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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Anna DePalo

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dispuesta a todo, n.º 1288 - agosto 2015

Título original: Having the Tycoon’s Baby

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6883-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

–He decidido acudir a un banco de esperma y someterme a una operación de inseminación artificial.

El anuncio de Liz Donovan fue recibido con una mezcla de sorpresa e incredulidad. Allison Whittaker, que había sido su mejor amiga durante los últimos diez años, reflejaba esas emociones con viva intensidad.

Estaban sentadas en el estudio forrado de libros de la casa de los padres de Allison, una impresionante mansión colonial de ladrillo rojo en las afueras de la ciudad de Carlyle, al noroeste de Boston. La familia Whittaker celebraba cada año una barbacoa durante el fin de semana en que se conmemoraba a los caídos en combate y ese año no era una excepción, pese a que los padres de Allison, Ava y James, estaban de viaje por Europa.

–Pero, Lizzie, el niño nunca conocerá a su padre. ¿Es que no te importa?

–Claro que sí, pero un banco de esperma me parece la mejor opción en estos momentos. Además, podré elegir el color de ojos, la estatura y todo lo que quiera.

Allison había sido su acompañante cuando Liz había acudido al hospital varias semanas atrás para una laparoscopia que había confirmado el diagnóstico de su ginecólogo y sus peores temores. Sufría endometriosis.

Afortunadamente era un caso leve que habían descubierto a tiempo y la operación había retirado con éxito todo el tejido infectado que rodeaba el útero. Pero, desgraciadamente, no se podía predecir lo que depararía el futuro. Eso implicaba una inquietante incertidumbre año tras año mientras esperaba quedarse embarazada, siempre que ya no fuera demasiado tarde.

–¿No preferirías a alguien conocido? –rebatió Allison con el ceño fruncido–. Creo que sería muy ventajoso que conocieras la identidad del padre.

Liz suspiró. Apenas podía creer que su plazo para ser madre ya hubiera expirado. ¡Dentro de seis meses cumpliría los treinta!

Siempre había considerado que la familia era muy importante. Su madre había fallecido cuando ella sólo contaba con ocho años y no había tenido hermanos. Si no hubiera sentido la imperiosa necesidad de demostrarse a sí misma y a su padre que podía triunfar en el mundo de los negocios, habría prestado menos atención a sus estudios y un poco más a su inexistente vida social.

De hecho, había acudido a la mansión de los Whittaker ese día por un asunto de trabajo, pese a los trastornos de las últimas dos semanas. Confiaba en tratar acerca de una importante cuenta para su negocio de diseño de interiores, Bebés Preciosos, especializado en cuartos de niños y zonas de recreo.

Allison había sugerido que se ocupara del diseño de la guardería que Empresas Whittaker había planeado para las oficinas centrales. Si conseguía el contrato, sería el encargo más importante de su negocio hasta la fecha y supondría un paso enorme para enderezar su situación económica.

Si tenía suerte Quentin, el hermano de Allison, director general de Empresas Whittaker, aparecería en cualquier momento y tendría la oportunidad de sellar el trato.

Liz rechazó con determinación la punzada nerviosa que siempre acompañaba cada pensamiento que dedicaba a Quentin y se inclinó para tomar el vaso de limonada que había dejado sobre la mesa.

–Claro que resultaría beneficioso si conociera al padre. Pero, ¿a quién iba a pedírselo? No estoy saliendo con nadie y no tengo suficiente confianza con ningún hombre.

Allison se quedó pensativa un instante, pero enseguida tomó la palabra.

–Bueno –sugirió–, yo tengo tres hermanos.

Liz paralizó el movimiento de la mano a medio camino de su vaso y miró a Allison entre divertida y horrorizada.

–¡Me dan escalofríos al pensar en algunos de tus planes adolescentes a los que me vi arrastrada por tu calenturienta imaginación!

–¡Disfrutaste cada minuto! –replicó Allison con aire pretendidamente ofendido.

Liz se recostó nuevamente sobre los cojines del sofá, olvidó el vaso de limonada y lanzó otro suspiro. Allison podía resultar muy tenaz. Era un rasgo de su carácter muy útil en su puesto como abogada y ayudante del fiscal del distrito en Boston, pero también la convertía en una oponente muy dura.

–Incluso tú deberías admitir que pedir a uno de tus hermanos que se ofreciera voluntario como donante de esperma resultaría un poco raro –señaló Liz.

–¿Por qué? –Allison se levantó y comenzó a pasear nerviosa–. Me parece muy sensato. Mi madre ha dejado muy claro su deseo de que la hicieran abuela, pero ninguno de mis hermanos parece muy dispuesto. ¡Y yo no voy a casarme con el primer heredero aburrido que asome la cabeza sólo para hacerle feliz!

Allison se detuvo y miró a Liz con una sonrisa triunfante.

–Además, estoy convencida de que serías una madre maravillosa. De hecho, serías la mejor –aseguró Allison.

–¿La mejor, qué? –preguntó una voz grave desde la puerta.

Liz se tensó y dirigió a Allison una mirada de advertencia.

Incluso después de once años, Quentin Whittaker, primogénito de la familia y hermano mayor de Allison, seguía poniéndola muy nerviosa. Era muy alto, más de un metro ochenta según sus cálculos, de pelo negro bastante corto. Era de complexión fuerte y rasgos bien definidos. Tan sólo una pequeña cicatriz en el vértice de su ceja derecha, producida por un accidente en un partido de hockey, rompía el equilibrio.

Su mirada viajó a través del despacho y se posó en ella.

–Hola, Elizabeth.

Nunca la llamaba Liz, tal y como hacía la mayoría, o Lizzie, diminutivo que usaban la familia y sus amigos íntimos.

Recordó de pronto que se habían encontrado por primera vez en esa misma habitación, en esa casa. Tenía dieciocho años y estaba a punto de terminar el instituto. Él, por su parte, tenía entonces veinticinco y estaba a punto de graduarse en Harvard.

Una sola mirada en sus insondables ojos grises había bastado para elevarla hasta el séptimo cielo, en alas del deseo y la pulsión adolescente. Quentin, por su parte, se había mostrado inmune entonces y en posteriores encuentros. Siempre se había comportado con reserva y educación.

Entró en el despacho. Dirigió sus pasos hacia el enorme escritorio de caoba, situado junto a un gran ventanal en uno de los lados de la habitación.

–¿La mejor, qué? –repitió, pero dirigió la pregunta a su hermana.

–Quent, Liz necesita tener un bebé. ¡Y rápido!

–¡Allison!

Liz miró boquiabierta a su amiga. Había olvidado que Ally se comportaba igual que un crío con zapatos nuevos siempre que tenía alguna de sus brillantes ideas.

Quentin se paró en seco y frunció el ceño.

–¿Qué?

–El médico le ha confirmado hoy que padece endometriosis –prosiguió Allison–. Sus posibilidades para tener un hijo se reducen cada día que pasa.

La mirada de Quentin clavó a Liz contra el sofá.

–¿Es eso cierto?

–Sí –confirmó con voz ahogada.

Allison ignoró la angustiosa mirada de su amiga.

–Necesita un donante de esperma –añadió.

–¿Debo asumir que la razón para que me contéis todo esto es que necesitáis un donante de esperma? –preguntó con evidente recelo.

Allison prosiguió su explicación, aparentemente ajena al tono amenazador de su hermano.

–Has soportado una gran presión por parte de papá y mamá para que sentaras la cabeza y les dieras un nieto. Y has dejado muy claro que no tienes la menor intención de casarte otra vez. Tal y como yo lo veo, esta es la solución perfecta para vuestros problemas –concluyó.

–¡Allison, por favor! –gritó Liz, cada vez más avergonzada.

Era intolerable que su mejor amiga sugiriese que Quentin, entre todos los posibles candidatos, ejerciera de padre. Y a tenor de la expresión de Quentin, también él parecía horrorizado ante esa perspectiva.

–No tienes ni idea de lo que me estás pidiendo –replicó Quentin a su hermana.

Su expresión lo decía todo. Estaba claro que pensaba que Allison había perdido la cabeza.

Liz soltó el aire retenido en sus pulmones. Había sido una insensata al pensar que, por un instante, quizás Quentin sopesaría la posibilidad de engendrar su hijo.

–¿No sé lo que me digo? –preguntó Allison, la mirada reprobatoria sobre el traje gris marengo y la corbata azul que lucía su hermano–. Es sábado, Quent. Este fin de semana honramos a los caídos en combate. ¿Y dónde has estado? En el trabajo, claro. Y si no me equivoco, venías al despacho para dedicarle un poco más de tu tiempo al trabajo. Yo diría que sé perfectamente lo que digo.

Liz sofocó el pánico creciente.

–Quentin, quiero que sepas que no le he pedido a Allison que mencionara nada de esto –sacudió la cabeza cuando Allison amagó con una nueva intervención–. De hecho, ya le he dicho que he concertado una cita en un banco de semen.

Quentin se volvió hacia ella y la miró a los ojos.

–¿Es que os habéis vuelto locas? –metió las manos en los bolsillos delanteros del pantalón–. Pensaba que la idea de Allison estaba fuera de lugar, pero ahora me parece la más sensata de las dos.

–Un banco de esperma es una idea muy razonable –se defendió con sonrojo–. Muchas mujeres acuden a uno.

–Tú no eres una de esas mujeres –replicó Quentin.

¿Desde cuándo se había convertido en un experto acerca de la clase de mujer que era? Por su experiencia previa, podía asegurar que se había comportado a lo largo de los últimos años como si ignorase que era una mujer.

Se incorporó con valentía. Siempre se había sentido un poco intimidada ante la presencia de Quentin, pero ahora no era el momento de arredrarse.

–Yo juzgaré eso. Después de todo, es mi problema.

–¿Qué respondes a eso, Quent? –intervino Allison con voz aflautada.

Quentin envió una mirada de aviso a su hermana antes de centrarse nuevamente en Liz.

–¿Por qué no te casas? ¿Qué tiene de malo? Sólo tienes que encontrar un buen tipo y tener todos los hijos que quieras –apuntó.

Liz soltó un suspiró algo exasperado.

–Así de fácil, ¿eh? –chasqueó los dedos–. ¿Y dónde sugieres que busque al hombre ideal?

–Elige a cualquiera –respondió–. Somos una presa fácil.

–Vaya, ¿en serio? Bien, quizás tú lo veas de ese modo. Pero desde este lado las cosas se ven de muy distinta manera –empezó a contar con los dedos–. Veamos. Llevaría varios meses encontrar una persona adecuada. Después harían falta un par de semanas para que nos conociéramos.

Elizabeth respiró hondo.

–En la tercera o la cuarta cita, le permitiría que comprobase la mercancía.

Un músculo empezó a vibrar en la mandíbula tensa de Quentin.

–Es una buena aproximación, ¿no te parece, Quentin? Después de todo, los hombres siempre os quejáis de lo larga que resulta la caza.

–Elizabeth…–masculló con aire siniestro.

Era consciente de que estaba llevando la provocación más allá de sus propios límites. Era una conducta temeraria, pero no le importaba. Quizá fuera fruto de su diagnóstico médico, pero algo se había desatado en su interior.

–Bien, ya llevamos cerca de un mes en nuestra relación. No hay que perder tiempo, así que le propongo matrimonio.

Estaba a punto de perder el control, pero toda la desesperación que había procurado mantener oculta hasta ese momento estaba emergiendo a la superficie.

–Supongamos que tengo suerte con el primer hombre que encuentre y acepta la proposición de matrimonio. Bien, necesitaremos algunas semanas para preparar una ceremonia rápida con un juez de paz.

–Elizabeth…

Ella levantó la mano y le obligó a guardar silencio.

–En este punto, habrán transcurrido entre cuatro y cinco meses. Pero, está tan enamorado de mí que accede sin rechistar para que tengamos un hijo inmediatamente. Bien, eso nos llevará algunos meses de práctica.

Hizo una breve pausa para tomar aliento. Empezaba a ser presa del histerismo.

–Así pues, yo calculo entre seis y siete meses si todo sale «perfecto».

Quentin cerró los puños, apretó los labios y adoptó una expresión sombría. Elizabeth sabía que había resultado hiriente, pero ya no le preocupaba.

–Escucha, Elizabeth, desconozco lo que te ha contado Allison, pero no estoy disponible para ejercer la paternidad. Estoy seguro de que a mi madre le encantaría que le hiciéramos abuela, pero tiene otros tres hijos que pueden proporcionarle ese capricho.

Allison tosió y ambos se volvieron al unísono hacia ella.

–¡Vamos, Quentin! Sabes que mamá y papá te han insistido durante años. Y no se trata tan solo de un capricho de abuelos. Están preocupados por ti. Desde que…

–Mi vida privada goza de muy buena salud –cortó de raíz–. Gracias por tu interés.

¿Saludable? Suponía que era una manera de verlo. La vida privada de Quentin había sido portada de las revistas de Boston durante años. Si los reportajes publicados en el pasado marcaban la pauta, preferiría las mujeres esculturales y sofisticadas de carrera con el pelo liso y medidas de modelo.

Ella, por su parte, estaba tan alejada de los parámetros que configuraban su «tipo» que resultaba patética. Su rebelde melena castaña se derramaba por encima de sus hombros y los rizos, pequeños y apretados, solían enmarañarse. En cuanto a su figura…bueno, se había prometido en repetidas ocasiones que se libraría de esos tres kilos de más, pero parecía que habían encontrado acomodo permanente en sus caderas.

–Mira, no se trata únicamente de un problema de donación de esperma. Quiero ser un buen padre para mi hijo, no un simple semental –observó Quentin.

–Exacto –Liz dirigió una rápida mirada a Allison–. Por eso mismo el banco de semen es tan buena idea.

–¡No! –soltaron al unísono los hermanos Whittaker.

–Escucha, tiene que haber otra solución –dijo Quentin con cierto enojo.

–Otra solución, ¿para qué? –preguntó Matthew Whittaker, el hermano mediano, que entraba en ese momento por la puerta que conducía al vestíbulo principal.

Su pregunta fue recibida con un silencio glacial.

La mirada de Matthew recaló en la expresión ceñuda de Quentin, saltó sobre la excitación de Allison y se posó finalmente sobre el rostro de Liz. Alzó las manos.

–¡No respondáis todos a la vez, por favor!

–Lizzie tiene un problema –señaló finalmente Allison.

–¿En serio? –Matthew levantó la ceja–. ¿De qué se trata?

–Sí, ¿qué problema es ése? –intervino Noah Whittaker, el hermano pequeño, desde el umbral de la puerta mientras le guiñaba un ojo a Liz–. Hola, preciosa.

–Lizzie tiene que quedarse embarazada enseguida. De lo contrario, quizás no pueda tener hijos.

–¡Allison! –protestó Liz con severidad.

–¡Demonios! –Matthew miró a Liz con ternura–. ¿Cuáles son las alternativas?

–Es gracioso que lo preguntes…–apuntó Allison mientras sostenía la mirada de su hermano.

–Bien, si toda la familia tiene que estar al corriente –interrumpió Liz antes de que Allison tuviera ocasión de continuar–, estaba solicitando consejo acerca de un banco de esperma de confianza.

–Tienes que ir tú sola, ¿verdad?

Liz suspiró aliviada. Finalmente, encontraba un aliado.

–Sí –confirmó.

–Enhorabuena.

–Seguro que serás una madre estupenda –añadió Noah.

Liz observó cómo Allison dirigía una mirada de reproche a sus hermanos.

–¿Qué pasa? –preguntó Matthew, perplejo.

–Has elegido un mal momento para entrar en escena –bromeó Allison.

–Al menos estamos de acuerdo en algo –apoyó Quentin en tono sardónico.

–Matt –prosiguió Allison–, ¿no sería preferible que Liz recibiera la ayuda de alguna persona conocida? Un amigo de la familia, por ejemplo.

Liz observó cómo Matthew sostenía la mirada de su hermana un instante. Después se apoyó en el marco de la puerta, cruzó los brazos y estudió la propuesta.

–Bueno, yo diría que eso sería una gran idea.

–Estupendo –dijo Quentin con firmeza–. Tengo una idea aún mejor. ¿Y si se reservara para su marido?

–Liz no está casada, Quent –apuntó Noah con su típica socarronería.

–En ese caso será mejor que se apresure en encontrar uno –replicó.

–¿No te has parado a pensar que, hoy en día, las mujeres tienes otras alternativas? –señaló Matthew mientras meneaba la cabeza–. Te comportas como el hombre de Neanderthal.

Liz apreció que la discusión no era del agrado de Quentin. Dirigió a su hermano una mirada severa.

–Si tienes algo que decirme, Matt –dijo fríamente–, te sugiero que lo escupas rápido.

Matthew miró a todos los ocupantes del despacho antes de tomar la palabra.

–Bueno, yo diría que salta a la vista. Lizzie necesita un amigo en quien pueda confiar y yo soy, sin la menor duda, el mejor tipo que conoce –guiñó el ojo a Liz–. Cariño, siempre que no me exijas demasiado, soy tu hombre.

 

 

Quentin se recuperó con asombrosa rapidez. Era uno de sus rasgos más característicos. Había sido una estrella del hockey en la escuela primaria y también en la universidad. Una de las principales razones de sus éxitos habían sido sus increíbles reflejos. Un rasgo que también lo convertía en un adversario temible en la sala de juntas. Siempre estaba en guardia. No podías relajarte frente a él.

Se volvió hacia su hermano.

–¿Te has vuelto loco?

–En absoluto –respondió Matt en tono apacible–. ¿Y tú?

Noah ahogó una sonrisa.

–No puedes engendrar al hijo de Elizabeth.

–La última vez que hice una comprobación, todas las partes de mi cuerpo estaban en orden –señaló Matthew.

Quentin apretó los puños. No recordaba la última vez que había sentido el impulso de borrar esa expresión de la cara de su hermano.

–Ya sabes a lo que me refiero, ¡maldita sea!

–No sé por qué estás tan molesto, Quent –señaló Allison desde el sofá–. Después de todo, tú no estás interesado.

Elizabeth salió al paso para ahorrarle a Quentin una réplica mordaz.

–Os agradezco que todos queráis…–vaciló unos segundos mientras su mirada se encontraba con sus ojos grises, pero enseguida se volvió hacia Matt–… ayudarme. Gracias por tu oferta. Pero siempre te he considerado un hermano. No compliquemos la estupenda relación que tenemos, ¿quieres?

Matt sonrió y un destello de admiración asomó en su mirada.

–De acuerdo. Pero si en algún momento reconsideras tu postura…

–Gracias –dijo Elizabeth con suavidad y se aclaró la garganta.

Quentin frunció el ceño. ¿Por qué nunca le dirigía a él esas miradas tan tiernas? ¿Cuánto tiempo hacía que se conocían? Más de diez años, sin duda.

Quizás fuera culpa suya. Se había sentido terriblemente molesto la primera vez que había experimentado una reacción física frente a ella. Por entonces ella acababa de cumplir dieciocho años y era, a su modo de ver, una cría.

Claro que eso había ocurrido muchos años atrás. Mucho antes de que Vanessa le enseñara que ninguna mujer era digna de confianza.

Se mordió los labios ante el recuerdo de su antigua prometida. Al menos le había dictado una lección de enorme valor. De cara a las mujeres solteras, no era más que un trofeo dorado adornado con la promesa de una boda por todo lo alto.

Era una lástima que su hermano no se hubiera espabilado todavía. Seguramente creía que el enjambre de mujeres que siempre revoloteaba a su alrededor era únicamente producto de su encanto natural.

–Matt, Elizabeth no va a cambiar de opinión –ignoró la expresión ceñuda de Allison–. Encontrará una solución.

–Estoy segura de eso –apuntó Elizabeth con cierta rigidez–. ¿Me disculpáis?

Y, sin dirigirse a ninguno de los presentes en particular, salió del despacho.

–¡Cómo has podido!

Quentin desvió la mirada desde la puerta hacia su iracunda hermana.

–¿De qué estás hablando?

–Podrías haberte mostrado un poco más compasivo.

–Eso he hecho –apartó de su cabeza el sentimiento de culpa y añadió–. Pero ofrecerme voluntario como donante de esperma creo que supera los límites aceptables de la solidaridad.

Se volvió hacia Matt, que todavía lo miraba indirectamente.

–Tenemos que discutir los términos del Proyecto Topaz en cuanto termine la juerga.

–Sí, señor –respondió Matt con evidente sarcasmo.

–Escucha, listillo…

–Gracias –interrumpió Matt, un brillo irónico en su mirada, y señaló con el pulgar a su hermano pequeño–, pero me has confundido con Noah.

Noah levantó las manos como un muro defensivo y retrocedió un paso.

–No me metáis en vuestros asuntos.

Quentin enarcó las cejas. En su opinión, Matt podía hacerle sudar tinta a su hermano en ese apartado. Pero, con buen criterio, prefirió reservarse su opinión. En vez de eso, salió de la habitación a grandes zancadas antes de que Allison pudiera iniciar la discusión que, obviamente, deseaba mantener con él.

En un acuerdo tácito, Elizabeth y él se evitaron el resto de la velada. Quentin observó cómo se manejaba bajo la presión. Alabó con delicadeza las labores de punto de la señora Cassidy. Columpió a la hija pequeña de sus vecinos, Millicent, y más tarde relevó a Noah en el juego del pídola con el hermano gemelo de esta, Tommy. Se sonrojó ante los continuos elogios que recibieron sus tartaletas de manzana.

E ignoró su presencia.

No sabía qué le molestaba tanto ante la idea que Elizabeth acudiera a un banco de esperma. Pensó en ello mientras observaba cómo charlaba con Noah. Quizás fuera porque, en esas circunstancias, tanto él como cualquier otro hombre, resultaba totalmente prescindible.

En realidad, era un asunto en el que no se jugaba nada. Sencillamente, se trataba de una buena amiga de la familia a la que todo el mundo adoraba.

Estaba seguro de que lo más saludable sería evitar cualquier compromiso. Y la mejor forma de lograrlo sería evitándola a ella. Desgraciadamente, ya había dado su palabra de que trabajaría con ella en el proyecto de la guardería.