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Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Agradecimientos

Notas

Contenido extra

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Traducido por María José Losada



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Título original: Preston´s Honor

Primera edición: marzo de 2018

Copyright © 2017 by Mia Sheridan
Published by arrangement with Bookcase Literary Agency and Brower Literary and Management
© de la traducción: Mª José Losada Rey, 2018

© de esta edición: 2018, Ediciones Pàmies, S. L.
C/ Mesena, 18
28033 Madrid
phoebe@phoebe.es

ISBN: 978-84-16970-62-9
BIC: FRD

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.






Este libro está dedicado a John,

cuyo honor siempre salía del corazón.



Géminis



Castor y Pólux eran los hijos gemelos de Zeus y Leda. A pesar de que Castor era mortal y Pólux no, los hermanos se llevaban muy bien y lo hacían todo juntos. Por desgracia, en el transcurso de una batalla, Castor murió y Pólux, con el corazón roto, le rogó a Zeus que le arrebatara también la vida. Zeus, impactado por aquella muestra de amor fraterno, colocó en el cielo sus imágenes como la constelación de Géminis. Destaca en el firmamento por sus dos luces brillantes, que están juntas para toda la eternidad entre las demás estrellas.



Prólogo



Annalia


Sujeté el volante con fuerza mientras atravesaba Linmoor, un pequeño pueblo agrícola situado en Central Valley, en California. Un lugar al que todavía consideraba mi hogar a pesar de que no había vivido allí durante los últimos seis meses.

En la calle mayor reinaba un ambiente acogedor, típico de cualquier atardecer un cálido viernes de primavera. Había muchas parejas paseando de la mano; algunas empujaban cochecitos mientras se reían, otras personas reñían a sus hijos porque se habían alejado demasiado. La joyería Claymoor quedaba a la derecha, y el almacén de Reid’s a la izquierda. Todo estaba igual y, a la vez, diferente. Linmoor era el pueblo en el que había nacido y crecido, era el lugar donde todavía residía un pedazo de mi corazón. Noté una opresión en el pecho y respiré hondo para no dejarme llevar por una repentina oleada de pánico y ansiedad y hacer todo lo posible para contenerla. Había llegado ya muy lejos, así que bien podía ir más allá.

Unos minutos después, aparqué el coche frente al pequeño diner que había al final de la calle y apagué el motor. Volví a tomar aire varias veces intentando calmar mis nervios antes de salir del vehículo. Me envolvió la suave brisa de la tarde, que olía a polvo y asfalto, así como a fritanga proveniente del edificio que tenía delante.

Me acerqué con firmeza a la puerta y la abrí. Recorrí el restaurante con los ojos rápidamente hasta que vi a Preston sentado en una mesa, cerca del fondo del local. La corriente sanguínea se me aceleró en las venas al ver sus anchos hombros y su pelo dorado, y sentí las manos frías y húmedas, sin embargo, alcé la barbilla y me acerqué directamente a él. Podía hacerlo. Tenía que conseguirlo.

Supe perfectamente en qué momento me vio, no solo por la forma en la que elevó la cabeza, sino por la corriente eléctrica que me recorrió de pies a cabeza. Al parecer ni el tiempo, ni la distancia ni todo el equipaje que llevábamos sobre nuestros hombros lograban poner fin a eso.

«¡Maldito seas! ¡Maldito seas! ¡Maldito seas!».

No pude controlar el ligero estremecimiento que me recorrió, haciendo que diera un paso en falso. Miré el suelo, fingiendo que había tropezado con algo y que eso era lo que me había hecho tambalearme, aunque las baldosas estuvieran limpias, secas y libres de residuos resbaladizos.

El estruendo de las voces pareció disminuir mientras atravesaba el espacio que nos separaba, haciendo que todas las cabezas se giraran a mi paso y que una palpable tensión descendiera sobre la habitación. O quizá solo estaba siendo víctima de mis propias emociones y las identificaba con los clientes. Nunca me había sentido cómoda entre la multitud, y en este momento me sentía todavía peor. Oí que alguien decía mi nombre en tono de incredulidad, y cómo otras voces le respondían con susurros. Unos pasos más y me detuve ante Preston.

Él se reclinó en el respaldo lentamente al tiempo que apoyaba un brazo en el borde del reservado. Me recorrió de arriba abajo con la vista hasta que sus ojos se encontraron con los míos. Su postura era de indiferencia absoluta y mostraba una expresión neutra, aunque fui plenamente consciente de la intensidad con la que ardían sus ojos azules. Nunca se me había dado bien leer lo que ocultaba Preston detrás de aquella fría mirada, y en ese momento estaba demasiado alterada para intentarlo siquiera.

—Hola, Preston.

—Lia.

Nos miramos el uno al otro durante lo que me pareció demasiado tiempo. Éramos dos personas concentradas en un enfrentamiento personal lleno de emociones, pero si Preston se había quedado sorprendido al verme aparecer, no lo estaba demostrando.

—He ido a tu casa. Tu madre me ha dicho que te encontraría aquí.

Si eso era posible, me pareció que se distanciaba más. Clavó la mirada en mí durante unos segundos antes de soltar un suspiro.

—No creo que se alegrara de verte.

Su gélido desdén me dejó helada, y me rodeé la cintura con los brazos como si así pudiera darme calor. No, su madre no había parecido encantada de verme precisamente. Cambie de posición, moviendo los pies, y sentí el primer estremecimiento de pesar al recordar el pasado, al pensar en lo que sentía Camille Sawyer por mí, en lo que habíamos ganado y en aquello que había perdido. En todo lo que había ocurrido hasta traernos a este terrible momento. No podía permitirme sentir tristeza. Podía manejar el anhelo que me había anudado las entrañas al ver a Preston… Había vivido con esa sensación durante la mayor parte de mi vida. Pero no soportaba el dolor. Por favor, eso no.

—No. Ya sabes que no. —«¿Y tú, Preston? ¿No vas a preguntarme dónde he estado? ¿Es eso importante para ti o me odias tanto que no te preocupa lo más mínimo?».

Recorrí con los ojos el rostro de Preston, pasando por la fuerte mandíbula y los cincelados pómulos, los labios sensuales y los serios ojos azules. No había dos caras como antes… Dos caras a las que había amado, aunque de diferente manera. Aunque Preston siempre había sido el único. Siempre.

«No pienses en eso, Lia. No lo hagas. Contrólate».

—Quiero… verlo…

Sus ojos brillaron y sus fosas nasales se dilataron un poco, pero no dijo nada. Retiró el brazo del respaldo donde lo había apoyado y movió el salero y el pimentero sin ninguna razón aparente.

—No.

Di un paso tambaleante hacia él, poniendo las manos encima de la mesa e inclinándome hacia él.

—Tengo derecho a ver a mi…

—Una mierda —me interrumpió apretando los dientes mientras me miraba. La emoción que asomaba ahora a sus ojos era ira helada—. Renunciaste a cualquier derecho el día que te largaste del pueblo sin ni siquiera un «hasta luego».

Retiré las manos de la mesa y me enderecé, poniéndome recta de nuevo mientras me mordía el labio. Miré a nuestro alrededor; al menos veinte pares de ojos estaban clavados en nosotros. Volví la vista hacia Preston de nuevo, con el estómago tenso por el dolor y la vergüenza. Sabía lo que pensaban de mí, lo que siempre habían pensado de mí. Algo que les había demostrado a base de bien.

—Por favor, Preston. Quería… quería hablar antes contigo. Preguntarte cuál es el mejor momento para no interrumpir su horario…

—Me parece todo un detalle que me tengas en cuenta.

Respiré hondo.

—Eres su padre… —Me miraba de una forma… ¡Oh, Dios, tenía que haberlo esperado! Incluso sabía que me lo merecía. Entonces, ¿por qué era la causa de que el corazón se me rompiera de angustia?

Oí un susurro en algún lugar a mi espalda, y capté una parte de lo que decía: «… abandonó a su propio bebé. ¿Qué clase de madre hace eso?».

Mi propia amargura y mi resentimiento, incluso los nervios, abandonaron mi cuerpo, dejándome una sensación de cansancio y desesperanza. Necesitaba aquella amargura, necesitaba el resentimiento. A pesar de la vergüenza, traté de recuperarlos sin conseguirlo. Noté que se me hundían los hombros bajo el peso de la derrota emocional.

—Por favor, Preston. Sé que tenemos mucho de qué hablar. Pero solo quiero verlo. Por favor. También es mi hijo —añadí en voz baja.

Clavó de nuevo los ojos en el salero, y noté que apretaba los dientes. Esperé a que reaccionara sin moverme, sin decir una palabra. Cuando levantó la vista fue solo para mirar a su alrededor como había hecho yo unos momentos antes. Pareció que eso también lo tranquilizaba un poco. Nuestras pupilas se encontraron de nuevo.

—Puedes venir el domingo por la mañana. A las nueve.

Me dio un vuelco el corazón. Sentí un profundo alivio, felicidad y no poca sorpresa. No había esperado que accediera a mi petición tan rápido. De hecho, contaba con tener que suplicárselo antes de conseguirlo.

—Gracias. —Pensé que era mejor que me fuera antes de que cambiara de opinión, así que asentí moviendo la cabeza y luego me di la vuelta para andar con rapidez hasta la puerta.

Preston no trató de detenerme.

Se había levantado brisa, y me impactó contra la cara cuando salí. Respiré hondo varias veces antes de andar hasta el coche. Cuando estaba alejándome, miré por la ventanilla y vi a Preston de pie cerca de la puerta, pagando la cuenta. Volvió la cabeza y nuestros ojos se encontraron de nuevo a través de los vidrios y, a pesar de la distancia que nos separaba, pude sentir otra vez aquel estremecimiento tan familiar. Igual que yo, las sensaciones habían regresado de nuevo. Solo me preguntaba cuánto dolor podría soportar esta vez.



Preston


Permanecí sentado en la pickup, todavía aparcada delante del diner. Apoyé la cabeza en el respaldo y sujeté el volante con manos temblorosas. «¡Joder!». Mi corazón seguía acelerado dentro del pecho por culpa de la sobredosis de adrenalina, que había empezado a disminuir después de su marcha.

«Lia».

Estaba de vuelta y había ido directa al diner de Benny como si nunca se hubiera marchado. Se había acercado a mí para exigirme que le permitiera ver a nuestro hijo como si solo hubiera estado fuera un fin de semana y no hubiera desaparecido sin dejar rastro durante casi seis meses. ¡Maldita fuera! No estaba preparado. Una risa sin humor salió de mi garganta, y terminó en un gemido de dolor. ¿Alguna vez había estado preparado para Lia? Seguía siendo la chica que me hacía sentir noqueado sin ni siquiera proponérselo. Y saberlo me dejaba un sabor amargo en la boca, porque me había abandonado haciéndome pasar seis meses de pura agonía tratando de averiguar dónde estaba, si seguía viva.

Cuando finalmente había comenzado a aceptar que no quería que la encontrara, ella había regresado. Maldije por lo bajo. No podía enfrentarme ahora a esto; era un hombre responsable con una granja que atender y un bebé del que ocuparme. Nuestro hijo.

«Estoy… embarazada. Sé que no te va a hacer muy feliz».

Las palabras inundaron mi mente, haciéndome recordar cómo le temblaba la voz cuando me las soltó. En ese momento fueron como un golpe en el estómago. No había sabido qué responderle, ni cómo, porque la verdad era que la noticia me había emocionado, pero también me había roto el corazón.

Me sequé las manos sudorosas en las perneras de los vaqueros mientras soltaba un largo suspiro. ¿Había regresado para quedarse? ¿Debía confiar en ella? ¿Podría hacerlo? ¿Cómo no iba a pensar que podría irse cualquier día? Sentí un nudo en la garganta. No podía pasar por eso otra vez. «No podía». Le permitiría ver a Hudson, y luego le pondría unos límites, para que no llegara a estar muy unido a ella por si acaso se largaba de nuevo.

Sentí de nuevo el dolor y el resentimiento que habían llenado mi pecho cuando descubrí que me había abandonado. Sin escribirme una nota. Sin una explicación. Solo se había… ido…, esfumado. No era como si yo no tuviera culpa de nada, era consciente de que también le había hecho daño. Pero yo no me había largado, me había quedado y si ella también lo hubiera hecho, quizá habríamos podido…

—Oh, joder… —murmuré, poniendo en marcha la pickup, negándome a meterme en esa rueda de pensamientos otra vez. Me negaba a torturarme.

Sin embargo, mientras me dirigía a casa, no pude dejar de pensar en ella. En su aspecto, en cómo olía; había percibido su aroma cuando se inclinó hacia mí incluso sentado ante la mesa. Había captado el dulce y leve olor que emanaba de ella y, a pesar de mi ira y de la sorpresa por verla allí, había empezado a excitarme. Gracias a Dios que la mesa lo había ocultado. La prueba de que todavía la deseaba con tanta desesperación a pesar de todo había hecho aumentar mi resentimiento. ¡Dios, era estúpido!

Lia seguía siendo la misma, aunque llevaba el pelo un poco más largo y estaba más delgada que cuando me había abandonado. Sin embargo, sus rasgos continuaban siendo impresionantemente hermosos. Como si eso fuera a cambiar en algún momento. Lia poseía el tipo de belleza que duraría hasta que tuviera noventa años. Era como si Dios hubiera decidido hacerla hermosa eternamente. Siempre me sentía un poco aturdido cuando la miraba, como si no pudiera acostumbrarme al efecto que provocaba en mí. Y para mi desgracia, nada había cambiado.

El largo cabello oscuro le caía sobre la espalda en una sedosa cascada de rizos; conocía su suavidad porque había aferrado esos mechones mientras me hundía en su apretado cuerpo.

«¡Basta ya, Preston! No sigas por ese camino».

Sus ojos tenían forma de almendra, ligeramente rasgados y enmarcados por exuberantes pestañas. Coronados por unas cejas delicadamente arqueadas, poseían un color que no había visto en nadie más, un tono verde pálido que de cerca se convertía en anillos concéntricos de color azul oscuro, verde, dorado y azul claro. Conocía de memoria cada mancha, cada línea de esos ojos. Eran tan maravillosos bajo la luz del sol como en una noche estrellada. Y todavía parecían más impresionantes por el contraste que suponían con su piel bronceada.

Y luego estaban esos labios gruesos y jugosos con un lunar cerca de la comisura. Recordaba haber fantaseado con lamerlo cuando era un adolescente. Había soñado con esos labios y ese lunar tan sexy mientras me masturbaba en la oscuridad de mi dormitorio. No pude reprimir el escalofrío que me recorrió de pies a cabeza, a pesar de la ira que lo siguió. No pensaba volver a tener fantasías con Annalia nunca más.

Me obligué a apartar de mi mente los detalles de su rostro. Pero solo conseguí dejar de pensar en ellos durante un momento; había pasado demasiado tiempo desde que lo había visto. Una parte de mí todavía tenía dificultades para creer que había vuelto, era como si me hubiera quedado dormido un momento y hubiera soñado con ella. Debía permitirme repasar los detalles de su cara porque tenía que enfrentarme a la realidad. Lo necesitaba para luchar contra ella. Era necesario que reconociera que Lia siempre había sido mi punto débil, y, al parecer, eso era algo que no había cambiado ni siquiera después de que me hubiera traicionado.



1



Annalia


A los once años…


¡Oh, Dios, era de color naranja! De un naranja brillante. ¡No, no, no! ¡Oh, no! Me quedé mirándome en el espejo fijamente con una expresión de horror en la cara que añadía una nota todavía más ridícula a la imagen que se reflejaba en él.

«Mamá me va a matar».

O peor, me lanzaría esa mirada con la que siempre me recordaba la terrible carga que yo suponía para ella. Hundí los hombros y parpadeé para contener las lágrimas. Yo solo quería ser rubia como Alicia Bardua. Recordé su pálida melena lisa y luego volví a mirar mis brillantes rizos anaranjados con un gemido de pesar.

Un rápido vistazo al reloj hizo que se me acelerara el corazón. Mi madre iba a llegar en cualquier momento y no podía permitir que me viera el pelo así, no soportaría la expresión de horror que aparecería en su rostro cuando atravesara la puerta. Debería estar acostumbrada a ella, suponía, pero no conseguía hacerlo. Su desprecio siempre me dolía. Y hoy no podría soportarla. No podía olvidar el momento en que había visto a mi madre arrodillada delante del santuario de la Virgen de Guadalupe, patrona de México, rezando para que la Señora le pidiera a Dios que arrancara al diablo de su vida. Y el diablo era yo.

«No, hoy no puedo pensar en eso».

Me incliné junto a la colchoneta hinchable que usaba para dormir y revolví dentro de la caja donde guardaba la ropa —la caja que había servido en su momento para transportar piña Big Island de calidad superior—, y saqué un pañuelo. Me lo puse sobre el pelo y metí todos los mechones debajo de la tela antes de salir al exterior, bajo los intensos rayos del sol.

Cuando perdí de vista la pequeña casa, empecé a andar más despacio. Me detuve para recoger una mariquita de una brizna de hierba y observé cómo me recorría un nudillo antes de empezar a volar. Me hice un anillo con el tallo de una flor y le di una patada a una piedra antes de continuar avanzando por el camino durante un rato.

Como siempre, acabé ante la valla rodeada de árboles de la propiedad de los Sawyer y me puse a mirar por encima de ella mientras me invadía una sensación de melancólica felicidad. Me recreé en la imagen de la vasta hacienda, en los acres y acres de verdes hileras verdes de campos llenos de fresas, lechugas, melones, espárragos, brécol, repollo, zanahorias, tomates y pimientos, en las enormes montañas que parecían pequeñas en la distancia. ¿Cómo sería vivir en un lugar así? ¡Debía de ser genial! Allí todo era grande y hermoso, desde los árboles y la casa hasta las tierras. Levanté la vista hacia el sol con los ojos entrecerrados. Hasta el cielo parecía más grande aquí. Y cuando llegara la noche, si todavía siguiera tumbada bajo aquel roble que solía visitar con frecuencia, la luna y las estrellas se verían también más grandes.

Recordé el interior de mi casa, con las colchonetas de aire llenas de parches, y las paredes llenas de agujeros. La pequeña mesa con dos sillas, el suelo sucio, la alfombra raída y los viejos electrodomésticos alineados contra la pared del fondo formando una improvisada cocina. El cuarto de baño era solo un pequeño y destartalado inodoro, una ducha de plástico y un lavabo, ocultos detrás de la cortina que habíamos colgado del techo.

Nuestra casa había sido, en realidad, un pequeño cobertizo para almacenamiento de material en la granja vecina a la de los Sawyer. Pero los propietarios había dividido las tierras y había vendido las nuevas parcelas como si fueran granjas más pequeñas. Los nuevos ocupantes habían alquilado las dependencias de la propiedad a los trabajadores agrícolas.

Apoyé la mejilla en los brazos que había cruzado sobre la valla y miré la inmensa hacienda que se extendía ante mí. Pensé en Preston y Cole Sawyer, los gemelos que vivían allí, y no pude evitar sonreír. Si alguien merecía vivir en un lugar como la granja de los Sawyer eran ellos.

Los gemelos eran geniales. Cole siempre estaba riéndose y gastándome bromas, y Preston… Preston, con aquellos ojos serios y la forma que tenía de inclinar la cabeza para mirarme directamente a los ojos mientras me hablaba, conseguía llenarme el corazón con cada una de sus inusuales sonrisas. Recordé la especie de escalofrío que me bajaba por la espalda cada vez que Preston Sawyer me sonreía, antes de estirarme y acercarme al roble para sentarme bajo sus ramas, sobre las hojas caídas.

Aquí era donde venía a soñar. A escapar.

Y ahora tendría que quedarme aquí para siempre. No iba a poder enfrentarme a nadie con el pelo así. Me pregunté cuánto tiempo tardaría en crecer de nuevo y si podría permanecer escondida todo ese tiempo entre las hileras de verduras, comiendo en la oscuridad de la noche como un conejo de pelaje rojo. Conocía la disposición de las filas tan bien como cualquiera de los trabajadores, y sabía qué camino debía seguir si quería encontrar el tomate más jugoso o una zanahoria dulce y crujiente.

Mi madre había trabajado aquí hacía años, recogiendo la cosecha con el resto de los emigrantes que cultivaban la tierra. Sin embargo, ya no hacía trabajos agrícolas. Cuando había estado inclinada sobre la tierra todo el día, bajo un sol de justicia, recogiendo fresas, se le había dañado la espalda. Las llamaba «la fruta del diablo1». Y yo ni siquiera podía ver una fresa sin sentir una punzada de simpatía por ella.

Ese era mi primer recuerdo de la granja de los Sawyer: seguir la figura encorvada de mi madre mientras empujaba un carrito entre las hileras de cultivos, embalando las fresas en envases de plástico donde debían encajar a la perfección. Con el tiempo, cada vez me había alejado más de ella, y así era como había conocido a Preston y a Cole. Habíamos empezado a jugar juntos, razón por la que había llegado a adorar ir a trabajar con mi madre; también había llegado a amar la tierra y la pacífica sensación que me provocaba estar cerca de ella.

Por eso seguía regresando allí a pesar de que mi madre trabajaba ahora en un desagradable motel que había junto a la carretera. Aparté ese pensamiento de la cabeza con un estremecimiento de repugnancia. Habían contratado a mi madre para que limpiara las habitaciones, y yo la ayudaba a veces, cuando le dolía mucho la espalda, pero no importaba lo mucho que nos esforzáramos: jamás conseguíamos que ese lugar quedara realmente limpio.

Levanté la cara hacia el sol, llenándome los ojos con el limpio y puro azul del cielo abierto en vez del tono ocre de la tierra del camino. El sol se colaba entre las hojas del árbol, creando un juego de luces y sombras sobre la piel desnuda de mi brazo mientras lo sostenía delante de mí. Lo giré lentamente para ver cómo bailaban sobre él.

Comenzó a hacer más calor y luego bajó un poco la temperatura cuando unas nubes se movieron perezosamente formando un perro en el cielo. Luego se convirtieron en un loro y en el pie de un gigante con tres dedos.

Vi cómo una fila de hormigas transportaba una semilla y me pregunté qué se sentiría cuando formabas parte de una gran familia cuyos miembros trabajaban juntos y se apoyaban. ¿Sentirían amor las hormigas?

Un sonido me arrancó de mis pensamientos. Miré a mi alrededor, esperando ver una ardilla o un pájaro en el tronco, y no a los dos muchachos que corrían por el patio hacia mí. Me dio un vuelco el corazón, y mi primera reacción fue sonreír al ver sus caras idénticas.

Me di la vuelta, empezando a incorporarme, pero de repente recordé el desastre en el que se había convertido mi pelo. «¡Oh, no!». Gemí al ser consciente de que ahora no tenía forma de escapar. Solo podía rezar para que no se dieran cuenta de qué me pasaba. Ya de pie, me coloqué bien el pañuelo y salí de detrás del árbol con la cabeza inclinada hacia un lado mientras les sonreía.

Al acercarse, Cole estaba sonriendo de esa forma que siempre me hacía pensar que tenía un secreto enorme, y Preston estaba tan serio como de costumbre.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

—Es que vivimos aquí, ¿recuerdas? —La sonrisa de Cole era amable y fluida mientras apoyaba los brazos en la valla de madera—. Estábamos en el tractor y hemos visto algo rojo detrás del árbol. Se nos ha ocurrido que podías ser tú. —«¡Oh!». Menudo golpe de mala suerte. No se me había ocurrido que nadie pudiera verme escondida detrás del tronco de un árbol tan grande.

Todavía jugábamos juntos de vez en cuando si me acercaba y ellos estaban en el patio, pero sabía que a su madre no le gustaba que estuvieran conmigo, y ahora me acercaba con menos frecuencia por allí, dado que mi madre había dejado de trabajar en la granja. No podía presentarme y llamar a la puerta como si tal cosa.

«Dile a esa cría mexicana de pies sucios que se vaya a su casa», le había oído decir a la señora Sawyer un día. Me había hecho sentir avergonzada, triste y muy, muy pequeña.

Últimamente me consideraba demasiado mayor para jugar al escondite, a las alturas y a los demás juegos que nos gustaban, y suponía que a ellos debía de pasarles lo mismo, ya que eran tres años mayores que yo. Por lo que me había dedicado a estar sentada yo sola en los límites de su propiedad, lo suficientemente cerca para disfrutar de ella, pero lo bastante lejos para saber que no los molestaría.

—¿Por qué te has puesto ese pañuelo? —preguntó Cole, saltando la valla con facilidad.

Me encogí de hombros mientras Preston se unía a nosotros. Tiré de la tela que me cubría la cabeza sobre la oreja más cercana a Cole para que no me viera la parte posterior de la cabeza, por donde sobresalía el pelo de color naranja.

—Quería probar un nuevo look —respondí, tratando de que no se me notara el nerviosismo en la voz.

—Mmm… —respondió Cole, valorándolo—. Bueno, me parece un poco tonto. Estás mejor sin él. —Alargó el brazo y me quitó el pañuelo de la cabeza, haciendo que soltara un grito y que levantara las manos para intentar volver a agarrarlo. Pero era demasiado tarde. Percibí que los dos chicos contenían el aliento.

Moví los ojos lentamente de la frágil pieza de tejido que Cole sostenía en su mano hasta su cara, donde había aparecido una mirada de asombro absoluto. Noté que la vergüenza me subía por el cuello y hacía que me ardieran las mejillas.

Cole se limitó a mirarme con la boca abierta durante un minuto antes de señalar mi pelo.

—Eso es… ¿Qué te ha pasado? —Entrecerré los ojos y miré a Preston, que también tenía la vista clavada en mi pelo con expresión de sorpresa.

Noté las lágrimas escociéndome en los ojos, y antes de ponerme a llorar delante de ellos, arranqué el pañuelo de la mano de Cole y me alejé, pisando con furia la hierba de color ocre.

—Annalia —me llamó Preston. Me agarró por el brazo, y me volví hacia él, dispuesta a decirle que me dejara en paz—. Espera.

Traté de sentirme rabiosa, pero la mirada de preocupación que vi en el rostro de Preston consiguió que la opresión que sentía en el pecho me subiera a la garganta, ahogándome, lo que me llevó a emitir un hipido. Las lágrimas que había intentado mantener a raya inundaron mis ojos, por lo que me volví con rapidez con intención de alejarme de nuevo.

—Oye, oye… Espera —repitió Preston, alcanzándome—. ¿Cómo te ha ocurrido eso?

Me detuve.

—Me lo he hecho yo, ¿vale? —Subí los brazos en el aire y los dejé caer—. Lo he intentado. —Miré a Cole, que se acercaba a nosotros—. Quería ser rubia, pero no ha funcionado, ¿de acuerdo?

Cole resopló con suavidad y Preston le lanzó una mirada de advertencia antes de volver la vista hacia mí.

—¿Por qué quieres ser rubia, Lia? —Parecía tan completamente desconcertado que me sentí estúpida y todavía más sola. Ellos jamás entenderían lo que suponía desear ser otra persona. Lo tenían todo: una casa enorme y preciosa, unos padres que los querían y que no rezaban deseando que no hubieran nacido. Adoraban su hogar tanto como yo quería marcharme del mío. Lo cierto era que pasaba más tiempo fuera de casa que allí, porque casi no podía soportar estar en ella.

Suspiré y me encogí de hombros. No se me ocurrían las palabras precisas para explicárselo a Preston, e incluso aunque las conociera, no lo habría hecho.

—No lo sé.

Él también suspiró y se quedó mirándome durante un buen rato.

—¿Te gusta?

—No.

Asintió con la cabeza mientras se mordisqueaba el labio inferior. Sus tirantes brillaron bajo el sol antes de que me cogiera la mano para obligarme a seguirlo.

—¿Qué…?

—Venga, ven, ¡vamos a arreglarlo!

—¡Eh!, ¿a dónde vais? —preguntó Cole.

—Vamos a solucionar lo del pelo de Lia —dijo Preston. Tropecé con una piedra en el suelo y me agarré con fuerza de la mano de él para no caerme.

—¿Por qué? Podríamos pintarla como a un payaso y hacer que asustara a la gente.

Miré a Cole con irritación por encima del hombro y luego giré la cabeza con rapidez.

—¡Eh, Annalia, solo estaba de broma! —gritó—. ¡Preston, tenemos que ayudar a papá!

—¡Cúbreme! —le pidió Preston con expresión de firmeza, acelerando el paso de tal manera que tuve que correr para mantenerme a su altura. Por el rabillo del ojo, vi que Cole había saltado de nuevo la valla para correr en dirección opuesta, dispuesto a hacer lo que les había mandado su padre.

—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté a Preston.

—Espérame aquí —me dijo, soltándome la mano para dejarme cerca del lateral de su casa, escondida detrás de una fila de arbustos de lilas que inundaban el aire con su olor. Corrió hacia la puerta de atrás, entró y cerró con cuidado la mosquitera. Mientras lo esperaba, me puse de nuevo el pañuelo en la cabeza para ocultar el pelo. Volvió unos minutos después y me hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera.

—¿A dónde vamos?

—Al pueblo. La peluquera de mi madre, Deirdre, trabaja en la calle mayor.

—No tengo dinero.

—Yo sí. —Se tocó el bolsillo.

—No pienso permitir que gastes tus ahorros en arreglarme el pelo, Preston Sawyer. —La mera idea me hacía sentir avergonzada.

Cogió la bicicleta y me hizo un gesto hacia el manillar.

—En realidad no es para ayudarte a ti. Es un regalo desinteresado a los vecinos de Linmoor. —Curvó los labios con suavidad al tiempo que entornaba los ojos.

A mi pesar, solté una risita.

Movió los ojos a mis labios y su sonrisa se hizo más grande. Estaba tan poco acostumbrada a ver a Preston sonreír de esa manera que, por un momento, me sentí tan sorprendida que me olvidé de qué estábamos hablando.

—Sube —indicó en voz baja, pasando una pierna por encima de la barra de la bici.

Miré con recelo el inestable vehículo, preguntándome dónde quería que me sentara. Pasó la mano por el manillar, pero a pesar de mis dudas, tenía confianza en Preston. Por fin me subí allí, apretando el trasero contra el lugar que él decía. Nunca había montado en bicicleta sola, así que menos en el manillar mientras otra persona pedaleaba. Preston se balanceó un poco al principio, haciéndome soltar una risa de alarma, pero luego cogió velocidad y empezó a mover los pedales con más rapidez.

Recorrimos el sendero de entrada de su casa hasta el camino de tierra que llevaba a la carretera principal. El viento caliente me impactaba en la cara, haciéndome sentir como si estuviera volando. Dejé caer la cabeza hacia atrás y me reí, mirando el cielo azul. El pañuelo voló, y solté un grito al mirar hacia detrás por encima del hombro, observando cómo flotaba por encima del asfalto. Suspiré antes de volver la cabeza hacia delante, sintiendo esta vez cómo mi pelo naranja ondeaba a mi espalda.

Preston dejó la bicicleta apoyada contra un árbol justo delante de la peluquería, en la calle mayor, y le seguí al interior. Había una campanilla sobre la puerta y el olor a productos químicos para el cabello flotaba en el aire. Una mujer con una bata rosa barría el pelo hacia un recogedor; levantó la vista cuando nos oyó entrar. Me quedé un poco rezagada, ocultándome detrás de Preston.

—Vaya… Hola…

—Señora…

La mujer sonrió a Preston mientras se enderezaba.

—Puedes llamarme Deirdre, cariño. Dime cuál de los dos eres: nunca distingo a uno de los guapos gemelos Sawyer del otro.

—Yo soy Preston.

—Oh, hola, Preston. ¿En qué puedo ayudarte? —se interesó con una gran sonrisa.

—Ella es Annalia. —Me empujó delante de él, y ella abrió mucho los ojos al ver mi pelo.

Se acercó a mí y examinó uno de los rizos.

—Pero, hija, ¿qué has hecho?

—Quería ser rubia.

—Mmm… Cariño, no lo has conseguido.

Bajé la vista, muerta de vergüenza.

—¿De qué color tienes el pelo de verdad?

—Negro.

—Cuando le da el sol directamente, le brilla como si fuera cobre —explicó Preston. Luego se aclaró la garganta con las mejillas enrojecidas, como si se sintiera avergonzado al haber dicho eso. Aunque no podría asegurarlo.

Deirdre lo miró y sus ojos se suavizaron al tiempo que esbozaba una cálida sonrisa. Me cogió de la mano.

—Bueno, ven, vamos a intentar arreglarlo. Hoy tengo una oferta.

Me llevó hasta una silla antes de ir a la trastienda, donde la oí moverse. Preston se sentó en un lugar frente a la ventana y cogió un ejemplar de Time.

Deirdre regresó un minuto después, mezclando algo en un cuenco blanco, y se detuvo detrás de mí, mirando a través del espejo que teníamos delante.

—Ahora cuéntame, ¿por qué demonios quieres ser rubia, cariño? Con una piel como la tuya y esos ojos verdes… —Chasqueó la lengua.

—No lo sé. Solo se me ocurrió que así sería… mejor. —Que me haría ser mejor. Pensaba que así sería como Alicia. Iba a un colegio distinto al mío, pero la había visto en el pueblo, rodeada de sus amigas, tan guapas como ella, riéndose sin ninguna preocupación. Pensaba que así me sentiría más hermosa, que me ayudaría a relacionarme con las chicas del colegio que se reían juntas en el patio durante los recreos, las que vivían en casas grandes como la de los Sawyer. Chicas que llevaban gelatina, bolsas de patatas fritas y sándwiches cortados en forma de triángulo para almorzar en el colegio. Quizá si me parecía más a ellas, podría hacerme su amiga sin que se fijaran en mi ropa gastada y el almuerzo gratuito que me daban porque mi madre no podía permitirse el lujo de darme tres comidas al día.

Un sábado había ido a ayudar a mi madre a limpiar y alguien se había dejado un kit para teñir el pelo de un hermoso color rubio champán en la basura. Lo saqué y lo metí en la mochila. Incluso me gustaba el nombre: rubio champán. Sonaba elegante y lujoso. Se podía llegar a donde se quisiera con el pelo de ese color, incluso aunque vivieras en una choza y solo tuvieras un par de zapatos. O eso había pensado…

Deirdre continuó pasando los dedos por mi pelo mientras me miraba en el espejo. Me hizo sentir como si estuviera viendo en mí algo que yo misma no veía. Me pregunté si sería la misma maldad que veía mi madre y desvié la mirada, centrándome en el surtido de instrumentos que había en la mesita debajo del espejo, desde un rizador a una plancha, así como varios peines.

—¿Sabes, cariño? —me dijo Deirdre mientras me dividía el pelo por secciones y empezaba a ponerme desde atrás el tinte que había mezclado en el cuenco—. Dios nos da lo que quiere que tengamos. Así que tenemos que convivir con esos parámetros. ¿Sabes qué son unos parámetros?

Negué moviendo la cabeza con suavidad.

—Son como unos límites. Es como el pelo negro. Se le pueden agregar reflejos rojos o incluso algunas mechas de color miel, pero a ti no te queda bien el pelo rubio. Está fuera de los parámetros que ha impuesto Dios. ¿Lo entiendes?

Lo entendía, pero no me gustaba. No, no me gustaban nada esos límites que me habían dado. Aunque la cuestión era que no creía que Dios me prestara demasiada atención. No se la prestaba a mi madre, que rezaba todos los días, y, sin duda, no me la prestaba a mí. Así que quizá cuando Él no estuviera mirando, podría salirme de esos parámetros sin que se diera cuenta.

Después de teñirme el pelo, Deirdre me lo secó y utilizó el rizador para añadir más tirabuzones a mi pelo ya rizado. Moví la cabeza a un lado para mirarme en el espejo. Me parecía más oscuro de lo que había sido antes, o quizá más uniforme. Pero el color se parecía bastante y quizá mi madre no se daría cuenta, sobre todo si me lo recogía todo el rato.

Le brindé a Deirdre una sonrisa. Me sentía tan feliz y aliviada que no pude evitar abrazarla.

—Gracias —susurré—. Muchas gracias.

Ella se rio, devolviéndome el abrazo. Me sentía tan bien contra ella que no quería soltarla, aunque me obligué a hacerlo.

Preston, que había permanecido sentado en silencio, leyendo todo el tiempo la misma revista, metió la mano en el bolsillo y sacó un billete de cien dólares nuevecito, que sostuvo delante de Deirdre.

—¿Es suficiente? — preguntó.

Deirdre tenía una mirada tierna en su cara mientras le apartaba la mano.

—A esto invita la casa, cielitos2.

Preston vaciló, pero al final se metió el dinero en el bolsillo.

—¿Está segura, señora? ¿Es decir, Deirdre?

—¡Oh, sí!

Él asintió.

—Me gustaría que esto… mmm… quedara entre nosotros.

En los ojos de Deirdre apareció una mirada de comprensión, y asintió moviendo la cabeza antes de guiñar un ojo.

—Confidencialidad peluquera-cliente —aseguró—. Ahora, invita a esta niña tan guapa a un helado o algo así, ¿vale?

Preston se puso rojo y me miró. Le sonreí, haciendo que parpadeara con sorpresa. Fruncí el ceño antes de llevarme la mano al pelo. Quizá no pareciera tan natural como pensaba.

Cuando salimos del salón de belleza, había entre nosotros una extraña incomodidad. Me sentía muy agradecida, a pesar de que no hubiera tenido que gastar dinero para ayudarme, pero también me sentía algo avergonzada de que hubiera estado dispuesto a desprenderse de él. Me aclaré la garganta.

—Gracias, Preston. Ha sido muy amable por tu parte ayudarme con esto.

Él asintió. Me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla. Olía a sal…, o quizá a polvo, pero era un aroma masculino y me gustó, aunque no podía precisar por qué. Me quedé quieta un momento, y, cuando me eché atrás, tenía una mirada muy seria que hizo que me preguntara en qué estaba pensando.

—¿Estás… preparada? —preguntó, moviendo la cabeza para señalar la bicicleta.

Fue como si sus palabras me arrancaran del trance en el que había estado sumida y asentí antes de que sujetara el manillar para que pudiera subirme. Me reí cuando puso en marcha la bicicleta para pedalear hasta la heladería, que estaba a un par de manzanas.

Más tarde estábamos sentados en el borde de la fuente de la plaza del pueblo, riéndonos mientras comíamos un helado.

—Oye, Lia —dijo él, haciendo una larga pausa—. Espero que no intentes volver a cambiar tu aspecto. —No estaba mirándome, por lo que estudié su perfil, fijándome en aquellos rasgos suyos que se habían transformado últimamente. Tenía las mejillas más delgadas, y se apreciaban diminutos pelos encima del labio superior. Y, además, también me miraba de una forma diferente. No sabía si era solo él quien había cambiado o si la alteración que notaba entre nosotros respondía a algo más. Era una sensación que estaba allí, agazapada, como una sombra en la oscuridad que no se puede definir bien y que no estás seguro de lo que es.

Se aclaró a garganta.

—No lo necesitas. Así…, tal como eres, me pareces muy guapa.

Esbocé una sonrisita antes de lamer lentamente la bola del helado para paladear la cremosa y fría dulzura mientras guardaba sus palabras en mi interior. «Así, tal como eres, me pareces muy guapa». Me atravesó una sensación que llegó acompañada de un leve estremecimiento, y esperé que él pensara que era el helado lo que me había afectado de esa manera.

«¿Preston piensa que soy guapa?».

Nadie me había dicho antes tal cosa. Moví la cabeza a un lado y lo miré.

—Vale —respondí en voz baja.



2



Preston


A los diecisiete años…


El agua estaba fría y resultaba refrescante cuando se deslizaba por mi piel al salir del arroyo para sentarme en una roca en la orilla. Me reí por lo bajo mientras Cole salía de la corriente y se sacudía como un perro, llenando el aire de gotas en suspensión. Sonrió y se dejó caer a mi lado. Era un hermoso día de noviembre, y se habían alcanzado más de veinticinco grados centígrados. Era demasiado calor para aquella época del año, incluso tratándose de California, pero no nos quejábamos. Puede que no fuera bueno para trabajar en el campo, pero sí que era perfecto para que nos bañáramos en el arroyo.

Lia todavía seguía en el agua, inclinada para coger algo con la mano. Se incorporó y nos sonrió, levantando lo que había recogido. Por un segundo, se me detuvo el corazón, y luego se puso a latir a toda velocidad. ¡Dios! En circunstancias normales era preciosa, pero en el agua, empapada, con la camiseta y los pantalones cortos pegados al cuerpo y mostrando cada nueva curva, con la piel bronceada brillando bajo los rayos del sol, era impresionante. Me quedé mirándola, incapaz de apartar los ojos, con el pecho constreñido. Era tan hermosa que a veces me dolía mirarla.

—Mira, tiene forma de corazón —comentó. Me sentí confuso, mi cerebro tenía que concentrarse en cada palabra. Con dificultad, moví los ojos de su cara a lo que sostenía en la mano. Parecía ser un trozo de vidrio pulido. Curvé los labios. ¿No era muy propio de Lia encontrar un cristal que parecía un corazón? Siempre estaba buscando formas en las nubes, asignando sentimientos a objetos inanimados, percibiendo lo que no veía nadie más. En cuanto a mí, solo me fijaba en ella. Era así desde hacía algún tiempo, aunque, de repente, lo que sentía por ella no solo era un dolor en el pecho, sino también una molestia muy real en la zona del vientre. Aparté la vista. Ella solo tenía catorce años y, en algunos aspectos, todavía pensaba como una niña. Mis sentimientos por ella me hacían sentir confuso y algo avergonzado.

Cole también la estaba mirando con una expresión perezosa, y recorría su cuerpo con los ojos de forma descarada.

—Lia —la llamó—. Me ha parecido ver otro cristal pulido por donde está aquella roca. —Señaló detrás de ella, haciendo que se volviera y se acercara al punto que estaba indicándole para inclinarse sobre el agua.

Miré a Cole y vi que tenía los labios curvados en una sonrisa de satisfacción mientras clavaba los ojos en el trasero de Lia, donde quedaba expuesta la redondeada parte inferior de las nalgas por debajo del borde del pantalón corto. Lo empujé, y él se rio. Después me brindó una sonrisa impenitente mientras me guiñaba un ojo.

—De nada —articuló con los labios.

—Basta —murmuré en un tono que solo podía oír él.

—No, un poco más a la derecha —dijo, con los ojos clavados de nuevo en el trasero de Lia, que se inclinó todavía más cerca del agua—. O quizá fuera a la izquierda —añadió, arrastrando las palabras. Le di un fuerte codazo, molesto por que le estuviera tomando el pelo de esa manera. Él soltó un sonido entre gemido y risa.

Ella se detuvo y tiró del borde de los pantalones cortos antes de incorporarse con rapidez para enfrentarse a Cole con los ojos entrecerrados. Se acababa de dar cuenta de lo que él estaba haciendo, así que cogió una piedra y se la lanzó. Lo alcanzó en el hombro de pleno, haciéndolo gemir de dolor. Me reí.

—¡Ay! —exclamó Cole, examinándose la pequeña marca roja que había aparecido en el hombro bronceado—. Me has hecho daño.

—Te lo merecías —espetó ella mientras salía del agua.

Cole se rio mientras se apoyaba en un codo.

—Cierto —admitió con una sonrisa—. Pero me vas a perdonar, ¿verdad?

Ella le sacó la lengua mientras se dirigía hacia nosotros, pero luego se echó a reír al ver que él fingía apuñalarse el corazón. La vi sentarse en una roca a mi lado, sosteniendo en la palma de la mano el pequeño trozo de vidrio con una sonrisa feliz. Me miró, y mi corazón dio un vuelco otra vez.

Sus ojos… Jamás me acostumbraría a la belleza de esos ojos claros, que quedaba todavía más enfatizada por la piel bronceada. Pensé en su madre, una mujer de baja estatura y delgada, una mexicana con la piel más oscura que su hija y el pelo oscuro y liso. Imaginé que el verde de los ojos de Lia procedía de su padre, pero cuando le había preguntado por él hacía años, ella se había encogido de hombros, afirmando que no lo había conocido nunca, antes de cambiar de tema.

Lia nunca hablaba de su casa, aunque era obvio que era pobre e, incluso aunque no fuera a la misma escuela que yo y viera la ropa vieja que llevaba o que la mochila de segunda mano tenía las iniciales de otra persona, lo sabría porque su madre había trabajado en la granja de mi padre. Y aunque él pagaba de forma justa a todos sus empleados, el sueldo apenas alcanzaba el salario mínimo. No creía que el motel en el que trabajaba ahora su madre le pagara mucho más, quizá incluso ganaba menos.

Había oído cómo mi padre había dado fe de la integridad de su madre cuando la gente que poseía la finca vecina a la nuestra lo habían llamado antes de alquilarle una dependencia en su propiedad, y por eso sabía que Lia vivía en lo que antes había sido solo un cobertizo para almacenar herramientas.

Conocer la pobreza de Lia me provocaba una extraña rabia que me revolvía el estómago, aunque no sabía qué era exactamente lo que me enfadaba tanto. Se trataba de una especie de rabia impotente que no podía procesar de ninguna forma que me inundaba de repente y que luego empujaba al fondo de mi ser.

La miré otra vez, con la camiseta y los pantalones cortos mojados, sabiendo que los llevaba porque no tenía traje de baño. Era la razón por la que nunca la invitábamos a venir con nosotros a la piscina del pueblo de la que éramos socios.

Incluso Cole, que siempre se pasaba el día bromeando con actitud despreocupada, era sensible al hecho de que Lia no disponía de las mismas cosas que nosotros.

La veíamos cada vez menos desde que entramos en la adolescencia. Todavía se acercaba por la granja de vez en cuando, y si estábamos fuera y la veíamos, pasábamos la tarde refrescándonos en la parte menos profunda del arroyo que discurría por detrás de nuestras propiedad. O si no teníamos tiempo para descansar, o si hacía demasiado frío, nos gustaba sentarnos debajo de un árbol a hablar.

Se podría decir que la vi crecer desde lejos, viviendo y aprovechando aquellos ratos en los que disponíamos de un par de horas robadas —o incluso algunos minutos— en los que estar juntos. Me encantaba estar tiempo con ella, pero siempre se hacía corto y nunca me parecía suficiente.

Me di cuenta de que se le alargaban las piernas, y que las caderas y los pechos se le redondeaban al empezar a hacerse mujer. Se me secaba la boca cada vez que la miraba demasiado tiempo, y me moría por tocarla. Pero también seguía notando aquel mismo instinto de protección que había sentido hacia ella desde que la conocí. Era raro, porque, de alguna forma, Lia era un misterio para mí: reservada sobre su vida doméstica, hablaba de forma despectiva de los sueños que llenaban sus ojos, pero al mismo tiempo sabía que la conocía muy bien. Era pensativa e introvertida, pero, aun en la distancia, emanaba una ternura que jamás había notado tan fuerte en otra persona.

Recordé la primera vez que la vimos. Cole y yo nos la habíamos encontrado accidentalmente mientras vagaba entre las hileras de fresas. Acababa de coger una y se la estaba comiendo. Se quedó paralizada cuando surgimos delante de ella, abrió mucho los ojos y la boca, dejando de masticar al momento.

—Esa fresa es nuestra —dijo Cole tendiéndole la mano para tomarle el pelo—. Tienes que devolvérnosla.

Lia no se dio cuenta de que era una broma y se puso pálida mientras lo miraba fijamente con sus hermosos ojos verdes. Yo los observé sin decir nada, hipnotizado por aquel precioso rostro ovalado, por su mirada vulnerable, y algo dentro de mí, algo que no supe identificar, me paralizó por completo. Sentí una opresión en el pecho y, de repente, quise empujar a Cole, interponerme entre ellos y protegerla de él, del mundo, de todo aquello duro e hiriente que podía hacerle daño. Aquel sentimiento me llevó a sentirme confuso y me quedé quieto, sin saber cómo reaccionar, como siempre que me inundaba aquella repentina urgencia.