9788490075814.jpg

Félix Varela y Morales

Obras

Tomo I

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-883-9.

ISBN ebook: 978-84-9007-581-4.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 15

La vida 15

Primera parte 17

Proposición I. La Filosofía ecléctica es la mejor de todas 17

Proposición II. El único camino para adquirir la verdad es el análisis mental 19

Proposición III. La común opinión se ha de tener por ley de la naturaleza 20

Proposición IV. Si una obra se le atribuye sin discrepancia a un autor, tanto en su tiempo como después, dicha atribución se ha de juzgar legítima 22

Discurso que el presbítero don Félix Varela hizo el 25 de octubre de 1812 a los feligreses del Santo Cristo del buen viaje en la misa de Espíritu santo, que se celebró antes de las elecciones 23

Instituciones de filosofía ecléctica 25

Tomo I. Lógica 25

Prolegómenos 25

Instituciones de lógica. Primera parte 35

Disertación I. Del verdadero concepto de la lógica 35

Disertación II. Del entendimiento 36

Sección I. De su naturaleza y de sus funciones 36

Sección II. De la imaginación 38

Regla segunda 38

Regla segunda 39

Regla tercera 39

Regla cuarta 39

Sección II. De la memoria 39

Regla segunda 40

Regla segunda 40

Regla tercera 41

Sección IV. De la atención y de la reflexión 41

Regla segunda 41

Regla segunda 41

Obsérvese esta regla: Regla única 42

Sección V. Del ingenio y del juicio 42

Regla segunda 42

Regla segunda 43

Disertación III. De las ideas 43

Sección I. De la naturaleza de las ideas 43

Sección II. De los signos de las ideas 45

Regla segunda 46

Regla segunda 46

Regla tercera 46

Regla cuarta 46

Sección III. De la corrección de los sentidos 47

Regla segunda 47

Regla segunda 47

Regla tercera 47

Regla cuarta 47

Sección IV. Del análisis mental 48

Primera parte 49

Disertación I. Del juicio 49

Sección I. Del juicio mental propiamente dicho 49

Regla segunda 50

Regla segunda 50

Regla tercera 50

Regla segunda 50

Regla segunda 50

Regla tercera 50

Sección II. De la expresión del juicio o de la proposición 52

Sección III. De los errores de los juicios 54

Regla segunda 55

Regla segunda 55

Regla tercera 55

Regla cuarta 55

Regla quinta 55

Regla sexta 55

Regla séptima 56

Regla octava 56

Regla novena 56

Regla décima 56

Regla oncena 56

Disertación II. Nociones generales sobre el arte de la crítica 56

Sección I. De los hechos históricos 57

Noción primaria 57

Noción segunda 57

Noción tercera 58

Regla segunda 58

Regla segunda 58

Regla tercera 58

Regla cuarta 59

Regla quinta 59

Regla sexta 59

Regla primera 59

Regla segunda 59

Regla tercera 60

Regla cuarta 60

Regla quinta 60

Regla sexta 60

Regla séptima 61

Regla octava 61

Regla segunda 61

Regla segunda 61

Regla tercera 61

Sección II. De los monumentos 62

Regla segunda 63

Regla segunda 63

Regla tercera 63

Regla cuarta 63

Sección III. De las obras originales del ingenio 63

Regla segunda 64

Regla segunda 64

Regla tercera 64

Regla cuarta 64

Reglas para discernir los libros apócrifos 65

Regla segunda 65

Regla segunda 65

Regla tercera 65

Regla cuarta 66

Reglas para discernir los libros interpolados y viciados 66

Regla segunda 66

Regla segunda 66

Regla tercera 66

Sección IV. Del arte de la hermenéutica o de algunas reglas para la recta interpretación 67

Regla segunda 68

Regla segunda 68

Regla tercera 68

Regla cuarta 68

Regla quinta 68

Regla sexta 68

Regla séptima 69

Regla octava 69

Regla novena 69

Regla décima 69

Tercera parte. De las demás operaciones de la inteligencia 70

Disertación I. Del raciocinio 70

Sección I. De las argumentaciones 70

Sección II. De los sofismas 73

Disertación II. Del método 74

Sección I. Del método analítico 74

Regla segunda 74

Regla segunda 74

Sección II. Del método sintético 74

Sección III. Del método en el estudio 75

Cuarta parte 75

Disertación I. Del uso y abuso de la razón 75

Sección I. Del estado y naturaleza de la razón humana 75

Sección II. De la autoridad 76

Reglas referentes a la autoridad divina 77

Regla segunda 77

Regla tercera 77

Regla cuarta 77

De la autoridad de los Santos Padres en materias filosóficas Regla única 77

Reglas referentes a la autoridad humana 78

Regla segunda 78

Regla segunda 78

Disertación II. Del abuso de la razón 78

Sección I. Del abuso en relación con los objetos 78

Regla segunda 79

Regla segunda 79

Regla tercera 79

Sección II. Del abuso de la razón por causa de las pasiones 79

Segunda parte. Segunda etapa del pensamiento de Félix Varela (1816-1819) 81

Elenco de 1816 81

De la manifestación de nuestros pensamientos 83

Origen de los errores 84

De los obstáculos de los conocimientos humanos 84

De la naturaleza de las ciencias 85

Nociones de crítica 85

De la argumentación 86

Examen segundo 88

Metafísica 88

De la mente humana 89

De la actividad del alma 90

De la inmortalidad del alma 91

De la unión del alma con el cuerpo 91

De la separación del alma del cuerpo 91

De las sensaciones 91

De la memoria 92

Tratado de Dios 93

Examen tercero ciencia moral 93

Del hombre considerado en sí mismo. Principio ejecutivo de las acciones humanas 93

Examen cuarto 97

Del hombre considerado en sociedad 97

Discursos, trabajos y documentos de Félix Varela en la real sociedad patriótica de la habana 102

Carta autógrafa dirigida por Félix Varela a la Sociedad Patriótica de La Habana, solicitando su ingreso en dicha institución. 102

Demostración de la influencia de la ideología en la sociedad, y medios de rectificar este ramo 102

La precaución 111

La gratitud 111

La benevolencia 111

La templanza 111

La beneficencia 111

La conmiseración 112

La prudencia 112

La justicia 112

La fortaleza 112

La ira 113

La desesperación 113

La venganza 113

La alegría 113

La tristeza 114

La inquietud 114

La inquietud 114

La modestia 114

Elogio del Excmo. e Illmo. Señor don José P. Valiente y Bravo, pronunciado en la Catedral de La Habana, por don Félix Varela 115

Elogio de S. M. el señor don Fernando VII contraído solamente a los beneficios que se ha dignado conceder a la isla de Cuba; formado por acuerdo de la Sociedad Patriótica de La Habana, y leído en junta general del 12 de diciembre de 1818 por el presbítero don Félix Varela 128

Oración pronunciada en el elogio de S. M. al rey padre Carlos IV de Borbón en la ceremonia de exposición de sus exequias funerales en la Santa Iglesia Catedral de La Habana por el presbítero don Félix Varela, catedrático de filosofía en el Real Colegio de San Carlos de La Habana 140

Tercera parte. Lecciones de Filosofía y otros escritos filosóficos 149

Lección preliminar dada a sus discípulos por el presbítero don Félix Varela, al empezar el estudio de la filosofía, en el real colegio de San Carlos de La Habana, el día 30 de marzo de 1818 149

Lecciones de Filosofía 151

Introducción 151

Tratado de la Dirección del Entendimiento 158

Lección I. De las operaciones intelectuales. Adquisición y naturaleza de nuestros conocimientos 158

Lección segunda. Modo de corregir las operaciones intelectuales 172

Lección tercera. De la manifestación de nuestros conocimientos 180

Lección cuarta. De los obstáculos de nuestros conocimientos 185

Proposición El amor y el odio son una misma cosa. 193

Lección quinta. Sobre algunos defectos que suelen cometerse en los discursos 197

Lección sexta. De los grados de nuestros conocimientos 201

Lección séptima. Del talento, ingenio, juicio y buen gusto 205

Lección octava. Observaciones sobre los libros y el método de estudiar 210

Lección novena. Del buen uso de la razón y de sus opuestos el fanatismo y pedantismo 215

Lección décima. Disputas literarias 221

Tratado del Hombre 225

Lección primera. De la naturaleza del alma 225

Lección segunda. De la actividad del alma 231

Lección tercera. Sobre el cuerpo humano 235

Lección cuarta. De la vida del cuerpo, de la acción del alma sobre él y el modo de conocerlo 240

Lección quinta. De la sensibilidad 245

Lección sexta. De las relaciones del alma con el cuerpo 252

Lección séptima. De las inclinaciones del hombre 263

Lección octava. Diversidad de las inclinaciones de los hombres 267

Lección novena. De la influencia de las ideas en las pasiones 270

Lección décima. Influencia de los objetos en las pasiones 273

Lección undécima. Medios que fomentan y reprimen las pasiones 278

Lección duodécima. De la luz de razón y derecho natural 281

Lección décimatercera. De la moralidad o naturaleza de las acciones 289

Lección décimacuarta. Del sentido íntimo o conciencia 291

Lección décimaquinta. De las virtudes 293

Lección décimasexta. Relaciones del hombre con la sociedad 300

Lección décimaséptima. De la naturaleza de la sociedad y del patriotismo 303

Lección décimaoctava. Conocimiento que tiene el hombre de su Criador y obligaciones respecto de él 310

De la religión natural 313

Comparación de la Frenología con los hechos 331

La Frenología comparada con la legislación 333

La Frenología comparada con la religión 334

Inutilidad de la Frenología 335

Cuarta parte. Miscelánea Filosófica (1819) 337

Introducción 337

Parte I. Principios lógicos o coLección de hechos relativos a la inteligencia humana 338

Capítulo I. De la lógica 338

Capítulo II. De nuestra existencia 339

Capítulo III. Diferentes modos de nuestra sensibilidad 340

Capítulo IV. De nuestras percepciones o ideas 341

Capítulo V. Existencia de los seres fuera de nosotros 342

Capítulo VI. De las ideas de tiempo, movimiento y extensión 343

Capítulo VII. De los signos de nuestras ideas 344

Capítulo VIII. Lenguaje artificial y convencional 345

Capítulo IX. De la deducción de nuestras ideas 349

Parte II. Cuestiones misceláneas 355

Capítulo I. De las obras elementales escritas en verso 355

Capítulo II. Diferencia y relaciones entre la ideología, la gramática general y la lógica 357

Capítulo III. Reflexiones sobre las palabras de Bacon de Verulamio: «no conviene dar al entendimiento plumas para que vuele, sino plomo que le sirva de lastre» 358

Capítulo IV. Ningún idioma puede llenar las vastas miras de la ideología 361

Capítulo V. El arte de traducir es el arte de saber 362

Capítulo VI. Preocupaciones 365

Capítulo VII. Influencia de las pasiones en la exactitud de nuestros pensamientos 373

Capítulo VIII. Sobre los argumentos sacados de la historia 375

Capítulo IX. Límites que deben tener las reglas 381

Capítulo X. Raciocinios por deducción y por inferencia 385

Capítulo XI. Sobre las cuestiones inútiles 388

Capítulo XII. Observaciones sobre el sistema de Gall acerca del cerebro 391

Capítulo XIII. Nomenclaturas 397

Capítulo XIV. Imitación de la naturaleza en las artes 401

Capítulo XV. Reflexiones sobre algunas causas del atraso de la juventud en la carrera de las ciencias 408

Parte III. Apuntes filosóficos sobre la dirección del espíritu humano 417

I. Operaciones del alma 417

II. Corrección de dichas operaciones 424

III. Talento, ingenio, juicio y buen gusto 426

IV. Manifestación de nuestros conocimientos 427

V. Obstáculos de nuestros conocimientos. Definiciones 429

VI. Principios 431

VII. Preocupaciones 432

VIII. Sistemas 432

IX. Aparato científico 432

X. Cuestiones 433

XI. Hábitos o costumbres 433

XII. Pasiones 434

XIII. Falta de disposición 434

XIV. Lenguaje 434

XV. Autoridad 434

XVI. Grados de nuestros conocimientos 435

XVII. Observaciones sobre el estudio y el pedantismo literario 436

XVIII. Disputas literarias 436

Parte IV. Dos cuestiones ideológicas 437

Capítulo I. Carta a un amigo respondiendo a algunas dudas ideológicas 437

Capítulo II. El idioma latino considerado ideológicamente 440

Parte V. Observaciones sobre el escolasticismo 442

Observación I. Cómo se introdujo el escolasticismo 442

Observación II. Causas que conservan el escolasticismo y efectos que produce 447

Observación III. Forma silogística 454

Parte VI. Patriotismo 461

Capítulo único. Patriotismo 461

Libros a la carta 469

Brevísima presentación

La vida

Félix Varela y Morales (teólogo, sacerdote, investigador cubano).

Hijo de un militar español. A los seis años vivió con su familia en La Florida, bajo dominio español. Allí cursó la primera enseñanza. En 1801 regresó a La Habana, donde, al año siguiente, entró en el Seminario de San Carlos y San Ambrosio. En 1806 obtuvo el título de Bachiller en Teología y tomó los hábitos. Recibió el subdiaconato en 1809 y el diaconato en 1810. Ese mismo año se graduó de Licenciado en Teología. En 1811 hizo oposición a la cátedra de Latinidad y Retórica y a la de Filosofía en el Seminario de San Carlos. Obtuvo ésta tras reñidos y brillantes ejercicios y pudo desempeñarla gracias a una dispensa de edad. También en 1811 se ordenó de sacerdote. A partir de entonces y hasta 1816 desplegó una intensa labor como orador. En 1817 fue admitido como socio de número en la Real Sociedad Económica, que más tarde le confirió el título de Socio de Mérito. Por estos años aparecieron sus discursos en Diario del Gobierno, El Observador Habanero y Memorias de la Real Sociedad Económica de La Habana. Cuando en 1820, a raíz del establecimiento en España de la constitución de 1812, fue agregada la cátedra de Constitución al Seminario de San Carlos, la obtuvo por oposición mas solo pudo desempeñarla durante tres meses en 1821, porque fue elegido diputado a las Cortes de 1822. El 22 de diciembre del mismo año presentó en éstas, con otras personalidades, una proposición pidiendo un gobierno económico y político para las provincias de ultramar. También presentó un proyecto pidiendo el reconocimiento de la independencia de Hispanoamérica y escribió una Memoria que demuestra la necesidad de extinguir la esclavitud de los negros en la Isla de Cuba, atendiendo a los intereses de sus propietarios, que no llegó a presentar a las Cortes. Votó por la regencia en 1823, por lo que, al ser reimplantado el absolutismo por el rey Fernando VII, tuvo que refugiarse en Gibraltar. Poco después fue condenado a muerte. El 17 de diciembre de ese año llegó a Estados Unidos. Vivió en Filadelfia y después en Nueva York, donde publicó el periódico independentista El Habanero. Redactó, junto a José Antonio Saco, El Mensajero Semanal.

En 1837 fue nombrado vicario general de Nueva York. En 1841 el claustro de Teología del Seminario de Santa María de Baltimore le confirió el grado de Doctor de la Facultad. En unión de Charles C. Pise editó la revista mensual The Catholic Expositor and Literary Magazine (1841-1843). Publicó con seudónimo la primera edición de las Poesías (Nueva York, 1829) de Manuel de Zequeira.

Murió en los Estados Unidos.

Primera parte

Primera etapa del pensamiento de Félix Valera

(1812-1815)

PROPOSITIONES VARIAE AD TIRONUM EXERCITATIONEM

(VARIAS PROPOSICIONES PARA EL EJERCICIO DE LOS BISOÑOS, ESCRITAS ORIGINALMENTE EN LATÍN) (1812)

Proposición I. La Filosofía ecléctica es la mejor de todas

DEMOSTRACIÓN. Es la mejor Filosofía la que más nos ayuda a evitar los errores y a descubrir la verdad; pero ésta es la Filosofía ecléctica; luego la Filosofía ecléctica es la mejor de todas. Prueba de la menor: La Filosofía ecléctica elimina todo afecto, todo odio y toda inclinación partidista; esta es la causa principalísima de los errores, luego, etc.

Objeción I. La Filosofía ecléctica no sigue a ningún maestro; éste es un procedimiento probable de error; luego con la Filosofía ecléctica podemos fácilmente errar, y por lo mismo no es la mejor.

Respuesta. Distingo la mayor: Concedo que no seguimos a ningún maestro, en el hecho de no ligarnos indisolublemente a su doctrina; niego que esto signifique que procedamos sin norma y que rechacemos todas las enseñanzas. Lo que la Filosofía ecléctica pretende es tomar de todos cuanto la razón y la experiencia aconsejan como norma, sin adscribirse pertinazmente a ninguno.

Objeción II. La Filosofía ecléctica sigue diversas doctrinas; esto produce deformidad; luego la Filosofía ecléctica es deforme, parecidísima a aquel monstruo que Horacio nos describe en la epístola a los Pisones.

Respuesta. Distingo la mayor: Niego que siga diversas y opuestas opiniones; concedo que sigue diversas opiniones, pero concordantes entre sí. Muy equivocados están los que piensan que los filósofos eclécticos admiten teorías disconformes. Nunca podrá consistir en ese error la tan exaltada libertad de filosofar, sino en librarnos de la servidumbre de cualquier maestro y en buscar exclusivamente la verdad dondequiera que se encuentre.

Objeción III. La Filosofía ecléctica carece de aquellas doctrinas indispensables para comprender a los doctores Católicos que dieron nombre a la escuela peripatética; de este modo no es la más útil de todas; luego tampoco es la mejor.

Respuesta. Distingo la mayor: Niego que no se les pueda entender en lo que se refiere a las sagradas doctrinas; concedo que no se les puede entender en sus inútiles controversias escolásticas.

Abundan demasiado quienes pretenden con este argumento, como si se tratase de un pavoroso fantasma, asustar a la juventud y apartarla de los estudios más recomendables. Lo injustamente que proceden se aprecia advirtiendo que no es posible asentar en principios erróneos las más trascendentales enseñanzas.

A nadie se le oculta, y por mi parte trataré de ponerlo en claro, que la Filosofía escolástica no es más que un cúmulo farragoso de errores, por lo que no puede ser mayor la equivocación de los que sostienen que es el fundamento de todas las ciencias. Los doctores y los Santos Padres merecen muy escasa consideración cuando se enredan en las cuestiones escolásticas y se nos ofrecen como meros filósofos, sin que por esto se nos pueda argüir de impiedad, puesto que no hacemos más que seguir las enseñanzas que ellos mismos nos legaron al reconocer la plena libertad de juicio en todo lo que no se refiera a la fe y a las costumbres.1 Es de justicia advertir que el confuso amontonamiento de minucias y términos que censuramos no se puede achacar en modo alguno a los Santos Padres, sino a las escuelas de los peripatéticos que tan terrible peste llevaron a las ciencias. Con razón decía un autor doctísimo: Leo a Santo Tomás para entender a sus intérpretes, pues se expresa aquél con más claridad y sencillez que éstos. Reconozco que los bárbaros vocablos de la escolástica encierran una concisión con la que evitamos muchas veces la ampulosidad de lenguaje, por lo que también los emplean nuestros filósofos. Pero una cosa es admitir ciertas voces y valernos de ellas y otra muy distinta incurrir en los errores peripatéticos. Guardémonos, no obstante, de creer que la naturaleza y utilidad de la ciencia dependen de los términos usados por las escuelas. Sería acaso mucho más útil eliminarlos todos de una vez.

Proposición II. El único camino para adquirir la verdad es el análisis mental

DEMOSTRACIÓN. El recto conocimiento de la verdad solo se consigue si conocemos cada una de las partes del objeto y sus relaciones perceptibles; pero esto no se logra más que por medio del análisis; luego el único camino, etc. Aclaración de la menor: Así como no puedes percibir las partes constitutivas de un cuerpo material, por mucho que las mires, si no las desintegras y examinas cuidadosamente una por una, así tampoco podrás conocer una cuestión sometida a tu inteligencia, si no le aplicas el mismo procedimiento; pero este modo de descomposición no es otra cosa que el análisis mental; luego, etc. Lo mismo que nos reiríamos de quien pretendiese conocer la estructura de una máquina mirándola en su conjunto, sin separar y someter a examen cada uno de sus elementos componentes, nos podremos reír de quienes confían alcanzar la posesión de la verdad, si van bien provistas de un inmenso bagaje de principios y autoridades; pero sin la menor preocupación de observar y contemplar la naturaleza.

Objeción I. El análisis mental impone en la averiguación de la verdad extraordinarios retrasos, con lo que se demuestra que no es el camino acertado; luego es falsa la conclusión. Demostración de la menor: El análisis mental examina cada una de las partes del objeto dado; pero esto exige un tiempo excesivo; luego, etc.

Respuesta. Distingo la mayor: Concedo que impone retrasos aparentes; niego que imponga retrasos reales. Muchos son los engañados por este error. El análisis mental nos conduce a la verdad en mucho menos tiempo que cualesquiera otros métodos que ilusoriamente aparentan avanzar a mayores pasos, cuando para lo que de hecho sirven es para apartarnos de la verdad en vez de aproximarnos a ella.

Descartes estableció la duda general metódica, y suponiéndose en pleno desconocimiento de todo, partió del principio: pienso, luego existo; y de este pensamiento fue deduciendo lógicamente los demás, hasta completar su sistema.

Objeción II. El método cartesiano está reconocido como utilísimo por un asentimiento casi unánime y por la comprobación de la experiencia; pero parte de las primeras nociones o principios generales; luego el único camino que conduce a la verdad, etc.

Respuesta. Distingo la menor: Niego que tome su punto de partida de los principios generales para deducir de ellos la naturaleza y verdad del objeto; concedo que los utilice para comprobar analíticamente que convienen a dicho objeto. Una cosa es buscar la verdad partiendo de esos primeros principios y otra distinta comprobar su conformidad con las cuestiones que se investigan. No es posible conocer la naturaleza especial de un objeto más que por su desintegración o disolución, y así se aprecia que está de acuerdo con los dichos primeros principios. Todos, al investigar la verdad, se valen del análisis, quiéranlo o no. Sufren grave error si intentan avanzar partiendo de nociones preexistentes, pues ni convienen todos los principios a todos los objetos ni son siempre verdaderos principios los tenidos por tales. Véase a este propósito Condillac, autor, sin duda, el más estimable en el estudio de esta materia.

Proposición III. La común opinión se ha de tener por ley de la naturaleza

(Cicerón. Quaest. Tuscul. lib. V, n. XIII)

Me es muy grato someter a la consideración de los jóvenes esta proposición ciceroniana, sobre cuya excelencia todas las personas cultas están de acuerdo.

La cuestión, objeto del general asentimiento, debe reunir las siguientes circunstancias:

1.ª Que sea admitida por todos, sin ninguna persuasión previa, por una especie de intuición natural.

2.ª Que trate de cosas de gran utilidad e importancia.

3.ª Que no traiga su origen de claros prejuicios.

4.ª Que sea opuesta a las tendencias de las pasiones, circunstancia no necesaria, pero que le añade vigor.

5.ª Que se conserve a través de todos los tiempos, de todos los lugares y de todos los hombres.

Es tal la índole de la naturaleza humana, que los hombres cambian corrientemente de opinión según las circunstancias de tiempo y lugar, de modo que la continuidad del general asentimiento no existe más que cuando se trata de verdades evidentes; por lo que tales verdades deben considerarse como leyes de la naturaleza. Es de recordar, a este propósito, la célebre frase de Cicerón: quot capita, tot sententiae. Así que la común creencia de todas las gentes se ha de tener por irrebatible argumento, pues supone la natural aceptación por parte de todos; luego es ley de la naturaleza.

Objeción I. El asentimiento particular, esto es, el de uno solo, no es causa de certidumbre; pero el asentimiento general no es más que la suma de los particulares; luego tampoco es causa de certidumbre ni constituye ley de la naturaleza.

Respuesta. Niego la consecuencia: la objeción se transfiere del sentido distributivo al colectivo, y por eso es falsa, pues existen en las colectividades humanas muchas circunstancias que no aparecen en el individuo en particular.

Objeción II. Casi todos los pueblos han aceptado innumerables fábulas; esto prueba lo falible del asentimiento general; luego tal asentimiento no es ley de la naturaleza, que debe ser siempre ciertísima.

Distingo la mayor: En cuanto a lo dicho de «casi todos los pueblos», niego que hayan prestado el asentimiento todos sus miembros, y concedo que se lo prestaron muchísimos individuos. Aunque la ínfima plebe y el vulgo de las gentes creyeran tales cosas, no faltaron quienes las tuvieran por cuentos de niños, por lo que el argumento carece de valor.

Proposición IV. Si una obra se le atribuye sin discrepancia a un autor, tanto en su tiempo como después, dicha atribución se ha de juzgar legítima

Esta proposición, que en realidad fluye de las reglas ya dadas sobre el particular, tiene su prueba en el hecho de que negarla supondría que todos los pueblos, en la sucesión del tiempo, se habían confabulado para engañarse a sí mismos y engañar a los demás; pero esto, habida cuenta de la condición humana, habría que juzgarlo imposible; luego, etc. A nadie, por ejemplo, se le ocurriría poner en duda, si no ha perdido el juicio, que las Catilinarias sean discursos de Cicerón, ya que en atribuírselas coinciden la antigüedad y los tiempos modernos.

Objeción. Hay muchas obras atribuidas a un autor por la común opinión que después la crítica ha señalado como apócrifas. Así los trabajos de investigación de los Maurinos han demostrado la falsa atribución de determinadas obras a los SS. PP.; luego, etc.

Distingo la anterior: Niego que tales obras se atribuyesen por el universal asentimiento, de modo que nadie disintiera ni sospechara el error; concedo que se atribuyesen por una opinión vulgar y poco meditada.

Insistencia en la objeción: Según lo dicho no es posible conocer el asentimiento universal y la recta opinión; luego por este método no se puede distinguir la obra genuina; luego la distinción es vana y la conclusión, inútil.

Distingo la anterior: Niego que no pueda ser distinguida por quien la somete a maduro examen y a normas críticas; concedo que no puedan distinguirlas los imperitos. Hemos de reconocer que el tipo de juicio crítico al que he aludido cuesta su trabajo, como consta por experiencia, y que algunas veces se juzga solo por conjeturas probables, en cuyo caso, aun tratándose de una regla cierta, queda sin comprobar suficientemente la conveniencia de su aplicación a una obra determinada.2

Discurso que el presbítero don Félix Varela hizo el 25 de octubre de 1812 a los feligreses del Santo Cristo del buen viaje en la misa de Espíritu santo, que se celebró antes de las elecciones

Veritaten tantum et pacem diligite.

Zach. 8, 19.

Amad solamente la verdad y la paz.

Penetrado Zacarías de un celo ardiente por la gloria de Dios, y lleno de un santo regocijo, le habla a la casa de Israel, manifestándole que llega el tiempo en que el Señor convierte los gemidos en cánticos, las penas en delicias, la perturbación en paz eterna. Les recuerda la brecha que abrieron los caldeos en los muros de Jerusalén y el incendio del templo, la muerte de Godolías, el sitio de la ciudad santa: desgracia a que correspondían los ayunos de los meses 4.º, 5.º, 7.º y 10, pero que iban a transformarse en bienes que parecerían increíbles en algún tiempo a las reliquias de aquel pueblo, exigiendo solamente para entrar en la posesión de estas felicidades, que amen la verdad y la paz. ¿Y de qué otro modo deberé yo hablar a un pueblo católico que se congrega para pedir al padre de las luces el acierto en un acto civil, que siendo justo producirá una gran parte de la felicidad pública, y cuyo vicio puede ocasionarle su miseria? Sí, cristianos, yo os exhorto a que améis la verdad y la paz, para alcanzar del Señor los innumerables dones que puede proporcionarnos la elección que va a emprenderse.

La religión es la base y cimiento del suntuoso edificio del Estado, y este cae envolviendo en sus ruinas a los mismos que lo habían fabricado, luego que la impiedad y la superstición, dos monstruos formidables llegan a minar y debilitar aquel apoyo. Entonces su antigua opulencia solo sirve para hacer más horrorosa su caída; se deshace en graves y destructoras masas, que oprimen a sus moradores, cuyo destrozo presenta la espantosa imagen de la muerte, y el espeso polvo que rodea aquellos miserables fragmentos de la prosperidad y gloria ciega y aturde a los que tuvieron la fortuna de escapar de la común calamidad. Una multitud de voces melancólicas se esparce por los aires; pero vanos son los gemidos, vanos los esfuerzos, cierta la desgracia: el espectador sensible de esta espantosa catástrofe se conmueve y aterra aprendiendo prácticamente que solo es prosperidad la que se funda en la virtud.

Tal es la imagen de un pueblo, cuyo infortunio le ha conducido a la irreligiosidad; al paso que una nación fomentada con el fuego sagrado de la religión sube como el árbol fértil para producir copiosos frutos. El amor a la verdad y a la paz, de que nos habla el citado profeta, amor inseparable de la verdadera creencia, es el único principio de la felicidad política. Si la estrechez del tiempo no me lo impidiera os manifestaría esta verdad confesada aún por las naciones idólatras. El Egipto, aquel pueblo pacífico y verdaderamente sabio, que admiran las historias, nos daría una lección importante; allí veríais el acierto en elegir su junta de judicatura, presidida por la paz y amor a la verdad: una quietud pública y un desinterés heroico que causaría vuestra admiración. Podría representaros a Tebas, floreciente por la sabiduría de sus reyes, mereciendo particular consideración los dos Mercurios. Oiríais, sí, al Trimegisto inspirar al pueblo la paz y el amor a la verdad como medio seguro del tino en toda acción popular. Por el contrario, podría manifestaros los funestos efectos de la desunión de los grandes héroes que abatió al pueblo dividido: veríais al gran Milciades, a Arístides y el sabio Foción ser víctimas de la furia popular. Os recordaría aquel ostracismo que privó a las repúblicas de los mejores hombres, por la indiscreción de un pueblo que no amaba la verdad, que no conocía la paz.

Pero estas reflexiones me detendrían demasiado. Yo me ceñiré únicamente a exhortaros a que desatendiendo la voz tumultuosa de las pasiones que encadenan y ponen en una tenebrosa cárcel al espíritu humano, oigáis la voz apacible aunque enérgica de la razón. No consideréis otra cosa que el bien de la patria, y para conseguirlo, haced que la palabra de Dios sea la luz de nuestro camino, según decía el profeta. Dejad todas las miras privadas que puedan presentaros como odiosos los ciudadanos más beneméritos, y como apreciables los más delincuentes. Meditad y reflexionad vuestra elección; no procedáis por un ciego instinto y mera costumbre, que es otro de los principios que inducen a error al entendimiento. Ciudadanos virtuosos y sabios deben ser el objeto de vuestras miras, sean del estado y condición que fueren. De este modo podréis gloriaros de haber contribuido al bien de la patria.

Conservad la paz y el sosiego público que debe caracterizar a un pueblo cristiano. No quebrantéis por pretexto alguno esta tranquilidad, porque induciréis a males mayores que los que queréis evitar. Se engañan mucho los que creen que sirven a la patria con excitar acciones que, aunque justas e íntimamente combinadas con el bien público, unas circunstancias poco felices suelen convertirlas en calamidades y miserias. Estos hijos indiscretos de la patria la devoran. Sacrificad vuestros intereses privados en obsequio de la sociedad. Ojalá se impriman en vuestros pechos estas máximas de la verdadera política, y entonces conoceréis que no es la multitud de enemigos que lleva el vencedor asidos a su carro triunfal, quien trae la felicidad a los pueblos, sino sus virtudes que inspiran unas sabias leyes. Los horrores de la guerra suelen ser la defensa del cuerpo político de los males eternos que le aquejan; mas las virtudes y la religión son el alma que lo vivifica así como el vestido en el cuerpo físico le defiende contra la intemperie y los males externos; mas su animación le viene de un principio interno.

Concluyo, pues, con el mismo Zacarías, exhortándoos a que améis la verdad y la paz: veritaten tantum et pacem diligite. Si lo hiciereis, esperad del Señor los auxilios necesarios para vuestro acierto, y bien de la patria, haciéndoos acreedores a la bendición que a todos vosotros deseo, en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo Amén.

[Biblioteca Nacional «José Martí»: Colección Manuscritos, Varela, n.º 3.]

Instituciones de filosofía ecléctica

Tomo I. Lógica

¡Oh Filosofía, orientadora de nuestra vida, que nos permites descubrir la virtud y expulsar los vicios! Sin ti ¿qué sería, no ya de nosotros, sino de toda la humanidad?... ¿Qué tesoros superiores a los tuyos que nos han dado la paz de la vida y nos han liberado del terror de la muerte?

Cicerón, Cuestiones Tusculanas, Lib. V.

Prolegómenos

Temo que sean muchos los que, sin duda, llevarán a mal la realización de mi propósito de publicar estas Instituciones filosóficas, haciéndome objeto de sus reservadas censuras y mirando mi obra, que calificarán de inoportuna, con arrugado entrecejo. Y lo temo con mayor motivo ya que casi en nuestros días ilustres autores, no menos destacados por su doctrina que por su autoridad, han acometido la misma empresa sin haber podido llegar a darle cima por adversas circunstancias. Citar sus nombres me parece innecesario y demasiado trabajoso. Sin embargo he de mencionar uno, y no de los menos ilustres, el del insigne Andrés de Guevara, al que deseo rendir la justicia que merece, y por cuyos méritos y excelencias siento tal estimación que no dudo en reconocerlo como una de las glorias de nuestra América.

Tampoco debo pasar en silencio las Instituciones filosóficas, publicadas por el prestigioso arzobispo de Lyon, cuya fama ha repercutido de tal modo que se las conoce y estima extraordinariamente en todas partes por las cualidades con que resplandecen, sobre todo porque aquella admirable claridad de estilo, tan a propósito para la capacidad de los jóvenes, y por mí tan admirada que no tengo palabras bastantes para alabarla.

Pero si he de decir con sinceridad lo que siento, entre tantos libros de elementos de Filosofía con los que han enriquecido hasta ahora los eruditos el mundo literario, no hay uno solo, salvo error de mi parte, rigurosamente adecuado a la juventud estudiosa, de modo que responda de lleno a los esfuerzos de los profesores y a los anhelos de los principiantes, dentro del trienio dedicado a estos estudios. El ingenio de los grandes autores se ha extendido con exagerada amplitud y no ha sabido ceñir a los estrechos límites aconsejables su exuberante erudición y su abundantísima doctrina.

Movido por estas razones y por los deseos de mis amigos, no menos que por los de un hombre de grandes y preclaras virtudes, que me inspira a la más devota veneración y los más sentidos afectos, me resolví a emprender esta obra, carga ciertamente superior a mis fuerzas. No soy yo persona de quien nadie pueda esperar grandes cosas. Me guardaré mucho de dar a la publicidad nada nuevo, nada inusitado, nada en fin que no esté confirmado y defendido por la opinión de los más insignes filósofos con irrebatibles argumentos y con repetidas experiencias. Así, pues, me complazco en declarar que nada de lo que digo en estas Instituciones se me debe atribuir a mí, sino a los ilustres varones que he tomado como guías.

Ruego también a los profesores de Filosofía que tengan muy presente que no es para ellos para quienes escribo, sino para los principiantes que inician el estudio de los primeros rudimentos filosóficos. Me resta solo poner manos a mi obra, a la que sería lo justo renunciar de inmediato si no anticipase estas explicaciones, que estimo habrán dejado en claro mi intención y mis deseos.

Para mejor llevarlos a feliz término creo que no será inoportuno hacer en estos preliminares algunas advertencias a los jóvenes deseosos de emprender el estudio de la disciplina filosófica, con el objeto de orientarlos sobre las circunstancias que deben acompañar su trabajo.

Puesto que no sin razón consideramos la filosofía como puerta de entrada para todas las ciencias, creo que procede anticipar en ella cuanto a todas en común pueda referirse. Todo el que se entrega al estudio de las letras debe tener ciertas disposiciones, unas espirituales y otras físicas. El ánimo del estudioso debe estar sometido a la voluntad de Dios y conforme con ella de manera que en todo el proceso de sus estudios y en todas sus investigaciones la palabra divina sea antorcha que ilumine sus pasos y luz que alumbre su ruta, pues la sabiduría no puede penetrar en el alma perversa ni morar en el cuerpo súbdito del pecado. Este es el mejor camino para adquirir la verdad porque el principio de la sabiduría es el temor de Dios. De esta base deben partir cuantos intentan llegar a la posesión de la ciencia.

Es preciso también robustecer las fuerzas del espíritu para que podamos sobreponernos a aquella pusilanimidad que tanto pesa sobre muchos cuando inician los estudios de una disciplina cualquiera. No faltan quienes aterrados por la magnitud de la empresa, y vacilantes desde el primer momento, echan pie atrás cuando apenas acaban de pisar el umbral de la ciencia, sin atreverse a balbucir otra excusa que la que encierra aquel dicho de Hipócrates: ars longa, vita brevis. Reconozco que el hombre, envuelto en las tinieblas de la ignorancia, no puede llegar al completo conocimiento de todas las cosas y que cuanto logra aprender lo debe al esfuerzo de su trabajo, que fue precisamente lo que pretendió indicar el ilustre príncipe de la Medicina; pero ¿acaso hemos nacido para cosas tan pequeñas que nos puedan asustar las grandes? Dios no permita que quebrante el temor de aquello que más debemos querer. Sea lo ínfimo menester de los ínfimos; pero el hombre, la más noble obra de la naturaleza y su mayor gloria, debe consagrarse a más altos empeños.

¿Qué diríamos de una persona que percibiendo mal las cosas por padecer de los ojos, reacciona cerrándolos aunque esto le cueste chocar con los objetos, tropezar y dar con el rostro en tierra? ¿No la creeríamos falta de juicio si no intenta levantarse y prefiere neciamente sufrir estas contrariedades y las voluntarias tinieblas que la envuelven a recrearse con la escasa luz que su enfermedad le permite? Esta es la exacta imagen del hombre voluntariamente angustiado por creer que no puede llegar a la cumbre de la sabiduría. Conviene, pues, que nos entreguemos al cultivo de las ciencias sin la menor pereza y haciendo caso omiso de aquellas dificultades que pueden servirnos de complicación o de rémora para llevar a término la obra iniciada. Ni haya nadie que piense que se trata de escalar inaccesibles montes, cuyas cumbres rozan los cielos, ni que el diálogo sobre la filosofía haya de parecerse a los antiguos arcanos de los oráculos, venerables para la gentilidad. Ciertamente que la verdad tiene su asiento en sublimes alturas, pero si como es justo, la buscamos con ávido interés, no rehusará venir a nuestro encuentro y mostrársenos ella misma porque, como dice San Agustín, si la verdad no se la desea con todas las fuerzas del alma, en modo alguno se la puede encontrar; pero si se la busca como conviene, no sabe sustraerse ni ocultarse a sus apasionados seguidores.

Se ha de evitar también con cuidadoso empeño el vicio opuesto, a saber, la taimada fatuidad de algunos, completamente impropia del sabio y capaz de sublevar a los hombres de recto juicio. Aparentan los tales no dar importancia a nada, igualando a los gigantes con los pigmeos y los palacios con las chozas; e indecorosamente pagados de su sabiduría (que yo llamaría estulticia), desprecian no sin injuria a los demás, se constituyen en aduladores de sí mismos y con las obras, sino con las palabras, se proclaman y reconocen como los únicos sabios. ¡Oh ilusiones de la imaginación! ¡Oh vanidad de vanidades! Dense cuenta los jóvenes de que van a recorrer un nuevo campo que por entero desconocen y que a este fin les es necesario desprenderse de prejuicios en los que de antiguo están imbuidos, quizás desde su más tierna infancia; y nada mejor para lograrlo que escuchar a sus maestros con la debida docilidad sin poner en duda lo que les digan, por el solo hecho de que esté en completo desacuerdo con la opinión vulgar. He conocido a muchos que al oír hablar por primera vez del movimiento anual y diurno de la tierra, de la fluidez del espacio, de la pesantez del aire, de la ley de la atracción universal y de otras cosas semejantes, se creyeron objeto de un engaño y catalogaron entre los cuentos de niños tales enseñanzas. Que la ayuda divina os permita apartaros con todo celo de esta imprudente manera de proceder. Y precaveos diligentemente, mientras os libráis de este escollo, de no estrellaros contra otro que, opuesto, os amenaza. Me refiero al peligro que corren los que están demasiado pendientes de las palabras de sus maestros y siempre propensos con exceso a seguirlos y a admitir sus doctrinas, algunos de los cuales llegan a tal servidumbre de espíritu que, a imitación de los discípulos de Pitágoras, creen que justifican la verdad de las cosas si pronuncian aquello tan ridículo del magister dixit.

Creo, en fin, que solo se demuestra filósofo y debe ser considerado como tal, quien persigue única y exclusivamente la verdad y la estrecha, por decirlo así, entre sus brazos desde donde quiera que la encuentra; que no se preocupa de los autores de la doctrina, sino de la doctrina misma; que se inclina más ante la razón que ante la autoridad; que concede más valor al peso de los argumentos que a la preponderancia de las teorías a través de los siglos y que a las opiniones de los sabios; que presenta a la aceptación de los demás sus propias ideas no porque sean suyas, sino porque las cree ciertas; y que no toma a ofensa que los otros consideren poco demostrado lo que él estima irrefutable.

1 Dejen de atormentarnos los oídos y de ensañarse con nosotros y con nuestras opiniones los que creen que no pueden dar un paso en el estudio de la Sagrada Teología sin el íntegro conocimiento de las mil cuestioncillas escolásticas; a no ser que lo que busquen (me lo temo y sentiría acertar) no sea la Sagrada Teología, que es una ciencia divina, sino una especie de sombra de la Teología, abrazando la nube en vez de Juno, como dice el proverbio. (Bend. Díaz Gamarra en el prefacio a las Instituciones filosóficas.) Por lo que respecta a Santo Tomás creo que se le puede entender a perfección sin estar imbuido en las inútiles minucias de la escolástica. Pero admitamos que en modo alguno eso fuera posible sin tener que recurrir a los peripatéticos. Acudid a ellos en ese caso, manejadlos; y si a pesar de todo no aclaráis vuestra confusión, creedme que nada tan necesario contienen los libros de Santo Tomás que sin ellos la Sagrada Teología no pueda subsistir. Contienen la doctrina peripatética y nada más. Y que se entiendan dichas en son de paz estas palabras acerca de doctor tan eminente, por el que siento en lo más íntimo de mi espíritu un profundo amor y reverencia y a cuya sabiduría no regateo mis alabanzas. Los defectos aludidos son propios, no de los hombres, sino de las circunstancias de los tiempos. Más querría no comprender las minucias escolásticas de santo Tomás que tener que sacrificar para entenderlas tiempo y trabajo y mi capacidad de bien juzgar, perdida entre las absurdas ambigüedades de los aristotélicos.

2 [Versión al castellano de Antonio Regalado González según aparece en Instituciones de filosofía ecléctica, tomo I, Cultural S. A., La Habana, 1952. Varela publicó este trabajo en un pliego suelto y posteriormente lo incluyó en esta obra al final de la parte correspondiente a la lógica.] (Nota de los compiladores.)