Relatos faunescos

 

 

Fernando Mansilla

 

Nace en Barcelona en 1956, en el barrio de Gracia. De padre catalán y madre murciana.

Dramaturgo, actor, músico, poeta y novelista son algunas de las facetas creativas de Fernando Mansilla, un auténtico buscavidas de la cultura underground que siempre sorprende dando un toque personal y único en todos sus proyectos. Decide establecerse en Sevilla a principios de los 80 y empieza a dar sus primeros pasos en la escena del teatro independiente, donde obtiene varios premios. En la faceta musical, funda el grupo Mansilla y los Espías, en el que Fernando interpreta sus propios poemas a ritmo de funk y de blues, obteniendo un gran éxito de crítica y dando conciertos en todo el país.

En 2011 publica Poemas para la no posteridad y, en 2013, Canijo, su primera novela, donde trata con enorme delicadeza el mundo duro de la heroína y la delincuencia en Sevilla en los años 80 y que ha sido un auténtico éxito literario.

Relatos Faunescos, editado por Barrett, es su primer libro de relatos.

 

 

«¿Qué quería ser de mayor? Siempre me ha gustado escribir. También me gustaban los animales y en algún momento había pensado hacer algo con ellos, como dedicarme a la biología o la veterinaria. Pero luego, cuando llegó la hora de ir a la universidad, me pilló la época jipi, cogí la mochila y me fui a recorrer los caminos».

También ha hecho
posible este
libro

 

 

José Luis Ágreda

 

Sevillano del 71, es quizá el ilustrador andaluz más importante de nuestro tiempo. Y sin el quizá. Ha realizado proyectos para muchas y distintas editoriales, incluyendo por supuesto a Barrett, que cuenta con las magníficas ilustraciones para Roque Six, además de las del libro que tienes ahora en tus manos.

Empezó a colaborar en El País y El Jueves en 1998 y, desde entonces, no ha parado. Entre sus trabajos destaca Cosecha Rosa, que ganó el Premio a la Mejor Obra de 2001 en el Salón del Cómic de Barcelona. Ahora trabaja como director de Arte en una película de animación protagonizada por Luis Buñuel que estamos deseando ver.

 

 

 

 

Título original: Relatos Faunescos

Primera edición: septiembre de 2017

Segunda edición: diciembre de 2017

 

 

 

Diseño de colección y cubierta: Estudio Lápiz Ruso

Corrección: Elia Fernández

 

© del texto: Fernando Mansilla, 2017

 

© de la ilustración de cubierta: José Luis Ágreda

© de la edición: Editorial Barrett

C/ Profesor Manuel Clavero Arévalo, 2, bloque C, 4.º D, Sevilla

www.editorialbarrett.org

info@editorialbarrett.org

 

 

ISBN: 978-84-948445-5-3

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres dejarte hacer unas cuantas fotocopias.

 

 

El hombre silla

Por Alex O’Dogherty

 

 

Fernando Mansilla: m. Hombre silla que vive en Hombre de Piedra. // Señor con gabardina y sombrero. // Dibujante con palabras. // Rapero atípico. // Poeta no maldito. //

 

¿Te has leído alguna vez un cuadro?

 

Suena raro, ¿no? A mí también. Es raro. Leerse un cuadro. Lo normal es leerse un libro. Bueno, lamentablemente parece que ya no es tan normal leerse un libro...

El caso es que, aunque no sea muy normal leerse un cuadro, esa y no otra fue la idea que me vino a la cabeza cuando acabé este libro. 

 

Tenía la sensación de que me había leído un cuadro. O, mejor dicho, varios cuadros. Uno por relato. Y dentro de cada relato, de cada cuadro grande, hay otros más pequeños, más pintura, más dibujos, más trazos, más trozos de vida que se proyectan ante tus ojos automáticamente.

Fernando Mansilla pinta cuando escribe.

 

Su manera de escribir es describiendo. 

 

Es tan fácil ver lo que cuenta, que te hace sentir que estás ahí, en la cárcel, en la playa, en la embajada... rodeado de toda esa fauna, creyendo que eres uno más, un animal más. O, tal vez, deseándolo. Creyendo que sabes de qué va la historia y dándote cuenta de que no tienes ni puta idea, porque siempre te sorprendes al final de cada frase.

 

Sí, lo admito: yo soy fan del Hombre Silla, yo soy fan de Mansilla.

O Sillaman, que dicho así suena a superhéroe.

Un superhéroe de las letras.

Un superhéroe de barrio, claro.

De la Alameda de Hércules, para más señas. Sí, soy fan.  

 

Lo soy desde que lo conozco, desde que le oí por primera vez. Porque antes de leerle, le oí, y esa, amigos míos, es una ventaja que tengo sobre la mayoría de vosotros: yo conozco la voz de Fernando. Esa oscura, profunda, rasgada y temible voz que tiene, esa manera de recitar, de rapear, tan genuina que hace que te introduzcas en su mundo sólo con oírle unas cuantas palabras.

 

Me gustaría que este libro viniera narrado por el autor, para que el lector le oiga, aunque fuera un par de relatos, y así me podríais entender. Algo así como un bonus track, un contenido extra. Ahí lo dejo como sugerencia para los editores…

 

Siempre me ha resultado muy fácil sentirme dentro del mundo de Mansilla. Y no he tenido que sentirme identificado con ninguno de los personajes. Simplemente me siento ahí, dentro, como en una de esas pelis en las que eres un fantasma, y los protagonistas pasan a tu lado sin verte siquiera. Así me siento cuando leo a Fernando. Como en una película. 

 

¿Pero no habíamos quedado que era como un cuadro? 

 

¿Qué más da? ¿Cuál es el asunto? ¿Cuál es el objetivo de leer? ¿Evadirte? ¿Divertirte? ¿Emocionarte? ¿Pasearte por otras vidas?

 

Harás todo eso cuando entres en este libro, en este cuadro, en esta película, en esta movida. 

Y cuando lo hagas, leerás su voz, verás sus palabras y entonces ya estarás dentro y ya serás parte de su fauna.

Entra y mira sin miedo. Camina sin cuidado.

Estos animales son inofensivos.

(O no). 

 

 

Alex O’Dogherty (San Fernando, 1973) es actor, músico y humorista. Ha hecho un hueco en su apretada agenda llena de grabaciones para el cine y la televisión y nos ha prologado la obra de su amigo y admirado compañero de profesión.

 

 

La dorada

 

Dorada: f. Pez acantopterigio que tiene una mancha dorada entre los ojos y es comestible estimado.

 

 

 

Agua. Todas las noches sueño con agua. Veo puertos de mar, ríos, embalses, océanos, lagos, acequias, pantanos... Yo estoy, en mis sueños, pescando grandes peces oscuros que se deslizan bajo las aguas transparentes, así que interpreto el acto de pescar como símbolo de quedar atrapado en algún tipo de trampa. Enganchado. Pongo por ejemplo enganchado al tabaco, al café, a una mujer... Lo que falla en el sueño es que el pescador sea yo, el enganchador, que no el enganchado, cuando en la cruda realidad no hay pescador más pescado que yo. Pescado en varios frentes, como una vulgar trucha (si bien es verdad que por causas más apetitosas que una lombriz de tierra o una bolita de masa de harina con sardina).

Más lógico sería soñar que yo era una dorada, hermosa y oblonga, surcando los mares en busca de un bocado que echarme al insaciable buche cuando, medio oculto entre las algas, localizo un suculento gusano y me dirijo hacia él sin demasiada cautela. Aguzo el oído, pero más por puro placer oceánico que por sospecha. Recojo los ecos del mar, el trote rítmico de los hipocampos, el canto de las sirenas... El mar parece tranquilo. Abajo el fondo arenoso, sin rocas, por arriba el cardume de insignificantes pececillos. Nadie me lo puede disputar. El gusano es mío.

 

Me deslizo en línea recta, abro la boca, me lo zampo, cierro la boca y empieza la pesadilla. De inmediato un dolor agudo, el infierno que se me clava en el delicado paladar, y no sólo se hinca en mi carne, sino que, como si tuviera vida propia, me jala hacia la superficie. No, hacia la costa. Coleo con rabia, pero cada coletazo es un trallazo en el paladar y el dolor es tan intenso que me desvanezco ligeramente. Sea lo que sea, es irresistible y tengo que dejarme arrastrar, no oponer resistencia. Si no opongo resistencia, el dolor disminuye un grado y me permite pensar. Inmovilizo mis aletas, mi cola y mis agallas, eso me hace ascender y llego a la superficie, saco la cabeza fuera del agua, al aire mortífero. Analizo la situación y comprendo: allá donde se acaba el mar y empiezan las arenas de la playa, en un punto no muy lejano, un tipo con los pies metidos en las aguas del último rompiente sostiene una caña de pescar de respetables dimensiones. Con la mano derecha maneja el carrete y tensa el sedal, con la izquierda sujeta la flexible caña. Me sumerjo de nuevo y no me engaño, las doradas somos peces realistas, tengo un anzuelo clavado a fondo en el paladar y siento mucho miedo. Un pulpo, que está presenciando el lance y es testigo de mis apuros, huye temeroso por el fondo de arena. Inútil pensar en pedir ayuda. El pulpo lanza un chorro de tinta y desaparece envuelto en sus propias tinieblas.

 

Cegada por la tinta, inmovilizada por el dolor, no puedo luchar, no puedo tirar, no quiero clavar más el doloroso hierro en mi carne y me dejo arrastrar dócil por el sedal sin ofrecer resistencia. El pescador debe haber comprendido que ya no hay lucha y piensa que soy suya. Me dejo guiar hacia la superficie de las aguas, quiero sacar de nuevo la cabeza. El sol está cada vez más bajo y yo estoy muy cerca de la orilla. Recojo el sonido tentacular de una medusa arrastrada por las corrientes mar adentro y le transmito mi mensaje de despedida. Voy a morir. Me reservo el último espasmo, pero sé muy bien que todo ha terminado para mí.

 

Nadar brillante entre las saladas aguas, comer, aparearme, desovar en su sitio y a su tiempo. Una vida simple de dorada. Todo ha terminado para mí. Este año no desovaré, porque este hombre que ahora recoge los últimos tramos del sedal y me saca del agua me quiere devorar.

 

Alguna vez fui testigo de un drama similar. He visto salir del agua peces como yo, doradas o de otra especie, jalados por la fuerza irresistible del sedal, rumbo al pavoroso destino de la tierra firme. Entonces no pensé que aquello me pudiera suceder. Y yo sabía, no puedo fingir ni alegar ignorancia porque yo sabía que soy comestible. Tantas veces he visto un sedal... sedales rotos, enganchados en las rocas. Y también sedales en activo, con mortífero anzuelo cebado, ya con suculento gusano, ya con olorosa mezcla. A veces, incluso, me comí el cebo y eludí la trampa, estimulado y aplaudido por toda la fauna marina. Aunque, generalmente, cuando se descubre el engaño se prescinde de tentar la suerte y sólo los más osados se atreven a mordisquear la peligrosísima tentación.

Pero he picado como un vulgar besugo. No lo vi, solamente vi el gusano, estaba hambrienta y olvidé la habitual prudencia, me olvidé de pescadores y de la tierra seca en donde acabaré mis días, asfixiada y frita y comida hasta las espinas.

Y como lo cuento, me sacan del mar. Ya me falta el agua y mis agallas se dilatan y contraen espasmódicamente, pero sólo encuentro aire. Me ahogo. Veo la cara del hombre, serio, y las arenas de la playa.

 

Me levantan en vilo, colgada del anzuelo. ¡Qué dolor! Siento que se me va la vida y todo se me vuelve borroso, únicamente este dolor insoportable no se nubla, no se difumina, es cada vez más concreto y se expande por todo mi cuerpo. Sólo dolor y asfixia, la más fabulosa impotencia jamás sentida.

 

Entonces revienta todo, reviento yo y parece que también el mundo revienta. Me desgarro rota por un dolor bestial, un trallazo en el paladar. El pescador me ha arrancado el anzuelo de un solo tirón, seco y enérgico, y caigo en la arena con la boca destrozada.

En la playa moriré asfixiada. No boqueo, quedo inmóvil, concentro mis últimas y escasas energías para el coletazo definitivo. No estoy lejos del agua. Utilizo mi rabia y mi dolor para conseguir uno de los espasmos más formidables en la marítima historia de las doradas. Salto en vertical, atisbo el mar desde el aire, un coletazo para ganar terreno, intento alcanzar el agua, maldita sea, y vuelvo a caer en la arena, en el mismo maldito sitio.

Estoy enfocando con mi turbia mirada al pescador. No está solo. Dos hombres verdes le acompañan.

 

 

2

 

Mientras cobraba la presa desaparecieron sus preocupaciones, pero ahora que la dorada estaba fuera del agua y la lucha había terminado volvió a sentir la angustia en la boca del estómago. Intentó concentrarse otra vez en la pesca. El animal, todavía vivo, no se había tragado el anzuelo hasta el estómago, como sucede a veces, sino que lo tenía clavado, no muy profundamente, en el interior de la boca. No muy profundo, pero sí bien clavado, así que, calzándose el guante para no cortarse la mano con el fino sedal, y de un solo y fuerte tirón, pudo desprendérselo sin necesidad de usar las tijeras, recuperando de este modo el aparejo entero.

No se concentraba, no podía olvidar el verdadero motivo por el que estaba allí, a orillas del mar. La dorada exangüe, liberada por fin del doloroso anzuelo, yacía inmóvil en la arena. Estaba atardeciendo y quedaba poca gente en la playa. Consultó su reloj, estaba inquieto. Dirigió su mirada a los montículos de arena tras los cuales discurría la carretera con la esperanza de ver aparecer al hombre que esperaba. Nadie. Echó un vistazo al cesto donde guardaba los aparejos y otros útiles, se puso de rodillas junto a él y abrió su tapa. El paquete seguía en su sitio y el pescador no deseaba más que deshacerse de aquello cuanto antes. Desvió la vista al pez que había coleado levemente en la arena. Aún vivía. Nunca había pescado una pieza de tal magnitud y, justamente hoy, que si estaba allí pescando no era más que por disimular, justamente aquella tarde, había cobrado la dorada de su vida. Arrodillado en la arena se quedó mirando al animal pensativamente. Sacó del bolsillo del anorak un paquete de tabaco, y entonces, mientras encendía un cigarrillo, los vio a lo lejos. Por la orilla, en dirección al sol poniente, venía caminando la pareja de la Guardia Civil.

La primera reacción fue huir inmediatamente, dejarlo todo y huir, pero estaban cada vez más cerca y lo tenían directamente encarado. «Mejor será no precipitarse», pensó. Dando por terminada la jornada de pesca apagó el cigarrillo y empezó a recoger todo el tinglado, separó el aparejo del mosquetón que lo unía al sedal y rebobinó el carrete hasta recuperar todo el hilo. Después, desmontó y plegó la caña en tres tramos guardando aparejo y carrete en el cesto. Ya los tenía encima. Relacionó en su pensamiento la ausencia del enlace con la llegada de los guardias, lo que le provocó un desagradable escalofrío.

Se detuvieron junto a él. Uno era muy joven, el otro, de más edad, era el que llevaba los galones.

—Buenas tardes —saludó el sargento.

—Buenas tardes —respondió el pescador.

Un paso atrás, el número miraba todo sin perder detalle. La tarde se estaba poniendo triste, pasó graznando una gaviota solitaria.

—Bicharracos así de grandes no se pescan por aquí todos los días —dijo el sargento señalando con la mano izquierda el pescado moribundo. Con la derecha se agarraba la correa del cetme.

—No —corroboró secamente el pescador.

Y quedaron los tres en silencio.

—¿Usted es de por aquí? —interrogó el suboficial.

El contacto no había llegado. Si el contacto hubiera llegado, él habría entregado el paquete y ahora todo sería más fácil y respondería con despreocupación cualquier pregunta que le tuviera que formular la ley, pero el contacto no había aparecido. Miró a los ojos marrón sucio del sargento y enseguida desvió la mirada.

—No soy del lugar —respondió el pescador—, pero como si lo fuera. Vengo aquí todos los fines de semana, también en vacaciones, cuando...

Se interrumpió sin terminar la frase, estaba dando demasiadas explicaciones. Se le había secado la boca y notó con alarma que empezaba a formársele una bola de nervios en el estómago. Otra gaviota pasó volando por encima del trío y el pescador quiso haberse ido volando con ella.

—¿Así que aficionado a la pesca? —preguntó el guardia sin graduación hablando por vez primera.

—Pues sí —contestaba el pescador.

—¿Y hace mucho que descubrió usted estas playas?

—¿Dice que viene todos los fines de semana?

—¿Siempre viene solo?

Las preguntas no cesaban. Los guardias no preguntaban por preguntar ni por animar la conversación. Era evidente que venían a por él. Alrededor del cesto, el número merodeaba y miraba curioso la enorme dorada.

—Todavía vive —dijo el pescador intentando concentrar toda la atención en el pescado—. La he sacado hace un momento.

Pero a nadie importaba la dorada y el hombre observó con angustia cómo al sargento se le endurecía la mirada.

—¿Me permite su documentación, por favor?

Sudaba frío por todos los poros. El enlace no había llegado. Por contra, aparecía la Guardia Civil. Se estaba haciendo de noche. Entendió que habían cazado a su contacto y que éste había cantado. Lógico. Ahora venían a por él, cuando el sol era una esfera roja que desaparecía ya tras las montañas del oeste. No quedaba nadie más en la playa, ni siquiera las gaviotas.

El pescador extrajo la cartera del bolsillo trasero de sus pantalones. Con el rabillo del ojo observó cómo el número se colocaba cautamente a sus espaldas. Les tendió el documento, que tomó el sargento. El siguiente paso sería el registro. Tuvo la certeza de que abrirían el cesto y darían con el paquete. El sargento dejó de leer la documentación y señaló el cesto.

—¿Qué lleva ahí?

Se vio en el cuartelillo de la Guardia Civil, esposado, interrogado. Luego, el inevitable juicio y, por fin, el presidio. En este orden. Sólo quedaba ser más rápido que ellos. Entonces saltó la dorada.

 

Fue un salto formidable, quizás el espasmo final de la muerte. Un salto en vertical, prodigioso para un animal que agonizaba. Se diría que quiso alcanzar el mar en un intento inútil y desesperado, pero se alzó vertical y cayó vertical, ni una sola pulgada más cerca del rompiente. Lo justo para que el sargento desviara la mirada que hasta el momento había tenido fija en el pescador. La punta del zapato, dirigida a la entrepierna del suboficial, no erró el disparo. Cayó doblado el sargento en la arena sin decir ni «ah» como un saco de patatas, con la respiración cortada. Luego, como a cámara lenta, el hombre vio al otro guardia desenfundar su pistola y quitarle el seguro en silencio. Entonces, el pescador se tiró en plancha a la arena y agarró lo primero que le vino a mano: la dorada. El guardia, situado de espaldas al mar, disparó al hombre que tenía enfrente. La bala se incrustó en la arena. El pescador, a su vez, moviéndose veloz y antes de que su oponente repitiera disparo, empuñó el pescado por la cola y, tras darle dos veces vuelta, se lo lanzó con gran ímpetu contra el rostro, pero el número agachó ágil la cabeza y la dorada le pasó por encima, casi silbando, a milímetros del charolado tricornio.

 

 

3

 

El impulso me lleva volando hasta la orilla y aterrizo en un palmo de agua, donde las olas llegan y se van, y yo quedo medio varada con el olor de las manos del hombre todavía en mis escamas, y estoy aturdida, panza arriba. Una ola me adentra en el océano, otra me devuelve a la orilla. Veo, de nuevo, la playa. Un hombre con tricornio está tendido en la arena. El otro, de pie, tiene un arma. Veo al pescador corriendo por la playa y escucho un disparo. El cesto está volcado y se ha desparramado todo. Yo giro sobre mi propio eje, pero vuelvo a quedar panza arriba. No puedo hacer otra cosa que esperar, medio asfixiada todavía —las agallas contraídas y medio cuerpo fuera del agua— entre las olas que me llevan y me retiran de la orilla, tan cerca aún de los hombres, de la caña de pescar ahora inofensiva, despojada de hilo y anzuelo.

 

Es casi de noche. El pescador es un puntito que corre y se aleja. El hombre del tricornio, más cercano, rodilla en tierra, le apunta con su arma. Oigo otra explosión, siento que la marea baja, las aguas se retiran y el océano me succiona desde sus entrañas; vuelvo a girar sobre mí misma, media vuelta, ¡lo conseguí! He recuperado la postura. Menos mal, porque panza arriba es postura de pez envenenado. Pero he recuperado la postura y la orientación. Aprovecho el retroceso de una ola para zambullirme definitivamente, al mismo tiempo que se me abren las agallas y respiro profundamente una bocanada de agua. Estoy agotada y me duele todo el cuerpo, pero he vuelto a las negras aguas y a la negra noche. En el silencio del mar no se oyen los disparos.