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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Linda Lucas Sankpill. Todos los derechos reservados.

ENTRE EXTRAÑOS, Nº 1378 - agosto 2012

Título original: Between Strangers

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0791-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

 

Increíble. Parecía que conducir hasta la próxima área de servicio iba a llevar más de tres horas.

O mejor dicho, llevaría ese tiempo si no se quedaba colapsado por una tormenta de nieve, y si la policía del estado no hubiera cerrado todas las carreteras secundarias del mismo modo que habían hecho con la interestatal.

Lance White Eagle Steele subió la calefacción de su recién adquirido utilitario, deseando poder tener un termo de café caliente. Había tenido por seguro que aquella carretera de dos carriles sería un buen atajo, pudiendo rodear gran parte de la autopista cerrada por la nieve. En ningún momento se le ocurrió pensar que le podía llevar seis veces más recorrer esa carretera helada a través de lo que se había convertido en una tremenda ventisca.

Bueno, al menos estaba de camino a casa. Al pensar en la calidez del rancho y de la gente que allí esperaba su regreso, se dio cuenta de que otras cuatro horas más o incluso un día extra no importarían demasiado. Aun así le daría tiempo para regresar a Montana para la fiesta anual de nochebuena.

Durante unos segundos de frustración de nuevo allí, en O’Hare, Lance se había preocupado pensando que se perdería las navidades en el rancho. Había elegido el peor momento. Había llegado desde Nueva Orleans y había planeado tomar un vuelo hasta Great Falls. Sólo que, según había llegado, todos los vuelos habían sido cancelados debido a la tormenta de nieve.

Pero las malas noticias no habían cesado ahí. La zona norte del Medio Oeste estaba igual, y según el parte meteorológico, los vuelos seguirían retrasados durante algunos días. Tres frentes de bajas presiones se perseguían los unos a los otros, cubriendo los cielos y convirtiendo las grandes llanuras en montañas de nieve.

La gente en O’Hare había comenzado a quedarse dormida, esperando quedarse allí atrapados por algún tiempo. Pero Lance estaba decidido a llegar a casa para la fiesta.

Se golpeó suavemente el pecho a la altura del bolsillo de su chaqueta y se le aceleró el corazón al notar la caja del anillo que llevaba. Todo sería perfecto. Lo sabía. Pronto su vida habría tomado el camino correcto.

No le había resultado difícil convencer al hombre del alquiler de coches para que le vendiera un utilitario ligeramente usado para poder salir del aeropuerto abarrotado de gente y dirigirse a casa. Las buenas referencias y su abultada cuenta bancaria hicieron maravillas para convencer al hombre de que todo el papeleo de la venta podría ser enviado por fax dos semanas después cuando las oficinas reabrieran tras las vacaciones.

Lance trató de mirar más allá del parabrisas, mientras la tormenta empeoraba, bloqueando la vista de la carretera pobremente iluminada. Encendió los limpiaparabrisas y frotó el cristal empañado. Aquélla se estaba convirtiendo en una de las peores tormentas de nieve que jamás había visto. Y en diez años de viajar con los rodeos por el oeste americano, había visto bastantes.

Usando la palma de la mano volvió a frotar el cristal empañado frente a sus ojos. La calefacción estaba trabajando a toda máquina y Lance dio gracias en silencio por estar allí dentro, caliente, y no fuera, a la intemperie con el viento de diciembre.

Limpió el cristal justo a tiempo para ver y dar un volantazo y no chocar contra una figura negra que había a un lado de la carretera.

–Mierda –murmuró mientras se colocaba en el carril contiguo.

Cuando la adelantó, la figura negra se convirtió en un ser humano que luchaba contra el viento llevando un bulto envuelto en una manta. Por el espejo retrovisor Lance divisó la figura de un coche a un lado de la carretera unos pocos metros atrás e imaginó que el tipo habría tenido una avería.

El pobre se congelaría en poco tiempo estando ahí fuera. Ya era mala suerte. Lance llevaba conduciendo seis horas por esa carretera y no había visto ni un alma lo suficientemente estúpida como para estar fuera con semejante ventisca.

A pesar de que tenía prisa por continuar, Lance no podía dejar a alguien en una carretera solitaria con ese tiempo. Durante las emergencias, la gente tenía que ayudarse para sobrevivir. Si él hubiera tenido una avería, habría esperado que alguien se detuviera a ayudarlo.

A Lance se le daba bastante bien la reparación de coches, quizá podía ayudar al tipo a arreglar el suyo. Y quizá volvería a retrasarlo a él de llegar a casa de nuevo.

Se detuvo en medio de la carretera y, dejando el motor encendido, abrió la puerta y salió fuera. Una fuerte ráfaga de viento ártico lo golpeó mientras el hielo crujía bajo sus botas. Se agarró el sombreo vaquero y comenzó a otear a través de la nieve mientras luchaba por retroceder los metros que lo separaban del conductor atrapado.

A pesar de que la nieve caía con mucha densidad, logró ver que la persona se acercaba a él, y se quedó asombrado al ver que se trataba de una mujer.

Tenía la cabeza cubierta con una bufanda gris. E iba cargada con un fardo que había cubierto con una vieja manta del ejército.

Se acercó más y finalmente Lance pudo verle los ojos. Eran marrones y con un brillo excesivo para la poca luz que había en aquella tormenta. Su cara era delgada y sus labios estaban apretados debido al esfuerzo por respirar.

Su ropa estaba cubierta de nieve y cada segundo que pasaba estaba más mojada. No llevaba maquillaje pero su piel era suave, y el poco pelo que él podía ver era como un halo dorado alrededor de su cara. Parecía un ángel angustiado.

La mujer debía de estar totalmente loca para estar fuera con esa tormenta. O quizá estaba drogada. Lance pensó que tendría que andarse con cuidado con ella.

–¿Qué le pasa a tu coche? –gritó él por encima del viento.

A ella aún le costaba respirar. Sus suspiros quedaban dibujados por el vaho en el aire frío.

–Me temo que se ha estropeado –dijo ella–. Sé que tiene gasolina de sobra, y he recargado la batería hace poco en Miniápolis. Pero se ha quedado parado en mitad de la carretera. Y, tras echarme a un lado, el motor se ha negado a volver a funcionar. No hace nada cuando giro la llave. Absolutamente nada.

–Entra en mi coche antes de que te congeles aquí fuera –gritó él–. Echaré un vistazo. Dame las llaves.

Mientras se acercaba, los ojos de la mujer se volvieron cautos y desconfiados.

–Tengo... –comenzó ella mientras le entregaba las llaves, sosteniendo la carga que llevaba.

«Por el amor de Dios», pensó Lance. Fuera lo que fuera lo que llevase con ella, no valdría tanto como su vida. ¿Por qué no dejaba el bulto en el suelo y regresaba después a por ella?

Lance regresó a su coche y abrió la puerta trasera.

–Déjalo en el asiento trasero y métete en el coche ya.

Ella lo miró fijamente y negó con la cabeza.

–Tengo que mantenerla junto a mi cuerpo hasta que entre en calor.

Ella retiró ligeramente una pequeña porción de la manta para mostrarle la parte de arriba de un gorro de lana de bebé que cubrió casi por completo una cabeza rubia.

Lance casi perdió el equilibrio mientras se apresuraba a ayudar a la mujer y a su hija a colocarse en el asiento delantero junto a la calefacción. ¿Qué le habría dado a aquella mujer para llevar a una niña pequeña con ella con semejante tormenta?

 

 

A pesar de sentirse un poco asustada e indecisa a la hora de aceptar ayuda de un desconocido, Marcy Griffin no tenía otra opción más que subir al asiento delantero del coche de aquel cowboy. Otros quince minutos a la intemperie y el bebé se congelaría y pillaría una neumonía.

Era una decisión terrible: arriesgarse a relacionarse con un extraño que podía ser un maníaco, o poner en peligro la vida y la salud de su hija. En realidad no había muchas opciones.

El hombre con sombrero de vaquero cerró la puerta y se dirigió hacia donde estaba su coche. Marcy miró a su hija y vio que seguía durmiendo plácidamente.

Sería mucho mejor si Angie durmiese todo el tiempo mientras aquello pasaba. Marcy sabía que su hija tenía hambre, frío y que estaba cansada, y deseaba con toda su alma que las cosas pudieran ser diferentes, por el bien de su hija.

Pero al menos las dos seguían vivas. Y de un modo u otro se dirigían hacia una vida mejor. Eso era lo más importante en ese momento.

Diez minutos después, cuando Marcy comenzaba a sentir los dedos de nuevo, el cowboy abrió la puerta del asiento de atrás y comenzó a instalar la sillita de Angie.

–Tenías razón –dijo él–. El coche se ha estropeado.

–Si vamos a viajar contigo, ¿podrías sacar las cosas de Angie del mi maletero, por favor?

–¿Cosas?

–Pañales, biberones, potitos... –dijo Marcy. No podía verle la expresión de la cara con el sombrero, pero imaginaba que estaría pensando en su mala suerte al haberse parado a ayudarlas.

–Las traeré –murmuró él–. Tú asegúrate de que el asiento del bebé está bien colocado y pon a tu hija en él. Enseguida vuelvo.

Marcy colocó sin esfuerzo en el asiento a la niña, que se retorció ligeramente pero no llegó a abrir los ojos. Llevaba en silencio tanto tiempo que Marcy colocó la mejilla sobre su frente para asegurarse de que no le pasaba nada malo. Por suerte la temperatura de Angie parecía normal.

El utilitario del cowboy no era muy grande, así que no le costó mucho llenar todo el espacio sobrante con sus cosas. Una vez que los tres estuvieron en sus asientos y de nuevo en marcha, Marcy cerró los ojos y dio gracias en silencio por su rescate.

Le dirigió una mirada disimulada al extraño que las había rescatado y decidió agradecerle el haber sido su héroe pero sólo cuando estuvieran sanas y salvas y ella estuviese completamente segura de que no era un asesino en serie. Marcy estudió su perfil mientras se concentraba en la carretera.

¿Qué tipo de hombre era aquél?

Se había echado el sombrero hacia atrás para poder ver mejor a través del parabrisas. Ella recordaba lo alto y corpulento que le había parecido cuando habían hablado estando de pie en la carretera.

En ese momento pudo comprobar también que tenía un cuerpo poderoso. Tenía lo que podía describirse como una presencia imponente. Sólo con respirar parecía tragarse todo el oxígeno que rodeaba su cuerpo. Un hombre al que los demás respetarían.

Gracias a Dios. Quizá conseguirían salir a salvo de la tormenta.

Mirando más detenidamente, observó el pelo negro y ligeramente largo que asomaba por debajo de su sombrero, y rápidamente examinó sus facciones duras y su mandíbula fuerte. La iluminación no era buena, pero su piel bronceada, sus pómulos y su nariz romana indicaban que era un nativo americano.

Razón por la cual lo primero que dijo la sorprendió mucho.

–Mi nombre es Lance Steele –dijo él sin mirarla directamente–. ¿Cómo debo llamarte?

–Oh, discúlpame, por favor. Las cosas han sido tan... –comenzó a decir ella–. Mi nombre es Marcy Griffin. Y mi bebé se llama Angelina. «Angie» la mayor parte de las veces, salvo cuando estoy frustrada y quiero llamar su atención.

En los nueve meses de vida de su hija, Marcy nunca había estado tan cerca de disculparse simplemente por estar viva, del modo en que lo habría hecho en su pasado.

No tenía intención de volver a convertirse en una llorona de nuevo.

–¿Angie está bien? –preguntó él con una media sonrisa–. No está enferma, ¿verdad?

–Está bien. Ha sido un día muy largo para ella.

–¿Hacia dónde os dirigís? ¿Y en qué diablos estabas pensando para llevar a tu hija con una...? –comenzó él, pero se detuvo y torció la boca como si fuese a decir infinidad de tacos. Tuvo que respirar hondo hasta recuperar el control–. Lo siento. Pero es que vosotras dos deberíais estar en un lugar caliente y seco ahora mismo. Y no fuera, atrapadas en una de las peores ventiscas de la historia. ¿Dónde está tu marido? ¿Qué dirá cuando descubra el peligro que habéis corrido las dos?

El recuerdo de Mike le hizo olvidar ser cuidadosa antes de contestar a la pregunta de un cowboy que había demostrado con creces que no era un maníaco.

–Si a mi ex marido le importara de algún modo el hecho de ser padre, o si se hubiera molestado alguna vez en conocer al bebé que él ayudó a crear, estoy segura de que no diría nada bueno de lo que he hecho.

Se cruzó de brazos y miró el inhóspito paisaje. Aquel pequeño discurso era más de lo que le había contado a nadie en meses. Y había sido más envenenado de lo que era necesario. Debería utilizar un modo menos combativo para llegar a conocer a su rescatador.

–Lo siento –dijo ella con un suspiro–. Sé que no sabes nada sobre mi divorcio. Angie y yo estamos solas. Estoy intentando conseguir otro trabajo. Es una gran oportunidad. Pero tenemos que estar allí para el uno de enero. Creí que teníamos tiempo de sobra pero...

–¿Cómo de lejos está ese nuevo trabajo? –preguntó él.

–No está muy lejos, en circunstancias normales. Cheyenne, en Wyoming.

–Sí, sé dónde está. He pasado mucho tiempo en Cheyenne.

–¿Vives allí? No te diriges hacia allá ahora mismo, ¿verdad?

–No, me dirijo a un rancho que hay a las afueras de Great Falls. Ésa es mi casa.

Había dicho la palabra «casa» con tal reverencia que Marcy supo que habría alguna mujer afortunada esperándolo allí. No pensó que fuera apropiado interrogarlo más, sobre todo cuando estaba concentrado en poder encontrar el camino a casa.

De pronto se oyó un ruido seco que atravesó el sonido del viento. Lance puso el pie en el freno y el coche se detuvo a menos de medio metro de un enorme pino que había caído en medio de la carretera.

Los dos se quedaron callados. Todo quedó tranquilo durante lo que pareció una eternidad, aunque probablemente sólo pasaron unos segundos.

 

 

Quédate aquí. Iré a quitarlo de en medio –dijo Lance.

–¿Es el árbol entero?

–Sólo es una rama enorme. Me las arreglaré –dijo él, salió y cerró la puerta.

Lance sabía que no debía descargar sus frustraciones con una perfecta desconocida. Nada de eso era culpa de ella. El hecho de que aquella rama hubiese bloqueado la carretera no tenía nada que ver con que ella estuviese en el coche.

De acuerdo, no había nada que deseara más que no haber visto jamás a esa mujer con su bebé en la carretera. Él tenía su propio horario y no tenía tiempo para ocuparse de los problemas de otra persona.

Pero su discurso sobre el ex marido que la había abandonado antes de que el bebé naciera lo había puesto furioso. Había conocido a muchos tipos así en sus días en los rodeos. Hombres que jugueteaban con las mujeres y luego desaparecían cuando las cosas se ponían serias.

Pero el conocer todo eso no hacía que el escuchar la verdad desde el lado de la mujer fuese más fácil. Era despreciable. La idea de tener una familia y apartarla de tu lado era algo que lo ponía furioso y le daba ganas de golpear algo.

Por nada en el mundo abandonaría a aquellas dos personas en la tormenta. No sabía por qué había sido tan desafortunado como para encontrarse con ellas, pero parecía como si el destino hubiese hecho de las suyas otra vez, cambiando sus planes. Al menos las llevaría a un área de servicio y se aseguraría de que estuvieran a salvo.

Se bajó el sombrero, se envolvió en su chaqueta y abandonó el calor del coche para enfrentarse al frío polar. La temperatura debía de haber descendido veinte grados en la última hora.

Trató de no respirar muy profundamente, sabiendo lo mucho que le arderían los pulmones si lo hacía. Uno no podía ser un ranchero en el norte de Montana sin estar al corriente de los peligros de los largos y duros inviernos de la zona.

Al llegar frente al capó se le heló la sangre al comprobar que la rama estaba tendida a lo largo de los dos carriles, de modo que el coche no podía continuar. Además era una rama pesada llena de nieve.

No había otra opción que apartarla del camino, pero tras darle un par de empujones Lance supo que no podría hacerlo con las manos.

–¿Puedo ayudar? –dijo Marcy.

–Te he dicho que te quedaras dentro. La temperatura ha bajado mucho. Vuelve al coche.

–Nunca conseguirás mover algo tan pesado tú solo –dijo ella–. ¿Podemos utilizar el utilitario para empujarla y quitarla de en medio?

–No –dijo él, pero la pregunta le había dado una idea.

Antes de comprar el coche, mientras revisaba el compartimento donde se guardaba la rueda de recambio se había quedado sorprendido al ver unos cables, una pala, una cuerda y una manta. El hombre del alquiler de coches le había dicho que era un equipamiento estándar que llevaban todos los coches por si había una emergencia en mitad del invierno.

–Eso funcionará –murmuró para sí mismo.

Para cuando sacó la cuerda del maletero, Marcy había vuelto a colocarse a su lado.

–¿Qué vas a hacer?

–No podemos empujar la rama fuera del camino. Pero quizá podamos remolcarla lo suficiente como para poder seguir conduciendo –dijo él.

Como la mayoría de los coches y furgonetas nuevos, aquél no tenía un parachoques de acero en condiciones. Pero sí tenía un gancho instalado bajo el parachoques trasero.

Lance miró a Marcy y observó el escalofrío que recorrió su cuerpo. No llevaba ropa adecuada para ese clima. El abrigo que llevaba estaba gastado.

Era evidente quién de los dos haría eso.

–¿Crees que puedes darle la vuelta al coche para que quede mirando en el otro sentido? Yo ataré la cuerda y me aseguraré de que se sujete.

–Sí, sí, por supuesto –dijo ella.

Cuando ella estuvo finalmente en el asiento del conductor, él pudo relajarse. Al menos sus pies no correrían peligro de congelación mientras estuviera dentro.

Él se echó a un lado y la guió con movimientos de mano hasta un punto que consideró sería apropiado para mover la rama. Tras asegurarse de que la cuerda estaba bien atada al coche y a la rama, le hizo gestos para que avanzara. Ella bajó ligeramente la ventanilla del copiloto para poder oírlo por encima del viento.

Intentó hacer avanzar el coche pero las ruedas patinaron sobre el hielo. No pudo conseguir que se moviera en absoluto.

–Déjame intentarlo –dijo él.

En vez de pasar por encima de la caja de cambios, Marcy abrió la puerta y salió para dar la vuelta por delante del capó hasta llegar al asiento del copiloto. Levantó las manos para cubrirse la boca del frío y por primera vez él se fijó en sus guantes.

O mejor dicho, en la ausencia de unos guantes adecuados. Al principio le había parecido ver que llevaba mitones de lana. Pero de pronto se quedó sorprendido al ver que había agujeros a la altura de los dedos. Se congelaría seguro.

Marcy entró al coche por la otra puerta y él se colocó en el asiento del conductor. Le llevó cinco minutos más conseguir que el coche avanzara y quitara la rama del carril. Dos minutos después la cuerda ya estaba desatada y de vuelta en el maletero. Luego colocó el coche en la dirección correcta para poder seguir su camino.

Tras pasar la rama, aparcó el coche. Se giró para mirarla y dijo:

–Marcy, dame tus manos.

–¿Qué? –preguntó ella extrañada ante tal petición.

Lance estiró las manos y colocó las palmas hacia arriba. Ella colocó sus manos lentamente sobre las de él, pero parecía indecisa y confusa. Fue todo lo que Lance pudo hacer para no derrumbarse y rogarle que hiciera lo que le pedía con rapidez. No quería asustarla, pero aquello era muy importante.