CAPÍTULO 1

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Flores en el pelo


Que San Francisco es una ciudad diferente queda claro desde el primer control de la aduana. Los policías no llevan flores en el pelo, pero casi. Sonríen. Y no solo eso, sino que te dirigen frases amables y se excusan cuando hacen preguntas demasiado incisivas. Nada que ver con la agresividad de Nueva York, donde las colas se eternizan y donde los policías te tratan como si fueras sospechoso de haber matado a Kennedy o de intentar introducir una bomba nuclear en el país. O de ambas cosas.

Mientras formamos una cola civilizada y sonriente para cumplir con los trámites de la aduana, me viene a la memoria una canción de la década de 1960, San Francisco. La cantaba Scott MacKenzie y decía:

If you 're going to San Francisco
Be sure to wear some flowers on your hair
If you 're going to San Francisco
You 're gonna meet some gentle people there... 1

Todo muy hippy, por supuesto, muy de finales de 1960. Flores en el pelo, gente encantadora ...

–¡Estás cantando! –me advierte mi hija María. Mejor dicho: me lo echa en cara con una pose de adolescente cabreada con el mundo.

Intento negarlo, pero la evidencia se acaba imponiendo, sobre todo cuando, después de subrayar que “desafinabas, como siempre”, María tararea una sintonía muy parecida a la cancioncilla de McKenzie. Observo de reojo a mis otras dos compañeras de viaje: Teresa, mi mujer, y Nuria, una amiga de María. Por suerte no me han oído. Es terrible: te documentas a fondo antes de emprender un viaje, lees libros im-pres-cin-di-bles, escuchas la música adecuada, repasas las películas que mejor captan el ambiente de California ... y todo para acabar entrando en el país con un hit tópico y caducado en los labios.

Conecto la máquina de la memoria. Yo estudiaba bachillerato a finales de 1960 y escuchaba a menudo San Francisco. La educación sentimental, así la llaman, una educación que cada vez va más acompañada de una banda sonora made in USA, como si las multinacionales compraran los derechos de las piezas cuando nacemos y nos fueran marcando los cambios de edad con discos adaptados a la ocasión. Yo estudiaba e intentaba dejarme el pelo largo. Sin flores, pero largo. Tal vez fue entonces la primera vez que oí hablar de San Francisco. O por lo menos la primera vez que tuve ganas de ir. Leía cosas sobre los hippies, el amor libre, la contracultura, Berkeley, la psicodelia ... Lo cierto es que no entendía muy bien en qué consistía todo aquello, quizás porque la censura franquista filtraba “los hechos degenerados” con cuentagotas, pero estaba claro que algo estaba pasando en California, muy lejos.

If you come to San Francisco 
Summertime will be a love-in there ... 2

Llegamos a San Francisco a principios de julio de 1998, pero es evidente que el famoso Summer of Love –¡El Verano del Amor!– queda muy lejos. Han pasado treinta años desde que los hippies convirtieron San Francisco en ciudad-bandera del amor libre, de los colores, de la psicodelia y de las flores en el pelo. O sea, que llego por lo menos con treinta años de retraso.

El taxista que nos lleva hacia el centro es un mexicano que también se apunta al gremio de gente encantadora, sector sin flores en el pelo. Tiene un coche desvencijado y solo habla de deportes. Para él, San Francisco es una ciudad importante porque tiene a los Giants y a los 49ers.

–¿Tienen equipo de fútbol? –interviene María. Estos días se está jugando en Francia el Mundial y lamenta perdérselo. –¿Soccer? –el taxista encoge los ojos y suelta una carcajada–. Aquí no interesa. ¿Qué deporte es ese en el que pueden quedar 0 a 0 tras dos horas de juego?

Convencido de que las opiniones de taxista son siempre un material a tener en cuenta (que les pregunten a los corresponsales de prensa), saco el tema del San Francisco turístico y le pregunto al mexicano qué opinión tiene de la ciudad. El hombre se rasca la cabeza y, después de pensarlo un buen rato, expone sus conclusiones:

–Es una ciudad ... grande. –¿Grande? –Sí –se toma un tiempo–. Eso ... grande.

Teresa y yo nos miramos, convencidos de la trascendencia de la palabra. Cuando volvamos a Barcelona y los amigos nos pregunten cómo es San Francisco, ya sabemos lo que hay que responder: “Es una ciudad... grande”. Al cabo de unos minutos, consciente de su definición minimalista, el taxista amplía la información.

–Nunca entenderé por qué edificaron la ciudad en un lugar donde hay colinas... ¡Hay más de cuarenta! A quién se le ocurre... Yo me estoy haciendo una casita y lo primero que procuré es que el terreno fuera llano... Resulta más barato. Parece una observación lógica, pero es obvio que una ciudad amenazada constantemente por terremotos no puede aspirar a sostenerse con criterios lógicos.

Escepticismos de taxista al margen, la aproximación a San Francisco tiene algo de ritual iniciático. Si en este mismo momento me preguntaran si he estado antes aquí, la respuesta correcta sería: “Físicamente, no”. O, lo que es lo mismo: “Mentalmente, sí”. No, no me refiero a viajes astrales ni psicodélicos, pero dicen que California, más que un estado, es un estado mental, y es desde este punto de vista que siento como si ya lo hubiera visitado. Por los ecos que despierta. Un viaje por los EE UU está forzosamente lleno de referencias al mundo de la música, al del cine y al de los libros.

Llevamos tantos años mamando cultura americana que a la que te das una vuelta por el país no paran de asaltarte flashes culturales de todo tipo. Llegas a San Francisco y te extasías con la ciudad de postal, como todo el mundo, pero también te vienen a la memoria los escritores de la Beat Generation, los hippies, y películas como Vértigo de Hitchcock, ¿Qué me pasa, doctor?, de Peter Bodganovich y Sueños de un seductor, de Woody Allen. Puestos en plan catastrofista, la lista se amplía con San Francisco, de Clark Gable y, si pensamos en persecuciones de coches, la memoria selecciona dos títulos: Bullit y Las calles de San Francisco.

–Y Sra. Doubtfire, apunta María.

En fin, que cada generación aguante a sus mitos, si es que Robin Williams disfrazado de mujer tetuda puede aspirar a ser un mito consistente.

El paisaje de la ciudad –espléndido desde el primer Momento– comporta una banda sonora propia, con los Grateful Dead y Santana o con Otis Redding cantando Sitting on the dock of the bay a la sombra del Golden Gate. O con Scott McKenzie y su San Francisco... O, como dice María, con Chris Isaak y San Francisco Days.

La ciudad entra bien desde el primer momento. Tal vez por lo del estado mental..., pero también porque el escenario es perfecto: con el Pacífico a un lado y la bahía al otro. Cuando llegas desde el aeropuerto, el paisaje es más bien seco y pelado, con una sucesión de colinas redondeadas y estallidos esporádicos de vegetación a los lados de la autopista. Palmeras, sobre todo. Las casas, en su mayoría bajas y blancas, recuerdan el Mediterráneo en algunos momentos –Grecia, quizás–, hasta que aumenta la densidad y comienza la ciudad de verdad, con rascacielos en el centro, puentes a ambos lados y colinas cubiertas de casas. –Es... grande– repite el taxista.

Pues sí es grande, por supuesto, pero es mucho más que eso. A los pocos minutos te das cuenta de que San Francisco es una ciudad acogedora, con calles anchas de casas bajas, sin demasiado tráfico, con una luz especial y con una personalidad muy acentuada. La versión encantadora de la ciudad americana, en definitiva.

El taxista nos deja ante el hotel –céntrico, más viejo que antiguo, encajonado entre dos fast food– y se despide con una sonrisa de oreja a oreja que, a pesar de todo, no convence a María.

–Era un inútil– concluye con desprecio cuando él se aleja.

–Pues yo lo he encontrado simpático– opina Teresa.

–Pero, ¿qué dices?–se indigna María–. ¿Qué puede esperarse de alguien que se carga el fútbol como él?

Entro en el hotel arrastrando la maleta y silbando San Francisco. El recepcionista me mira y sonríe. Teresa también. María y Nuria me censuran con la mirada. Seguro que hay maneras más dignas de entrar en una ciudad, pero qué le vamos a hacer. La memoria, a veces, te la juega.

CAPÍTULO 2

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Beat Generation


–¿Por qué no vamos en tranvía hasta el puente de Padres forzosos?– propone María.

Repaso la ciudad con la memoria. Hay un Golden Gate y un Bay Bridge, pero estoy seguro de que no hay ningún puente con ese nombre tan extraño en San Francisco.

–Es este– Nuria señala una foto del Golden Gate en una guía.

–¿Y cómo lo habéis llamado?

-El puente de Padres forzosos.

–¿Y qué es eso?

–Una serie de la tele –aclara María con un gesto cansado que indica que los padres nunca saben nada–. Pasa en San Francisco y siempre empieza con una imagen de este puente.

Considero que es una trivialización indigna llamar así al Golden Gate, pero la cosa empeora cuando, dándoselas de experta, María añade que también se lo conoce como Puente Mapfre, ya que sale uno muy parecido en el anuncio de esa compañía de seguros. La educación sentimental de las adolescentes, por lo visto, se encuentra a años luz de la mía. Donde yo veo una novela de Vikram Seth sobre los yuppies de San Francisco – The Golden Gate-, o una escena de Vértigo o la canción de Otis Redding ellas tan solo ven anuncios y series. Televisión, en definitiva.

Salimos a la calle con el itinerario planeado –pertrechados de un exceso de mapas y guías– y no tardamos en llegar a la puerta de Chinatown, en la esquina de Grant y Bush Street. Es una puerta china –con tejas verdes y dragones dorados en la parte superior–, como corresponde a un barrio donde todos los letreros, incluso los de McDonald's, están en chino y en el que viven más de 20.000 chinos. Empezaron a llegar a California en el siglo XIX para trabajar en la construcción del ferrocarril y el alud migratorio sigue vivo, hasta el extremo de que un 75% son de primera generación. Letreros chinos, por tanto, plenamente justificados.

El problema de Chinatown es habitual en los barrios invadidos por el turismo: las tiendas de especias y cachivaches genuinamente chinos han acabado cediendo su lugar a las de recuerdos, rebosantes de jerseys y camisetas con dibujos y frases sanfranciscanas más o menos ingeniosas, matrículas de California con todos los nombres propios posibles, ceniceros, jarrones, gorras, postales y todo lo necesario para satisfacer al turista y para desesperar a los destinatarios de los regalos.

Tras un zigzagueante callejeo por el barrio, hacemos un alto en una fábrica de galletas de la fortuna que parece surgida de otros tiempos. En una sala desordenada, dos chinas encorvadas y silenciosas fabrican galletas con una parsimonia proverbial y van introduciendo en su interior mensajes escritos en unas pequeñas tiras de papel. Compramos un paquete y el problema surge al romper la primera galleta.

–“Fu Ling Yu dice” –leo el mensaje en voz alta–: “El mejor viaje es el que no va a ninguna parte”.

–¡Vaya parida!–exclama María.

Y estoy a punto de darle la razón. Si la sentencia de Fu Ling Yu es correcta, ¿qué sentido tiene gastarse el dinero en un vuelo intercontinental? Pienso en un viejo amigo hipioso de Barcelona que siempre dice, en tono trascendente, que todo viaje acaba siendo un viaje interior. Más barato, seguro. Bajas las persianas de casa, te sientas en la alfombra en la posición del loto y te dedicas a la meditación. Te quedas sin fotos y sin recuerdos, eso sí, pero según él te lo pasas la mar de bien.

Nuria lo interpreta de otro modo.

–Ya decía yo que no teníamos que salir del hotel... –refunfuña–. Estoy cansada.

El destino, por suerte, se apiada de mí y me ofrece un regalo inesperado: justo donde termina Chinatown, cerca del cruce de Grant Street con Columbus Avenue, se encuentra la librería City Lights. O sea: el paraíso. Juro que no lo tenía previsto (por lo menos, no tan pronto) , aunque desde el primer momento se me considera sospechoso y las niñas me apuñalan con miradas acusadoras. Lo siento: hay gente que aprecia las ciudades por su belleza o por sus museos o monumentos; yo lo hago por sus librerías.

–Aquí se reunían los de la Beat Generation– comento, casi emocionado.

–¿Biqué?

–Los poetas beats –me pongo didáctico–. Eran unos poetas y novelistas que defendían la escritura conectada a la gente marginal, la noche, el jazz, los viajes ... La Beat Generation... ¿No os suena?

–La única generación que conozco es la Next Generation, la del anuncio de Pepsi.

De nuevo la televisión. Y por el lado de la publicidad, que es lo que más duele.

El escaparate de la City Lights es justo como lo había imaginado. Grande, sin ser enorme, un poco caótico, con letras doradas en los cristales, madera negra y con ese aire antiguo que suelen tener las buenas librerías. Pacto media hora de tiempo muerto con el resto de la expedición y entro dispuesto a curiosear y a extasiarme.

Fundada en junio de 1953 por el poeta Lawrence Ferlinghetti, la City Lights Books es una librería distribuida en tres plantas irregulares, con rincones entrañables y un montón de libros bien clasificados, con mayoría de paperbacks y con una buena sección de literatura y de obras de izquierda, revolucionarias y anarquistas. En las paredes, además de libros, hay fotos de Jack Kerouac, Neal Cassady y otros ilustres miembros de la Beat Generation. En una de ellas, de 1965, se ve a Bob Dylan con Allen Ginsberg y Michael McClure.

–¿Los libros de la Beat Generation, por favor?– pregunto.

–La tercera planta es toda beat– me responde uno de los vendedores.

Como si estuviéramos en unos grandes almacenes. Segunda planta: lencería fina; tercera, Beat Generation... Cosas así solo pasan en San Francisco.

Para favorecer la ambientación beat, un par de butacas invitan a la lectura reposada en la última planta. Parece que te digan. “¿Comprar libros? Vamos, hombre, no seas vulgar. ¿Por qué hacerlo si los puedes leer sentado en una butaca en la misma librería?”. Teniendo en cuenta el horario de apertura, de las diez de la mañana hasta medianoche, hay que reconocer que da para leer bastantes libros sin pasar por caja.

Por si había alguna duda, un letrero escrito a mano proclama que la City Lights no es una librería cualquiera, sino más bien algo así como “Una especie de biblioteca donde también se venden libros”. Y así es, en efecto, hasta el extremo de que parece que esté mal visto que compres alguno. De hecho, tienes que insistir para que el vendedor te cobre, y cuando lo hace te dirige una mirada teñida de cierto desprecio. “Si como mínimo los robaras...” , debe de pensar.

Confieso que hace tiempo que tenía mitificada la City Lights Books. Cuando era estudiante de Filología Inglesa en la Universidad Autónoma de Barcelona, alguien apareció un día con un catálogo de City Lights Books que nos pasábamos de mano en mano con devoción. Nos impresionaba ver reunidos en sus páginas los nombres de Ginsberg, Kerouac, Bowles, Artaud, Burroughs, Cassady, Michaux y Ferlinghetti. También estaba Bukowski, pero a este lo decubriríamos más tarde. Recuerdo que un compañero llamado Lluís fue el más listo y mandó una carta al editor y librero Lawrence Ferlinghetti en la que le explicaba, de colega a colega, que era poeta como él y que, dada la imposibilidad de conseguir en Barcelona libros de su apreciado catálogo, se atrevía a molestarle para pedirle que le mandara algunos ejemplares como favor personal. Pasaron varias semanas y, cuando todos pensábamos que la vía abierta hacía aguas, Lluís recibió el paquete de libros sin cargo de City Lights. Recuerdo que su favorito era Mishaps, Perhaps, de Carl Salomon, el poeta a quien Ginsberg dedicó Howl. Comprobado el éxito de la operación, intenté apuntarme al método. Redacté una carta en la que expresaba mi admiración por la editorial, la librería y el poeta Ferlinghetti y en la que me describía como un pobre estudiante sin recursos que admiraba la literatura norteamericana. Dudo que Lawrence Ferlinghetti la llegara a leer, pero en cualquier caso ya debía de estar alertado ante la proliferación de estudiantes catalanes sin medios y decidió mandarme como único obsequio un catálogo de la editorial con los precios subrayados e indicando en una nota a mano que con mucho gusto me mandarían los libros que quisiera tan pronto como les hiciera llegar una lista y un cheque con el importe, sin olvidar un 10% para gastos de envío. Este último detalle me pareció cruel. Ni los sellos me perdonaba.

Pero volvamos al presente. Tras examinar a fondo todos los rincones de la librería, me acerco al mostrador y me atrevo a preguntar por Lawrence Ferlinghetti. No espero que recuerde mi carta de veinte años atrás, pero he leído que a menudo va a la librería y me gustaría conocerlo.

–La verdad es que ya tiene 79 años y no suele venir tanto como antes– me aclara un vendedor desconfiado con aspecto de Ginsberg joven. –¿Para qué quieres verlo?

Podría decirle que para hablar de nuestra corta aunque intensa correspondencia, pero me parece que es hincharlo demasiado. Le digo que lo olvide y me compro algunos libros de la Beat Generation, una guía del San Francisco de Hammett -The Dashiell Hammett Tour, de Don Herron– y On the Bus, una crónica del viaje desmadrado que en 1964 hicieron el escritor Ken Kesey y sus Merry Panksters por Estados Unidos, en un autobús desvencijado y con Neal Cassady al volante. Una buena base teórica para emprender el viaje por EE UU.

La Beat Generation, vista con la perspectiva de los años, es como un movimiento con dos delegaciones: Nueva York y San Francisco. Tal vez por ello, de tanto ir de un lado para otro, mitificaron los viajes y convirtieron en bandera la novela En el camino (1957) de Kerouac. Cuando se cansaban de Nueva York, iban a San Francisco. Y viceversa. Conclusión: se pasaban el día en la carretera.

Hay que reconocer que el objetivo de nuestro viaje no coincide exactamente con el de los beats. Ni con los de los hippies, claro. Nuestro plan consiste en recorrer durante un mes la zona oeste de EE UU, más concretamente los estados de California, Nevada, Utah y Arizona, una parte del mapa suficientemente amplia como para abarcar paisajes y gente muy variados. El cuaderno de ruta prevé ir de San Francisco al Valle de la Muerte y Las Vegas y de Monument Valley y el Cañón del Colorado hasta Los Ángeles y las playas de Santa Mónica, Venice y Malibú.

–Una librería excelente– felicito al chico del mostrador mientras me envuelve los libros.

–El mérito es de Ferlinghetti –sonríe–. Hizo la guerra en Europa y, una vez terminada, se quedó en París para estudiar en la Sorbona. De regreso a Estados Unidos, quiso crear una librería “a la francesa”, un lugar en el que se encontrara gente y que fuera al mismo tiempo un foco de cultura.

Ferlinghetti (Nueva York, 1919), poeta además de librero, tiene una obra extensa que incluye unas cuantas novelas, poemas de amor, poemas de combate escritos para recitar en público (a ritmo de jazz si hace falta) y una lírica que repasa su biografía y sus viajes. De su paso por Barcelona da testimonio en el extenso poema Authobiography:

I have seen the statues of heroes
at carrefours
Danton weeping at the metro entrance
Columbus in Barcelona [ . . . ]
pointing Westward up the Ramblas,
toward the American Express ... 3

En su faceta de editor, Ferlinghetti tiene una fecha clave: 1956. Fue ese año, con la publicación del tercer volumen de la Pocket Poet Series de City Lights Books, cuando llegó el escándalo y la fama. Se titulaba Howl ('Aullido') y lo firmaba Allen Ginsberg. Era un poema largo, el grito de rabia de una generación. Ginsberg lo leyó por primera vez en San Francisco, en la Six Gallery, en octubre de 1955. Kerouac se encontraba entre el público, pero no quiso participar en la lectura, a pesar de que ya era conocido como poeta por Mexico City Blues. La lectura de Ginsberg, en cualquier caso, fue un éxito total, de esos capaces de lanzar a un poeta a la fama.

I saw the best minds of my generation destroyed by madness,
starving hysterical naked.
dragging themselves through the negro streets at dawn
looking Jor an angry fix .. 4

Ginsberg era muy consciente de lo que tenía entre manos: el aullido de una generación que decidía plantar cara.

–Seguro que Howl es uno de los libros más vendidos de City Lights.

–Sí, claro –asiente el vendedor–. Ahora ya ha superado ampliamente el millón de ejemplares, pero cuando se publicó no lo tuvo nada fácil. A “los biempensantes” (pone las comillas con los dedos) no les gustan los libros que hablan de homosexualidad y que utilizan un lenguaje considerado ordinario y poco literario, lleno de fucks y shits. Hubo una denuncia y un proceso por obscenidad, la policía confiscó 250 ejemplares y detuvo a Lawrence Ferlinghetti por ser su editor. Al final, por suerte, lo declararon inocente y el libro se benefició de un gran succès de scandale.

Si paseas por el barrio de North Beach –subidas y bajadas, casas bajas, con un inequívoco sabor italiano– es difícil no encontrarse cada dos por tres con el rastro de los beats. En la esquina de la City Lights hay una calle dedicada a Jack Kerouac, con un gran mural inspirado en Baudelaire, y al otro lado hay otro local mítico: el bar Vesubio, en el que se reunían los beats después (o antes) de pasar por la librería y donde también se dejaba caer el poeta Dylan Thomas. Un bar con un buen pedigrí alcohólico, por supuesto. Al final de su vida Kerouac se bebía unos catorce whiskies con cerveza por hora y Dylan Thomas no se quedaba corto. Quizás por eso no permiten la entrada a los niños.

–¿Vienen muchos seguidores de los beats?– le pregunto al camarero mientras me sirve una Budweiser.

–Los que más.

–¿Y cómo los reconoce?

–Van con un libro de Ginsberg o de Kerouac bajo el brazo– sonríe; debe de estar harto de verlos–, o con un paquete de la City Lights, como tú.

–¿Y qué hacen?

–Contemplan las fotos y los recortes de prensa– indica con desgana los cuadros de la pared: papeles beats amarillos por el paso del tiempo– y después piden una cerveza y se sientan en una de las mesas.

–¿Nada más?

–Al cabo de un rato sacan papel y bolígrafo y se ponen a escribir. No falla.

En estos momentos hay cuatro clientes sentados en mesas distintas. Todos tienen pinta de extranjeros. Beben cerveza y escriben. Tal vez pretenden contagiarse del viejo espíritu beat, de una literatura pegada a la vida, a las mesas de los bares, a los locales de jazz, a la noche y a todo lo que huela a marginal.

Antes de terminar la cerveza, yo también me pongo a escribir. Quizás por fidelidad al guión del camarero. Tomo notas del Vesubio, del ambiente, de la gente que hay, mientras pienso que los otros clientes deben estar haciendo lo mismo. Una literatura interactiva: cada uno describe al otro, como las manos de Escher que se dibujan a sí mismas. Al anochecer, antes de cenar, hacemos una ronda rápida por otros bares del barrio que aún conservan algo de los beats: el Spec's, el Enrico's, el Tosca ... En ese último suena ópera a todo volumen.

–¿No sería mejor programar jazz? –sugiero–. Por fidelidad al espítitu beat. Charlie Parker, por ejemplo, el músico preferido de Kerouac.

El camarero se encoge de hombros. Está claro que le da igual.

Un poco más allá, sin salir de North Beach, se encuentra la zona erótica, con un bar que reivindica para sí el honor de haber sido el primero en poner en práctica el topless –el Condor Club, en 1964– y, un poco más allá, en la esquina de Broadway con Kearny Street, el edificio que fue sede de la Zoetrope, la productora de Francis Ford Coppola, otro hijo ilustre de San Francisco y un hombre que siempre ha confesado su interés por los beats.

Cenamos temprano en un restaurante italiano: ensalada y pasta, el menú favorito de Kerouac, según explica su biógrafo Gerald Nicosia. Supongo que las limitaciones presupuestarias debían influir, pero en cualquier caso está claro que la cocina sofisticada no forma parte de los gustos de la Beat Generation.

Para que no olvidemos que estamos en el corazón del barrio italiano, el camarero –gordo y con barba rala; estilo Pavarotti, para entendernos– de vez en cuando se lanza a cantar un fragmento de “Volare ... “.

–¿Es una canción beat?

–No exactamente.

–Lástima. Me empezaban a caer bien estos colgados.

CAPÍTULO 4

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La cosa hippy


Al llegar a la esquina de las calles Haight y Ashbury nos damos cuenta de que lo del hippismo queda bastante atrás. A años luz. Quizás porque vamos en un Chevrolet Blazer recién alquilado –limpio, sin colorines y sin olor a hachís–, o porque la tienda más grande del cruce es una sucursal de la cadena Gap.

–No sabía que Gap fuera hippy– comenta María, que empieza a contemplar el fenómeno con simpatía.

–No, no lo es.

–Pues tú has dicho que íbamos al barrio hippie.

–Bueno, sí... Haight-Ashbury era hippie hace unos años, pero ya no lo es. ¿Lo entiendes?

–Claro. Pasa lo mismo que con el románico, ¿no?

¡Uf!

El barrio entero de Haight-Ashbury parece ocupado por turistas que practican el deporte de fotografiar todo lo que parezca mínimamente hippioso. Si por casualidad aparece un joven con greñas, los turistas se le echan encima y lo someten a un implacable asedio fotográfico, como hacen en Kenia con los pobres leones de las reservas. De hecho, Haight-Ashbury tiene algo de gueto donde sobreviven los últimos representantes del Homo hippius.

Tom Wolfe, uno de los inventores del Nuevo Periodismo (antes de pasarse a la novela) ya lo previó en 1968, en Ponche de ácido lisérgico, cuando siguió el fenómeno de cerca. La “acción” –los grupos hip que marcan el tono pintoresco– se había desplazado a Haight-Ashbury. Pronto los cabecillas de una bohemia triunfadora invadirían también la zona, y los coches desfilarían sin cesar, uno detrás de otro, llenos de mirones, y los autocares turísticos anunciarían: ”He aquí el hogar de los hippies... Miren, uno allí”. Y los homosexuales y las putas negras, y las librerías y las boutiques... Lo in sería Haight-Ashbury y el mundo del ácido.

En los bajos de las casas del barrio, algunas pintadas con colores vivos en recuerdo de los viejos tiempos, hay librerías alternativas, tiendas psicodélicas, tenderetes especializados en el asunto de hacer el amor con las vibraciones adecuadas y cafés y restaurantes de comida macrobiótica. En algunos cafés programan jazz por la noche, pero no tiene nada que ver con los tiempos en que tocaban Janis Joplin, Carlos Santana, los Grateful Dead o los Jefferson Airplane. Estos últimos insistían en el amor:

Don 't you want somebody to love?
Don 't you need somebody to love?
Wouldn 't you love somebody to love?
You better find somebody to love ... 5

Queda claro que lo del love estaba en la onda. La Steve Miller Band llegó a San Francisco en 1966 para buscarlo y Stephen Stills se subiría al carro en 1970 con Love the one you are with. Decía: “Si no puedes estar con la persona que amas, ama a quien está contigo”, que podría ser un eslogan hippie. A los Grateful Dead, portavoces del Acid Rock y grupo aglutinador de todas las movidas hippiosas, se les recuerda en el barrio como a unos héroes. Eran marchosos y divertidos y tenían, además del amor, al LSD como conexión directa con la inspiración. Debía de ser un buen combustible, ya que grabaron dieciocho álbumes entre 1967 y 1977.

–Dead quiere decir ‘muerto’, ¿no?

–Sí, ¿por qué?

–¿Qué tienen que ver los hippies y los muertos?

–Grateful Dead, ‘los muertos agradecidos’, era el nombre de un grupo hippie, de unos chalados que hacían Acid Rock y vivían en una comuna en Ashbury Street.

–¡Vaya nombre tan raro!

No será que los grupos de ahora tengan nombres discretos. El esplendor hippie del barrio de Haight-Ashbury se produjo en la década de 1960 y fue un fenómeno bastante efímero. Los jóvenes enrollados de San Francisco descubrieron este antiguo barrio burgués lleno de casas victorianas con encanto –de madera, con escaleras que comunican con la calle en pendiente–, y se instalaron en ellas para formar una especie de gran comuna con drogas, contracultura, amor libre, Acid Rock y psicodelia. El pelo largo era entonces un grito revolucionario contra el sistema y el símbolo de la paz se abrió paso como distintivo de un grupo de gente que estaba contra las guerras (la de Vietnam, en particular) y contra la corrupción del dinero y de la sociedad materialista. Si los beats se habían movido por el barrio de North Beach, los hippies habían descubierto Haight-Ashbury como el séptimo cielo.

Mi primer contacto con hippies auténticos lo tuve en los primeros años 1970, un mes de agosto en el norte de Noruega. Yo era entonces un estudiante en vacaciones y en busca de sí mismo que se dirigía en autostop hacia el cabo Norte, quizás porque en la vida es necesario marcarse objetivos y aquel era el punto más septentrional de Europa.

Me recogieron unos estadounidenses, de California precisamente, que viajaban en una furgoneta pintada de colores y que iban vestidos según el uniforme de la época: pantalones anchos, greñas y camisetas psicodélicas. Se mataban a porros y ácidos, por supuesto, y las chicas sonreían y olían a pachuli. Cuando descubrieron que llevaba reloj hicieron toda clase de aspavientos y me obligaron a pararlo con la fuerza de sus sonrisas. “Aquí, en el norte, tenemos el sol de medianoche, que nunca se pone”, argumentó uno de ellos. “Por lo tanto, el tiempo no existe”. Era un razonamiento dificil de sostener, pero preferí no entrar en debates filosóficos que probablemente no nos habrían llevado a ninguna parte. Paré el reloj, acampamos en un fiordo encajonado entre montañas y vivimos unos días de comunión con la naturaleza, sin que el sol se pusiera nunca, sin saber qué hora era y sin sufrir el doloroso trauma del paso del tiempo. Todo muy bonito y muy hippie. Pero al cabo de unos días, cuando ya no sabía si era la hora del desayuno, de la comida o de dormir, decidí dejarlo y continué solo el viaje hacia el norte. La conclusión que saqué de todo ello es que está muy bien ser hippie, pero no está tan mal saber qué hora es. O, como mínimo, el día.

Haight-Ashbury, en los años 1960, debía de ser más o menos como aquel fiordo noruego, pero multiplicado por mil y con casas por todas partes. Me imagino a todo el mundo tirando relojes al mar, tomando ácidos y fumando porros todo el día, haciendo el amor sin parar e intentando no repetir nunca con el mismo compañero para no ser tachado de retrógrado aburrido. Cosas de la época. Uno de los momentos álgidos del barrio fue diciembre de 1966, con el festival llamado Death of Money and Rebirth of the Haight Parade (‘La muerte del dinero y el renacimiento del desfile de Haight’). Todo fue muy hippie, con muchas flores y ácidos y peace and love. Poco después vino el famoso Summer of Love. Es decir, una locura que incluía una ceremonia de bienvenida al solsticio de verano en el Golden Gate Park llena de “oms”, cantos tibetanos, ácidos, amor libre y buen rollo. Pero en octubre de 1967 se bajaba la persiana de la época dorada con el festival Death of Hippie Ceremony and Birth oh the Free Man (‘Muerte de la ceremonia hippie y nacimiento del hombre libre’). En resumen, que todo iba tan deprisa que, si no estabas atento, corrías el riesgo de perdértelo y hacer el ridículo con unas flores en la cabeza.

A finales de la década de 1960, Haight-Ashbury ya se había degradado. El mal rollo de Charles Manson –un ex habitante de la zona que en 1969 mató a Sharon Tate en Los Angeles– no hizo ningún bien al movimiento. Como tampoco se lo hicieron los incidentes del concierto de los Rolling en Altamont (los Ángeles del Infierno a cargo de la seguridad, con el resultado de un muerto). Vino después una época de comunas rurales, de vámonos al campo que allí sí que se vive en comunión con la naturaleza, pero no tardó en llegar la constatación de que el campo puede ser muy aburrido cuando has terminado con la reserva de ácidos y has hecho el amor de todas las maneras posibles.

–¿Y no queda nada hippie de verdad?

–El Victorian, una especie de fósil de los sesenta.

El Red Victorian es uno de los pocos hoteles del barrio que aún cultiva la cosa hippie. Está en Haight Street, como mandan los cánones, cerca de la esquina con Ashbury, y para que la gente no se equivoque tiene la fachada pintada de rojo, como un autobús de Londres.

–Tenemos habitaciones temáticas muy groovies– nos explica un recepcionista que parece llegado por el túnel del tiempo; pelo largo, pantalones anchos y sonrisa pasota–. Hay una dedicada a los Acuario, llena de peceras y pececitos, y una con conchas.

–Y una con flores ¿no?

-¿Cómo lo sabes?

–Intuición.

–¡Qué perspicaz! ¿De qué signo eres, brother?

–Olvídalo.

Para subrayar el buen rollo del hotel, el joven de melenas añade que los desayunos son abundantes y que se sirven en mesas largas, comunitarias.

–Todo está pensado para favorecer las buenas vibraciones– subraya convencido.

La cosa hippie domina en el Red Victorian, pero, para conectar con los tiempos de business que vivimos, el hotel se ha apuntado a vender camisetas hippies, con dibujos psicodélicos y con las letras del hotel bien visibles. O sea: Hippies, sí, pero sin perder de vista la propaganda y el sentido comercial de la existencia.

–Todo es cool, de verdad– insiste el chico.

Un recorrido rápido por el comedor permite detectar platos con comida exótica y un olor intenso a pachulí. Es evidente que los del Red Victorian saben cuidar los detalles, a pesar de que la adolescencia no lo sepa apreciar.

–Huele mal– observa María.

–Es pachulí, una especie de perfume– la ilustra Teresa.

–Si eso es perfume...

No entenderán nunca la complejidad del mundo hippie, cuando el perfume del pachulí o de una barrita de sándalo eran suficientes para identificar una comunidad. Además del olor a porros, las cintas indias en la cabeza, el pelo largo, la ropa ancha, los chalecos con espejitos y los vestidos de colores.

Aparte de Jerry Garcia, líder de los Grateful Dead, hay un personaje de aquel tiempo que siempre me ha fascinado. Se trata de Ken Kesey, el autor de la novela Alguien voló sobre el nido del cuco (1962), que Milos Forman llevó a la pantalla en 1975, con Jack Nicholson de protagonista. Kesey, que ahora pasa de la década de 1960 y vive retirado en una granja de Oregón, era en aquellos años uno de los hombres más colgados del universo. Su currículum es impresionante: estudió en la prestigiosa universidad de Stanford y trabajó de auxiliar del servicio psiquiátrico de un hospital en el que se hacían investigaciones con mescalina, psolicibina y LSD. Kesey se presentó voluntario a todos los experimentos. Ignoro qué descubrieron los investigadores, pero él llegó a la conclusión de que las drogas abrían de par en par las puertas de la mente, algo que no estaba nada mal. Antes del nacimiento del movimiento hippie, Kesey ya era conocido en San Francisco por su apostolado en favor de las drogas y por las fiestas que montaba con ácidos en lugar de coca-colas y gin tonics. Le acompañaban un grupo de marchosos llamados Merry Pranksters (‘Alegres Bromistas’) y en 1964 compraron un viejo autobús escolar, lo pintaron con mandalas y colores psicodélicos, lo bautizaron Further (‘Más allá’) y se dedicaron a recorrer Estados Unidos de costa a costa. En la nevera había jarras de zumo de naranja mezclado con LSD, una vía directa al Sueño Americano, sector alucinógeno. Contaban con un chófer de categoría: Neil Cassady, el amigo de Kerouac y el inolvidable Dean Moriarty de En el camino. Eso les daba una complicidad especial con la Beat Generation, a pesar de que Kerouac pasó de ellos cuando lo visitaron en Nueva York.

–Tendríais que hacer un monumento a Ken Kesey– sugiero al recepcionista–. Poner el autobús Further en un pedestal en Haight-Ashbury, por ejemplo.

–Kesey... ¡Uf! Tiene el autobús hecho una ruina en su granja de Oregón y se negó a venderlo al Smithsonian Institute. Imagínate...

No parece que Kesey se deje vencer por la nostalgia.

Salimos de nuevo a la calle y, en la esquina siguiente, entramos en un bar pintado de amarillo donde sirven helados. Uno de los helados lleva por nombre Cherry García, juego de palabras entreJerry y Cherry (‘cereza’). El líder de los Grateful Dead tampoco escapa a la manipulación comercial. Mientras me tomo uno me asalta una duda muy hippie: ¿Habrán añadido unas dosis de LSD? Sería coherente, ¿no?

CAPÍTULO 3

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El halcón maltés


Me despierto a las seis de la mañana por culpa del jet lag. Intento volver a dormir, pero es inútil. Ojos como platos y ni rastro de sueño. Me pongo a leer para no obsesionarme. El halcón maltés primero, que me he traído de Barcelona; después The Dashiell Hammett Tour, una de mis recientes adquisiciones en la City Lights. Al cabo de unos minutos, me encuentro inmerso en el mundo negro de Hammett. La guía, con direcciones de lugares de San Francisco que han representado algo en la vida o en la obra del autor de Cosecha roja, es una clara invitación a pasear por la ciudad en clave hammettiana, una invitación que no sé resistir cuando descubro que cerca del hotel se encuentra precisamente la calle Dashiell Hammett. Despierto a Teresa –no me cuesta mucho, también sufre las consecuencias del jet lag–, nos vestimos en un santiamén y abandonamos la habitación tras dejar una nota a las niñas. Por si se despiertan. En la recepción está lo que queda del portero de noche, medio dormido, con ese aire de pasar de todo que tienen siempre los porteros de noche, como si solo esperaran la hora del relevo para traspasar los problemas al titular.

–¿Es prudente salir a esta hora?– le consultamos, conscientes de que las ciudades americanas tienen fama de peligrosas.

–Lo único seguro es quedarse en la habitación... –murmura–, siempre que no haya un terremoto, claro.

Cuando salimos a la calle, la parte superior de los edificios queda oculta tras una niebla espesa. Llueve. Una lluvia finísima, desagradable: chirimiri. Andamos un par de esquinas y enseguida localizamos nuestro objetivo: Dashiell Hammett Street.

–Un lugar ideal para cometer un asesinato– comenta Teresa con una sonrisa.

Sam Spade no tardaría en encontrar al asesino. La ciudad está vacía a estas horas. Solo hay un hombre muy delgado apoyado en una farola, con la cabeza baja. ¿Es un ladrón, un atracador o simplemente un figurante de la Asociación de Amigos de Hammett para mantener vivo el ambiente de sus novelas?

Uno de los edificios de la calle tiene un nombre grabado en la puerta: Dashiell Hammett Place, la dirección ideal para cualquier escritor de novela negra. Ningún editor que reciba un original con este remite puede permanecer indiferente.

Me imagino la casa llena de escritores en blanco, mirando por la ventana para ver si San Hammett les inspira y rezando para que se produzca algún crimen– comento en voz baja. No sé por qué susurro, pero parece que esto me acerca más al género negro.

–No tienen suerte –sonríe Teresa–. El hombre delgado de la farola ha desaparecido. No hay ningún sospechoso a la vista.

Como no lo seamos nosotros... Muy cerca de la calle Hammett está el túnel de Stockton, precisamente el lugar donde empieza la acción de El halcón maltés.

En la esquina de Bush Street con Stockton, antes de iniciar la subida de la colina hacia Chinatown, Sam Spade pagó la tarifa y dejó el taxi. La niebla nocturna de San Francisco, fina, húmeda y penetrante, llenaba la calle...

Perfecto. Por un momento me siento Sam Spade, paseando de madrugada por la ciudad. Lástima que no lleve gabardina ni sombrero. Me gusta, de todas maneras, comprobar que las palabras de El halcón maltés se mantienen fieles a San Francisco, se adaptan como la piel a la carne, a pesar de que fueron escritas muchos años atrás, en 1930, antes incluso de la construcción del Golden Gate. En Burritt Street, al otro lado de la calle, una placa colocada por admiradores de Hammett rinde homenaje a sus personajes, y en especial a Sam Spade:

On approximately this spot Miles Archer, partner of Sam Spade, was done in by Erigid O'Shaughnessy.

O sea: "En este lugar, aproximadamente, Miles Archer, socio de Sam Spade, fue asesinado por Brigid O'Shaughnessy".

–Una placa muy traidora– apunto, en plan Sherlock Holmes.

–¿Qué quieres decir?

–Primero, en ningún momento se indica que se está hablando de una obra de ficción. Segundo, no sale el nombre de Dashiell Hammett. O sea, que un despistado puede llegar a creer que se habla de un asesinato real.