LOS SECRETOS
DE LA AMAZONIA



“Podríamos estar, usted y yo, separados por una distancia igual a la que hay entre Escocia y Constantinopla y sin embargo hallarnos en la misma gran selva brasileña”, asegura uno de los protagonistas de El mundo perdido. Y no miente: la cuenca amazónica (que en términos modernos se ha denominado Amazonia por implicar una unidad ecológica) es la mayor del mundo. Tiene siete millones de kilómetros cuadrados. Es el bosque tropical más extenso del mundo, y abarca nueve estados sudamericanos: Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guayana Francesa, Guyana, Perú, Surinam, Venezuela.

Con esa extensión territorial, cualquier otro dato que la acompañe resulta también superlativo. Toda la flora de la selva tropical húmeda sudamericana está presente en la selva amazónica, no hay otro ecosistema en el mundo con tal cantidad de aves, el 20% de todas las especies del mundo viven allí, el 50% de la flora mundial.

Existen en ella innumerables especies todavía sin clasificar, de las que no se sospecha ni cómo pueden ser. Y cada año se van descubrieron animales, flores, plantas, reptiles, anfibios, peces…

Lo mismo sucede con el poblamiento humano. Culturas recónditas que han evitado el contacto con la civilización occidental y que prefieren refugiarse en lo más profundo del bosque para seguir con una existencia ligada a los ciclos naturales y a los productos que la selva les proporciona. De algunas sabemos bastante porque en las últimas décadas la destrucción de la floresta los ha llevado a la palestra mundial. De otras, que prefieren no vernos. Con muy buen criterio, dirán algunos.

Esencialmente, la cuenca amazónica es un territorio llano, con protuberancias montañosas apenas reseñables, lo que convierte la maraña vegetal en todavía más indescifrable, pues no hay muchos puntos elevados desde los cuales orientarse. En el extremo norte de la Amazonia, donde coinciden las actuales fronteras de Brasil y Venezuela, singularmente, se alzan unos farallones pétreos verticales que forman unas mesetas en sus cumbres. A los pies tienen la densa niebla que la propia humedad de la selva alimenta. Han resultado siempre misteriosos y todavía hoy el acceso a sus partes más altas es un ejercicio físico agotador que se lleva a cabo ayudado por indígenas lugareños, como los pemón. Desde lo alto, para añadir un toque más onírico a esos parajes, delgaduchas cascadas verticales se suicidan desde cientos de metros. La más alta del mundo está allí, es el Salto Ángel, con mil metros de recorrido.

Ese aspecto infranqueable visto desde fuera no lo parece menos desde dentro, cuando las nubes amortajan el bosque y helechos gigantes lo ensombrecen todo. No es extraño que a una mente imaginativa le viniera a la cabeza la posibilidad de hallar allí un mundo perdido.

La novela de Arthur Conan Doyle ha resultado el cimiento de las muchas posteriores fantasías sobre dinosaurios y seres fantásticos escondidos en remotos lugares del planeta. Incluso han sido la base para modernas películas sobre el tema. El hombre que odiaba a Sherlock Holmes –pues creía que la fama de su principal creación había eclipsado por completo el resto de su obra– toma este territorio fabuloso para desarrollar una trama socarrona y envolvente en su canónica El mundo perdido.

Es esta novela peculiar en varios sentidos. Claramente victoriana, aunque escrita y desarrollada su trama ya entrado el siglo XX. Parecía llegado el momento en que la Tierra ya no tenía secretos para el ser humano. En el año en que se publicó El mundo perdido –1912– Roald Amundsen acababa de llegar al Polo Sur. Y, sin embargo, Conan Doyle incidía en la posibilidad de que la gran selva amazónica todavía guardase secretos insospechados, como así es. El escritor nos reservaba unos personajes clásicos, en el que la intervención femenina era aparentemente insustancial, pero que desencadenaba la más importante decisión del protagonista y narrador. Y cerraba el libro con un final irónico que nadie espera en una novela de aventuras clásicas de la que luego, muy evidentemente, beberían nuevos clásicos como King Kong.

Aunque para la historia popular –que tantas veces no ha ido a consultar directamente al texto sino que habla “de oídas”– El mundo perdido es un libro sobre dinosaurios, en realidad son otros los seres más importantes de la trama. Y, por lo que respecta a los protagonistas occidentales de la expedición, nos ponen sobre la mesa asuntos muy actuales: la importancia de comunicar bien o colar mentiras que son más atractivas; la vanidad; la persecución de la fama; la competitividad profesional; la intolerancia entre culturas… y el viaje. Sobre todo, el viaje.

LOS EDITORES

Advertencia

E. D. Malone desea aclarar que tanto el mandato de prohibición como la acción por calumnias han sido revocados sin reservas por el profesor G. E. Challenger, que, habiendo quedado satisfecho al constatar que ninguna crítica o comentario de este libro contiene ánimo de ofensa, ha garantizado que no pondrá ningún obstáculo a su publicación y circulación. E. D. Malone desea también expresar su gratitud a Patrick L. Forbes, de Rosslyn Hill, Hampstead, por la destreza y simpatía con que ha preparado los dibujos que trajimos de Sudamérica, y también a W. Ransford, de Elm Row, Hampstead, por su valiosa ayuda de experto en lo referente a las fotografías.

Capítulo I


Los heroísmos nos rodean
por todas partes



1Picto



ESu padre, el señor Hungerton, era verdaderamente la persona con menos tacto del mundo, una especie de cacatúa pomposa y desaliñada, de buen carácter, pero absolutamente encerrado en su propio y estúpido ego. Si algo podía haberme alejado de Gladys era imaginar un suegro como aquel. Estoy convencido de que creía, de todo corazón, que mis tres visitas semanales a Los Nogales se debían al placer que yo hallaba en su compañía y, muy especialmente, al deseo de escuchar sus opiniones sobre el bimetalismo, materia en la que iba camino de convertirse en una autoridad.

Durante una hora o más tuve que oír aquella noche su monótono parloteo acerca de cómo la moneda sin respaldo disipa la seguridad del ahorro, sobre el valor simbólico de la plata, la devaluación de la rupia y los verdaderos patrones de cambio.

––Supóngase –exclamaba con enfermiza exaltación– que se reclamasen de forma simultánea todas las deudas del mundo y se insistiese en su pago inmediato. ¿Qué ocurriría entonces, dadas las actuales circunstancias?

Le contesté que eso me convertiría, evidentemente, en un hombre arruinado, ante lo cual saltó de su silla reprochando mi habitual ligereza, que le impedía discutir en mi presencia cualquier tema relevante. Tras decir esto, salió disparado de la habitación para vestirse, porque iba a una reunión de masones.

¡Por fin estaba a solas con Gladys, y había llegado la hora que decidiría mi suerte! Durante toda la velada me había sentido como el soldado que espera la señal que le ha de lanzar a una empresa desesperada, alternándose en su ánimo la esperanza de la victoria y el temor al fracaso.

Ella estaba sentada, y su perfil orgulloso y delicado se recortaba sobre el fondo rojo de la cortina que había detrás. ¡Qué bella era! Y, sin embargo, ¡qué distante! Éramos amigos, muy buenos amigos, pero nunca había podido pasar con ella de una camaradería similar a la que podía unirme a cualquiera de mis colegas periodistas de la Gazette: una camaradería perfectamente franca, afectuosa y asexual.

Todos mis instintos rechazan a la mujer que se muestra demasiado franca y desenvuelta conmigo. Esto no es ningún cumplido para el hombre. Allí donde surgen los verdaderos sentimientos sexuales, la timidez y el recelo son sus compañeros, como herencia de aquellos viejos y crueles días en los que el amor y la violencia iban con frecuencia de la mano. La cabeza inclinada, los ojos bajos, la voz trémula, el estremecido retroceso ante la proximidad de los cuerpos. Estas, y no la mirada atrevida y la respuesta franca, son las auténticas señales de la pasión. Me había alcanzado la corta experiencia de mi vida para aprender todo eso... o lo había heredado de esa memoria de la raza humana que llamamos instinto.

Gladys poseía todas las cualidades de la feminidad. Algunos la juzgaban fría y dura, pero semejante pensamiento era una traición. Esa piel delicadamente bronceada, casi oriental en su pigmentación, esos cabellos negros como ala de cuervo, los grandes ojos húmedos, los labios gruesos pero exquisitos... todos los estigmas de la pasión estaban presentes en ella. Pero yo era dolorosamente consciente de que hasta ahora no había descubierto el secreto que haría surgir esa pasión a la superficie. Sin embargo, fuera como fuese, estaba decidido a terminar con la duda y hacer que las cosas se aclarasen definitivamente aquella noche. Lo más que ella podía hacer era rechazarme, y era mejor ser rechazado como amante que aceptado como hermano.

Hasta ahí me habían llevado mis pensamientos y estaba ya a punto de romper aquel largo y molesto silencio cuando dos ojos negros se posaron en mí con expresión de censura, mientras la orgullosa cabeza se sacudía en un gesto de sonriente reproche.

––Tengo el presentimiento de que te vas a declarar, Ned. Preferiría que no lo hicieses, porque las cosas son mucho más agradables tal y como están.

Acerqué un poco más mi silla.

––Pero, ¿cómo has sabido que iba a declararme? ––le pregunté verdaderamente asombrado.

––¿Acaso no lo saben siempre las mujeres? ¿Supones que hubo alguna vez en el mundo mujer a la que una declaración haya cogido de sorpresa? ¡Oh, Ned, nuestra amistad era tan buena y placentera! ¡Sería una lástima echarla a perder! ¿No comprendes cuán espléndido resulta que un joven y una muchacha sean capaces de hablar cara a cara, como nosotros lo hacíamos?

––No lo sé, Gladys... Verás, yo puedo hablar cara a cara con... con el jefe de estación.

No puedo imaginar cómo se introdujo este funcionario en la conversación, pero el caso es que apareció, haciéndonos reír a ambos.

––No. Eso no me satisface lo más mínimo. Quiero rodearte con mis brazos, apoyar tu cabeza en mi pecho, y, oh, Gladys, quiero...

Al ver que yo me proponía poner en práctica algunos de mis deseos, ella saltó de su silla.

––Lo has echado todo a perder, Ned ––dijo––. Todo es tan bello y natural hasta que estas cosas ocurren... ¡Qué pena! ¿Por qué no puedes dominarte?

––No he sido yo quien lo ha inventado ––me defendí––. Es la naturaleza. ¡Es el amor!

––Bien, quizá sería diferente si amásemos los dos. Pero yo nunca he sentido amor.

––Pero tú tienes que sentirlo... ¡Tú, con tu belleza, con tu alma! ¡Oh, Gladys, tú has sido hecha para amar! ¡Debes amar!

––Hay que esperar a que el amor llegue.

––¿Y por qué no puedes amarme a mí, Gladys? ¿Es por mi aspecto, o qué?

Ella pareció ablandarse un poco. Extendió la mano ––¡con qué gracia y condescendencia!–– y empujó mi cabeza hacia atrás. Luego contempló mi rostro levantado hacia ella y sonrió pensativamente.

––No, no es eso ––dijo al fin––. Como no eres uno de esos muchachos engreídos por naturaleza, puedo decirte confiadamente que no es por eso. Es por algo más profundo.

––¿Mi carácter?

Asintió severamente.

––¿Qué puedo hacer para enmendarme? Siéntate y discutámoslo. ¡No, no haré nada si te sientas, de verdad!

Me miró con recelo e incertidumbre, algo que me impresionó mucho más en su favor que su habitual y confiada franqueza. ¡Qué bestial y primitivo parece todo esto cuando uno lo pone por escrito! Y quizá, después de todo, sea tan solo un sentimiento propio de mi naturaleza. De todos modos, ella volvió a sentarse.

––Y ahora, dime que hay de malo en mí.

––Es que estoy enamorada de otro ––dijo ella. Esta vez me tocó a mí saltar de la silla.

––No se trata de nadie en particular ––explicó riéndose ante la expresión de mi rostro––. Solo es un ideal. Nunca he hallado la clase de hombre a que me refiero.

––Háblame de ese hombre. ¿Cómo es? ¿A quién se parece?

––Oh, podría parecerse mucho a ti.

––¡Bendita seas por decir eso! Bueno. ¿Qué es lo que él hace y yo no pueda hacer? Di una sola palabra: que es abstemio, vegetariano, aeronauta, teósofo, superhombre..., y trataré de serlo yo también. Gladys, si solo me dieras alguna idea de lo que te agradaría que fuese...

Ella rompió a reír ante la flexibilidad de mi carácter.

––Bien ––dijo––. Ante todo no creo que mi hombre ideal hablase de este modo. Él sería más duro, más severo y no estaría dispuesto a adaptarse tan fácilmente a los caprichos de una muchacha tonta. Pero, por encima de todo, tendría que ser un hombre capaz de hacer cosas, de actuar, de mirar a la muerte cara a cara sin temerla... Un hombre capaz de grandes hazañas y extraordinarias experiencias. No sería al hombre al que yo amaría, sino a las glorias por él ganadas, que se reflejarían en mí. ¡Piensa en Richard Burton! Cuando leo el libro que su esposa escribió acerca de su vida, comprendo el amor que sentía por él. ¡Y el de lady Stanley! ¿Has leído alguna vez ese maravilloso capítulo final del libro que escribió acerca de su marido? Esa es la clase de hombres que una mujer sería capaz de adorar con toda su alma, engrandeciéndose, en lugar de sentirse más pequeña a causa de su amor, porque todo el mundo la honraría como la inspiradora de nobles hazañas.


Estaba tan bella, exaltada por el entusiasmo, que mis sentidos estuvieron a punto de quebrar el elevado nivel que hasta entonces había mantenido la conversación. Me reprimí con un gran esfuerzo y continué con mis argumentaciones.

––No todos podemos ser Stanleys o Burtons ––dije––. Además, tampoco se nos presentan tales oportunidades; por lo menos, yo nunca las tuve. Si se me presentasen, trataría de aprovecharlas.

––Las ocasiones están a nuestro alrededor, sin embargo. El rasgo característico de esa clase de hombre a que me refiero es que son ellos quienes forjan sus propias oportunidades. No es posible retenerlos. Nunca me encontré con uno de ellos, y, sin embargo, me parece que los conozco perfectamente. Estamos rodeados de heroicidades que esperan que nosotros las concretemos. Son los hombres quienes deben hacerlo y a las mujeres les está reservado darles su amor como recompensa. Fíjate en ese joven francés que ascendió en globo la semana pasada. Soplaba un viento fortísimo, pero, como estaba anunciada su partida, insistió en remontarse. El viento lo arrastró a mil quinientas millas de distancia en veinticuatro horas y cayó en el centro de Rusia. Esta es la clase de hombre a que me refiero. ¡Piensa en la mujer amada por él, en cómo la habrán envidiado las otras mujeres! Esto es lo que me gustaría: que me envidiasen por mi hombre.

––Yo habría hecho lo mismo para complacerte.

––Pero no deberías hacerlo simplemente para agradarme. Deberías hacerlo porque no puedes evitarlo, porque surge de un impulso interior, inherente a ti mismo; porque el hombre que llevas dentro clama por expresarse de una manera heroica. Por ejemplo, tú me describiste, el mes pasado, la explosión en la mina de carbón de Wigan. ¿Por qué no descendiste para ayudar a esa gente, a pesar de la atmósfera deletérea?

––Lo hice.

––Nunca me lo dijiste.

––No valía la pena alardear de ello.

––No lo sabía.

Ella me miró con mayor interés.

––Fue valeroso por tu parte.

––Tuve que hacerlo. Si uno quiere escribir un buen reportaje, tiene que estar donde las cosas suceden.

––¡Qué móvil tan prosaico! Eso parece quitarle todo romanticismo. Sin embargo, cualquiera que fuese el motivo, me alegro de que bajases a la mina.

Gladys me tendió la mano, pero con tanta gentileza y dignidad que no pude menos que inclinarme y besársela. Luego me dijo:

––Me atrevo a decir que no soy más que una mujer tonta con caprichos de muchacha. Pero es algo tan real para mí, algo que forma parte de mi ser de manera tan completa, que no tengo más remedio que seguir este impulso y obrar así. Si me caso, me casaré con un hombre famoso.

––¿Por qué no? ––exclamé––. Son las mujeres como tú las que impulsan a los hombres. ¡Dame una oportunidad y verás si la aprovecho! Además, como tú has dicho, son los hombres quienes deben crear sus propias oportunidades sin esperar a que les sean dadas. Fíjate en Clive, que no era más que un amanuense y conquistó la India. ¡Por Dios! ¡Aún tengo algo que hacer en el mundo!

Ella rió ante mi súbita efervescencia irlandesa.

––¿Por qué no? ––dijo––. Posees todo lo que un hombre pueda desear: juventud, salud, vigor físico, instrucción, energía. Al principio sentí que hablases de ese modo. Pero ahora me alegro, me alegro mucho, de que con ello hayan despertado en ti esos sentimientos.

––¿Y si llego a...?

Su mano se posó como tibio terciopelo sobre mis labios.

––Ni una palabra más, señor. Ya hace media hora que deberías haber llegado a la redacción para tus tareas de la noche, pero no tuve valor para recordártelo. Algún día, quizá, cuando hayas ganado tu lugar en el mundo, hablaremos de todo esto otra vez.

Y así fue como aquella brumosa noche de noviembre me encontré persiguiendo el tranvía de Camberwell, con el corazón que parecía estallar en mi pecho y con la vehemente determinación de no dejar pasar ni un día más sin procurar alguna hazaña que fuese digna de mi dama. Pero nadie en este ancho mundo habría sido capaz de imaginar la envergadura increíble que iba a adquirir esta hazaña, ni los extraños pasos que habrían de llevarme a su concreción.

Después de todo esto el lector podría pensar que este capítulo inicial no tiene nada que ver con mi narración. Pero de no haberse producido los hechos que en él doy cuenta, este libro no habría llegado a escribirse. Solo cuando un hombre se enfrenta al mundo pensando que el heroísmo lo rodea por todas partes, y con el deseo vivo de enfrentarse con el, es cuando rompe, como yo lo hice, con la rutina en que vive y se aventura a la maravillosa tierra en que le esperan las grandes aventuras y las grandes recompensas.

Así fue como aquel día me encontraba en la redacción de la Daily Gazette, de cuyo personal era yo un insignificante engranaje, con la firme determinación de hallar aquella misma noche, si era posible, una empresa digna de mi Gladys. ¿Era crueldad de su parte, era egoísmo que ella me pidiese que arriesgara mi vida para su propia glorificación? Tales pensamientos pueden asaltar a un hombre de edad madura, pero nunca a un ardoroso joven de veintitrés años en la fiebre de su primer amor.

Capítulo II


Probar suerte
con el profesor Challenger



2Picto



Siempre me gustó McArdle, el viejo gruñón, director de la sección informativa. Y en cierto modo yo también esperaba caerle bien. Claro que Beaumont era el verdadero jefe, pero él vivía en la atmósfera enrarecida de sus alturas olímpicas, desde donde no podía distinguir ningún hecho de menor talla que una crisis internacional o un cisma en el Consejo de Ministros. A veces lo veíamos pasar majestuosamente solitario hacia el santuario privado de su despacho, con sus ojos perdidos en el vacío y el pensamiento sobrevolando los Balcanes o el Golfo Pérsico. Estaba por encima y más allá de nosotros. Pero McArdle era su lugarteniente y nosotros tratábamos directamente con él. El viejo me saludó con una inclinación de cabeza cuando entré en la habitación y se subió sus gafas bien arriba de su calva frente.

––Bueno, señor Malone, según todo lo que he oído, parece que lo está haciendo usted muy bien ––dijo con su afectuoso acento escocés.

Le di las gracias.

––Lo de la mina de carbón estuvo excelente. Y también lo del incendio en Southwark. Tiene usted estilo para la descripción realista. ¿Y para qué quería verme ahora?

––Para pedirle un favor.

Esto pareció alarmarle y apartó sus ojos de los míos.

––¡Vaya, vaya! ¿Y de qué se trata?

––¿Cree usted, señor, que tendría alguna posibilidad de enviarme en alguna misión para el periódico? Pondría lo mejor de mí mismo para llevarla a cabo con éxito y traerle buenos artículos.

––¿En qué clase de misión está pensando usted, señor Malone?

––Bueno, señor, cualquiera que contenga aventura y peligros. De verdad que pondría en ella lo mejor de mí mismo. Cuanto más difícil sea, mejor me sentiré en ella.

––Parece usted muy deseoso de perder su vida.

––De justificar mi vida, señor.

––Válgame Dios, señor Malone, esto resulta muy... muy enaltecedor. Pero me temo que ya han pasado los tiempos de tales proezas. Los gastos que cuesta el aparato de una “misión especial” rara vez justifican los resultados. En todo caso, como es natural, esa clase de misiones se encargan a hombres experimentados con un renombre que garantiza la confianza del público. Esos grandes espacios en blanco que llenaban los mapas están siendo ocupados rápidamente y ya no queda lugar en ninguna parte para las aventuras románticas. Sin embargo, ¡espere un poco! ––añadió, mientras una repentina sonrisa aparecía en su rostro––. Eso que le decía de los espacios en blanco de los mapas me ha dado una idea. ¿Qué le parecería la idea de poner en descubierto a un farsante ––una especie de moderno barón de Münchhausen–– y dejarlo en ridículo? ¡Usted podría demostrar la clase de individuo que realmente es, un embustero! ¡Hombre, eso estaría muy bien! ¿Y bien, le atrae la idea?

––Me atrae cualquier cosa, y en cualquier lugar. Me da igual.

McArdle meditó en silencio durante unos minutos.

––Me pregunto si podrá usted entablar un contacto amistoso, o por lo menos dialogar con ese individuo –dijo por fin. Por lo que puedo apreciar, posee usted el don de entablar relaciones con la gente. Supongo que es cuestión de simpatía, de magnetismo animal, de vitalidad juvenil o de algo por el estilo. Yo mismo lo he sentido.

––Es usted muy amable, señor.

––Entonces, ¿por qué no prueba su suerte con el profesor Challenger, de Enmore Park?

Debo reconocer que esto debió producirme un leve sobresalto, porque exclamé:

––¿El profesor Challenger?, ¡el famoso zoólogo! ¿No fue ese el hombre que le rompió la crisma a Blundell, el cronista del Telegraph?

El redactor jefe de noticias se sonrió con acritud.

––Qué, ¿le afecta eso? ¿No me dijo que buscaba aventuras?

––Es parte de este oficio, señor ––le contesté.

––Exacto. Y presumo que no siempre sea tan violento. Pienso que Blundell le abordó en un mal momento o le encaró de manera equivocada. Puede que usted tenga mejor suerte o que se maneje con él con mayor tacto. Estoy seguro de que este asunto se ajusta a lo que usted está buscando y que a la Daily Gazette le convendría explotarlo.

––La verdad es que no sé nada de ese hombre ––dije. Solo recuerdo su nombre porque lo relaciono con la causa judicial donde constaba que había golpeado a Blundell.

––Tengo aquí algunas pocas notas que le servirán de guía, señor Malone. He estado atento a los movimientos del profesor desde hace tiempo.

Sacó un papel del cajón de su mesa.

––Aquí hay un resumen de sus antecedentes. Voy a leerle un breve resumen: “Challenger, George Edward. Nació: Largs, N. B., 1863. Estudios: Academia de Largs, Universidad de Edimburgo. Ayudante en el British Museum, 1892. Ayudante-conservador del Departamento de Antropología Comparada, 1893. Dimitió el mismo año después de intercambiar una mordaz correspondencia. Premiado con la Medalla de Crayston por investigaciones zoológicas. Miembro extranjero correspondiente de ... (bueno, aquí sigue una ristra de nombres detallando sociedades científicas en tipografía menuda), Société Belge, American Academy of Sciences, La Plata, etc., etc. Ex presidente de la Sociedad Paleontológica, British Association, Sección H, (¡etc., etc.!). Publicaciones: Algunas observaciones sobre una serie de cráneos de calmucos: esbozos de la evolución vertebrada; y numerosos escritos, entre los cuales se incluye La falacia básica del Weissmannismo, que ocasionó una acalorada discusión en el Congreso Zoológico de Viena. Distracciones: caminatas, alpinismo. Dirección: Enmore Park, Kensington, W.”. Aquí tiene, llévese esto.

Me metí la hoja de papel en el bolsillo.

––Un momento, señor ––le dije. ¿Qué es lo que ha hecho el profesor Challenger que se considere de interés periodístico?

––Hace dos años fue a Sudamérica en una expedición solitaria. Regresó el año pasado. Indudablemente estuvo en Sudamérica, pero se negó a revelar el punto exacto. Comenzó a relatar sus aventuras de un modo vago, pero alguien comenzó a señalar contradicciones y entonces cerró la boca como una ostra. Algo extraordinario debió de ocurrirle, a menos que el hombre sea un campeón del embuste, lo cual sería la suposición más probable. Exhibió algunas fotografías deterioradas, que fueron juzgadas como fraudulentas. Se tornó tan susceptible que agrede a cuantos le dirigen preguntas y arroja a los periodistas por las escaleras. En mi opinión, se trata simplemente de un megalómano homicida con inclinación por la ciencia. Este es su hombre, señor Malone. Y ahora lárguese y vea lo que puede hacer con él. Ya es usted lo bastante grandecito como para cuidarse solo. De todos modos, todos ustedes están asegurados por la Ley de Responsabilidades de los Empresarios, como ya sabe.

La sonriente cara rojiza se convirtió en un óvalo rosado de calva ornada por una pelusa pelirroja. La entrevista había terminado.

Fui caminando hasta el Savage Club, pero en lugar de entrar me recosté en la barandilla de la Adelphi Terrace y contemplé durante un largo rato, pensativamente, la oscura y aceitosa superficie del río. Siempre pienso con más cordura y claridad al aire libre. Saqué la lista de las proezas del profesor Challenger y la releí a la luz de la bombilla eléctrica. Entonces tuve una ráfaga de inspiración. Por todo lo que se me había dicho, estaba seguro de que en calidad de periodista jamás lograría ponerme en contacto con el pendenciero profesor. Pero esas recriminaciones, por dos veces mencionadas en aquel esqueleto de biografía, solo podían significar que se trataba de un fanático de la ciencia. ¿No era aquella una brecha abierta, a través de la cual podía hacerse accesible? Lo probaría.

Entré en el club. Acababan de dar las once y el gran salón estaba bastante lleno, aunque todavía no había llegado a su máxima concurrencia. Advertí que, junto a la chimenea, sentado en un sillón, estaba un hombre alto, enjuto y anguloso. Al acercar mi silla a donde él se hallaba, se volvió. Entre todos los hombres que hubiera deseado encontrar, era precisamente aquel a quien habría elegido: Tarp Henry, del equipo de redacción de Nature; un ser delgado, seco, correoso, pero lleno de bondad para cuantos le conocían. Entré de inmediato en materia.

––¿Qué sabe usted del profesor Challenger?

––¿Challenger? ––frunció el ceño con un gesto de científica desaprobación––. Challenger es ese hombre que vino de América del Sur contando algunas historias increíbles.

––¿Qué historias?

––Oh, una serie de desatinos sobre que había descubierto unos animales estrafalarios. Creo que después se ha retractado. O, en todo caso, ha suprimido todo comentario sobre ello. Concedió una entrevista a los de la agencia Reuter y se levantó tal clamor que el individuo comprendió que aquello no colaba. Fue algo oprobioso. Hubo algunos que se inclinaron a creerle, pero él se encargó de disuadirlos enseguida.

––¿De qué modo?

––Bien, con su insoportable rudeza y con su conducta abusiva. El pobre Wadley, por ejemplo, del Zoological Institute. Wadley le había enviado el siguiente mensaje: «El presidente del Zoological Institute presenta sus respetos al profesor Challenger y recibiría como un favor personal que le hiciese el honor de asistir a la próxima sesión”. La respuesta fue de las que no pueden imprimirse.

––¡Qué me dice!

––Bueno, una versión expurgada de la contestación podría ser: “El profesor Challenger presenta sus respetos al presidente del Zoological Institute y recibiría como un favor personal que se fuese al demonio”.

––¡Santo Dios!

––Sí, creo que eso fue lo que dijo el viejo Wadley. Recuerdo su lamentación durante la reunión, que comenzaba: “En cincuenta años que llevo de experiencia en el intercambio científico...”. El pobre viejo quedó destrozado.

––¿Sabe algo más sobre Challenger?

––Bien, usted sabe que yo soy bacteriólogo. Vivo mirando por un microscopio y apenas puedo dar testimonio fehaciente de lo que veo con mis ojos desnudos. Me siento completamente fuera de lugar cuando salgo de mi laboratorio y me pongo en contacto con ustedes, seres de gran tamaño, rudos y pesados. Estoy demasiado apartado de las habladurías, pero con todo he oído algo acerca de Challenger durante conversaciones científicas, porque este es uno de esos hombres a los que nadie puede ignorar. Es todo lo inteligente que se pueda ser... una batería de energía y vitalidad a plena carga. Pero es también un pendenciero, un chiflado enfermizo y además sin escrúpulos. En ese asunto de Sudamérica llegó hasta falsificar algunas fotografías.

––Dice usted que es un chiflado. ¿Cuál es su chifladura preferida?

––Tiene un millar, pero la más reciente es algo acerca de Weissmann y la evolución. Creo que en Viena armó una trifulca terrible al respecto.

––¿Podría explicarme de qué se trata?

––En este momento no, pero existe una traducción de las actas y la tenemos archivada en la oficina. Si no tiene inconveniente en venir...

––Es precisamente lo que me hace falta. Tengo que hacerle un reportaje a ese individuo y ando buscando algo que me guíe hasta él. Es formidable que me proporcione una pista. Voy con usted, si no es ya demasiado tarde.

Media hora más tarde me hallaba sentado en la redacción del periódico con un grueso volumen ante mí, abierto en el artículo Weissmann versus Darwin, que llevaba como subtítulo Vivas protestas en Viena. Bulliciosas sesiones. Como mi educación científica había sido algo descuidada, no fui capaz de seguir la argumentación en su totalidad, pero era evidente que el profesor inglés había tratado su tema de manera muy agresiva, fastidiando sobremanera a sus colegas continentales. “Protestas”, “alboroto” y “llamamiento conjunto a la Presidencia” fueron tres de las primeras frases entrecomilladas que cautivaron mi atención. Pero la mayor parte del texto era para mí como escritura china y carecía de significado preciso en mi inteligencia.

––¿Podría pedirle que me tradujese esto al inglés? ––rogué patéticamente a mi colaborador.

––Bueno, ya es una traducción al inglés.

––Entonces quizá sería mejor que probase suerte con el original.

––Sí, desde luego es demasiado profundo para un profano.

––Si pudiera hallar un solo párrafo, sencillo y sustancioso, que pudiese comunicar alguna idea humana concreta, bastaría para mis propósitos. Ah, sí, esta puede servir. Casi me parece comprenderla, aunque de manera difusa. La voy a copiar. Este será mi enganche con el terrible profesor.

––¿Puedo hacer algo más por usted?

––Pues sí. Me propongo escribirle. Si pudiera redactar la carta aquí y usar su dirección, le daría un aire más convincente.

––Y ese fulano irrumpirá aquí, para dar un escándalo y romper el mobiliario.

––No, no. Ya leerá la carta. Le aseguro que no será irritante.

––Bien, aquí tiene mi sillón y mi mesa. Allí encontrará papel. Me gustaría ver el contenido antes de que envíe la carta.

Me llevó bastante trabajo redactarla, pero me enorgullecí de que una vez terminada no resultaba nada mal. Se la leí en voz alta al bacteriólogo censor, con cierto orgullo ante mi labor.

“Querido profesor Challenger (decía la carta). Como humilde estudioso de la Naturaleza, siempre he tenido el más profundo interés en sus especulaciones sobre las diferencias entre Darwin y Weissmann. Recientemente he tenido ocasión de refrescar mis conocimientos al releer...”


––¡Infernal embustero! ––murmuró Tarp Henry.

“... al releer su magistral alocución de Viena. Esta lúcida y admirable exposición parece constituir la última palabra en la materia. Hay un párrafo en la misma, no obstante, que dice: ‘Protesto enérgicamente contra la aseveración insoportable y completamente dogmática de que cada id aislado es un microcosmos que lleva en sí una arquitectura histórica elaborada lentamente a lo largo de la sucesión de las generaciones’. ¿No cree usted, en vista de las investigaciones posteriores, que esta aseveración es susceptible de ser modificada? Como tengo algunas opiniones muy firmes sobre el tema, me permito solicitar el favor de una entrevista, porque tengo algunas sugerencias que proponerle que solo podría elaborar a través de una conversación personal. De contar con su consentimiento, tendré el honor de visitarle pasado mañana (miércoles) a las once de la mañana.

Asegurándole nuevamente mi profundo respeto por su obra, le saludo muy atentamente,

Edward D. Malone.”


––¿Qué tal? ––pregunté triunfalmente.

––Bien, si su conciencia lo soporta...

––Hasta ahora nunca me ha fallado.

––Pero, ¿qué se propone hacer?

––Entrar. Una vez que me encuentre en su despacho, tal vez se presente alguna ocasión. Puedo hasta llegar a una confesión amplia. Si tiene alma de deportista, la cosa le hará cosquillas.

––¿Cosquillas, dice usted? Algo más que cosquillas le hará a usted. Va a necesitar una armadura o un equipo completo de fútbol americano. Bien, por esta noche ya no puedes hacer nada. Si él se digna contestar, tendrás la respuesta aquí el miércoles por la mañana y podrás pasar a buscarla. Es un carácter violento, peligroso y pendenciero, odiado por todos los que se tropiezan con él. Quizá sería mucho mejor para tu bienestar que no hubiese oído hablar jamás de ese fulano.

Capítulo III


Es un hombre
totalmente insoportable



3Picto



El temor o el deseo de mi amigo no estaban destinados a cumplirse. Cuando el miércoles fui a su despacho, había allí una carta con el matasellos de West Kensington en el sobre y mi nombre garrapateado sobre él con una letra que se asemejaba a una cerca de alambre espinoso. El contenido era el siguiente:


“Enmore Park, W

Señor: he recibido puntualmente su carta, en la que pretende respaldar mis puntos de vista, aunque no sabía yo que necesiten del respaldo de usted ni de nadie. Se ha arriesgado usted a emplear la palabra “especulación” refiriéndose a mis declaraciones sobre el tema del darwinismo, y me permito llamar su atención acerca de lo altamente ofensiva que resulta esa palabra aplicada a ese contexto. Sin embargo, deduzco del mismo que usted ha pecado más bien por ignorancia y falta de tacto que por malicia, de modo que paso por alto el asunto. Cita usted un párrafo aislado de mi disertación y parece tener alguna dificultad para comprenderlo. Hubiese creído que solo una inteligencia infrahumana podría ser incapaz de comprender ese punto, pero si realmente necesita una explicación, consentiré en recibirlo a la hora que me señala, a pesar de todo lo desagradable que me resultan las visitas y los visitantes, de cualquier clase que sean. En cuanto a su sugerencia sobre la posibilidad de que modifique mi opinión, quiero que sepa usted que no tengo por costumbre hacerlo después de haber expresado de manera deliberada mis meditadas opiniones. Tenga la amabilidad de mostrar el sobre de esta carta a mi hombre de confianza, Austin, cuando llegue aquí, ya que este se ve obligado a tomar toda clase de precauciones para protegerme de esa gentuza entrometida que se autotitulan periodistas.

Atentamente,

George Edward Challenger”.


Tal era la carta que leí en voz alta a Tarp Henry, que había llegado temprano para enterarse del resultado de mi aventura. Su único comentario fue: “Creo que hay una nueva sustancia, cuticura, o algo así, que es mejor que el árnica”. Algunas personas tienen este peculiar sentido del humor.

Eran casi las diez y media cuando recibí el mensaje, pero un taxi-cab me llevó al lugar de mi cita con puntualidad. Se detuvo frente a una casa de imponente pórtico y ventanas veladas por pesadas cortinas, que parecían corroborar que el formidable profesor era persona opulenta. Abrió la puerta un extraño individuo de edad incierta, moreno, extremadamente enjuto y vestido con una chaqueta oscura de piloto y polainas de cuero castaño. Más adelante supe que era el chófer, que ocupaba el puesto de mayordomo cuando este quedaba vacante por las sucesivas huidas de sus servidores. Me miró de arriba abajo con inquisitivos ojos celestes.

––¿Lo esperan?––preguntó.

––Estoy citado.

––¿Ha traído su carta?

Exhibí el sobre.

––¡Está bien!

Parecía hombre de pocas palabras. Cuando lo seguía por el pasillo, me detuvo súbitamente una mujer pequeña que salió de una habitación que luego resultó ser el comedor. Era una dama despejada, vivaz, de ojos negros, que por su tipo parecía más bien francesa que inglesa.

––Un momento ––dijo––. Puede esperar, Austin. Pase aquí dentró, señor. ¿Puedo preguntarle si se ha encontrado antes de ahora con mi esposo?

––No, señora. No he tenido ese honor.

––Pues entonces le pido disculpas por adelantado. Debo decirle que es una persona totalmente insoportable... absolutamente insoportable. Estando usted advertido, le será más fácil hacerse cargo.

––Es usted sumamente atenta, señora.

––Si observa usted que se siente inclinado a la violencia, salga enseguida del cuarto y no se detenga a discutir con él. Ya son varias las personas que han resultado lesionadas por intentarlo. Luego viene el escándalo público y repercute en mí y en todos nosotros. Presumo que usted quería verlo a propósito de Sudamérica.

Yo no podía mentir a una dama.

––¡Dios mío! Precisamente es ese el tema más peligroso. Usted no creerá una sola palabra de cuanto él diga... y créame que no me extraña. Pero no se lo diga, porque eso le pone furioso. Finja que lo cree y así saldrá del paso sin problemas. Recuerde que él cree que eso es verdad. De eso puede estar seguro. No hubo nunca un hombre más honrado que él. No espere más porque eso podría hacerlo desconfiar. Si ve que se pone peligroso, realmente peligroso, toque el timbre y manténgale a distancia hasta que yo llegue. Yo suelo controlarlo hasta en sus peores momentos.

Tras estas frases tan estimulantes, la dama me puso en manos del taciturno Austin, que durante nuestra breve entrevista había estado esperando como la estatua de bronce de la discreción, y fui conducido hasta el final del pasillo. Un golpecito en la puerta, un mugido de toro en el interior, y me vi cara a cara con el profesor.

Estaba sentado en un sillón giratorio detrás de una ancha mesa cubierta de libros, mapas y diagramas. Cuando entré, hizo girar su asiento para quedar frente a mí. Su aspecto me dejó boquiabierto. Iba preparado para hallar algo extraño, pero no con una personalidad tan abrumadora como aquella. Lo que dejaba a uno sin aliento era su tamaño... su tamaño y su imponente presencia. Su cabeza era enorme, la más grande que he visto sobre los hombros de ningún ser humano. Estoy seguro de que si me hubiese atrevido a probarme su sombrero de copa, se habría deslizado enteramente hasta descansar en mis propios hombros. Tenía una cara y una barba que yo podía asociar con un toro asirio; la primera de un rojo encarnado, y la segunda, tan negra que arriesgaba convertirse en azul, en forma de azada y cayendo deshilachada sobre su pecho. También su cabello era peculiar, pues tenía pegado sobre su frente maciza una especie de mechón ondulado y largo. Los ojos eran de un azul grisáceo bajo sus cejas tupidas y largas, y miraban en forma directa, rigurosa y dominadora. Unos hombros anchísimos y un pecho como un tonel eran las otras partes de su cuerpo que sobresalían de la mesa, además de unas manos enormes cubiertas de vello largo y negro. Todo esto y una voz retumbante, con ecos de bramido y rugido, constituyeron mis primeras impresiones acerca del renombrado profesor Challenger.

––Bien ––dijo clavándome la mirada con la mayor insolencia––. ¿Y ahora qué?

Yo debía mantener mi impostura al menos durante un breve espacio de tiempo más, pues de lo contrario evidentemente allí habría terminado la entrevista.

––Tuvo usted la gentileza, señor, de concederme una cita ––dije humildemente, sacando el sobre de su carta.

Buscó mi propia carta, que estaba sobre su escritorio y la extendió ante sí.

––Oh, usted es el joven que no puede entender lo que está escrito en inglés sencillo, ¿no es cierto? Según creo, usted se digna a conceder su aprobación a mis conclusiones.

––¡Por completo, señor, por completo! ––afirmé con énfasis.

––¡Dios mío! Eso refuerza mucho mi posición, ¿verdad? Su edad y su aspecto hacen su apoyo doblemente valioso. Bien, por lo menos es mejor que esa piara de cerdos de Viena, cuyo gregario gruñido, sin embargo, no resulta más ofensivo que el esfuerzo aislado del puerco británico.

Me miró fijamente, como si yo fuese un ejemplar representativo de dicha bestia.

––Por lo visto se han portado abominablemente ––le dije. ––Le aseguro que me basto solo para entablar mis propias batallas, y que no tengo necesidad de su simpatía, para nada. Déjeme solo, señor, entre la espada y la pared. Georges Edwuard Challenger nunca es tan feliz como en una situación semejante. Bien, señor, abreviemos todo lo posible esta visita, que difícilmente podrá resultar agradable a usted y que es indescriptiblemente fastidiosa para mí. Si no entendí mal, usted tenía algunos comentarios que hacer a la proposición que yo adelantaba en mi tesis.

Sus métodos dialécticos eran de una franqueza tan brutal que se hacía difícil eludirlos. Pero yo tenía que seguir el juego, en espera de una mejor baza. Visto desde lejos, parecía algo sencillo. Oh, ¿será posible que mi imaginación irlandesa no pueda ayudarme ahora, cuando la necesito con tanta urgencia? Me traspasó con sus ojos acerados y penetrantes.

––¡Vamos! ¡Vamos! ––urgió con su voz retumbante.

––Yo, naturalmente, no soy más que un simple estudioso ––dije con fatua sonrisa––, apenas algo más, quiero decir, que un investigador aplicado. Al mismo tiempo, me pareció que usted procedía algo severamente con Weissmann en este asunto. ¿Acaso las pruebas generales aportadas desde aquella fecha no revelan una tendencia, eso es, una tendencia a reforzar su posición?

––¿Qué pruebas?

Hablaba con una calma amenazadora.

––Bueno, claro, sé muy bien que no hay ninguna prueba que pueda llamarse definitiva. Aludía simplemente a las tendencias del pensamiento moderno y al punto de vista científico general, si me permite expresarlo de ese modo.

Se echó hacia adelante con gran seriedad.

––Supongo que usted sabrá ––dijo, mientras contaba las preguntas con sus dedos–– que el índice craneano es un factor constante.

––Naturalmente ––dije yo.

––Y que la telefonía se halla aún sub judice.

––Sin duda.

––Y que el plasma del germen es diferente del huevo partenogenético.

––¡Desde luego! ––exclamé, deleitado ante mi propia audacia.

––Pero, ¿qué prueba todo esto? ––preguntó con voz suave y persuasiva.

––Ahí está ––murmuré––. ¿Qué prueba?

––¿Quiere que se lo diga? ––dijo con voz arrulladora.

––Se lo ruego.

––¡Prueba ––rugió con súbita explosión de furia–– que es usted el más redomado impostor de Londres, un villano y rastrero periodista, que lleva dentro tan poca ciencia como decoro!

Se había puesto en pie de un salto, con sus ojos llenos de un loco furor. Incluso en aquel momento de tensión, tuve tiempo para asombrarme al descubrir que Challenger era un hombre más bien pequeño, y que su cabeza no sobrepasaba mis hombros. O sea, que era un Hércules desmedrado, cuya tremenda vitalidad se había concentrado totalmente en anchura, fondo y cerebro.

––¡Galimatías! ––gritó echado hacia adelante, con los dedos apoyados en la mesa y el rostro proyectado hacia mí––. Eso es lo que le he estado diciendo a usted, caballero... ¡Un galimatías científico! ¿Creyó usted que podía competir en astucia conmigo, usted, con su cerebro del tamaño de una nuez? ¿Es que os creéis omnipotentes, condenados escritorzuelos? ¿Pensáis que vuestros elogios pueden encumbrar a un hombre y vuestras censuras destruirlo? De modo que todos nosotros debemos inclinarnos ante vosotros para intentar obtener una frase amable, ¿no es así? ¡A este hay que ponerlo por las nubes y a ese otro hay que echarlo abajo! ¡Gusanos reptadores, os conozco bien! Os creéis tan influyentes que os habéis olvidado de cuando os cortaban las orejas. Habéis perdido el sentido de la proporción. ¡Globos hinchados de gas! Yo os pondré en el lugar que os corresponde. Sí, señor. Con Georges Edward Challenger no habéis podido. Aún queda un hombre que puede dominaros. Os advertí de las consecuencias, pero puesto que insistís en venir, vive Dios que será a vuestro propio riesgo. Pague la deuda, mi querido señor Malone, exijo que pague la deuda. Se ha puesto usted a jugar un juego peligroso y tengo la impresión de que ha perdido la partida.

––Escuche, señor ––dije retrocediendo hasta la puerta y abriéndola––. Usted puede ofenderme si lo desea, pero todo tiene un límite. No permitiré agresiones.

––No, ¿eh? ––avanzó despacio, de una manera curiosamente amenazadora. Pero se detuvo de pronto y puso sus manazas en los bolsillos laterales de la corta chaqueta, bastante juvenil, que usaba––. Ya he arrojado de esta casa a varios de ustedes. Usted será el cuarto o el quinto. Cada uno me costó, por término medio, tres libras y quince chelines. Caro, pero muy necesario. Y ahora, señor, ¿por qué no va a seguir el camino de sus cofrades? Yo creo que no tiene más remedio.

Reanudó su avance furtivo y desagradable, apoyándose en la punta de los pies, como haría un profesor de baile.

Yo podría haber escapado por la puerta del vestíbulo, pero habría sido demasiado ignominioso. Además, empezaba a brotar dentro de mí un pequeño ardor de ira justiciera. Hasta entonces era yo quien desafortunadamente carecía de razón, pero las amenazas de este hombre me estaban justificando.

––Le advierto que no me ponga las manos encima, señor. No se lo permitiré.

––Ah, conque no me lo permitirá, ¿eh?

Se alzaron sus negros bigotazos y su mueca de burla puso al descubierto un reluciente colmillo blanco.

––¡No haga el tonto, profesor! ––le grité––. ¿Qué espera obtener? Peso doscientas diez libras, soy tan duro como un clavo y juego de centro tres cuartos en el London Irish. No soy hombre para...

En ese momento se arrojó sobre mí. Fue una suerte que yo hubiese abierto la puerta, porque si no la hubiésemos perforado. Rodamos por el pasillo como una rueda catalina, hechos un ovillo. Debimos enredarnos, no sé cómo, en una silla que encontramos por el camino y nos la llevamos arrastrando hasta la calle. Mi boca estaba llena de pelos de su barba, nuestros brazos estaban trabados entre sí, nuestros cuerpos anudados y la condenada silla irradiaba sus patas por todas partes. Austin, siempre vigilante, había abierto de par en par la puerta del vestíbulo. Y allí fuimos a parar, dando un salto mortal de espaldas, por la escalinata de entrada. He visto a los dos Macs intentar algo por el estilo en un espectáculo. Pero, según parece, hace falta cierta práctica para no hacerse daño. La silla se hizo astillas al pie de la escalera y nosotros rodamos hasta la cuneta de la calle. El profesor se levantó de un salto, agitando los puños y resollando como un asmático.

––¿Recibió lo suficiente? ––jadeó.

––¡Condenado fanfarrón! ––grité, mientras volvía a ponerme en guardia.

Allí mismo habríamos zanjado la cuestión, porque él estaba desbordante de ganas de pelear, pero por fortuna fui rescatado de tan abominable situación. Un policía estaba a nuestro lado, con su libreta de notas en la mano.

––¿Qué significa todo esto? Vergüenza debería darles ––dijo.

Eran las observaciones más razonables que había escuchado desde que había llegado a Enmore Park. El policía insistió, volviéndose hacia mí:

––Vamos a ver, ¿qué ha pasado?

––Este hombre me ha atacado ––contesté.

––¿Ha atacado usted a este hombre? ––preguntó el policía. El profesor respiró con fuerza y no dijo nada.