16. Un año más

Siempre he sabido que una mujer como yo no podría vivir en una ciudad como Zamora. Bueno, siempre no, es una manera de hablar. Lo sé, más o menos, desde que perdí la virginidad. Tarde o temprano tenía que darme cuenta de que mis gustos no eran como los de los demás, que mis inquietudes no coincidían con las de la gente que me rodeaba, y que mis ambiciones iban más allá de lo que otras personas consideraban «lo normal», «lo que hay que hacer».(¡Dios mío!, como si naciéramos predestinados a fundirnos con la gran MASA, masa que avanza imparable hacia el estancamiento físico y mental, devorando las vidas de más y más personas, como en una peli de terror muy serie B).

Cuando terminé la carrera tenía más claro que el agua que no volvería a vivir con mis padres ni muerta. Eso solo podía significar una cosa: tenía que encontrar un trabajo cuanto antes. Con las prisas acabé aceptando una oferta de niñera, cuidando por las tardes a un par de niños en Salamanca. Viendo que aquello no se me daba nada mal, y que manipular churumbeles para que les apeteciera hacer lo que yo quería que hicieran era la cosa más fácil del mundo, decidí explotar mi faceta de cuidadora y poco después di el gran salto: me fui a vivir a Londres con una familia que me mantuviera mientras yo cuidaba de sus adorables retoños.

Tenía a mi cargo a dos niños, uno de seis y otro de nueve años. Estos niños me enseñaron a comprender realmente a Herodes, y no puedo negar que más de una vez deseé matarlos con mis propias manos, y no solo a ellos, sino a todos los niños del mundo mundial. Pero bueno, que los pobrecitos, en general, eran bastante obedientes y divertidos, sobre todo el pequeño, que era con el que más tiempo pasaba. Me lo llevaba a todas partes: cualquier recado que tuviera que hacer, él estaba encantado de acompañarme, y es que también le encantaba venirse conmigo de tiendas, a tomar café con las amigas, a la peluquería… También era un poquito maricón el niño, quizás por eso nos entendíamos tan bien.

Como a él le gustaba tanto jugar a peinarme y a pintarme las uñas, una tarde nos volvimos locos los dos y le dije que si le gustaría que yo también le peinase y le maquillase a él, cosa que le pareció la mejor idea del universo. Al que no le gustó nada fue a su padre, que cuando volvió de trabajar y nos encontró a los dos en el salón bailando por Lady Gaga, portando cada uno sendos pelucones de los que me guardo yo siempre de mis fiestas travestis, y con tanta purpurina en la cara que parecía que nos había cagado encima un unicornio, me montó un pollo que me dejó muerta. O me habría matado si me hubiese enterado de lo que me estaba diciendo, que entender a un londinense cabreado es de tener un nivel de inglés de máster del universo. La cosa es que el padre del niño, y por extensión, también la madre, se lo tomaron como la mayor ofensa a la dignidad de una familia jamás llevada a cabo por una simple niñera, y aunque mi relación con los niños seguía siendo buenísima, con los padres era cada día peor. Ni siquiera mi humilde ofrenda en son de paz de un paquetito de jamón serrano pudo subsanar mi terrible error, que ni tenía nada de terrible ni tenía nada de error, pero el jamoncito bien que se lo comieron.

Así que una semana después de aquello me comunicaron que, una vez terminado el verano, preferían encontrar una niñera nueva para el siguiente curso. Y a mí, con el disgusto que tenía, se me quitaron las ganas de buscarme otro trabajo en Londres, y ese mismo día me compré el billete de vuelta a España.

Como habían pasado ya tres años, se me ocurrió pensar que mis padres se habrían acostumbrado a vivir su vida y habrían dejado de preocuparse por la mía, pero ¡ah, qué equivocada estaba! Les pedí permiso para volver a su casa al regresar de Londres y así tener unas semanas de tranquilidad para planear mi nueva vida española, y, por supuesto, aceptaron encantados. No sé si estaban encantados porque unos padres siempre estarán felices de recibir a su niña del alma tantas veces como sea necesario o si era porque ya tenían clarísimo lo que iba a pasar a continuación: «Con lo bien que se te dan los niños lo que tienes que hacer es inscribirte ahora mismo en el Máster de Secundaria. Mira, ya te hemos imprimido la solicitud y todo, y por el dinero no te preocupes, que nosotros te lo pagamos. Y luego, te preparas la oposición, y a vivir que son dos días». Pero vamos a ver, mamá, ¿sigo hablando en inglés o qué? ¿Es que no me entiendes cuando te digo QUE YO NO QUIERO SER UNA MALDITA PROFESORA? Que me da igual el trabajo fijo, los dos meses de vacaciones, las Semanas Santas, las Navidades, los puentes, y los trienios. Que me da igual todo, que yo no quiero pasarme toda mi vida soportando a preadolescentes postidiotas, ni mucho menos a sus padres, que como sean la mitad de pesados que los míos, menuda tortura eterna.

Pues no hubo manera, ellos erre que erre con las maravillas del profesorado. Así que la convivencia en mi casa rápidamente se convirtió en un: «Os mato a los dos o me quito yo la vida, que me tenéis hasta el coño con las oposiciones, que si tanto os gusta la educación meteros a profesores vosotros». Total, que otra vez que me tocó buscarme algo deprisa y corriendo, y gracias a Dios que tenía a Gustavo, que me dejó dormir en su sofá hasta que por fin encontré un trabajo, que no estaban las cosas tan fáciles por aquí, y así fue como acabé de, me cago en toda mi suerte, profesora de español en Madrid.

Y ya han pasado dos años desde que me vine a vivir aquí y casi no me he dado ni cuenta. Ahora echo la vista atrás y a lo mejor sí que se me fue la pinza durante el primer año y medio. Seguramente no tomé las decisiones correctas, que igual me obsesioné un poquito con lo de demostrarle al mundo lo bien que me iba a mí sola. Y como no conseguía que nada me saliera como yo había planeado lo pagué con la comida, y me obsesioné con tener el control de, al menos, lo que me metía en la boca, creyendo que con varios kilos menos nadie notaría la frustración que sentía por no ser capaz de conseguir aquello que yo realmente deseaba, que no eran tíos, ni era un cuerpazo, ni mucho menos un trabajo fijo para toda la vida. Por suerte, nunca es demasiado tarde para rectificar; y tomarme un descansito para pensar en lo que vendría a continuación me resultó más eficaz que seguir viviendo a base de prisas y de impulsos.

Este verano, después de tener que decirle a una amiga que sí, que estaba completamente segura de que yo no era bollera pero ella era una superlesbiana, de despachar a mi dietista porque hasta aquí habíamos llegado, que yo era una persona adulta y tenía que ser yo la que decidiera lo que tenía que comer y lo que no, y de ir a visitar a mis padres para hablar con ellos sobre lo que realmente quería YO hacer con MI vida, y de paso agradecerles lo mucho que se preocupaban por mí (agradecimiento que simplemente precedió a un grito desesperado de «¡voy a cumplir treinta y un años, DEJADME EN PAZ, eso es lo que tenéis que hacer vosotros, de-jar-me-en-paz!»), me organicé una escapadita para ir a visitar a mis amigos de Londres y a una amiga que tenía en Alemania, y entre cerveza y cerveza fue saliendo a flote aquello que yo ya me olía desde que cumplí los dieciséis años: que las personas que están fuera de lo común lo que tienen que hacer es sacarle el máximo partido a sus peculiaridades.

***

—¿Y qué vas a hacer hoy?

—Pues nada especial, la verdad. Voy a ir a comer con Gustavo y a lo mejor me paso por alguna tienda, por comprarme un autorregalito, pero nada más.

—Bueno hija, pues le das un beso a Gustavo y que disfrutes de tu cumpleaños. Te mandamos tu padre y yo un abrazo muy grande.

Voy a avisar a Gustavo de que llego un pelín tarde porque se pone histérica cuando reservamos mesa en algún sitio y luego no aparezco. Es que mi madre, también, siempre llama cuando más jode.

Menos mal que se nos ocurrió reservar porque estaba aquello como si regalasen la comida. Esto es de lo que más odio de Madrid, que se pone un restaurante de moda y tenemos que venir todos a comer como borregos, con la de sitios maravillosos que estarán vacíos.

—Esta hamburguesa está increíble.

—Ahora me das las gracias, que si por ti fuera estábamos comiendo un bocadillo de calamares.

—Y tan ricamente me lo comía, con tal de no soportar tanto pijo y tanto jaleo.

—Tú come y calla, que a todo le tienes que sacar la puntilla.

—Yo lo que necesito es que inventen una cadena de restaurantes en la que los niños no estén permitidos.

—¡Mira! Me acaba de llegar una notificación de que hay por aquí un maromazo al que le gusto.

—¿Es que no puedes parar de comer rabos ni el día de mi cumpleaños?

—Precisamente por eso, igual encontramos a algún bicurioso y lo celebramos los tres juntos.

—¿Te apetece ir al cine luego? Hace bastante que no veo una peli en el cine.

-—Pues chica, la verdad es que no. Podíamos ir a la tienda esa que tú dices a ver si ha llegado el vestido que querías y luego nos vemos la película en tu casa.

—Me da una pereza negra ir hasta allí, pero todo sea por el vestido más bonito del universo.

—A saber cómo será, viniendo de ti, igual lleva estampada a la Virgen de Guadalupe.

—¡Ja! Cuando lo veas vas a desear haber nacido mujer para poder ponértelo. ¿Y por qué no quieres ir al cine luego?

—Que no me apetece meterme en un cine ahora, nos hacemos una buena maratón en tu casa y ya está.

Qué pesado con ir a mi casa, que parecía Mercedes Milá toda la tarde con la casa, la casa, la casa. Es que salimos de la tienda donde había encargado mi vestido y venga con irnos a casa. Que no me ha dejado ni pararme a comprar un café para el camino, y teníamos por delante más de media hora de autobús de vuelta.

Cuando entramos al portal de MI CASA ya tuve que plantarme y decirle que por favor dejase de organizar mi cumpleaños a su antojo y que me agarraba al superpoder que me concedía haber nacido hace exactamente treinta y un años para elegir las películas de la maratón de esta tarde. Es que si no te enfadas de vez en cuando, la toman a una por el pito de un sereno, con lo bien que podíamos estar en un cine con el aire acondicionado, y no en mi casa, que por mucho que hagamos corriente lo que vamos a pasar es un calor que nos vamos a querer morir.

No negaré que me acojoné viva cuando fui a meter la llave en la cerradura de arriba de mi puerta y vi que estaba abierta. ¿Se me habría olvidado echar el cerrojo a mí? Muy raro me parecía, yo siempre he tenido mucho cuidado con esas cosas.

-—Gustavo, que me han robado.

—¿Pero qué dices, loca?

—Que yo dejé la puerta bien cerrada y esta cerradura está abierta.

—Se te olvidaría cuando saliste.

—Que te digo que no, que yo ahí no entro que me da miedo.

—¡Bueno! No seas cuentista, anda, abre la puerta.

—¡Que no joder! ¡Vámonos a la policía que es mejor no tocar la escena del crimen!

—¡Anda la otra, crímenes imperfectos, en su cadena amiga!

—Te lo estoy diciendo en serio, creo que hay alguien dentro de mi casa.

—Pues abre la puerta y lo comprobamos.

¡Sorpresa! Con lo poco que me gustan a mí las sorpresas, que lo sabe Gustavo y todo el mundo, y aún así me hacen pasar este mal rato. ¿Amigos? Amigos de mis cojones, que los mataba a todos ahora mismo. ¡Vaya susto me han dado!

Que resulta que los idiotas de mis amigos se habían compinchado con mi nueva compañera de piso para que les dejase hacer una copia de las llaves para entrar en mi casa (¡sin mi permiso, que podía yo tener a alguien atado a mi cama o algo!) el día de mi cumpleaños y prepararme una fiesta sorpresa, y yo me había puesto tan nerviosa con lo de la cerradura que fue entrar, y verlos a todos, y estallé en llantos porque los odiaba y amaba a la vez.

—¡Pero mujer, no llores!

—Oooooh, abrazo grupal.

—¡A abrazar a vuestra puta madre, a mí no me toquéis! Y ahora os esperáis todos a que me cambie, que vengo de comprarme un vestido precioso y al menos habéis logrado crear la ocasión perfecta para estrenarlo, y me desmaquillo y me vuelvo a maquillar, que tengo que tener la cara como un Pollock. ¡Ah, y el vídeo que me habéis hecho llorando del momento «¡¡SORPRESA!!» lo borráis ahora mismo, o salís todos por esa puerta a la voz de «ya»!

Tres horas después yo había perdido completamente la noción del tiempo. Entre el calor que hacía, lo contenta que estaba, y lo bien que entraban las cervecitas bien fresquitas, yo llevaba un pedo a las ocho de la tarde que no era capaz de estar de pie. Por suerte no era la única, a todos nos había ido entrando la cerveza igual de bien.

Y justo cuando me toca a mí cantar en el karaoke improvisado que nos habíamos montado en un momento gracias a internet, y sobre todo gracias a que siempre que estoy borracha me apetece muchísimo sentirme la princesa del pop, me apagan las luces y se me ponen a cantar el cumpleaños feliz. Muy feliz no creo que vaya a ser si no sois capaces de esperar cinco minutos a que cante por Britney Spears. Desde la cocina se veía venir lo que parecía una tarta con varias bengalas encima, y yo miraba a mi alrededor y sonreía a mis amigos, que gesticulaban al cantar con una exageración que parecían una ópera de Verdi. Intentaron hacerme soplar las bengalas, pero yo no soy tonta, y sé que esas cosas no se apagan de cualquier manera, así que les hice esperar a todos a que se consumieran ellas solitas, y cuando dieron la luz casi se me vuelven a saltar las lágrimas al descubrir que la tarta de mi cumpleaños era una tarta de tres chocolates.

Qué ilusión me ha hecho, aunque no lo reconocería nunca públicamente, la fiesta que me han montado mis amigos. Trocito de tarta de tres chocolates. Si en el fondo los tengo que querer, son las personas con las que más feliz he sido a lo largo de mi vida. Desde Clara y Miriam, que las conozco prácticamente desde que hice la comunión, hasta Paula y Elena, que llegaron cuando Perra de Satán ya estaba instaurada. Trocito de tarta de tres chocolates. ¡Y qué fuerte que haya podido venir Bea desde Alemania! ¡Y Marta y Alberto desde Londres! ¡Y Mari, y Luci, y Mateo, si cada uno vive en una punta de España! Trocito de tarta de tres chocolates. Nunca les he dicho lo mucho que los quiero, yo no soy así de expresar mi cariño y esas cosas, pero supongo que ellos ya lo saben. ¡Venga esa exaltación de la amistad! Cómo se notan las ocho cervezas que me he bebido. Trocito de tarta de tres chocolates. ¿Será bueno mezclar tarta con cerveza? Con la cerveza mejor unas aceitunitas o algo, ¿no? Bueno, a estas alturas del partido ya no nos vamos a preocupar por eso, que mi estómago digiera lo mejor que pueda. Trocito de tarta de tres chocolates. Que no se me olvide darles un abrazo enorme a Gustavo y a Helen, que se han currado todo esto. Pero nadie me ha dado ningún regalo todavía, ¿será que mi único regalo era esta fiesta? Trocito de tarta de tres chocolates. Hombre, la fiesta mola, y se habrán gastado una pasta comprando comida y bebida y tarta, pero yo qué sé, un libro aunque fuera, un póster de Quim Gutiérrez, cositas que tampoco cuestan tanto pero a una le hacen ilusión. Trocito de tarta de tres chocolates.

—Cuando terminéis la tarta, recogemos ya la comida y lo llevamos todo a la cocina, que empezamos con las copas.

—¿Pero qué me estáis contando? ¿Vamos a beber más todavía?

—Tú te callas, que es tu cumpleaños y lo que tienes que hacer es precisamente beber más todavía.

Tanta cerveza y tanta copa, a las diez de la noche yo estaba que ya no había quien me aguantase. Me dio por subirme a una silla a pedirles a todos que por favor no hicieran nunca una dieta, que si Dios nos había dado McDonalds era para que nos pusiéramos ciegos a Big Macs, y que debía hacerse su voluntad y no la nuestra. Y tanto iba creciéndome en mi discurso que tuve que pensar sobre la marcha (y bajo los efectos de mucho alcohol, tenedlo en cuenta) un broche de oro a la altura de las circunstancias, así que me bajé de la silla, entré en el baño, cogí la báscula y la lancé por la ventana del salón mientras gritaba:

—¡A tomar por culo los kilos de más!

Mi público mostró la intención de romper en aplausos, pero el ruido de cristales rotos proseguido inmediatamente del estruendoso sonido de la alarma de un coche nos cortó la borrachera al instante. Yo me persigné por si acaso.

16

To be free, one must give up a little part of oneself*

«Angry inch», Hedwig and the angry inch.

* Para ser libre, una debe renunciar a una pequeña parte de sí misma.

1. 100.800