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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

www.harlequinibericaebooks.com

 

© 2013 Jina Bacarr

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Sushi al desnudo, nº 2 - diciembre 2013

Titulo original: Naked Sushi

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises limited y sus filiales, utilizadas con licencia. las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

COSMOPOLITAN y COSMO son marcas registradas por Hearst Communications, Inc.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3928-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Desnuda e impotente como una sirena varada, contuve el aliento. Estaba a punto de ser devorada por el hombre más sexy del mundo.

Sabía que quitarme la ropa no era la mejor manera de recuperar mi puesto de trabajo, ¿pero hice caso al sentido común?

¿Lo hice?

Sin trabajo y desesperada, no había tenido más remedio que aceptar aquel encargo para sobrevivir. De modo que allí estaba, tumbada sobre la mesa del restaurante japonés, desnuda salvo por un diminuto tanga de color rosa, una hoja de plátano cubriendo mis partes y unos crisantemos amarillos que ocultaban mis tetas.

Un plato de sushi vivo.

El olor a jengibre me hacía cosquillas en la nariz. ¿Y si estornudaba?

La cosa empeoró cuando el macizo por el que había perdido mi trabajo como programadora informática tomó un trozo de atún rojo de mi abdomen con los palillos, pellizcándome al hacerlo.

«Ay, qué daño».

Él hizo un gesto de disculpa, con esa expresión de «lo siento, cariño» que me había hecho perder el trabajo y esos ardientes ojos oscuros que me habían hecho caer en la tentación.

Seguro de sí mismo, y sin duda acostumbrado a salirse con la suya, exudaba peligro por cada poro de su piel. Y yo lo habría seguido hasta el infierno si me lo hubiera pedido.

No me lo pidió. Lo que hizo fue seducirme sobre una fotocopiadora, su alto y atlético cuerpo aplastando el mío sobre el cristal de la máquina, sus manos por todas partes. Y todas las fantasías que había tenido en mi vida se hicieron realidad, como el orgasmo que no terminaba nunca… o más bien parecía no llegar nunca.

«Anda, mira, está sonriendo».

Él sabía lo que estaba pensando. Sabía que lo deseaba aunque estuviese seriamente cabreada con él.

Entonces tuvo el descaro de pasar los pasillos por mi abdomen, dejando un rastro de pringoso arroz blanco. Se inclinó hacia mí y sacó la lengua como si fuera a chupar el arroz de mi piel desnuda…

¡Sí, por favor!

No me atrevía a mover un músculo.

No podía creer que estuviera allí, desnuda, boca arriba, con pescado crudo por todo el cuerpo, incluso sobre el pubis, essperando que aquel hombre diera el primer paso. Él parecía encantado sabiendo que me tenía a su merced. Me moriría si esos labios tan sensuales, unos labios a la vez duros y suaves, tiernos pero insistentes, rozasen lo que había bajo la hoja de plátano marrón pegada a mi monte de Venus.

Como si yo fuera a dejar que eso pasara.

Porras. Olía a pescado crudo, sabía a pescado crudo y tenía pescado crudo, frío y viscoso deslizándose entre mis muslos, para delicia del hombre que salivaba sobre mí. Me sentía tan vulnerable tumbada allí, incapaz de moverme mientras lo veía relamerse…

Contuve un gemido, imaginando que introducía un dedo dentro de mí para excitarme, sacándolo después para acariciar el hinchado clítoris. En mi mente, lo acariciaba justo como yo quería, las deliciosas sensaciones creciendo dentro de mí y el placer convirtiéndose en agonía cuando enterrase la cara en mi…

Sigue soñando.

Jamás volvería a bajar la guardia. ¿Cómo iba a hacerlo?

Me habían despedido por su culpa. Había dejado que mis hormonas se dejaran seducir por aquella lenta e irresistible sonrisa.

Y por un trasero estupendo.

Él parecía divertido y eso me molestó. Por culpa de mi indiscreción, no iba a poder solicitar la prestación por desempleo, prácticamente no me quedaba dinero en el banco y tenía que pagar el alquiler del piso.

Sushi al desnudo, por el amor de Dios…

No solo estaba cabreada sino decidida a vengarme.

 

 

Todo había empezado unas semanas antes, cuando me quedé a trabajar hasta tarde en la oficina para fotocopiar la lista de acotaciones de un anuncio que tenía que salir por la mañana. No era nada importante. Cinco minutos en la fotocopiadora y me iría a casa con algo de comida china.

La mejor amiga de una chica soltera, aparte de su vibrador.

Todo el mundo se había ido a casa, así que decidí hacerlo yo misma, aunque no estaba acostumbrada a usar la fotocopiadora. Soy analista programadora para una empresa de videojuegos. Ninguna empresa puede funcionar sin los códigos y símbolos que encriptamos en sus páginas; tantos que a veces parece como si un cuadro de Jackson Pollock se hubiera colado en el ordenador.

Y me gustaba mi trabajo.

Analizaba y editaba los clips de los anuncios de mi empresa y recodificaba los archivos de vídeo y audio para diversos medios de comunicación. También hacía posproducción y eso incluía endulzar los vídeos con música. Cuando me aburría, me volvía creativa y hacía cosas divertidas como esconder poemas eróticos en presentaciones de PowerPoint.

Tan fácil como enviar un mensaje si uno sabía cómo hacerlo.

Solo hay que crear un box de texto en una diapositiva y escribir algo sexy como: ¿tu última cita hablaba francés sin intérprete?

Igualaba el color de la fuente al color del fondo para hacerlo invisible antes de esconderlo en un box diminuto del tamaño de un punto, añadía una rejilla para anotar la localización del box y luego lo enviaba a los demás programadores, que sabían cómo leer esos mensajes, y así teníamos diversión para los martes por la mañana.

También añadía palabras en francés subidas de tono a las pruebas de vídeo. Se me dan bien los idiomas y me encantan las cosas de espías, por eso había solicitado un puesto en la CIA, el FBI, la DEA y a ATF.

Jamás pasé del primer examen escrito.

Descubrí que llevar gafas de presentadora de televisión no me colocaba en cabeza en la lista de candidatos y estaba ahorrando para operarme la miopía con láser antes de que me despidieran, pero nunca pude reunir dinero suficiente.

Y luego estaba el asunto de mi cuestionable pasado. Yo resultaba ser un riesgo de seguridad porque no sabía quiénes eran mis padres. ¿Cómo iba a saberlo? El oficial O’Malley me encontró abandonada a la puerta de una iglesia en la calle 16 cuando aún iba en pañales. Él me dio su apellido y me llamó Mary Dolores, el nombre de la iglesia, pero siempre me llamaba Pepper. Y yo misma empecé a llamarme así en octavo para hacerme la interesante.

Como era dudoso que acabara siendo agente del servicio secreto, estaba decidida a ser la mejor en mi trabajo. Sin embargo, no me sentía cómoda en mi antigua empresa porque los muebles viejos, los baños sucios, los techos con goteras y los bichos me ponen nerviosa.

Claro que hay bichos de dos patas en todas partes, por muy elegante que sea la decoración. En esa empresa, la mayoría de los programadores pensaban que usar jabón era cosa de nenazas. Pero eso no era lo peor. Podíamos oír ratas corriendo por el techo y cuando vi un rabo y dos patitas colgando sobre mi cabeza decidí presentar mi renuncia.

En mi última empresa, de la que acababan de despedirme, teníamos una enorme y ventilada sala de trabajo, un servicio con flores recién cortadas y un comedor en el que servían la mejor comida basura de la ciudad. Al contrario que muchas otras empresas de software que se habían instalado en Silicon Valley, mi exjefe compró una restaurada casa de estilo victoriano en San Francisco y la convirtió en una empresa de primera línea.

Me encantaba descubrir los secretos de esa vieja casa: armarios escondidos, escritorios con cajones cerrados. Incluso había una entrada clandestina que parecía una ventana.

Y tenía mi propio despacho. Sin pesados mirando por encima de mi hombro intentando decirme cómo encriptar un código. Aparte de eso, tenía un café sobre mi mesa todas las mañanas, así que estaba encantada.

Maldita sea, quería recuperar mi trabajo. Aquel sitio era estupendo.

Era el porqué de mi despido lo que me tenía cabreada.

Había tenido relaciones sexuales con un desconocido en el cuarto de las fotocopias; mi trasero fotocopiado para la eternidad.

Admito que hacen falta dos personas para hacer eso, pero no todo había sido culpa mía. Tenía hambre y no solo de comida china. Pasaba demasiado tiempo sola. No es fácil mantener a un hombre interesado cuando te emocionas con un nuevo programa de software y él está empalmado. Mi último novio me dejó porque trabajaba hasta muy tarde y me estresaba por cosas como la desincronización del audio de un videojuego.

A los tíos no les gustan las chicas que saben más de ordenadores que ellos y, en consecuencia, mi vida amorosa consistía en quedarme colgada en el mundo virtual y tener un orgasmo mientras veía a mi avatar pasarlo mejor que yo.

Dicho esto: ¿quién podría criticarme por haberme aprovechado de la situación cuando acorralé a un macizo en el cuarto de las fotocopias?

No solo un macizo, sino el macizo de mis sueños.

Durante años, había soñado con ese tipo de chico malo: torso desnudo de abdominales marcados, trasero apretado, flequillo negro que le cubría un ojo en el ángulo justo, desafiando a una chica a adentrarse en la oscuridad con él…

Y no mirar atrás.

Tal vez era porque estaba cansada de la comida china o porque había olvidado comprar pilas para mi vibrador. O tal vez mi nuevo conjunto de ropa interior me apretaba demasiado en salva sea la parte. Fuera cual fuera la razón, me sentía más cachonda de lo normal esa noche.

Todo parecía irreal.

Medianoche, una oficina silenciosa, sombras por todas partes… llamándome como agujeros negros en los que una podía caer y aterrizar en un universo paralelo.

Casi podía escuchar las notas de The Rocky Horror Picture Show guiando mis pasos mientras recorría el silencioso pasillo.

Entonces vi un haz de luz bajo la puerta del cuarto de las fotocopias.

Me detuve. No estaba sola. ¿Quién más estaba en la oficina a esas horas?

Debería haber seguido con lo mío, irme a casa y hacer las fotocopias por la mañana, pero esa parte de mi personalidad, la que estaba convencida de que lo mío era el espionaje, no iba a darse la vuelta.

En cuanto abrí la puerta descubrí a un hombre al que nunca había visto haciendo fotocopias. No me pareció raro del todo porque el señor Briggs, el propietario de la empresa, había contratado recientemente a un nuevo diseñador de videojuegos para aumentar las ventas. Pensé que estaba fotocopiando la revista Playboy o algo así para colgar las fotos en su taquilla. Todos los tíos hacen eso.

No se me ocurrió cerrar la puerta y salir corriendo... básicamente porque estaba mirándole el trasero.

Y esos hombros tan anchos. Ñam, ñam.

Llevaba una gorra y un chándal negro, lo que debería haberme alertado de que ocurría algo raro, pero quedarme encerrada allí con él durante horas era una fantasía erótica a la que no podía renunciar.

Y le solté con mucha chulería:

–¿Fotocopiando secretos de la empresa?

Él se dio la vuelta y me quedé sin aliento, mirando el bulto bajo sus pantalones con aprensión y deseo. Un flequillo negro cubría sus ojos oscuros como la crin de un animal salvaje, barba incipiente, sus labios esbozando una mueca feroz... aunque se relajó un poco al verme.

–¿Quién eres? –me preguntó, con una sonrisa burlona–. ¿Seguridad?

Metió una mano en el bolsillo del pantalón, un movimiento que no me pasó desapercibido. ¿Qué estaba buscando, su smartphone?

Yo reí, como si aquello me ocurriese todos los días.

–¿Quién necesita seguridad contigo por aquí?

Él sacó la mano del bolsillo para acariciar mi cara. Y cuando me miró a los ojos, se me doblaron las rodillas.

–¿Cómo te llamas?

–Pepper.

–¿Y eres tan sexy como tu nombre? –preguntó, rozándome con la cadera, su aliento haciendo que los cristales de mis gafas se empañasen.

Su voz, tan sexy, me llevó a un sitio con el que había soñado muchas veces, haciendo que apretase los muslos para contraer los músculos del pubis, sintiendo un delicioso cosquilleo.

–Seguro que te gustaría averiguarlo, ¿verdad? –repliqué, esbozando una sonrisa traviesa.

Me encantaba decir eso y pensé que él reiría como los demás programadores para después darme una palmadita en la espalda e invitarme a una cerveza.

Imagina mi sorpresa cuando no fue así.

 

 

Su boca se apoderó de la mía, sus labios húmedos y ardientes rozando los míos, que debían estar secos. Y luego mordisqueó mi labio inferior hasta que me rendí como un cachorrito hambriento.