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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Karen Booth

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cita con mi vecino, n.º 2110 - febrero 2018

Título original: The CEO Daddy Next Door

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-745-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Es un favor enorme y no tengo ningún derecho a pedírtelo –admitió Andrew Grayson muy a su pesar, acercando la silla de ruedas al fuego, con el rostro tenso, cansado y pálido.

Max Leonelli, financiero multimillonario de veintiocho años, que conocía a Andrew desde que había entrado por primera vez en su casa con doce años, frunció el ceño.

–Lo que sea –respondió sin dudarlo ni un instante.

Andrew lo miró en silencio, con orgullo. Era demasiado tarde para admitir que debía haberse casado con la tía de Max y haber adoptado al chico. El sobrino de su ama de llaves había llegado a su casa en la adolescencia, sin hogar, traumatizado, asustado, receloso. En aquellos momentos no quedaba ni rastro de aquello en el hombre de negocios poderoso y sofisticado en el que Max se había convertido.

Todas las mujeres estaban locas por aquel hombre de piel aceitunada, espectacular estructura ósea y mirada retadora. Max era un tipo muy duro debido a sus humildes comienzos y a una niñez terrible, pero también era muy leal. Y desde que Andrew había tenido que apartarse de su imperio y del estrés que este le causaba por motivos de salud, Max había estado al mando de todo.

–Lo que te tengo que pedir no te va a gustar –le advirtió.

Max se sintió confundido, estaba acostumbrado a que Andrew fuese muy directo.

–De acuerdo…

Andrew tomó aire.

–Quiero que te cases con mi nieta.

Los ojos oscuros de Max lo miraron con incredulidad.

–Tu nieta vive en un convento, en Brasil.

–Sí, y quiero que te cases con ella. Es la única manera que tengo de protegerla cuando yo ya no esté aquí –declaró Andrew con convicción–. Tenía que haberme enfrentado a su padre cuando él no le permitió que viniera a verme, pero hasta el año pasado tenía la esperanza de que Paul entrase en razón. Al fin y al cabo, era su hija, no la mía. Y tenía derecho a decidir cómo quería educarla.

Max espiró lentamente. ¿Cómo se iba a casar con una chica a la que no conocía? Además, una chica que estaba en un convento y que no había pisado el Reino Unido desde que había nacido. Lo que Andrew le estaba pidiendo era muy extraño, pero en realidad era el único sacrificio real que le había pedido que hiciese jamás, y sería el último, porque Andrew se estaba muriendo. A Max le ardieron los ojos al pensar aquello, pero se contuvo por respeto a la dignidad del anciano.

–Tia es lo único que me queda, mi único pariente vivo –le recordó Andrew apartando el rostro un instante para que Max no viese en él el dolor de haber perdido a sus dos hijos.

Habían pasado tres años desde que el mayor, Steven, había fallecido sin descendencia, pero solo tres meses desde que Andrew había recibido la noticia de que Paul, su segundo hijo, había sufrido un infarto en África, donde lo habían enterrado sin alardes, y sin que a Andrew le hubiese dado tiempo a hacer las paces con él. Tia era la hija de Paul, nacida de la breve relación que este había mantenido con una modelo brasileña.

–Tia tenía que haber formado parte de nuestras vidas desde hace mucho tiempo –murmuró Andrew.

–Sí –respondió Max.

En realidad, sabía muy poco de Paul, el padre de Tia. Max era una generación más joven que los hijos de Andrew y solo había conocido a Steven. Steven había trabajado para su padre durante años, había sido un trabajador lento, pero concienzudo, carente de iniciativa. Al parecer, Paul había sido mucho más inteligente, pero había dejado su trabajo con poco más de treinta años para marcharse a las misiones, dejando atrás a su padre, al mundo de los negocios e incluso a su esposa. Al llegar a Brasil, su mujer había abandonado a Paul y a la hija de ambos y se había marchado con otro hombre. Paul pronto había dejado a la niña con las monjas mientras él continuaba viajando y trabajando en poblaciones desfavorecidas de todas partes del mundo.

–¿Por qué quieres que me case con ella? –preguntó Max en tono amable.

Andrew gimió.

–Piénsalo. No sabe nada de nuestro mundo y es mi heredera. Sería como lanzar a un bebé recién nacido a una piscina llena de tiburones. Va a necesitar que alguien la cuide y la guíe hasta que encuentre su camino.

–No es una niña, Andrew –comentó Max–. ¿Cuántos años tiene? ¿Veintiuno?

–Casi veintidós, pero va a necesitar que alguien le enseñe cómo es este mundo.

–Tal vez haya crecido en la cuenca del Amazonas, pero es posible que esté más espabilada de lo que piensas –argumentó Max.

–Lo dudo mucho, y dado que miles de empleados van a depender de la estabilidad de mis empresas, no puedo correr ese riesgo. Tengo el deber de cuidar de ellos también. Tia será el blanco de los cazafortunas. He estado en contacto con la madre superiora del convento y, al parecer, Tia no tiene interés en ser monja.

–¿Y entonces por qué sigue viviendo en un convento con más de veinte años?

–Tengo entendido que ahora trabaja en él. No la juzgues, Max, no conoce otra cosa. Paul era un hombre muy rígido y machista. Quería un hijo. Para él una hija no era más que otra preocupación, una decepción. Estaba obsesionado con la idea de mantenerla pura y a salvo de las malas influencias, y tenía la esperanza de que ingresase en el noviciado.

–Pero eso no ha ocurrido.

Max se pasó la mano por el pelo moreno y fue a servirse un whisky. Comprendía la postura de Andrew.

Como heredera de Grayson, Tia sería un objetivo y Max sabía lo que eso significaba porque él también llevaba siéndolo desde que había conseguido su primer millón. Sabía lo que era que te quisieran por tu dinero. Cuanto más rico se hacía, más perseguido se sentía por mujeres a las que les hubiese dado igual que hubiera sido viejo y feo.

–Y yo me alegro de que no haya querido ser monja porque, si no, todo por lo que he trabajado durante mi vida iría a parar al convento –añadió Andrew–. Y no les puedo hacer eso a mis empleados. Además, quiero conocerla…

–Por supuesto, pero para eso no necesitas que nos casemos.

–Solías ser más rápido –murmuró Andrew, frunciendo el ceño–. Quiero dejároslo todo a Tia y a ti, a los dos.

–¿A los dos? –repitió Max sorprendido.

–Como pareja. Si te casas con Tia pasarás a ser parte de la familia y mi imperio será tuyo. Yo sé que, ocurra lo que ocurra entre vosotros, tú seguirás mirando por los intereses de Tia después de mi muerte. Confío en ti –terminó Andrew con satisfacción–. Así están las cosas, Max. Este acuerdo también te beneficiaría mucho a ti.

Max lo miró con sorpresa, jamás se había imaginado que podría heredar nada de Andrew.

–No puedes estar hablando en serio.

–Completamente en serio –le aseguró Andrew–. Ya tengo redactado el testamento.

–¿Quieres sobornarme para que me case con tu nieta?

–No es un soborno. Yo prefiero llamarlo un incentivo realista. Al fin y al cabo, casarte será un gran sacrificio para ti. Sé que no tenías pensado casarte ni sentar la cabeza a corto plazo. Y no tengo ni idea de cómo será Tia, después de tanto tiempo en ese convento. Lo que es evidente es que no va a ser como las mujeres con las que estás acostumbrado a salir.

Max clavó la vista en su copa, no quiso comentar que él no solía salir con mujeres, solo se las llevaba a la cama. No regalaba flores ni daba explicaciones, para que no hubiese malentendidos. Su actitud era muy sencilla, le gustaba el sexo, pero no necesitaba ni quería comprometerse con nadie.

–Por otra parte, entiendo que este sería un primer matrimonio para ambos. Es posible que no os llevéis bien y que uno de los dos quiera, antes o después, recuperar su libertad. Es comprensible. Yo sé que tú seguirás haciendo lo correcto con ella cuando os separéis. Así que no tienes mucho que perder, ¿no?

–Lo que tengo es mucho en lo que pensar. Veo que has considerado el tema desde todos los ángulos posibles –admitió Max.

–Y tú no has rechazado mi propuesta de entrada –añadió Andrew con satisfacción.

–Das por hecho que Tia va a querer casarse conmigo.

–Max, llevas enamorando a mujeres desde que tenías catorce años.

–Yo no hablo nunca de amor y no estoy preparado para mentir a Tia. Lo único que puedo prometerte es que lo pensaré.

–No hay mucho tiempo –le recordó Andrew–. Ya le he contado a la madre superiora que estoy enfermo y que vas a ir tú a recoger a Tia.

–Entendido –dijo Max suspirando, notando que le empezaba a doler la cabeza y que iba a tener otra migraña.

–Tia podría ser el amor de tu vida –puntualizó Andrew–. No seas tan pesimista.

Max avisó a la enfermera de Andrew de que iba a dejarlo solo y subió las escaleras de la enorme casa. «El amor de mi vida», pensó con incredulidad. Solo Andrew, que había tenido un largo y feliz matrimonio con una esposa que había fallecido mucho antes de que Max llegase allí, podía hablar con tanta seguridad del amor.

Era un concepto desconocido para Max. Sus padres no lo habían querido y tía Carina, que había sido el ama de llaves de Andrew, le había dado un hogar cuando lo había necesitado, pero nada más. No había sido una mujer sentimental ni maternal y, teniendo en cuenta su sórdida niñez, Max no la culpaba por ello. Él prefería no pensar en el pasado y jamás hablaba de él, pero entendía lo difícil que debía de haber sido para la hermana de su madre sentir cariño por él. Al fin y al cabo, nada podía cambiar la realidad de que fuese el hijo de su padre.

Además, Max se había enamorado en la adolescencia y había sido un desastre.

Así que, no, Max no estaba buscando el amor de su vida. No obstante, siempre había sabido que era posible que se enamorase sin quererlo, aunque aquello tampoco había ocurrido. Su corazón no tenía dueña e incluso le avergonzaba admitir que todas las mujeres que habían pasado por su vida eran intercambiables. Todas se parecían mucho, eran morenas, seguras de sí mismas, y le daban sexo a cambio de joyas.

No obstante, una esposa era algo muy diferente y solo de pensarlo le entraron sudores fríos. Una esposa estaría allí todo el tiempo, sobre todo, si era una mujer frágil y dependiente.

Así que tenía que decir que no.

Por desgracia, Max se movía siempre por dos principios: el de la lealtad y el de la ambición. Y Andrew le había hecho una oferta muy bien calculada. Andrew había sido lo más parecido a un padre que Max había tenido en su vida. Todo lo que había conseguido, se lo debía a él. ¿Cómo iba a negarse a ayudar al único pariente que le quedaba a Andrew?

Además, él había mencionado una palabra muy importante: «familia». Max se convertiría en su familia si se casaba con Tia. Y solo la palabra lo atraía misteriosamente y aumentaba su turbación. Max nunca había tenido una familia. Había querido pertenecer a un grupo, pero jamás lo había conseguido y se había sentido muy aislado. Por ese motivo, la idea de formar parte de la familia de Andrew era para él mucho más importante de lo que el anciano se podía imaginar.

 

 

La lluvia era torrencial, Max no había visto llover así en toda su vida y la carretera que llevaba de Belém al convento de Santa Josepha era un peligroso camino de barro.

Lo único que veía a ambos lados de la carretera eran edificios destartalados, chabolas e incluso tiendas de campaña que le hicieron pensar en un campo de refugiados. Mientras tanto, su conductor no dejaba de hablar en voz muy alta, explicándole posiblemente el motivo por el que tantas personas vivían en aquellas condiciones, aunque Max solo entendía una palabra de cada diez porque, aunque hablaba varios idiomas, el portugués no era uno de ellos.

Vio delante un edificio muy grande, coronado por una campana, y se puso recto.

–¡Ya hemos llegado! –anunció el conductor, deteniéndose ante una verja y gritando por la ventanilla hasta que apareció un señor mayor que se movía muy despacio bajo la lluvia.

Max contuvo un suspiro, se había enfrentado al viaje con cautela, pero tenía que admitir que no estaba nada aburrido. Además, tenía la esperanza de que en el alojamiento que le había ofrecido la madre superiora le estuviesen esperando una ducha caliente y una buena comida. Y, sobre todo, estaba impaciente por conocer a Constancia Grayson y descubrir así si el último deseo de Andrew era viable.

Ajena a la llegada de Max, Tia se había envuelto en un poncho impermeable para alimentar al afligido perrito que la esperaba pacientemente bajo los matorrales, cerca de las puertas de la capilla.

–Teddy –le susurró ella, agachándose a acariciarlo mientras el animal devoraba la comida.

Los animales estaban prohibidos en el convento. Cuando había seres humanos que pasaban hambre, dar comida a un animal era inaceptable. Tia se disculpó diciéndose que daba de su propia comida, que no se la quitaba a nadie, pero la existencia de Teddy y su relación de cariño con él le pesaban mucho en la conciencia. Había hecho por Teddy cosas que la avergonzaban, como sobornar a Bento, el viejo guardián, para que no cerrase el agujero que había en la verja y que Teddy utilizaba para entrar y salir. También había mentido cuando alguien había visto a Teddy en el área de juegos y le habían preguntado, y mentía cada vez que apartaba comida de su plato para alimentarlo.

Pero Tia adoraba a Teddy. Era el único ser vivo que había sentido como suyo y solo con ver su carita tricolor se sentía alegre y con ganas de sonreír. Lo que no sabía era qué iba a ocurrir con Teddy cuando ella viajase a Inglaterra, si finalmente se marchaba. Después de más de veinte años en el convento de Santa Josepha, jamás se le había ocurrido pensar que tendría la oportunidad de vivir otra vida, en un lugar diferente. Le parecía un sueño.

¿Por qué iba a decidir de repente su abuelo inglés que quería verla, después de tantos años ignorándola? El representante de Andrew Grayson todavía no había llegado. Según la madre Sancha, debía de ser por el mal tiempo, pero ella no estaba convencida. Al fin y al cabo, Tia estaba acostumbrada a las promesas rotas y a los sueños que no se hacían realidad. ¿Cuántas veces había ido a verla su padre y le había sugerido que podría salir del convento para ir a trabajar con él? Pero eso no había ocurrido. Dos años antes había ido a visitarla por última vez para anunciarle que debía ser independiente, que no podía seguir contribuyendo a su cuidado. Una vez más, su padre la había animado a hacerse monja, y, cuando ella le había preguntado por qué no podía vivir con él, este le había respondido que una joven atractiva como ella solo podría entorpecer su trabajo, que su seguridad sería una fuente de preocupación.

Tras la muerte de su padre no había quedado dinero que heredar. Paul Grayson solo le había dejado una Biblia, los ahorros habían sido para la misión en la que había estado trabajando.

A Tia no le había sorprendido lo más mínimo. Siempre había sido evidente que su padre no la quería ni se interesaba por ella. De hecho, nadie sabía mejor que ella lo que era sentirse rechazado y abandonado. Su madre lo había hecho primero y después había sido su padre, al dejarla en el convento. Además, este se había negado a pagarle los estudios para que pudiese ser independiente, tanto de él como del convento. Así que ¿cómo iba a abandonar a Teddy?

Teddy dependía de ella. Se le encogió el corazón al imaginarse al animal yendo a buscar comida después de que ella se hubiese marchado de allí. ¿Cómo podía haber sido tan egoísta? ¿En qué había estado pensando? ¿Qué posibilidades había de que otra persona continuase alimentándolo?

Volvió apresuradamente a su habitación en el convento, se quitó el poncho y lo colgó. Tenía el pelo húmedo, se deshizo las trenzas y se peinó la larga melena rubia para que se le secase. No tenía nada más que hacer que irse a la cama y escuchar un poco la radio que una de las chicas de la escuela del convento le había regalado. En ocasiones encontraba revistas y libros cuando limpiaba las aulas y eso la ayudaba a continuar en contacto con el mundo exterior. Aunque le pagaban por su trabajo, no había mucho que comprar, así que durante un tiempo había ahorrado, pero después había visto que muchas mujeres tenían dificultades para dar de comer a sus hijos. Tia era muy sensible y no se avergonzaba de ello, pensaba saber qué mujeres eran buenas madres y utilizaban su dinero para comprar comida, no alcohol ni drogas.

Llamaron a la puerta, era una de las hermanas, que había ido a decirle que la madre Sancha la estaba esperando en su despacho.

–Ha llegado tu visita –le informó la hermana Mariana sonriendo.