HÉROES A CIEGAS



Pulsar suavemente una pantalla y enviar un mensaje que, instantáneamente, llega a su destinatario. Esa es la normalidad en el siglo XXI. Una inmediatez tecnológica que nos ha hecho olvidar que hasta hace muy pocas décadas las noticias tardaban horas, días, semanas, en conocerse. A veces, años.

Hace menos de un siglo los pioneros de la aviación postal trasegaban cartas de un país a otro, entre continentes, cruzaban océanos en un esfuerzo psicológico y físico monumental. Ellos son los protagonistas del relato genial Vuelo nocturno. Una vez más, un ejercicio de síntesis de Antoine de Saint-Exupéry solo igualable por quienes destilan aceites esenciales.

La historia de este libro es sencilla pero de una profundidad que deja pensando sobre él durante mucho tiempo después de haberlo leído. Los pilotos que cada noche arrancaban sus precarios aeroplanos de autonomía limitada y recorrían Sudamérica de punta a punta. Los que tenían las rutas más expuestas eran quienes debían cruzar la cordillera de los Andes, con picos que rozan los siete mil metros de altitud, muy cerca de la capacidad de elevarse de los aviones de aquella década de 1930.

Breve, como siempre en las obras del autor. Sucinto en las descripciones, que son de una sutileza extrema. No hay un verbo de más ni una frase retorcida. No hay descripciones de aspectos físicos. Ni de oficinas. Ni de paisajes. Ni siquiera de horas. Y, sin embargo, la oscuridad de la noche envuelve al lector desde el principio y le sumerge en la angustia que viven los pilotos por cumplir con su deber de cargar con el correo sin dejarse la piel en el viaje. La dureza de los tipos, ya sean mecánicos, jefes o familiares de los aviadores.

Esta obra de Saint-Exupéry es prodigiosa porque en un puñadito de páginas te lleva de viaje a Sudamérica. Pero no solo a su territorio. También a su clima. Y a su inmensidad.

Antoine de Saint-Exupéry sabía muy bien de qué hablaba cuando escribió Vuelo nocturno, pues llevaba un año siendo director de explotación de la compañía Aeroposta Argentina. Recorrió todo el país para establecer los puntos estratégicos en que los aviones debían detenerse en Trelew, Bahía Blanca, Comodoro Rivadavia, Punta Arenas. Y conectando con los países cercanos, como Brasil, Paraguay o Chile. Y cambiando sacas de cartas que venían de Europa o iban hacia ellas. Lo explica todo tan vívidamente que el lector sufre la ceguera del piloto, la vibración del aeroplano, el frío de la carlinga, la desazón de una transmisión entrecortada, el fatalismo de un retraso en el aterrizaje. Se experimenta la misma aventura que los protagonistas del relato. El autor dejó escrito cuál era el secreto de su obra [de la vida]: “Solo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”. Lo puso en boca de un zorro. Y ya se sabe que los zorros son símbolo de astucia.

Parece atrevido asegurarlo así, pero Antoine de Saint-Exupéry no fue un buen piloto. Aunque fue la pasión de su vida –seguramente pareja a la literatura–, el lionés tuvo en su breve carrera como aviador media docena de accidentes. Uno de ellos fue una suerte para el mundo, pues de su “naufragio” en las arenas del Sáhara le apareció la idea de escribir El principito. El último fue en el que se dejó la vida, en 1944, a la edad de 44 años y tras haber conseguido de sus jefes que le dejaran conducir un avión para el que no estaba autorizado. Por edad y porque tenía una parte del tórax paralizado, fruto de un golpetazo anterior.

Saint-Exupéry es uno de esos escritores que te inocula el veneno del viaje y la aventura. Y lo hace desde la calma absoluta, con una precisión de neurocirujano, escogiendo palabras, no interjecciones. Fue, como demuestra su vida entera, un hombre entregado a la libertad, capaz de escribir en un libro cuatro palabras nunca mejor redactadas: “Hitler es un idiota”. Otra vez, lo mínimo para explicarse al máximo.

Cuando uno lee un libro de Antoine de Saint-Exupéry ya no puede más que buscar el resto de su obra, porque su circunspección y sobriedad son tan intensos que son necesarios.

LOS EDITORES





A Didier Daurat

PRÓLOGO



Para las compañías de navegación aérea se trataba de luchar en rapidez con los otros medios de transporte. Rivière, admirable figura de jefe, lo explicará en este libro: “Para nosotros es una cuestión de vida o muerte, puesto que perdemos por la noche lo que ganamos durante el día a los ferrocarriles y navíos”. Este servicio nocturno, muy criticado al principio, aceptado más adelante, y convertido en práctico después del riesgo de las primeras experiencias, era todavía, cuando se escribió este relato, sumamente arriesgado: al peligro impalpable de las rutas aéreas, sembradas de sorpresas, se añade en este caso el pérfido misterio de la noche. Por grandes que sean todavía los riesgos, me apresuro a decir que van disminuyendo de día en día, pues cada nuevo viaje facilita y asegura un poco más el siguiente. Mas para la aviación, como para la exploración de las tierras desconocidas, hay una primera época heroica, y Vuelo nocturno, que nos pinta la trágica aventura de uno de esos pioneros del aire, adquiere con toda naturalidad un tono de epopeya.

Me gusta el primer libro de Saint-Exupéry, pero este de ahora mucho más aún. En Correo del sur, con los recuerdos del aviador, consignados con una precisión sorprendente, se mezclaba una intriga sentimental que nos aproximaba al héroe. Tan susceptible de ternura, que lo sentíamos humano, vulnerable. El héroe de Vuelo nocturno, aunque no deshumanizado, se eleva a una virtud sobrehumana. Creo que lo que más me complace en este relato estremecedor es su nobleza. Las flaquezas, los abandonos, las caídas de los hombres los conocemos de sobra y la literatura de nuestros días es harto hábil en denunciarlos. Pero esa superación de sí mismo que obtiene la voluntad tensa es lo que sobre todo necesitamos que se nos muestre.

Más asombrosa aún que la figura del aviador me parece la de Rivière, su jefe. Él no obra, hace obrar. Infunde su virtud a los pilotos, exige de ellos lo máximo y los obliga a la proeza. Su implacable decisión no tolera la flaqueza, y castiga el menor desfallecimiento. Su severidad puede parecer al principio inhumana, excesiva. Pero ella se aplica a las imperfecciones, no al hombre mismo, al que Rivière pretende forjar. A través de esa pintura se percibe toda la admiración del autor. Le estoy reconocido particularmente por haber ilustrado esa verdad paradójica, para mí de una importancia psicológica considerable: que la felicidad del hombre no está en la libertad, sino en la aceptación de un deber. Cada uno de los personajes de este libro está total y ardientemente consagrado a lo que debe hacer, a esa tarea peligrosa en cuyo cumplimiento y solo en él encontrará el descanso de la felicidad. Y se entrevé con claridad que Rivière no es en modo alguno insensible (nada más emocionante que el relato de la visita que le hace la mujer del desaparecido) y que necesita tanto valor para dar sus órdenes como los pilotos para ejecutarlas.

“Para hacerse amar —dirá—, hasta compadecer. Yo no compadezco nunca, o lo oculto… Me sorprendo a veces de mi poder”. Y también: “Ame a los que manda. Pero sin decírselo”.

Y es que también el sentimiento del deber domina a Rivière: “El oscuro sentimiento de un deber más grande que el de amar”. Que el hombre no encuentra su finalidad en sí mismo, sino que se subordina y se sacrifica a un no sé qué que lo domina y vive de él. Y me gusta encontrar también aquí ese “oscuro sentimiento” que hacía exclamar paradójicamente a mi Prometeo: “No amo al hombre, sino a lo que le devora”. Es esta la fuente de todo heroísmo: “Obramos —pensaba Rivière— como si hubiera algo que sobrepasara en valor a la vida humana… Pero ¿qué?”. Y aún: “Tal vez existe alguna otra cosa más duradera que salvar; tal vez hay que salvar esa parte del hombre que Rivière trabaja”. No nos cabe la menor duda.

En un tiempo en que la noción de heroísmo tiende a desertar del ejército, puesto que las virtudes viriles corren el riesgo de permanecer ociosas en las guerras de mañana, cuyo futuro horror nos invitan a presentir los químicos, ¿no es en la aviación donde vemos desarrollarse más admirablemente y más útilmente el valor? Lo que sería una temeridad deja de serlo en un servicio mandado. El piloto, que arriesga su vida sin cesar, tiene cierto derecho a sonreír ante la idea que de ordinario nos hacemos del “valor”. Saint-Exupéry me permitirá citar una carta suya, antigua ya; pertenece al tiempo en que volaba por encima de Mauritania para mantener el servicio Casablanca-Dakar.


“No sé cuándo volveré, tengo tanto trabajo desde hace algunos meses: búsquedas de compañeros perdidos; reparaciones de aviones caídos en territorios disidentes; y algunos correos a Dakar.

Acabo de realizar una pequeña hazaña: he pasado dos días y dos noches con once moros y un mecánico para salvar un avión. Diversas y graves alarmas. Por primera vez he oído silbar las balas sobre mi cabeza. Conozco por fin lo que soy en este ambiente: mucho más sereno que los moros. Pero he comprendido también algo que siempre me había sorprendido: por qué Platón (¿o Aristóteles?) sitúa el valor en la última categoría de las virtudes. Es que no está formado por muy hermosos sentimientos: un poco de rabia, un poco de vanidad, mucha testarudez y un vulgar placer deportivo. Sobre todo, la exaltación de la propia fuerza física que, no obstante, ahí no pinta nada. Cruzamos los brazos sobre la camisa desabrochada, y respiramos fuerte. Es más bien agradable. Cuando esto se produce durante la noche, se mezcla con el sentimiento de haber hecho una inmensa tontería, jamás volveré a admirar a un hombre que no sea más que valeroso”.


Podría poner como epígrafe a esa cita un apotegma extraído del libro de Quinton (que aun hoy ando muy lejos de aprobar):


“Se oculta la valentía como el amor”; o, mejor aún: “Los valientes ocultan sus actos como la gente buena sus limosnas. Las disfrazan o se excusan de ellas”.


De todo lo que cuenta, Saint-Exupéry habla “con conocimiento de causa”. Haber arrostrado frecuentemente el peligro confiere a su libro un sabor auténtico e inimitable. Poseemos numerosos relatos de guerra o de aventuras imaginarias donde el autor a veces hace gala de un flexible talento, pero que provocan la sonrisa de los verdaderos aventureros o combatientes que los leen. Este relato, cuyo valor literario admiro, tiene además el valor también de un documento. Y esas dos cualidades, tan inesperadamente unidas, dan a Vuelo nocturno su excepcional importancia.

ANDRÉ GIDE

I



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Las colinas, bajo el avión, cavaban ya su surco de sombra en el oro del atardecer. Las llanuras tornábanse luminosas, pero de una luz inagotable: en este país no terminaban nunca de devolver su oro, como, acabado el invierno, no terminaban nunca de devolver su nieve.

Y el piloto Fabien, que llevaba desde el extremo sur hacia Buenos Aires el correo de Patagonia, conocía la proximidad de la noche por las mismas señales que las aguas de un puerto: por aquella calma, por aquellas ligeras arrugas que dibujaban apenas nubes tranquilas. Penetraba en una rada inmensa y feliz.

También hubiera podido creer que, en aquella calma, se daba un lento paseo, casi como un pastor. Los pastores de Patagonia van, sin prisa, de uno a otro rebaño. Él iba de una a otra ciudad, era el pastor de las pequeñas ciudades. Cada dos horas encontraba alguna que se acercaba a beber en el ribazo de un río o que pacía en la llanura.

A veces, después de cien kilómetros de estepas más desiertas que el mar, cruzaba una granja perdida, que parecía arrastrar tras de sí, en una marejada de praderas, su carga de vidas humanas, y entonces saludaba con las alas aquella nave.

—San Julián a la vista. Aterrizaremos dentro de diez minutos.

El radiotelegrafista comunicaba la noticia a todas las estaciones de la línea.

Se sucedían semejantes escalas a lo largo de dos mil quinientos kilómetros, desde el estrecho de Magallanes hasta Buenos Aires; pero esta se abría sobre las fronteras de la noche, así como en África la última aldea sometida se abre sobre el misterio.

El radiotelegrafista pasó un papel al piloto: