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Julia Varela

Nacimiento de la mujer burguesa

El cambiante desequilibrio de poder entre los sexos

Nueva edición

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© 2019 Julia Varela

 

 

Esta obra es una nueva edición ampliada y revisada por su autora de la que fue publicada con el mismo título por La Piqueta en 1997.

 

 

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ISBNpapel: 978-84-7112-927-7

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Compuesto por: MyP

Printed in Spain — Impreso en España

Imprime: ELECE Industrias Gráficas, S. L. Algete (Madrid)

 

Ilustración de la cubierta: Dibujo original de Carlos Alcolea: Queen of London. Reproducido con autorización.

Fotografía de Julia Varela de la solapa de la cubierta realizada por alberte peiteavel en agosto de 2017. Reproducida con autorización.

 

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Índice

Nota a la nueva edición

Introducción

1. El modelo genealógico de análisis

Los sociólogos clásicos, la metodología y la historia

La renovación de la tradición metodológica de los sociólogos clásicos: las investigaciones de Norbert Elias y Michel Foucault

La sexualidad, la genealogía y la historia

2. Abadesas mitradas: apogeo y pérdida de sus poderes

El sexismo en la Iglesia

El obispo Prisciliano, abogado de la igualdad de las mujeres en las comunidades cristianas

La reforma gregoriana y el control del clero, así como de regulares y laicos

El monasterio de Fontevraud: un modelo de monacato femenino

La abadesa de Las Huelgas y su extensa jurisdicción eclesiástica, civil y penal

3. La prostitución, el oficio más moderno

La revolución del siglo xii

La ofensiva eclesiástica

Tiempo de trovadores

El nacimiento de la condición salarial

La institucionalización de la prostitución

4. Las universidades cristiano-escolásticas y la exclusión de las mujeres “burguesas” del saber legítimo

La formación de las universidades cristiano-escolásticas: un nuevo régimen de saber

El triunfo de la escolástica y los saberes silenciados o perseguidos

¿Por qué fueron expulsadas de las universidades cristiano-escolásticas las mujeres “burguesas”, que tenían acceso a los Estudios Generales?

5. Los humanistas y la redefinición social de los sexos en la modernidad

Los humanistas y la educación

1. Los studia humanitatis: un modelo educativo para las élites burguesas

2. Redefinición social de los sexos

Los procesos de subjetivación femenina y los enfrentamientos sociales

Cruzada contra las malas mujeres

Anotaciones finales

En línea con los sociólogos clásicos

La sociología al servicio del diagnóstico del presente

Sociología y cambio social

Nota a la nueva edición

Nota a la nueva edición

Nacimiento de la mujer burguesa es un libro de sociología histórica que se publicó por vez primera en Ediciones la Piqueta, una editorial creada por María Fuentetaja, entrañable amiga, propietaria y promotora libertaria de la editorial. María nos ofreció a Fernando Álvarez-Uría y a mí misma la coordinación de una colección que denominamos Genealogía del poder. Iniciamos nuestra andadura editorial en 1978, en plena transición democrática, y con un libro que tuvo una muy buena acogida, Microfísica del poder, de Michel Foucault. Tanto desde el punto de vista epistemológico como metodológico nuestra opción por la sociología histórica estaba ya decantada. Lentamente, pero con constancia, iban saliendo a la luz en la colección libros de sociología crítica destinados a generar debates, a iluminar regiones en sombra de la vida social, libros que tenían como principal finalidad contribuir a un mejor conocimiento de cómo funcionan en nuestras sociedades poderes y resistencias, y a la vez promover cambios sociales progresistas.

La primera edición de Nacimiento de la mujer burguesa data de 1997. Fue el libro número 30 de la colección. Han transcurrido desde entonces 22 años, y este trabajo de sociología histórica se reedita ahora en Ediciones Morata en una nueva edición corregida y aumentada. El libro tuvo en su momento una acogida muy favorable, hasta el punto de que fue reeditado varias veces, y también fue publicado en francés por la Editorial L’Harmattan con una traducción realizada por la profesora de la UCM Marie José Devillard. En la actualidad, el libro está prácticamente descatalogado.

En el año 2007, tras la muerte de María Fuentetaja, nuestra vinculación con esta editorial se detuvo. Desde entonces, periódicamente tanto algunos estudiantes universitarios como amigos me instaban a reeditar Nacimiento de la mujer burguesa. El cambiante desequilibrio de poder entre los sexos. Recientemente propuse su reedición a Paulo Cosín, con el fin de que mis libros sobre la dominación masculina estuviesen reunidos en la misma editorial Morata en su nueva y prometedora etapa. Esos libros son los siguientes: Mujeres con voz propia. Carmen Baroja y Nessi, Zenobia Camprubí Aymar y María Teresa León. Análisis sociológico de tres mujeres de la burguesía liberal española (2011); Memorias para hacer camino. Relatos de vida de once mujeres españolas de la generación del 68, (realizado en colaboración con Pilar Parra y Alejandra Val Cubero) (2016); y Mercedes Valcarce Avello. Maestra de maestros (2018).

Agradezco a Paulo Cosín su generosidad habitual por brindarme la posibilidad de reeditar ahora esta nueva edición en Morata. Algún capítulo de la primera edición, como por ejemplo el capítulo II, dedicado a “Genealogía y feminismo”, había quedado en parte obsoleto. Por este motivo decidí suprimir en gran medida este capítulo y sustituirlo por uno nuevo dedicado a las abadesas mitradas. El estudio de los monasterios femeninos ha sido realizado fundamentalmente por historiadores de la Iglesia, en su mayoría eclesiásticos, que han tratado de ocultar, o al menos de poner sordina, a la enorme actividad desplegada a lo largo de la historia por los jerarcas de la Iglesia contra el poder de las mujeres. La Iglesia católica, al igual que la mayor parte de las organizaciones de otras confesiones religiosas, mantiene viva una larga tradición doctrinal recalcitrantemente misógina. Que el papa, los cardenales, los arzobispos y obispos, los abades y sacerdotes, continúen hoy monopolizando el poder institucional en la Iglesia católica, y releguen sistemáticamente a las mujeres cristianas a los oficios más subalternos, constituye algo más que un anacronismo, es un atentado contra el principio básico en el que se sustentan las democracias en las sociedades modernas: los seres humanos, cualquiera que sea su origen o condición, —sexo, raza, edad, o lugar de nacimiento—, nacen libres, iguales y no sometidos a servidumbre.

El enorme peso de la Iglesia en los países hispanos, y en la Europa del sur, convierte sin duda al catolicismo en un obstáculo de primer orden que hay que superar en la larga marcha de las mujeres por la igualdad. Pero la principal razón que me ha llevado a la inclusión de este nuevo capítulo en el libro no radica exclusivamente en mi convicción de que una moral altruista, laica, secular, una moral antirracista constituye un ineludible soporte para la emancipación de las mujeres. Hay algo más. Me parece que sobre el telón de fondo de las abadesas mitradas de la Edad Media se puede percibir con mayor nitidez el enorme influjo del dispositivo de feminización en la condena eclesiástica de las mujeres al ostracismo. En este sentido, el capítulo puede también ser leído como un intento de contrastación empírica interna de la tesis defendida a lo largo de estas páginas. La dominación masculina no es eterna ni natural; no se ha impuesto linealmente a lo largo y lo ancho de la historia; no se ha convertido por generación espontánea en una constante.

En estos últimos veinte años los movimientos feministas han logrado importantes avances y apoyos, tanto en España como en América Latina, y en el resto del mundo, pero es preciso seguir avanzando. Me gustaría que este libro contribuyese a ello y también a reforzar una alianza entre las viejas y más jóvenes generaciones para que no se produzcan transiciones rotas. Mis últimos libros, realizados sobre todo a partir de historias de vida, pretenden servir para revitalizar la memoria histórica de las luchas de las mujeres, pero también para avanzar hacia una mayor igualdad y fraternidad entre los seres humanos. La lucha por la emancipación de las mujeres forma parte activa de la defensa de una ética altruista, solidaria, basada en la generosidad y la ayuda mutua, la ética de la ciudadanía, una ética que es necesario profundizar y desarrollar, y más aún en los actuales tiempos de incertidumbre caracterizados por la globalización neoliberal, por el auge del capitalismo financiero autorregulado.

Introducción

Introducción

Cuando en 1983 publiqué Modos de educación en la España de la Contrarreforma era consciente de que había dejado sin examinar algunas importantes dimensiones de la vida social española de los siglos XVI y XVII, forzada fundamentalmente por el silencio de los archivos. La educación de las niñas, por ejemplo, había quedado en esta tesis de sociología histórica un tanto relegada, y como en penumbra. De hecho intenté contrarrestar este vacío dedicando un capítulo a los hijos de familia, en el que puse de relieve el importante peso de humanistas y reformadores en la institucionalización del matrimonio cristiano, y también en la formación del estereotipo de la mujer cristiana1. Con anterioridad, en 1980, me había ocupado De la histerización del cuerpo de la mujer, en un trabajo realizado conjuntamente con Fernando Álvarez-Uría. El estudio fue publicado por, El Viejo Topo, y en él se trataba de apuntar, a partir de posesiones diabólicas de religiosas que tuvieron lugar a comienzos del siglo XVII en el Convento de monjas de San Plácido de Madrid, cómo se fueron asentando las bases para el tránsito de la demonización de determinadas mujeres a la histeria2. En estos trabajos se ponían de manifiesto toda una serie de interdependencias entre la imposición del matrimonio cristiano, monógamo e indisoluble, los procesos de estratificación social, y el transcendental influjo que tuvieron los eclesiásticos contrarreformistas al tratar de aplicar, mediante diversas tácticas, los nuevos ideales modernos de una feminidad domesticada. Quedaba sin embargo aún insuficientemente desarrollada la trama de fondo, la lógica subyacente a los procesos de relegación de las mujeres. La elaboración y uso del concepto de dispositivo de feminización me ha permitido articular ahora cambios que entonces aparecían inconexos, y mostrar cómo desde finales de la Edad Media, y sobre todo en el Renacimiento, con la intervención de los humanistas, surgieron saberes, prácticas e instituciones que vincularon cada vez más la identidad social de ciertos grupos, y la identidad de los sujetos, a una naturaleza individualizada y sexuada. El dispositivo de feminización confirió cualidades específicas a la supuesta naturaleza femenina, a través de determinadas técnicas y tecnologías de gobierno, ligadas al ejercicio de poderes concretos y a la constitución de regímenes de verdad. Este dispositivo se articuló sobre el dispositivo de sexualidad, descrito por Michel Foucault3. Se produjo así una mutación importante que permitió romper con el sistema de adscripción hasta entonces dominante tanto en la nobleza como en las clases populares, un sistema que reenviaba a los órdenes o estamentos que constituían la sociedad medieval, y que sentó las bases del proceso de individualización moderno. El proceso de individualización fue en todo caso un proceso desigual en función de los sexos.

Analizar, a partir del dispositivo de feminización, cómo se configura la lógica de la definición y redefinición social de los sexos parecía, por tanto, un paso obligado no solo para entender la dinámica social de la Modernidad, sino también, y sobre todo, para objetivar el carácter estratégico de las luchas de las mujeres en el presente.

Una de las finalidades de este libro es intentar proyectar alguna nueva luz sobre la coagulación de cambios sociales complejos relacionados a su vez con el cambiante desequilibrio de poder entre los sexos: procesos histórico-sociales cuyos efectos han llegado hasta nuestros días recubiertos, y también encubiertos, por racionalizaciones sucesivas y, en demasiadas ocasiones, por mixtificaciones. Este trabajo pretende ser también un acercamiento práctico al modelo genealógico de análisis, una caja de herramientas que puede ser útil para aquellos investigadores que, desde las ciencias sociales, se adentren en el territorio denominado sociología del género. Por eso he dedicado el Capítulo 1 del libro a cuestiones epistemológicas y metodológicas.

Algunas de las problematizaciones aquí estudiadas, y más concretamente la expulsión de las mujeres de las clases populares del ámbito del trabajo reglado de las corporaciones, así como la institucionalización de la prostitución, la diferenciada vinculación de las mujeres con el saber legítimo y la expulsión de las mujeres “burguesas” de las universidades cristiano-escolásticas que abrían el acceso al ejercicio de las nacientes profesiones liberales, junto con el papel estratégico que jugó en Occidente la institucionalización del matrimonio cristiano con su carácter indisoluble, en fin, el surgimiento de unos estilos de vida femeninos a los que contribuyeron de forma especial los humanistas al diseñar el utópico ideal de la mujer cristiana (la perfecta casada), constituyen piezas indispensables para entender la génesis y el funcionamiento del dispositivo de feminización, un dispositivo que ha permanecido operativo hasta nuestros días y cuyos desarrollos, transformaciones y cambios será preciso estudiar más detenidamente en el futuro.

Por lo tanto, parece que en la actualidad es más urgente que nunca superar viejos esquemas esclerotizados, que se han convertido en verdaderos obstáculos epistemológicos para la investigación y para la objetivación de los problemas. En este sentido, el esfuerzo realizado, sobre todo por algunas feministas, para abrir espacios de debate con el fin de que existan relaciones menos desiguales entre los sexos, o para oponerse a las identidades sexuales existentes, debe ir acompañado de análisis matizados que tengan en cuenta la diferenciada situación social y de poder en la que nos encontramos en el presente las mujeres y los hombres de las distintas clases sociales. Vivimos en sociedades denominadas de capitalismo avanzado, sociedades sometidas a los vaivenes del capitalismo financiero, en las que las clases sociales aparentemente han dejado de existir ante el empuje de los procesos de individualización. En nuestras sociedades impera un neoliberalismo globalizado, un capitalismo financiero que se alimenta de un fuerte proceso de fragmentación social. Ignorar los efectos en la estratificación social de las formas de explotación laboral y de la precarización del mercado de trabajo, ignorar la crisis de la condición salarial, y correlativamente el nuevo protagonismo de las religiones, de los nacionalismos, de los fundamentalismos, así como de la búsqueda de identidades fuertes, condenaría a cualquier trabajo intelectual a la esterilidad.

Es preciso repensar los desequilibrios de poder entre los sexos en los marcos económicos, sociales y políticos en los que resultan inteligibles. Es preciso repensar estos desequilibrios genéticamente, en el interior de la historia, pues de otro modo el presente resultaría ininteligible y con él también nuestra propia existencia. Para comprendernos a nosotros mismos debemos distanciarnos de nosotros mismos inscribiéndonos en la historia.

Algunas feministas tienden a confundir, en ocasiones, la causa de las mujeres con sus propios intereses personales o corporativos, y ven progresos sociales allí donde únicamente se producen ascensos individuales o rotaciones de élites. Adoptan así, quizás sin saberlo, un punto de vista semejante al de esa burguesía astuta que tiende a eternizar y, por tanto, a naturalizar sus propias instituciones, y encuentra con facilidad, en la Grecia y la Roma clásicas, la legitimación de sus estilos de vida y de unas ideas forjadas al servicio de unos intereses encubiertos.

Para la realización de este libro de genealogía de los desequilibrios de poder me he servido fundamentalmente de fuentes secundarias, y más concretamente de investigaciones realizadas la mayoría de las veces por historiadores. He tratado así de contrastar estudios más locales con otros de carácter más general. En muchas ocasiones las posiciones de los historiadores eran diametralmente opuestas, contradictorias, lo que me obligó a realizar un trabajo crítico e interpretativo a partir de fuentes nuevas, o de datos que había obtenido en anteriores trabajos.

Quisiera, finalmente, expresar mi agradecimiento a la Dirección General de Investigación Científica y Técnica (DGICYT), que financió una investigación sobre el cambiante equilibrio de poder entre los sexos de la que, en gran medida, es fruto este libro4. Los capítulos han sido sometidos a discusión, e incluso algunos fueron publicados previamente como artículos, en versiones diferentes. El tercer capítulo está constituido básicamente por un texto publicado por la revista Archipiélago n° 21 (1995), formando parte de un número monográfico sobre Pobreza y peligro. El cuarto capítulo es una versión, ligeramente diferente de la ponencia presentada en el Congreso Internacional sobre Mujeres e institución universitaria en Occidente, que tuvo lugar del 5 al 7 de junio de 1996 en Santiago de Compostela, un congreso destinado a conmemorar el V Centenario de dicha Universidad (la edición de las ponencias, fue realizada por la Universidad de Santiago de Compostela, en 1996). Quiero agradecer muy especialmente a todos aquellos colegas y amigos como Rita Radl Philipp, María Carme García Negro, Neus Campillo, Guillermo Rendueles, Miguel Pereyra, Robert Castel y Christianne y Claude Grignon, que han puesto generosamente a mi disposición espacios para exponer y discutir algunas de las ideas y materiales aquí recogidos. Esos debates los han enriquecido con observaciones y comentarios críticos. Mi agradecimiento a María Fuentetaja por la lectura atenta del texto de la primera edición; a Paulo Cosín por facilitar esta reedición; y, muy particularmente, a Fernando Álvarez-Uría.

1 J. VARELA, Modos de educación en la España de la Contrarreforma, La Piqueta, Madrid, 1983.

2 J. VARELA y F . ÁLVAREZ-URÍA, De la histerización del cuerpo de la mujer, El Viejo Topo, núm. 42, 1980, págs. 8-14. Una versión de este artículo, realizado a partir de un manuscrito del siglo XVII que se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid, y que describe con detalle el caso, ha sido recogida en el libro de J. VARELA y F. ÁLVAREZ-URÍA, Las redes de la psicología. Ediciones Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1994, 2.ª ed.

3 Fue a partir de la lectura de los trabajos de Foucault y de Jesús Ibáñez como logré elaborar este concepto. Cf. J. VARELA, “El dispositivo de feminización”, en F. ÁLVAREZ-URÍA (Ed.), Jesús Ibáñez teoría y práctica, Endymion, Madrid, 1997, págs. 353-365.

4 En realidad tanto en esta investigación como con el subtítulo del libro pretendo rendir un homenaje de reconocimiento a los trabajos del sociólogo alemán Norbert Elias, y más concretamente a sus textos de sociología del género.

1. El modelo genealógico de análisis

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EL MODELO GENEALÓGICO DE ANÁLISIS

El concepto nietzscheano de genealogía tiende a ser considerado en la actualidad como un concepto exclusivamente foucaultiano, pero, en realidad, sirve para designar también trabajos de otros muchos analistas sociales y, en particular, los trabajos llevados a cabo por sociólogos clásicos, tales como Karl Marx, Max Weber y Émile Durkheim. Estos científicos sociales fueron los precursores de un modelo de análisis que exige un uso determinado de la historia. Por ello, cuando a partir de ahora se hable de metodología no nos estamos refiriendo únicamente a técnicas de investigación social, sino también, y sobre todo, a las estrategias de objetivación de un campo social sociológicamente construido, a los presupuestos epistemológicos, y a las teorías y las estrategias de conocimiento necesarias para la elaboración de un modelo de análisis sociológico.

Los sociólogos clásicos, la metodología y la historia

Marx, Weber y Durkheim hicieron un uso específico de la historia para dar cuenta de los cambios sociales que estaban teniendo lugar en la sociedad de su tiempo. La referencia a la historia les permitió contrastar hipótesis explicativas acerca del surgimiento, desarrollo y consolidación del tipo de sociedad en la que vivieron. Con la ayuda del método histórico comparativo pudieron establecer que las sociedades son sistemas en los que los grupos sociales, las instituciones, las creencias, las doctrinas, están interrelacionados y han de ser estudiados en sus conexiones mutuas, en su génesis y desarrollo. Y es que los sistemas sociales, a diferencia de lo que piensan muchos sociólogos funcionalistas, presos en las tramas de la contemporaneidad, son mudables, están sometidos a cambios y transformaciones que se producen entre otras cosas porque el campo social está atravesado por contradicciones, conflictos, luchas, intereses, ajustes, desajustes y reajustes.

Karl Marx, cuyo sistema de pensamiento ha sido englobado bajo la rúbrica del materialismo histórico, sostuvo que los diferentes tipos de sociedad se caracterizan por poseer una lógica propia de desarrollo, una específica dinámica interna, que únicamente puede ser tematizada a partir del estudio empírico de los procesos, y no remitiéndose a teorías histórico-filosóficas cuya principal característica es la de ser suprahistóricas. Comprobó así que el sistema capitalista es un sistema social históricamente determinado, lo que le permitió criticar la visión historicista y naturalizada del capitalismo que ofrecían tanto la filosofía idealista como la economía política de su tiempo.

En la Introducción General a la Crítica de la Economía Política, Marx criticó a Adam Smith y a David Ricardo, y también a Stuart Mill, quienes, al presentar el sistema de producción capitalista como un sistema regido por leyes independientes de la historia, pudieron inferir que las relaciones de producción burguesas respondían a leyes naturales e inmutables de la sociedad. Marx ejemplificó, como pocos estudiosos de la vida social, el valor metodológico que puede adquirir un determinado recurso a la historia. Tiene por tanto razón C. Wright Mills cuando escribe en su libro Los Marxistas que Marx adoptó, y practicó, la concepción de que la historia es la andadera de todos los estudios bien realizados sobre el hombre y la sociedad. Su obra contiene un modelo, no solo de una estructura social en su conjunto, sino también de esa estructura en movimiento histórico1.

Émile Durkheim, por su parte, recordaba en Las reglas del método sociológico, su libro metodológico por excelencia, que en el estado presente de la ciencia de su tiempo no se conocía realmente qué eran las principales instituciones sociales, ya que se ignoraba prácticamente de qué causas dependían, las funciones que cumplían y las leyes de su desarrollo. También para él, como para Marx, era preciso recurrir a la historia para poder responder a estos interrogantes, era necesario, tras haber establecido por observación que un hecho es general, remontarse a las condiciones que han determinado esta generalidad en el pasado e indagar, a continuación, si esas condiciones se siguen dando en el presente o si, por el contrario, han cambiado, ya que los hechos presentes en la vida social no derivan únicamente de la morfología de la sociedad sino también de condiciones heredadas, de antecedentes históricos. Una sociedad no crea de golpe todas las piezas de su organización, sino que en buena parte las recibe del pasado. De ahí la necesidad de tratar los hechos sociales como hechos históricos.

Durkheim criticó la racionalidad filosófica de los hombres de la Aufklärung, la visión histórica de autores tales como Montesquieu y Comte, que hicieron reposar su filosofía de la historia en la voluntad de descubrir el sentido general hacia el que se orienta la humanidad, sin intentar religar las fases de su desarrollo a ninguna condición concomitante. Fue esta filosofía de la historia la que condujo, por ejemplo a Comte, a considerar arbitrariamente que el tercer estadio de su famosa ley corresponde al estadio definitivo de la humanidad. Para poder explicar el estado actual de instituciones sociales tales como el Estado, la familia, el matrimonio, la propiedad, o el contrato y la pena, era preciso, según Durkheim, conocer cuáles fueron sus orígenes, los elementos simples que constituyeron esas instituciones y, para ello, era indispensable recurrir a la historia comparada de las grandes sociedades europeas. El método sociohistórico propuesto por Durkheim —que él mismo denominó genético—, debía permitir a un tiempo el análisis y la síntesis de los procesos sociales. La sociología comparada no era para Durkheim una rama particular de la Sociología, era un pleonasmo de la propia sociología siempre y cuando esta dejase de ser puramente descriptiva y aspirase a dar cuenta de los hechos sociales en su inestable complejidad.

En la División del trabajo social y en Las formas elementales de la vida religiosa aclaró que, cuando el sociólogo se sirve de la Historia, no lo hace como un historiador, ya que la sociología no tiene por finalidad rastrear las formas pasadas de civilización con la finalidad exclusiva de conocerlas y reconstruirlas, sino que, como toda ciencia positiva, pretende, ante todo, explicar una realidad actual, próxima a nosotros, y susceptible por ello de afectarnos en nuestras ideas y actos. El método sociohistórico, el método genético, es pues el único que, a juicio de este sociólogo francés, permite dar cuenta de una institución en sus elementos constitutivos, al mostrar su génesis temporal y sus transformaciones. Como el propio Durkheim señala en su conocida introducción a Las formas elementales de la vida religiosa, su gran obra de madurez, siempre que se proyecte explicar un fenómeno humano, situado en un momento determinado de tiempo, hay que empezar por remontarse hasta sus formas más primitivas y simples, intentando dar cuenta de las características por las que se define ese período, para después mostrar cómo, poco a poco, se ha desarrollado y se ha hecho complejo, cómo ha llegado a ser en el momento presente.

Por si este texto pudiese inducir a equívocos, como el de adscribir erróneamente la sociología de Durkheim a la filosofía idealista y evolucionista, convirtiendo a este pensador en un rastreador de orígenes metafísicos, él mismo se encargó de aclararnos que la función del sociólogo no era esta: Ciertamente, si por origen se entiende un comienzo absoluto, el tema carece de toda cientificidad y debe descartarse con resolución. (...) Por eso todas las especulaciones de este tipo están justamente desacreditadas, y no pueden sino consistir en construcciones subjetivas y arbitrarias que no conllevan control de ningún tipo2.

Max Weber fue también particularmente cuidadoso a la hora de evitar explicaciones tautológicas de las constelaciones históricas particulares, al aplicar el método sociohistórico al conocimiento de la vida social. Al igual que Marx y Durkheim, se opuso tenazmente a dos tipos de reduccionismos frecuentes en su época: la fragmentación de procesos reales en una multitud de hechos aislados, desgajados de contexto y explicados recurriendo a formulaciones preconcebidas, y el enfoque evolucionista de sistemas de comportamiento o de acción social contemplados como el resultado del despliegue de una racionalidad siempre presente y ahistórica. Esta doble crítica le permitió poner de relieve la esterilidad de la explicación de las especificidades históricas a través de tendencias universales.

La genealogía fue la metodología por excelencia de los sociólogos clásicos. En realidad Marx, Weber y Durkheim compartieron un peculiar uso de la Historia que, entre otras cosas, les permitió definir el capitalismo occidental, en tanto que organización específica del campo de la producción, como un sistema cuyas formas, características y tendencias, tal y como se materializaron en Occidente, no se conocieron en ningún otro tiempo ni lugar3.

Karl Marx, Max Weber y Émile Durkheim, los tres grandes sociólogos clásicos, operaron un descentramiento fructífero e importante en la aplicación de su método de sociología histórica, una innovación rupturista respecto a los métodos y teorías vigentes en su tiempo. ¿En qué consistieron estas innovaciones y qué peligros epistemológicos exorcizaron? Michel Foucault lo explicita bien en La arqueología del saber refiriéndose concretamente a Marx, pero sus observaciones pueden ser generalizadas también a los análisis de Max Weber y de Emile Durkheim:

a) En lugar de una cronología basada en una razón teleológica que se hace remontar a los orígenes, los tres sociólogos establecieron instancias diferenciadas, que no respondían a una ley única de desarrollo. Cada una de estas instancias tenía sus especificidades, sus propiedades, y era irreductible al modelo general de una conciencia que se despliega sin cesar, y que progresa indefinidamente.

b) La noción de cambio, de discontinuidad, adquirió una posición privilegiada en el interior de este nuevo modelo de análisis. Para los sociólogos e historiadores que los precedieron, lo discontinuo resultaba prácticamente impensable; los accidentes, las transformaciones, las rupturas, debían de ser reducidas, anuladas, en favor de la dulce continuidad de los procesos sociales. A partir de Marx es preciso, a la hora de formular hipótesis sistemáticas, establecer distintos niveles de análisis, buscar instrumentos conceptuales apropiados para analizarlos, así como establecer periodizaciones concretas en consonancia con los cambios históricos.

c) Frente a una historia global entonces dominante, se inicia una historia diferente, que Michel Foucault denominó historia general. El proyecto de la historia global consistía, fundamentalmente, en intentar restituir la forma de conjunto de una civilización, el principio material o espiritual de una sociedad, el sentido común de todos los fenómenos de un período, la ley que explicase su cohesión. Se pensaba que, entre todos los fenómenos acaecidos en un ámbito espacio-temporal determinado, se podía establecer un sistema de relaciones homogéneas causales o de analogía, y que una misma forma de historicidad recorría los sistemas económicos, las mentalidades, las técnicas, los comportamientos, sometiéndolos al mismo tipo de transformaciones, en fin, se postulaba que la Historia podía ser articulada en grandes unidades, fases o estadios, los cuales detentaban en sí mismos un principio de cohesión. Estos postulados fueron puestos en cuestión por la historia general, y ello no tanto porque, a partir de esta, se intentase realizar una serie de historias yuxtapuestas e independientes —la de la economía, la de las instituciones, la de las religiones...—, ni tampoco porque se intentase señalar que entre esas historias existen coincidencias cronológicas, analogías de forma o de sentido, sino porque se trataba de analizar qué tipo de relaciones se pueden establecer legítimamente entre esas diferentes series de fenómenos, qué sistema vertical pueden formar entre sí, cuáles son los juegos de dominancias y correlaciones que se establecen entre ellas, qué efectos se derivan de los desajustes y desniveles, de las temporalidades diferentes, de las diversas permanencias. La historia global trataba de articular todos los fenómenos alrededor de un único centro, mientras que la historia general permite, por el contrario, desplegar un campo de dispersión.

d) Esta nueva forma de pensar y de hacer operativa la historia implicaba la resolución de toda una serie de problemas, entre los cuales pueden citarse la constitución de un corpus coherente de materiales, el establecimiento de un principio de elección para trabajarlos, la definición del nivel de análisis y de los factores que en cada nivel intervienen, la especificación de una estrategia adecuada de objetivación, la delimitación de los sistemas y los subsistemas que articulan el material estudiado, las relaciones que permiten caracterizar esos sistemas... Todas estas cuestiones metodológicas permitieron a las nacientes ciencias sociales liberarse de una filosofía historicista, de una historia, hasta entonces dominante (la historia identificada con una racionalidad demasiado abstracta y teleológica), y a la vez enfrentarse a problemas metodológicos nuevos, suscitados en otros campos, como el de la etnología, la economía, la mitología, o la lingüística.

Esta mutación epistemológica y metodológica, iniciada por Karl Marx, y continuada entre otros por sociólogos tales como Max Weber y Émile Durkheim, permitió poner en cuestión los presupuestos de la historia global, que convertía al análisis histórico en el discurso de la continuidad, y hacía de la conciencia humana el sujeto originario de todo proceso social, una historia, en fin, conciliadora que concebía el tiempo de forma totalizante y las revoluciones como tomas de conciencia4.

El descentramiento operado por Marx mediante el análisis histórico de las relaciones capitalistas de producción, fue prolongado por Weber y Durkheim. Weber se opuso también a una historia de signo globalizante, según la cual los diferentes procesos sociales pueden ser reducidos a una forma única, a una determinada visión del mundo, a un sistema de valores, o a un tipo coherente de civilización. Y lo mismo sucedió con Durkheim quien, con su concepción de la génesis de las instituciones, rompió con la historia global, que investigaba los fundamentos originarios y convertía a un determinado tipo de racionalidad en el telos de la humanidad, ligando toda la historia del pensamiento a la salvaguarda de esa racionalidad y a la necesidad de una vuelta siempre renovada a ese fundamento.

La soberanía de un sujeto esencializado, así como las figuras del historicismo y del humanismo filosóficos, que suelen acompañar a la visión proporcionada por la historia global, fueron criticadas por estos pensadores, crítica que se puede hacer extensiva al sujeto psicológico entonces en proceso de formación. Tales innovaciones siguen, sin embargo, sin calar en la práctica de determinados sociólogos, que se han visto en la necesidad de antropologizar el pensamiento marxiano, de convertir a Marx en un historiador de la totalidad o de hacer de él un nuevo humanista. Tampoco han faltado quienes han limado aquellos aspectos más innovadores del pensamiento de Max Weber, especialmente los ligados al estudio de las formas específicas de racionalidad, ni los que han tildado a Durkheim de ser un evolucionista conservador, transformando su concepción de la génesis de las instituciones en una búsqueda de lo originario.

El historicismo, al igual que las concepciones ahistóricas de las producciones sociológicas, puede hacer incurrir a los sociólogos —aunque sea inadvertidamente— en ciertos sesgos: reintroducir el concepto esencialista de naturaleza humana en la explicación de los procesos sociales, decantarse por una visión etnocéntrica de la vida social (abundan las demostraciones de que el modelo parsoniano, por ejemplo, adolece de ambos errores), al tiempo que puede impedir o, al menos, obstaculizar el estudio de los procesos de cambio con suficiente perspectiva. Y es que todavía demasiados sociólogos viven en un mundo espacial newtoniano de tres dimensiones. La cuarta dimensión, la historia, sigue estando ausente de su perspectiva, por lo que en parte renuncian así a una de las condiciones básicas para pensar de forma reflexiva su propio trabajos5.

Marx, Durkheim y Weber partieron, para elaborar sus modelos interpretativos de análisis, del principio epistemológico según el cual un objeto dotado de realidad social no equivale a un objeto sociológico. Rompieron de este modo con un realismo ingenuo al poner de relieve la exigencia, en todo trabajo de elaboración científica, de un esfuerzo de conceptualización y de sistematización que implica no solo situar históricamente al “objeto” de estudio, sino también al propio “sujeto” que investiga. Una investigación reflexiva obliga al investigador a objetivar la posición que el observador adopta en el interior del campo intelectual, así como las condiciones sociales de producción de las propias teorías y de los métodos sociológicos. Estos pioneros de la sociología (cuya importancia cobra aún mayor fuerza si se considera que fueron ellos quienes contribuyeron a elaborar la lógica interna de esta nueva disciplina), defendieron la tesis de que para producir un “objeto científico” es necesario un trabajo deliberado y metódico que supone la construcción de hipótesis —los hechos no hablan por sí solos—, la elaboración de modelos de análisis, la obtención de datos empíricos significativos, la validación o falsación de las hipótesis. Frente a toda una trayectoria de pensamiento, que tiene su arranque en Descartes, y que pretende justificar el conocimiento partiendo del conocimiento mismo, frente a la “verdad” concebida como una adecuación del pensamiento y el objeto de conocimiento (como si existiese entre ambos una relación de transparencia), los clásicos de las ciencias sociales proponen el trabajo científico como un proceso de exploración y conquista, de interacción entre la construcción de teorías y la contrastación de estas con el trabajo empírico, proceso que implica avances, retrocesos, errores, y rectificaciones. Y si, al final, las hipótesis se confirman, no por ello queda la teoría definitivamente cerrada, sino que abre vías a la construcción de nuevas problematizaciones. Son, pues, estos representantes de un racionalismo aplicado quienes rompieron con la sociología espontánea al invertir la relación entre teoría y experiencia, y quienes rompieron también con un racionalismo abstracto.

La elaboración de conceptos y la formulación de proposiciones e hipótesis susceptibles de verificación en la Historia son, en consecuencia, algunos de los requisitos epistemológicos propios de las Ciencias Sociales desde sus inicios. Los sociólogos necesitan recurrir a conceptos mediadores entre el sujeto y el objeto de conocimiento, lo cual no significa mantener la ficticia oposición entre subjetivismo y objetivismo. Como afirman toda una serie de pensadores que van desde Michel Foucault a Norbert Elias y Pierre Bourdieu, las ciencias sociales suponen en sí mismas la superación de semejante oposición, ya que son posibles en tanto que ciencias en la medida en que existen relaciones exteriores, necesarias, independientes de las voluntades individuales, las cuales no pueden ser captadas si no es a través de los rodeos de la observación y de la experimentación6. Esto no significa que los sujetos estén al margen de los procesos, o absolutamente sometidos a una especie de teleología generada por procesos sin sujeto. Entre el sujeto individual y la realidad social hay espacio para el juego complejo de los agentes sociales. De hecho entre el investigador social y los “objetos sociológicos” se encuentra el campo de las producciones culturales, de las producciones sociológicas, en el que diversos agentes concurren y pugnan por la competencia legítima.

El conocimiento sociológico no es, por tanto, un conocimiento espontáneo, un saber inmediato, ni tampoco un pleonasmo del sentido común, sino el producto de un trabajo sistemático de elaboración que implica someter a vigilancia epistemológica las nociones comunes, así como el lenguaje, los modelos de formalización y las técnicas que se utilizan para la observación7. Durkheim señalaba que deben descartarse sistemáticamente todas las prenociones, las nociones vulgares que, a modo de idola, desfiguran el verdadero aspecto de las cosas8. Este carácter ilusorio de las prenociones ha de combatirse mediante el postulado de que el universo social nos es extraño, que ignoramos su funcionamiento, de donde se deriva que los descubrimientos científicos no son ni evidentes ni azarosos.

Además de evitar la sociología espontánea es preciso también guardarse de explicar los procesos sociales recurriendo a criterios subjetivos y psicológicos, sin que esto signifique incurrir en determinismos, ni eliminar la cuestión del sujeto. Marx y Engels, en La ideología alemana, defienden la tesis de que la ciencia de la Historia es la única ciencia coherente porque la realidad es histórica, al igual que las categorías de conocimiento. Como ha señalado G. Lukacs para Marx, las categorías son formas de ser, determinaciones de la existencia, por lo cual viene a situarse en el polo opuesto de la concepción kantiana y también hegeliana de las categorías. Se explica así que en la producción social de la propia existencia los hombres tiendan a establecer relaciones determinadas, necesarias, y ajenas a su voluntad. Marx y Engels criticaron a Max Stirner, acusándolo de reducir las relaciones sociales a las representaciones que de ellas se hacen los sujetos. Durkheim, en la misma perspectiva, afirma que la vida social debe explicarse no por la concepción que se hacen los sujetos que participan en ella, sino por causas profundas que escapan con frecuencia a su conciencia. Criticó a Spencer al afirmar que los hechos sociales no eran el simple desarrollo de los hechos psíquicos, sino que estos últimos eran, en gran parte, la prolongación de los primeros en el interior de la conciencia: Una explicación puramente psicológica de los hechos sociales siempre dejará escapar, pues, todo lo que tienen de específico, es decir, lo social 9. Max Weber, por su parte, se mostró también contrario a las explicaciones psicológicas que partían de las tendencias de la naturaleza humana, y criticó la opinión vigente en su tiempo de que la psicología podría llegar a desempeñar, respecto a las ciencias del espíritu, un papel similar al que desempeñaban las matemáticas para las ciencias de la naturaleza.

¿Significa esto que los sujetos no hacen la historia y que únicamente están destinados a sufrirla? Nada estaría más alejado de la posición de los sociólogos clásicos. La realidad es que los seres humanos hacemos la historia al asumir libremente nuestros actos, pero la hacemos en condiciones que nosotros mismos no hemos elegido porque nos han sido impuestas. Una de las principales funciones de la sociología histórica es justamente promover las prácticas de libertad al contribuir a liberar a los sujetos de la sujeción —cambiante en función de variables tales como la edad, el género, la posición social, la pertenencia a determinados grupos sociales— que nos viene impuesta por la historia. Como expresivamente ha escrito Pierre Bourdieu, siguiendo entre otros a Nietzsche y a Foucault, si es preciso conocer la historia no es tanto para alimentarse de ella cuanto para liberarse de ella, para evitar obedecerla sin saberlo, o para evitar repetirla sin quererlo10.

Desde su nacimiento la sociología se institucionalizó como un conocimiento que ha de evitar tanto los enfoques filosófico esencialistas, como los psicologicistas y positivistas. Los sociólogos clásicos criticaron el positivismo en la medida en que este subordina los hechos al proceso experimental, o los considera como datos cuyas significaciones es posible aprehender de forma inmediata mediante la simple utilización de técnicas. Intentar obtener de los hechos mismos la problemática y los conceptos que permiten analizarlos puede conducir a una sociología formalista, a construcciones teóricas artificiosas y tautológicas que incapacitan para entender en profundidad el funcionamiento de las instituciones y los campos de la vida social. No plantearse la necesidad de analizar los hechos en función de una problemática teórica, por provisional que esta sea, conduce más que a un proceso de objetivación científica, a relegar y, por tanto, a mantener incontrolados elementos que se desconocen y que desvirtúan los resultados. No es posible, en consecuencia, realizar una práctica sociológica científica sin que exista una interacción permanente entre teoría y trabajo empírico, interacción en la que se han de tener necesariamente en cuenta los cambiantes referentes espacio-temporales.

Los sociólogos, a la hora de enfrentarse a la tarea de definir un campo de estudio mediante operaciones teóricas y técnicas, han de interrogarse sobre las condiciones sociales que permitieron la elaboración de producciones intelectuales específicas y sobre los conceptos teóricos y las operaciones que posibilitaron la comprensión de los procesos sociales, han de controlar el sentido de los conceptos de los que se sirven. El sentido de los conceptos no se deriva arbitrariamente de la voluntad de los investigadores, ni permanece igual de una vez por todas, sino que está condicionado por el sistema de relaciones teóricas del que forman parte, y por el tipo de episteme en la que los conceptos se inscriben.

La renovación de la tradición metodológica de los sociólogos clásicos: las investigaciones de Norbert Elias y Michel Foucault

Los sociólogos clásicos, para construir su modelo de análisis, tuvieron en cuenta especialmente las relaciones de poder, las formas de conocimiento y los procesos de individualización. Estas tres dimensiones constituyen también el armazón clave que articula los trabajos genealógicos llevados a cabo, en un tiempo más cercano a nosotros, por Michel Foucault y Norbert Elias, entre otros sociólogos críticos. Ambos analistas sociales, siguiendo a los clásicos de la sociología, defendieron la necesidad de un uso determinado de la historia para romper con las evidencias y los esquemas preestablecidos, para poder recuperar la memoria de los conflictos, en fin, para poder comprender cómo se han gestado las condiciones que conforman el presente y elaborar así nuevos conocimientos que puedan ser útiles para conocer de un modo reflexivo y distanciado lo que está aconteciendo ante nuestros ojos11es una especie de tentativa para liberar de la sujeción a los saberes históricos, es decir, para hacerlos capaces de oposición y lucha contra la coerción de un discurso teórico unitario, formal y científico, la historia global la historia general