Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Anna DePalo. Todos los derechos reservados.
LA CONDESA REBELDE, N.º 1754 - noviembre 2010
Título original: His Black Sheep Bride
Publicada originalmente por Silhouette
® Books.
Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9252-0
Editor responsable: Luis Pugni

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Capítulo Uno

A Tamara le estaba resultado muy difícil hacer de dama de honor, sobre todo, teniendo que intentar evitar al que era su futuro prometido.

Desde un extremo del salón de recepciones del Plaza, Tamara vio a Sawyer Langsford, o tal y como se lo conocía en algunos lugares, el duodécimo conde de Melton.

Tamara pensó que ciertas cosas, en particular un león suelto, era mejor verlas de lejos. Sawyer le recordaba el desagradable acuerdo matrimonial al que los padres de ambos habían llegado unos años antes, aunque él nunca hubiese expresado lo que pensaba acerca de casarse con ella, lo que hacía que Tamara se sintiese siempre incómoda.

Además, si era cauta e incluso hostil, se debía también a que su personalidad y la de Sawyereran muy diferentes. Él se parecía mucho a su padre, amante de las tradiciones, pero ambicioso y aristocrático.

Maldijo a Sawyer por estar allí aquel día. ¿Acaso no tenía un castillo inglés al que marcharse? ¿O al menos una mazmorra en la que encerrarse a reflexionar?

¿Qué hacía allí, siendo uno más de los elegantes y desenvueltos testigos del novio, Tod Dillingham?

En cualquier caso, no parecía un triste e infeliz aristócrata, sino un diestro león, vigilando su reino e imponiéndose sobre la mayoría de las personas que había en el salón.

Lo cierto era que Tamara no debía extrañarse de habérselo encontrado en una boda de la alta sociedad. En realidad, había sido casi inevitable, ya que Swayer pasaba mucho tiempo en Nueva York, dirigiendo su empresa de comunicación.

Aun así, estaba molesta. Era una de las damas de honor de Belinda Wentworth y había tenido que estar a su lado en el altar, sin dejar de sonreír a pesar de saber que Sawyer estaba muy cerca de ella, con el resto de los testigos.

Cuando el sacerdote episcopal había declarado a Belinda y a Tod marido y mujer, Sawyer la había mirado a los ojos. Su aspecto era muy aristocrático y masculino con el esmoquin negro. Su pelo castaño claro lanzaba destellos dorados con la luz del sol que entraba por una de las ventanas de la iglesia, como si alguna deidad caprichosa hubiese decidido escogerlo como un ángel travieso.

Poco después de aquel momento habían empezado a torcerse los esponsales entre las familias Wentworth y Dillingham.

Tamara habría ido a consolar a la novia si hubiese sabido dónde estaba, pero Belinda había desaparecido con Colin Granville, marqués de Easterbridge, que había interrumpido la ceremonia nupcial para anunciar que su matrimonio con Be-linda, celebrado en Las Vegas dos años antes, jamás había sido anulado.

Con el corazón en un puño, Tamara vio cómo su padre, el vizconde Kincaid, se acercaba a Sawyer y se ponía a charlar con él.

Poco después, Sawyer volvía a mirarla a los ojos.

Su rostro era atractivo, pero implacable, había en él generaciones de conquistadores y gobernantes. Tenía un físico delgado y sólido, como una estrella del fútbol.

En ese momento lo vio sonreír y se le aceleró el pulso.

Desconcertada, apartó la mirada. Se dijo a sí misma que su reacción no tenía nada que ver con una atracción física, sino más bien con la irritación.

Para reafirmar aquella sensación, se preguntó si Sawyer habría estado al corriente de los planes de Colin, y si habría estado filtrándole información. No había visto a ninguno de los dos en la iglesia antes de la ceremonia, pero sí los había visto juntos en alguna reunión benéfica en el pasado, así que sabía que eran amigos.

Tamara apretó los labios.

Sawyer era amigo de un villano como Colin Granville, marqués de Easterbridge, que acababa de adquirir otro título: revienta bodas.

Tamara miró a su alrededor, cuidándose bien de no mirar hacia donde estaba Sawyer. Tampoco veía por ninguna parte a Pia Lumley. Se preguntó si la organizadora de la boda, la última del trío de amigas formado por Belinda y ella, habría conseguido hablar con la novia después de animar a los invitados a asistir a la recepción que iba a tener lugar en el Plaza. O si Pia estaba encerrada en algún sitio, con un ataque después de aquel desastre.

La última vez que la había visto, Pia se estaba alejando de James Carsdale, duque de Hawkshire, otro amigo de Sawyer. Tal vez se hubiese desmayado en la cocina y alguien estuviese poniéndole sales bajo la nariz en esos momentos.

Tamara suspiró, pero su mirada volvió a posarse en Sawyer, y sus ojos se encontraron.

Él sonrió con ironía y después giró la cabeza para intercambiar unas palabras con su padre. Después, ambos hombres la miraron.

Un momento más tarde, Tamara se dio cuenta, horrorizada, de que iban en su dirección.

Por un segundo, pensó en salir corriendo, pero el gesto de Sawyer era burlón y eso hizo que ella irguiese la espalda.

Si lo que buscaba aquel barón de los medios era un titular, ella iba a darle uno.

Para él, el escándalo ocurrido aquel día era maravilloso, pero ella iba a ponerle la guinda al pastel.

Al fin y al cabo, eran muchos los periódicos que publicaban las páginas rosas de la escritora que utilizaba el pseudónimo de Jane Hollings, la pesadilla de la alta sociedad y la ácida némesis de los arribistas sociales.

Tamara apretó los labios.

–Tamara, cariño –le dijo su padre–, te acuerdas de Sawyer, ¿verdad? –añadió riendo–. Supongo que no es necesario que te lo presente.

–No –se limitó a contestar ella.

Sawyer inclinó la cabeza.

–Tamara… es un placer. Ha pasado mucho tiempo.

«No el suficiente», pensó ella, antes de mirar a su alrededor.

–Creo que después del desastre de hoy, vas a aparecer en tus propios periódicos –arqueó una ceja–. Doña Jane Hollings es una de tus columnistas, ¿verdad?

Él sonrió.

–Eso creo.

Tamara le devolvió la sonrisa.

–No puedo creer que eso te parezca bien.

–No creo en la censura.

–Qué democrático por tu parte.

En vez de ofenderlo, aquello pareció divertirlo.

–El título de conde es hereditario, pero el de barón de los medios lo he adquirido en la corte de la opinión pública.

Ella estuvo a punto de preguntarle qué más era hereditario, si tal vez su arrogancia.

Su padre se aclaró la garganta.

–Será mejor que hablemos de algo más agradable.

–Sí –admitió ella.

Su padre los miró a los dos.

–Parece que fue ayer, cuando el anterior conde y yo nos sentamos en su biblioteca y estuvimos bebiendo bourbon y especulando acerca de la feliz posibilidad de que nuestros hijos pudiesen algún día unir a nuestras familias a través del matrimonio.

«Otra vez», Tamara pensó que su padre era tan sutil como un mazo.

Resistió la tentación a cerrar los ojos y gemir, y se cuidó bien de no mirar a Sawyer.

Tal y como se temía, al verlos a Sawyer y a ella formando parte de la comitiva nupcial, su padre había vuelto a acordarse de aquel viejo tema.

Tamara había crecido oyendo aquella historia una y otra vez. Hacía muchos años, antes de que falleciese el padre de Sawyer, su padre y el decimoprimer conde de Melton habían acordado unir sus familias, además de sus imperios, mediante un matrimonio.

Por desgracia para Tamara, era la mayor de las tres hermanastras, cada una de ellas producto de cada uno de los breves matrimonios del vizconde, y, por lo tanto, la más indicada para cumplir con las obligaciones dinásticas de la familia.

Lo mismo que Sawyer, como sucesor del título de conde. Dado que su padre había fallecido cinco años antes, era el elegido por la otra parte.

Por suerte, las dos hermanas pequeñas de Tamara no estaban allí, sino en sus respectivas universidades. Ella se sabía capaz de soportar a Sawyer Langsford, y no quería tener que preocuparse por sus jóvenes e impresionables hermanas.

Al fin y al cabo, y aunque no le gustase, tenía que admitir que Sawyer resultaba muy atractivo para el género opuesto. Y eso hacía que a ella le disgustase todavía más.

–No vuelvas a contar esa historia tan tonta otra vez –le pidió a su padre, intentando reír.

Miró a Sawyer en busca de una confirmación, pero se dio cuenta de que éste estaba pensativo.

Luego señaló hacia donde estaba la banda de música, que tocaba una canción romántica.

–¿Te gustaría bailar? –le preguntó.

–¿Es una broma? –espetó ella.

Sawyer arqueó una ceja.

–¿Acaso no es nuestro cometido como testigo y dama de honor de la boda hacer que la fiesta continúe?

En eso tenía razón.

–¡Magnífica idea! –exclamó su padre–. Estoy seguro de que a Tamara le encantará.

Ésta fulminó a Sawyer con la mirada, pero él le hizo un gesto, como para decirle que la seguía.

Así que tuvo que precederlo hacia la pista de baile.

Tamara se mantuvo muy estirada entre sus brazos, y Sawyer sonrió de lado brevemente.

El pelo rojizo y recogido hacia atrás de Tamara contrastaba con su piel cremosa, lo que daba a entender los dos principales rasgos de su personalidad: era apasionada, pero también tenía mucho aplomo.

Tamara siempre había marcado su propio ritmo. Era la hija rebelde del vizconde Kincaid. La diseñadora de joyas bohemia que tenía un apartamento en el Soho de Manhattan.

De hecho, ese día era el que más recatada la había visto, con un vestido color marfil ajustado y sin tirantes y un fajín de satén negro.

Aunque en vez de llevar las joyas de la familia, se había puesto un collar que brillaba mucho, con unos ónices negros, a juego con los pendientes. El diseño debía de ser suyo.

Al moverse, se asomó por su escote un pequeño tatuaje rosado, situado justo encima de su pecho izquierdo, que le hizo señas, lo tentó… y le recordó que ambos eran como el agua y el aceite.

Tamara levantó las pestañas y lo miró con su mirada verde cristalina.

–¿A qué estás jugando? –le preguntó sin más preámbulos.

–¿Jugando? –respondió él.

–Mi padre habla de un matrimonio de conveniencia y tú, como respuesta, ¿me invitas a bailar?

–Ah, te referías a eso.

–Yo diría que es avivar el fuego.

–Supongo que debería de sentirme aliviado, ya que no me estás acusando de nada más siniestro que invitarte a bailar.

A ella no pareció divertirle la respuesta.

–Dado que lo mencionas, no me sorprendería que estuvieses al corriente de la aparición de Colin Granville en la boda.

–¿No?

Interesante.

–Todo el mundo sabe que eres amigo del marqués de Easterbridge –añadió ella arrugando la nariz–. Los intercambios secretos entre miembros de la aristocracia y todo eso.

Sawyer arqueó las cejas.

–Colin actúa solo. Y, para que lo sepas, no hay intercambios secretos ni nada de eso, sino un pacto de sangre: cuchillos, dedos pulgares y una luna llena. Ya sabes.

Ella ni siquiera parpadeó.

–¿Vuestra amistad no llega a la organización de escándalos?

–No.

–Pues os vendría bien para vender periódicos

–señaló ella. Sawyer pensó que, lo que más lo ayudaría, sería conseguir el imperio mediático de su padre. –Volvamos al tema de mi supuesto juego –le dijo él. –Estás alimentando a la bestia –contestó ella enérgicamente.

Llevaban años evitándose por acuerdo tácito siempre que coincidían en algún acontecimiento social.

Hasta entonces.

–Tal vez quiera alimentar a la bestia.

Sawyer siempre había tolerado las maquinaciones de su padre, pero últimamente las cosas habían cambiado.

Ella lo miró sorprendida.

–No puedes estar hablando en serio.

Él se encogió de hombros.

–¿Por qué no? Es probable que ambos nos casemos algún día, ¿por qué no juntos? Podría ser un matrimonio tan bueno como cualquier otro.

–Tengo novio.

–¿De verdad? ¿Y dónde está el afortunado?

Tamara levantó la barbilla.

–Hoy no podía venir.

–Dime que no estás saliendo con otro inútil.

«Qué desperdicio», pensó.

Ella lo fulminó con la mirada.

–Así que por eso has venido sola a la boda –continuó Sawyer, siendo consciente de que corría el riesgo de despertar su ira.

–Yo también me he fijado en que estás solo –replicó ella.

–Sí, pero tengo un motivo.

–¿Cuál?

–Estoy interesado en la fusión de Kincaid News con Melton Media. Y tu padre me lo permitirá… si me caso con su hija –dijo ladeando la cabeza–. Así todo quedará en familia.

Ella abrió los ojos y murmuró algo entre dientes.

–Exacto –corroboró él, sonriendo–. Al fin y al cabo, tus hermanas y tú le estáis dando muchos quebraderos de cabeza. Todas os habéis negado a seguir su camino. Y tu padre tiene todas las esperanzas puestas en la tercera generación.

La canción terminó y Tamara intentó alejarse de él, pero Sawyer la agarró con fuerza por la cintura y empezó a bailar la siguiente pieza.

Todavía no había terminado la conversación.

Por otro lado, le gustaba tener a Tamara entre sus brazos, con sus deliciosas curvas apretadas contra el cuerpo.

Si hubiese sido cualquier otra mujer, la habría convencido para que le diese su número de teléfono, y tal vez algo más. Habría intentado acostarse con ella.

Pero con Tamara debía tener más cuidado, aunque la recompensa final sería mucho más gratificante.

Tamara le sonrió de manera artificial.

–Hablas como mi padre. ¿Estás seguro de que no sois la misma persona?

Sawyer le devolvió la sonrisa. El padre de Tamara estaba muy bien para tener setenta años, pero físicamente no se parecía en nada a él. Sin embargo, sí era un hombre astuto y feroz para los negocios.

–A ambos nos gusta el riesgo –respondió por fin. –Por supuesto. Para vosotros, el negocio siempre va antes que el placer y la familia.

Sawyer sacudió la cabeza.

–Hablas con demasiada amargura, teniendo en cuenta que debes tu nivel de vida a la fortuna de tu familia. –Hace más de una década que me mantengo sola, porque eso es lo que quiero.

Él arqueó las cejas. Así que Tamara era realmente una mujer independiente.

–Me parece que la palabra amargura puede emplearse para describir diferentes circunstancias… como el hecho de haber pasado por tres divorcios –le explicó ella.

–Y aun así, el vizconde no me parece infeliz con su vida. De hecho, es todo un romántico y quiere acompañarte al altar.

–¿Contigo? –inquirió ella–. No lo creo.

Él la miró con admiración.

–Eres una neoyorkina muy directa.

Ella arqueó una ceja.

–Piensas que soy como tú, pero en mujer. ¡No te lo creas!

–Mi primera propuesta matrimonial, y me han rechazado.

–Estoy segura de que esto no afectará a tu reputación –le replicó Tamara–. Los magnates de los medios sabéis bien cómo darle la vuelta a cualquier historia.

Sawyer dejó escapar una carcajada.

–Por cierto, ¿por qué no te gusto como marido?

–¿Por dónde quieres que empiece? Entiendo que mi padre quiera tener un yerno como tú. Ambos sois dos figuras muy importantes del mundo mediático –continuó Tamara.

–¿Y eso es malo?

–Pero yo sé que no quiero un marido como tú –siguió ella sin responderle–. Te pareces demasiado a mi padre.

–Pero yo no tengo tres ex mujeres.

Tamara sacudió la cabeza.

–Estás casado con tu imperio. Tu primer amor es el trabajo. Vives por él.

–Supongo que el hecho de tener ex novias no es prueba de lo contrario.

–¿Y por qué han pasado a ser ex? –replicó ella.

–Tal vez porque las cosas nunca han salido bien.

–Supongo que por tu trabajo. Mi padre vive por su negocio, a expensas de las personas que lo quieren.

Sawyer dejó ahí la conversación al darse cuenta de que no iban a ponerse de acuerdo. Aunque Tamara no lo hubiese dicho directamente, estaba claro que se incluía entre las víctimas a las que su padre había dejado de lado por culpa de su ambición.

Bailaron en silencio, pero él se dio cuenta de que Tamara miraba a su alrededor como si estuviese buscando una salida por la que escaparse.

Aquella mujer era todo un reto. Era evidente que estaba marcada por el divorcio de sus padres y no quería cometer los mismos errores que ellos.

Debía haberla admirado por no querer venderse tan barata, pero no pudo evitar sentir que se le estaba juzgando de manera injusta.

Casi sin querer, Tamara le había hecho recordar su propia ambivalencia.

Él también era producto del matrimonio fracasado entre un lord inglés y una dama de la alta sociedad estadounidense. Así que conocía de primera mano lo que era convivir con una mujer de espíritu libre que no se había adaptado bien a las tradiciones de la aristocracia inglesa.

Había sido a su madre a la que se le había ocurrido ponerle el nombre del personaje más famoso de Mark Twain.

Por un momento, Tamara le hizo dudar si de verdad quería adueñarse del negocio del vizconde Kincaid.

Apretó la mandíbula. Había trabajado muy duro para permitir que un par de inconvenientes lo frustrasen, entre ellos, la existencia de un novio inútil.

Cuando la música terminó, Tamara intentó separarse de él y Sawyer se lo permitió.

–Ya hemos terminado –dijo ella, como desafiándolo.

Él sonrió.

–No del todo, pero, hasta ahora, ha sido un placer.