SUMARIO

Prólogo: Meditaciones de un jardinero fiel por Dokushô Villalba

Presentación de José María Torres Morenilla

Introducción: Tambores de guerra, senderos de paz

  1. Amor infinito y amores diversos

  2. Vida duradera y la permanencia de los mitos

  3. Mitos, muros y proyecciones

  4. El lado oculto de las palabras. Mensajes de ida y vuelta

  5. Pido la paz y la palabra

  6. No me hables de política

  7. La primavera interior

  8. El alma de las cosas

  9. El valor de la paradoja

10. La cultura del agradecimiento

11. La amistad en tiempos de soledad

12. De lealtades y traiciones

13. El futuro está aquí

14. Las canas del tiempo

15. De las bayas a la comida rápida. La cultura del comer

16. El corazón de la papaya

17. Encrucijadas existenciales

18. La fuerza de la vida

19. Cuando las aguas se desbordan

20. El hábito hace al monje

21. ¡Cuidado con sus dueños!

22. El bosque no deja ver los árboles

23. La piel y las periferias

24. Más allá del horizonte

25. La publicidad o el cielo prometido

26. La escucha en tiempos de ruido

27. La insoportable levedad de las diferencias

28. La raíz de la no violencia

29. Después del éxtasis, la colada

Epílogo

Bibliografía

A José María Torres Morenilla, con quien recorro desde la infancia el sendero de la amistad, a pesar de mantener posiciones ideológicas y políticas diferentes a las mías, estar en el polo opuesto en sus elecciones vitales y existenciales, ser fiel a una tradición espiritual de la que yo deserté hace tiempo y a un estilo literario singular, que no es el mío… A José María, por escribir el prólogo de este libro y de todos los anteriores, aportando su profunda visión pictórica del mundo y de la vida.

PRÓLOGO: MEDITACIONES
DE UN JARDINERO FIEL

«La manipulación de los pueblos sólo funciona si permanece oculta. Una vez que sus mecanismos han sido expuestos a la luz pública se ponen en marcha la rebelión o la revolución.»

Crisis mundial. Encaminados hacia el mundo del mañana

FRANCK BIANCHERI

Las meditaciones escritas de Alfonso Colodrón reunidas en esta obra son amorosas sacudidas que nos despiertan del letargo en el que nos mantienen los medios de seducción masiva y este sistema de vida en el que las conductas automáticas de los seres humanos se diferencian cada vez menos del automatismo de las máquinas.

Alfonso Colodrón es un filósofo de la vida cotidiana. Su gran bagaje intelectual y su íntima espiritualidad basada en la práctica no le impiden abordar los temas cotidianos con la sencillez y la paciencia del jardinero fiel que cuida con sus manos los brotes tiernos, y que no duda en identificar y podar, si ello es necesario, las malas hierbas que crecen por doquier.

Sus meditaciones en voz alta clarifican la comprensión del momento histórico que vivimos y ayudan a los que las leen a tener una comprensión más nítida de la realidad postmoderna.

Con la perseverancia y el amor del jardinero, otea el horizonte inmediato y posa su mirada en las implicaciones éticas de los asuntos cotidianos que a veces pasan ante nuestros ojos como esas plantas que miramos sin ver realmente.

Sus palabras son la expresión de lo que sus ojos miran y ven. Sus palabras exponen a la luz pública las distintas y complejas manipulaciones a las que son sometidas las conciencias y con ello pone en marcha la imprescindible revolución interior que debe operarse en el interior de cada ser humano y que, tarde o temprano, se manifestará como una transformación de las circunstancias sociales.

Si cada uno cuidamos nuestro pequeño jardín interior, la revolución de las cosas pequeñas terminará por convertirse en la revolución de las cosas grandes.

DOKUSHÔ VILLALBA

PRESENTACIÓN

La paz tiene muy buena prensa, pero la guerra resulta mucho más interesante literariamente. La paz es necesaria para el progreso de la humanidad, pero la guerra es mucho más rica en situaciones, en trabajos e incluso en la superación tanto científica como humana de las gentes. Mientras la paz puede ser el hervidero y la levadura de nuevas guerras, la guerra es el cultivo de la paz más imprescindible. Ante la paz hay cierta atonía del alma; en la guerra, la tensión, la irracionalidad de la misma, convergen a buscar la paz a toda costa tanto del vencedor, que en la paz descansa, como del perdedor, que en la paz puede sobrevivir y rearmarse.

Pero ¿qué es la paz, además de no ser la guerra? ¿Hay paz en medio de una guerra, hay guerra incluso en los interludios pacíficos? ¿Hubo alguna vez paz entre los hombres? ¿Cuándo se vivió en paz últimamente? Muchas preguntas para un solo dilema: o guerra o paz. Son excluyentes. La guerra es tan ruidosa desde siempre que basta acercarse a su escenario para decirnos “esto es la guerra;” sin embargo, en la calma chicha de la paz casi nunca podremos decir “esto es la paz,” que creo que no se ha dicho nunca, porque casi nunca la hubo. Paz no, hay silencio. Silencio de tambores y de cañones; silencio de montañas y de valles, de grandes surcos verdes por donde fluyen los ríos y el horizonte es lejano y bellísimo bajo el fulgor de la luz solar y las sombras de las nubes, la naturaleza resulta pacífica y honrada, veraz y luminosa, grandiosa y liberadora. Los cielos incluso, a tantos miles de años luz, parecen pacíficos, sin achuchones, sin corrientes, sin movimiento apenas. Resulta una armonía universal hermosamente pausada, sutil y poderosa al tiempo: nada hay más bello que la paz de los cielos. La verdad es un caos recompuesto, un hacer y deshacer continuo, un equilibrio bajo el principio universal de la contingencia, un eterno bullir de la materia en busca del espacio: la colosal guerra de las partículas por resultar vencedoras. Todo lo existente quiere conseguir su paz, su dominio, su sitio en el mundo para gozar la vida. La paz es una conquista por más que quisiéramos vestirla de entidad espiritual, de Ser, de divinidad que nos ayude a soportar la vida. Nosotros mismos a nivel microscópico y aún menor, somos una guerra de células contra invasores, contra células rebeldes, contra venenos y enemigos íntimos y contra el mal funcionamiento de nuestros órganos. Nuestra paz es la victoria diaria por la vida. Nuestra lucha nunca puede acabar si no queremos perecer y darnos pacíficamente a la muerte.

Pero todos los hombres grandes, aquellos que quisieron lo mejor para los otros hombres, siempre fueron buscadores de la paz. La paz maravilla a los guerreros, no sólo por el descanso, sino porque, tras la experiencia de los horrores de la guerra, quieren en paz ver cumplidas sus vidas en aquello por lo que vale la pena vivir, el amor incluido.

Alfonso Colodrón fue siempre un viajero, algo guerrero, que ha encontrado su paz en su nueva familia, en su consultoría transpersonal, en el hermoso jardín que cultiva frente a su casa de Pozuelo y en la amistad para la que es mejor jardinero incluso. Como buen lector que es, puede escribir con claridad y no puede parar de hablar y de escuchar, también en letra impresa. Por ello, escribió esta serie de artículos, que en esta obra recoge seleccionados, y en ella, yo como amigo de infancia que no le pierdo el ojo, leo un recorrido, una secuela expresiva de su mismo carácter, de su ambición humana, de su sueño de hombre que quiere recomponer el mundo, aun diciendo verdades; que busca la paz aun luchando contra la dictadura desde la editorial exiliada en París Ruedo Ibérico, o recogiéndose en plena democracia en su círculo, sin gozar las ventajas de la paz lograda, ni siquiera económicamente, como hacen ahora muchos de sus compañeros ideológicos.

Para el autor, la paz no es una utopía, ni siquiera un reclamo publicitario de los guerreros. Es lucha, una lucha sin cuartel contra los convencionalismos, contra la segunda muralla de los hombres en las intenciones de pasar por encima de los otros, los débiles, los menos amparados de la justicia. En cierto modo, profesa esta religión del ser humano y por ello ha pasado en algún “rifirrafe” televisivo, con enojo de su parte, por ser un hombre religioso, de una religión inventada en Occidente a la que llamaron taoísmo, que es en realidad una filosofía de vida. Pero este autor siempre fue así, con independencia de las ideas, dentro de su profunda religiosidad vivida en los primeros años católicos de su vida y de la que soy particular testigo por nuestra amistad de años. Lo que dice ahora es continuidad lógica de lo que entonces decía. Nos pasa a todos, seguimos siendo los mismos aunque cambien las circunstancias, frente a lo que dijo el filósofo: a un hombre, en su corta vida, no le está dado cambiar ontológicamente ni siquiera en el mundo espiritual (lo que decían antiguamente: “genio y figura, hasta la sepultura”). Podemos cambiar las conductas externas, pero el mundo interior es tan limitado y fijo como lo es la órbita del sol respecto a los espacios interestelares. Solamente los muchos seres humanos en muchos tiempos pueden evolucionar física y espiritualmente.

La vida del autor ha sido muy interesante: ha viajado mucho, más que Julio Camba. Ha vivido en persona el movimiento estudiantil de Mayo 68, en Francia, que supuso el comienzo de una revolución cultural; ha participado en tertulias y amistades de la intelectualidad antifranquista. Ha recorrido el ancho meridiano de la humanidad, desde Japón a la Polinesia, Estados Unidos y América del Sur también, en muchos años. Tiene una experiencia de humanidad increíble y una gran facilidad mayor aún de hacer amigos. Por ello en sus escritos siempre hay algo vivido realmente; no es un simple teórico de las cosas, aunque sean científicas y reguladoras de las conductas humanas. Más bien habla del ser interior, describe con pulcritud el alma humana, también la perversa, la dominadora, y es crítico insobornable, por no ser un ideólogo, sino un observador enormemente curioso, un raro espectador que, contrariando otra vez al filósofo, hace algo más que ver: pone en guardia a las personas contra sus guerras inútiles o descubre los oscuros intereses, casi siempre económicos, de las grandes potencias y de los hombres que mandan en el mundo, mientras se empeña en poner en paz y armonía a cuantos le lean o acudan a su consulta. Él lo ha vivido interiormente y sigue intentando profundizar en su vivencia. Incluso acercándose cada día al movimiento de los jóvenes indignados que renuevan su esperanza.

Cuando me adelantó su libro para que le hiciera el prólogo, quedé fascinado: cada capítulo es una muestra completa del pensamiento moderno. Nada es convencional, ni acordado. Es raro que en estos tiempos alguien escriba así, sin presumir de moderno o de revolucionario. Me parece que hay que estar bien asentado con los pies en la tierra, sin perturbadores sueños de gloria, para resultar glorioso. También es un libro escrito con belleza y dominio del lenguaje. Y aunque hay unidad de criterios y un camino de paz buscado en todo tiempo, estos “senderos de paz” resultan diversos y amenos de recorrer. Se puede hacer de un tirón, como puede recorrerse en unas horas una exposición de pintura, sin dejar de apreciar lo que de singular y hermoso tiene cada cuadro. Es la obra de un enamorado de la vida.

Releyendo los capítulos que siguen, tomamos de nuevo conciencia de que el panorama actual del mundo es desolador. Y no tanto porque continúen las guerras, sino fundamentalmente por la brutalidad de las operaciones de guerra en el terreno de la diplomacia, del derecho internacional público, que es pisoteado cuando los dirigentes actuales, en un ejercicio de agresividad, por emplear un término suave, no han tenido en cuenta las reglas elementales del antiguamente llamado derecho de gentes por los romanos, de los tratados, de las convenciones, de los mecanismos legales reconocidos por todos. Ni siquiera respetan las formas, los usos y costumbres, las mínimas buenas maneras. Ya lo dijo el escritor: hay unas faltas que son imperdonables, y éstas son las de la cortesía, la guerra no puede hacerse con argumentos lineales, sin respeto de los tiempos muertos que la han de preceder siempre. Si de algo sirve la diplomacia y el derecho internacional, es para no dejar con cara de pánfilos a las otras partes del mundo. Les han dicho ahora: no pintáis nada y si os ponéis bravos o a la contra os veréis con nosotros. Todavía parecen sonar en ciertas cancillerías las palabras de Stalin: «¿El Papa, cuántas divisiones tiene?».

Alfonso Colodrón quiere llegar a la paz. Paz en el hombre interior, en el círculo de la familia, en el pueblo, en las naciones, en el mundo; y va desgranando su propósito, párrafo a párrafo, con claridad, sin artificios, en este libro que para mí es una pequeña antología imprescindible, didáctica, pero no engreída, bella y profunda, como el día a día de su vida en busca de la Paz.

JOSÉ MARÍA TORRES MORENILLA

INTRODUCCIÓN:
TAMBORES DE GUERRA,
SENDEROS DE PAZ

«Aquel que puede amar puede ser,
aquel que puede ser puede hacer, aquel que puede hacer Es.»

GURDJIEEF

¿Tambores de guerra que retumban en la lejanía? ¿Qué tambores? ¿Qué guerra?, se preguntan muchas personas, no porque sean sordas, sino porque sus guerras internas y el estruendo de sus propios pensamientos e inquietudes las han vuelto autistas a todo lo que les rodea: conflictos armados, ocupaciones militares, hostilidades de países vecinos, huelgas generales, crisis financieras y laborales, amenazas de recortes generalizados, hambre para muchos y beneficios para unos pocos… Sordas y ciegas a la guerra general declarada contra la naturaleza y los recursos naturales, a pesar del clamor y los meritorios esfuerzos de algunas minorías sensibilizadas ante la pérdida diaria de especies animales y vegetales, el avance de los desiertos, la deforestación salvaje, la contaminación de ríos y mares, la escasez de agua potable… Guerra general contra los “desechables”. En román paladino, contra los indígenas minoritarios, los sin hogar, los emigrantes, los campesinos sin tierras…; los pobres, en una palabra, que no producen ni consumen lo que el Sistema necesita para perpetuarse.

Las personas que en otros tiempos llamábamos “sensibilizadas” o “politizadas,” por el contrario, sólo oyen tambores de guerra por todos lados. Con los oídos atentos siempre al exterior y los ojos avizor a las señales de humo de nuevas declaraciones de guerra o de incendios amenazantes, no tienen la costumbre de atender al ruido que ellas mismas generan ni a las pasiones que desatan a su alrededor, cuando proyectan su justa indignación y su propia cólera. Pero al menos están vivas, porque les funciona el motor de la empatía y de la solidaridad, tal vez de su propia amargura. Sin embargo, no basta.

Son pocas las que, entre tanto estruendo, escuchan el bullicio interior y la furia exterior, miran hacia dentro y hacia fuera, e intentan encontrar los múltiples senderos de la paz y la convivencia civilizada que la maleza todavía no ha devorado. Mostrar algunos de ellos, con sus dificultades e incertidumbres y sus señalizaciones borradas por el paso del tiempo, es lo que se pretende en los breves capítulos que siguen. Sin sermones, programas ni recetas. Conectar realidades aparentemente lejanas, internas y externas, exigirá al lector abrirse a un pensamiento no lineal, más allá de la lógica habitual. Y saltar de un tema a otro, abriendo nuevos interrogantes, poniendo en cuestión lo aprendido, sintiendo una cierta quemazón en las entrañas ante la incertidumbre, pues como dijo con mucho sentido Cioran, «un libro debe ser como una herida abierta,» que no deje indiferente al lector, que de alguna forma le impida seguir siendo el mismo después de haberlo leído. Y que mientras lo lee, le suscite emoción, felicidad, tristeza, solidaridad, agradecimiento a la vida, ganas de hacer cambios.

Los capítulos que siguen son selecciones, puestas al día, de reflexiones de dos décadas, publicadas en algunas revistas que tuvieron a bien acogerme en sus páginas.1 Pueden leerse uno tras otro, porque tienen un hilo conductor, pero también por separado, pues se abren, desarrollan y concluyen en sí mismos. Como cuentas de un collar engarzadas, que pueden desprenderse para hacer un anillo o unos pendientes. Podrían haberse titulado “Nada humano me es ajeno,” porque la vida lo abarca todo y une lo que fragmentamos conceptualmente como cotidianeidad, política o espiritualidad. Contiene cualquier asunto, acontecimiento, disciplina, temor, sueño, aspiración y propuesta. Y ello, a pesar de que las palabras “política” o “espiritualidad” tengan al menos tan mala prensa como las palabras “revolución” o “experiencias místicas”.

Sin embargo, desde una perspectiva realista optimista, se puede apostar con lucidez descarnada tras los sucesivos golpes de la vida y de la historia, a pesar de las arrugas del rostro y las cicatrices del alma, por posibles horizontes de más libertad, más igualdad y más fraternidad. Lo que traducido a un lenguaje más espiritual podría expresarse como más luminosidad, compasión y unidad. Vuelta al origen. Trascendencia de la ilusión de que somos seres separados, individuos delimitados por una piel que nos sirve de burbuja. En definitiva, paz y armonía con uno mismo, el mundo y el cosmos, en esa búsqueda incesante expresada por Pablo Neruda, ateo esperanzado:

[…] Y fruto a fruto llegará la paz:
el árbol de la dicha se prepara
desde la encarnizada raíz que sobrevive
buscando el agua, la verdad, la vida…2

¿Y qué diferencia existe entre un místico y un poeta aunque sea ateo? Quien puede ver la belleza en una prisión, en una ce-bolla o en un charco está más cerca de la esencia de todas las cosas, como los niños, como “los pobres de espíritu”. Y pobre de espíritu puede ser una expresión tan devaluada en estos tiempos, insisto, como los términos “espiritualidad” o “política”. Tal vez porque hace tiempo que se han olvidado sus raíces. La palabra “espíritu,” del latín spiritus, significa aliento, sinónimo de vida, algo inmaterial e intangible. Así que la espiritualidad no tiene por qué ir forzosamente ligada a una religión concreta, a creencias, dogmas ni ritos, sino fundamentalmente al misterio y todas las dimensiones mistéricas de la existencia, a aquello que trasciende el tiempo y el espacio, la historia y el cosmos, todo lo que pudiera considerarse como sagrado, wakan, en lengua sioux. En este sentido, tendría más que ver con lo que llamamos sabiduría perenne: aquello que es común a todas las tradiciones espirituales de todos los tiempos y de todas las civilizaciones. Y sobre todo y muy especialmente a la vivencia interior y no a los símbolos ni a los textos sagrados. No toda práctica religiosa es forzosamente espiritual ni viceversa. En este sentido, Ken Wilber, uno de los grandes estudiosos contemporáneos de la conciencia, distingue muy bien entre “espiritualidad traslativa” y “espiritualidad transformadora”,3 y todas las religiones que las sostienen. La primera y todas las religiones traslativas proporcionan fundamentalmente legitimidad, una visión del mundo, de la vida y de la muerte, consensuada por un gran número de personas. La segunda brinda autenticidad y transformación. Es revolucionaria, porque «no legitima al mundo, sino que rompe con él, no consuela al mundo, sino que lo desarticula, y no se ocupa de satisfacer al yo, sino de trascenderlo».4

Y en esa trascendencia del yo, que otros llaman ego, no se trata de luchar contra él, ni de anularlo, pues en esa lucha, lo que hacen muchos “buscadores espirituales” es agrandarlo y crear un yo más sutil, que se cree superior al resto, sin darse cuenta de que es imposible que el yo quiera su propia muerte, su disolución en la Nada. Confunden así realización e iluminación con un estado estático de no implicación, de no sufrimiento; un estado de indiferencia emocional, que se haya por encima del bien y del mal y de las miserias humanas, que ya no le afectarían.

Cuando el místico cristiano del siglo XVI, Meister Eckhart, se refería a Dios con la palabra “Nada,” se refería no a un vacío absoluto, sino a algo que no es ningún objeto conocido, que es inconmensurable y, como dicen los taoístas del Tao, no se puede nombrar, o como afirman los musulmanes de Alá, no admite representación alguna. Tras experimentar un pequeño o gran éxtasis, sólo imágenes metafóricas o poéticas pueden expresar la experiencia, como cuando afirmaba: «El ojo con el cual Dios me ve es el mismo ojo con el que yo veo a Dios. Su ojo y mi ojo son un solo ojo. En justicia, yo soy pensado en Dios y Él en mí. Si Dios no fuera, yo no sería. Si yo no fuera, Dios no sería». A pesar de parecer un trabalenguas, en realidad está resolviendo el gran dilema de la inmanencia y de la trascendencia, hasta tal punto que esta cita fue recogida por Hegel y por Schopenhauer. No está muy lejos esta “Nada” del “Nirvana” de la filosofía hindú, como un estado en que desaparece la ilusión del yo, las divisiones entre observador y observado. Entonces se convierte en “Todo,” una gran Vacuidad, un Vacío fértil, en cuyo seno sólo mora una plenitud ilimitada y serena.

La política, por su parte, no se acota en el hecho de votar o abstenerse de votar cada cuatro años, ni se circunscribe a los partidos políticos y sus respectivos programas. No tiene nada que ver con los grandes discursos y las promesas vacías que llevan al desencanto y la desesperanza. El movimiento de los indignados y las primaveras árabes son manifestaciones evidentes de que la conciencia de lo político ya no puede seguir acotada a las castas políticas que se perpetúan en el poder ni a los profesionales que viven de medrar en partidos políticos.

El filósofo francés André Comte-Spomville define la política como “la gestión no bélica de los antagonismos”. Es ya una elaboración sofisticada de la etimología de esta palabra, que en su origen se aplicaba a todo lo relacionado con el gobierno de la ciudad. Es decir, cómo regulamos la convivencia y gestionamos creativa y amorosamente los intereses contrapuestos, la diversidad y las diferencias. En cierto sentido es una actividad transpersonal, que incluye el tú-yo y el nosotros. Todo lo opuesto al yo-yo predominante hoy día, al que sólo le interesan los asuntos personales y de la vida privada, y que, llevado al extremo, conduce al individualismo feroz que desarticula las redes sociales. Y esto le viene al dedo a un sistema basado en el consumo, que necesita aumentar incesantemente el número de consumidores anónimos. Los Estados actuales también lo fomentan para llevar a cabo sus políticas desencarnadas, en donde “la razón de Estado” abstracta predomina sobre el bienestar y las aspiraciones de sus ciudadanos. Se olvida con frecuencia que la vida privada es una vida vivida en colectividad. Ninguno de nosotros es Robinson Crusoe ni vive aislado en una isla, aunque millones de personas vivan actualmente en una sociedad masificada, pero tan solitarias como nuestro famoso náufrago, a quien Daniel Defoe, autor de la novela, tuvo que inventarle un interlocutor, el flexible “indígena” Viernes, para que no se volviera loco y para dar un sentido a su vida eremita.

Y vida cotidiana, política y espiritualidad únicamente pueden unirse en otro estado para el que sólo tenemos una palabra muy devaluada: Amor, estrechamente vinculado al concepto platónico de la esencia eterna del Bien, que, poco antes de morir, Platón redefinió como “Uno” o Totalidad como Unidad (o Unicidad) que trasciende toda distinción, que a veces se llamó la “Belleza infinita” o la “Bondad infinita” (expresadas en griego con la misma palabra kalós, que al mismo tiempo significa también “placer” y “felicidad”). En este sentido, el Amor no es un sentimiento, ni un impulso, ni un concepto producidos por el yo, sino un estado de Unidad y Plenitud. Pero llegados a este punto sólo queda de nuevo el silencio, porque «ningún nombre puede definir lo eterno […], la vacuidad es la esencia interna del universo, la plenitud es su manifestación externa. Desde un estado de vacío interior podemos contemplar el gran misterio de la diversidad. Lo invisible más allá de lo visible es la puerta del misterio, la puerta de la esencia y de la existencia».5

1. Entre ellas, Espacio Humano, Verdemente, Conciencia Planetaria, Ser Uno Mismo, Tercer Milenio, Integral y Coplanet.

2. 2000, Libro póstumo de Pablo Neruda. Buenos Aires: Losada, 1976.

3. Ken Wilber. Diario. Barcelona: Kairós, págs. 38-45 y 242-248.

4. Ibíd., pág. 39.

5. Alfonso Colodrón. Tao Te Ching al alcance de todos. El libro del equilibrio. Madrid: Edaf, 2009.

1. AMOR INFINITO
Y AMORES DIVERSOS

«Hay un lugar donde las palabras manan del silencio, un lugar donde brotan los susurros del corazón.»

RUMI

No es la fe la que mueve montañas, sino el amor. El amor que no necesita calificativos, pues cada vez que se le añade un adjetivo queda limitado y no es amor verdadero y total. Pero si hay alguno que pueda aplicársele por aproximación es “in-finito,” ilimitado, sin fin. Todo lo demás tiene un límite, incluso la verdad, muchas veces temporal y subjetiva, o la justicia, que precisamente trata de sopesar, medir y tomar decisiones en función de los datos recabados.

El amor es como la luz, una y transparente, que al pasar a través de un prisma se descompone en mil reflejos y colores. No es una abstracción, un concepto, sino la fuerza de atracción de todo lo que existe, la fuerza que hace girar a los planetas sin que choquen entre sí, la fuerza que atrae a los seres vivos a comunicarse entre sí, a relacionarse. Éstos serían los prismas que nos permiten descender al plano de lo concreto y hablar del proceso del amor y de sus distintas manifestaciones.

Humberto Maturana, eminente biólogo chileno, que durante años ha investigado la organización de los sistemas sociales, expone con enorme lucidez y sencillez la génesis e historia del amor desde el punto de vista biológico: la vida y su evolución es, en última instancia, un constante proceso de eliminación y conservación. En una especie de continuo esfuerzo de probar y comprobar una y otra vez, de “errores” y “aciertos,” van apareciendo y desapareciendo funciones, órganos, especies y sistemas de supervivencia. Los orígenes del amor se remontan a la aparición de la reproducción de los gametos o células sexuales diferenciadas, al surgimiento del lenguaje hace tres millones de años, a la expansión de la sexualidad en los humanos en relación con el resto de los mamíferos y al alargamiento de la infancia.6

El primer vínculo amoroso es el que se da entre la madre y el bebé. El disfrute del acercamiento corporal y de la intimidad se ha independizado previamente de la función exclusivamente reproductora: los mamíferos humanos mantienen relaciones sexuales sin estar sometidos a los periodos de celo del resto de su clase. La fase de amamantamiento y crianza es también la más larga de todas. Con el tiempo, surge la familia como espacio de seguridad y de convivencia en donde es posible el placer de compartir. En el transcurso de los siglos, los diferentes sistemas de convivencia, cada vez más complejos, originan la diversidad de culturas y civilizaciones, que manifiestan aparentes avances y retrocesos del amor, en sucesivos acercamientos o alejamientos de la naturaleza.

Lo natural es la tendencia a la supervivencia, a la reproducción, al bienestar orgánico, a la armonía y a la felicidad. En este sentido, el amor es una necesidad biológica. Nosotros somos seres biológicamente amorosos. Cuando las primeras sociedades de humanos se vuelven más sofisticadas, el amor es además un hecho social o, como define provisionalmente Maturana, «el dominio de las conductas relacionales, a través de las cuales el Otro y Uno mismo surgen como legítimo Otro en convivencia con Uno». Y en estas conductas relacionales, es indispensable el lenguaje. Sólo cuando Adán se encuentra con Eva, ambos pueden empezar a poner nombre a las cosas desde la emoción y comienzan a conversar (conversare en latín, es “dar vueltas juntos”). Desde esta perspectiva, las culturas y las civilizaciones no son sino “redes cerradas de conversaciones” que contienen sucesivas elecciones entre lo que se conserva en cada ocasión y lo que se quiere dejar de lado. Y lo que perdura a través de los siglos es el deseo de bienestar y de felicidad.

En las culturas patriarcales, no obstante, la acumulación de poder y bienes, el dominio y el sometimiento de la mujer y de lo femenino así como de unos grupos (tribus, pueblos, clases sociales) sobre otros parecen ir a la contra. Lo que se conserva es el dolor: el dolor de las guerras de conquista, el dolor de la esclavitud, el dolor de la colonización y de la eliminación de otras culturas, el sufrimiento que provoca el expolio y la explotación. Pero el amor no desaparece. Por el contrario, sigue su propio proceso de manifestación y diversificación, para llegar a la unidad final en la evolución de la conciencia. Como expresa con rotundidad Ken Wilber, tal vez el pensador más renacentista de nuestra época por la síntesis de ciencias y saberes que maneja y nos devuelve estructurados, existe un camino de sabiduría ascendente, que se dirige hacia el Uno, y un camino descendente de amor, que se descompone en lo múltiple. A nosotros nos corresponde recorrerlos una y otra vez hasta unir Sabiduría y Compasión, Conocimiento y Amor. En la historia de las religiones y de la espiritualidad, correspondería a la búsqueda de Dios y de la perfección, por un lado, y a la unión mística con lo Divino en sus múltiples manifestaciones, por otro.

Si volvemos a la biología, el desarrollo del cerebro reptiliano que domina los instintos, del cerebro medio, que domina las emociones, y del cerebro límbico, asiento del intelecto, podría relacionarse con tres manifestaciones del amor: el amor que corresponde a EROS, el amor que identificamos como CÁRITAS y el amor de ADORACIÓN o admirativo. Simbólicamente, corresponderían al amor del Niño, al amor de la Madre y al amor al Padre.

El amor erótico no es exclusivamente el amor sexual, la atracción de los sexos. Es una amor puramente instintivo que comparten la mayoría de los seres vivos y no sólo los mamíferos. En los seres humanos empieza fundamentalmente con la tendencia al placer que siente el niño recién nacido. Un bebé es amor en estado puro; está fundido con todo lo que le rodea; lleno de armonía y confianza, transmite el amor sin conciencia que la mitología griega personificó en el dios Eros y la mitología romana en Cupido, el efebo juguetón que lanza sus flechas ciegamente. Todos los aspectos lúdicos del amor se hallan incluidos en esta clase de amor, que los positivistas como Schopenhauer reducen a una especie de señuelo o fascinación de la naturaleza, al considerar todas las demás manifestaciones del amor como simples sublimaciones de este instinto básico. Freud y sus seguidores construyeron toda la teoría psicoanalítica en base a esta visión: todo conflicto psíquico tendría en su origen la represión de este instinto básico. Sin embargo, este mismo amor erótico es para otros una forma de llegar a lo Divino. Así lo han practicado desde siempre los tántricos hindúes y así lo sistematizó el filósofo y místico holandés Baruch Spinoza, que definió el amor como un impulso natural nacido del deleite.