando de diversos modos, ya sea en forma de chistes, bromas o tópicos que se repiten «sin la intención de ofender». Hablar del machismo me ocuparía otro libro entero con facilidad. Pero no es ese el objeto de esta obra ni el tema principal de los relatos. Cabe destacar que son temas muy variados, aunque todos siguen el mismo hilo conductor: un marcado trasfondo social, feminista y espero que provocador. En todos los relatos se describe una situación complicada para las mujeres LGBT como pueden ser la discriminación, el rechazo o el acoso.

Termino este prólogo con una pequeña dosis de modestia: aún me queda mucho por aprender. Aun así, espero que esta colección os resulte amena y os incite a difundir la idea de la normalización del amor.

Drama I

 

Cinco en punto. La tetera comenzó a silbar. A sabiendas de que Beth ya estaba allí, Ana abrió la puerta. Sus ojos se ignoraron, al igual que sus labios. No se dijeron nada en absoluto. Al entrar Beth, pudo observarse el profundo pozo de melancolía en el cual se hallaba atrapada la doctora. Pues la explicación de que hubiese tal cantidad de cochambre reunida en ese sitio no podía ser otra más que el lugar se encontrase en sintonía con una mente demasiado intranquila. Aquel estudio era caótico al límite. Tal y como si fuese la morada de un artista, albergaba lienzos, acuarelas y libros que se amontonaban por todos lados. En la cocina se advertía cierto tufo a quemado. Y en el centro del habitáculo yacía el sofá-cama escondido bajo una decena de mantas, como si las manchas que lo aderezaban fuesen tan vergonzosas que hubiese que taparlas a toda costa. Ante aquel panorama, la joven Beth no tuvo otro remedio que sentarse en una silla blanca de fibra de vidrio que parecía más o menos ajena al tremendo desastre que allí asolaba.

—Necesito saber qué va a pasar —dijo una de ellas, quizás Beth. No se sabe con exactitud cuál de las dos fue, pues ambas sentían la terrible urgencia de resolver el problema.

Contábase por toda la facultad que la doctora Ana Romero, catedrática de Literatura Inglesa, había tenido un affaire con una alumna del primer año, la joven Elizabeth Rojas. Lo más notable del asunto es que Romero, de treinta y pocos, estaba a punto de casarse con el mismo rector de la universidad: don Juan Pedro Cruz. Todo el asunto podría haber pasado desapercibido con facilidad, de no ser por la mano acusadora de Gaspar Gómez. Este era el alumno predilecto de Romero y había manifestado su amor por la doctora en más de una ocasión. A Gómez le faltaban pocos meses para graduarse y al oír tal cosa, como que Ana Romero tenía tutorías con una novata, alzó las orejas y se puso a olfatear. Fue entonces cuando descubrió todo el pastel, literalmente. Las sorprendió compartiendo un trozo de tarta en el departamento el 14 de febrero. Nada sospechoso, a primera instancia. De no ser por el hecho de que estaban ambas en paños menores. Corriose entonces la voz por media ciudad de que la profesora era homosexual. Y Gómez, cegado por la rabia y la envidia, amenazó con avisar a Cruz si no se tomaban las medidas pertinentes. Y así pasaron tres días hasta que al final las damas se reunieron en el apartamento de la de más edad.

La joven Beth a duras penas podía contener las lágrimas de impotencia. No sólo su amor estaba siendo amenazado por un repipi intransigente, sino también su recién estrenada reputación universitaria. Elizabeth Rojas era sinónimo de popularidad, buenas notas y excelentes relaciones interpersonales. ¿Elizabeth Rojas, tortillera? Un tiro en la sien de su vida social hubiese sido mucho más rápido que aquella lentísima tortura de chantajes y rumores. Ana, por su parte, contaba con más experiencia en el manejo de secretos y habladurías, aunque poco había lidiado con la extorsión. Estaba, pues, perdida al máximo en lo concerniente a las medidas que podrían ser tomadas en su contra. Se sintió tan impotente que no pudo soportarlo más y se lanzó a los brazos de Beth, que la acogió sollozando en un intento de calmarse de forma mutua. Se querían. Con seguridad, se querían. Pero siempre pasa que las envidias y la incomprensión afloran cuando existe algo, por pequeño que sea, que no puede o no quiere entenderse. Eso pensaban Beth y Ana, que se abrazaban con fuerza y pasión en medio de la más aterradora confusión.

Y fue en ese momento íntimo cuando sonó el timbre. No cabía duda alguna: se trataba de Gaspar Gómez. Abriose la puerta y entró el rey de Roma. Soberbio, mezquino y orgulloso, de castaña cabellera que solapaba su cráneo con una cantidad de gomina sólo calificable como insana y unos ojos verdosos que hacían presentir su cinismo de una sola mirada. Sus facciones eran comparables a las de Calígula, aquel emperador romano por todos conocido por su inconmensurable crueldad (y por ser tan capullo como para nombrar cónsul a un caballo).

—Quiero quince mil euros —dijo Gaspar al entrar.

Las dos damas se miraron impasibles. Habían llegado a un acuerdo tácito para salvaguardar su amor: se haría a cualquier precio.

—Para el próximo viernes. Tengo una fiesta y quiero ponerme guapetón, ya saben. Bueno, puede que no sepan, siendo las dos unas bolleras.

Pocos sabían que Ana era su debilidad. Había memorizado su tesis doctoral y hojeado todos sus artículos y reseñas, del primero al último, en orden cronológico y más tarde, alfabético. Gaspar Gómez había suspirado por ella desde el primer momento. Descubrir sus actividades lésbicas le había causado más de una cefalea y una punzada en el corazón (si es que de amores podía siquiera padecer el susodicho). Ante esta situación, optó por la picardía heredada de su linaje: la mala política. Pretendía sacar tajada del asunto y cuanto más gorda, mejor. No se limitaría al dinero, había ideado todo un entramado de favores para el resto de su vida académica. Traía consigo tres copias de un contrato y una pluma plateada. Pidió que le sirviesen una copa de algo preferentemente caro y señaló, una por una, las condiciones del trato. No debe pasar inadvertida su extraordinaria frialdad. Puesto que, a pesar de profesar más que respeto y cariño por la doctora, decidió anteponer sus intereses económicos y académicos en un acto de increíble altanería y desazón.

—¿Lo has entendido novata? Ni una tutoría más. Como vuelva a verte por la facultad… ¡No sé qué te hago!

—Relájate, bravucón —dijo Ana mientras dejaba en la mesilla una copa de algo de obviada asequibilidad.

Entre las obligaciones de la doctora figuraban la de aprobarle todos los trabajos del presente curso así como los exámenes y eliminar del listado de alumnos todas sus faltas de asistencia. Al igual que a Beth, no debía vérsela con su amante y debía abonar la cantidad indicada antes del siguiente viernes. Si se incumplía alguna condición, Gómez había prometido acudir al rector de la universidad y contarle lo ocurrido. Pero la lista de chantajes no terminaba ahí: decía tener fotos del día del pastel, que había guardado en su teléfono con el objetivo de facilitar la coacción. Tal cosa terminó por desbaratar todos los planes de Ana, que pretendía usar las armas de la paciencia con el aludido.

—No tomaste fotos, ¡trolero! —gritó Beth.

—Sí que lo hice.

—Enséñalas.

Ambos forcejearon mientras Ana divagaba en su mente: «¿En qué momento…? —se preguntaba— ¿En qué momento decidí enamorarme de una alumna novata?». Parecíanse a dos críos de menos de diez años peleándose por una pelota. Ana era la pelota. Y bota que te bota pensó que era un encaprichamiento tonto lo que la había llevado a tal situación. Pero también pensó que disfrutaba de la compañía de Beth y se preguntó el motivo por el cual debía ella sacrificar su goce por un niñato. ¿Acaso está mal ser un poquito egoísta de vez en cuando? Con esa pregunta en mente arrancó la pluma de las manos de su amante y la clavó en la espalda de Gaspar Gómez, que con una mueca de dolor cayó al suelo desfallecido, llenando toda la moqueta de su oscura sangre.

—Joder, Ana —dijo Beth, casi atragantándose de la emoción—. ¿Lo has matado?

—Mala hierba nunca muere, cariño. Voy a llamar a mi prometido.

—¿Y qué vas a hacer?

—Lo mismo.