Horacio Convertini

 

Nació en Buenos Aires en 1961 y tiene un don para la novela negra, de engancharnos con sus historias turbias y sus personajes decadentes gracias a su prosa precisa y contundente. Quizás ese don venga de su trabajo como exeditor jefe de policiales en el diario Clarín o, quizás, sea que tiene una mente muy retorcida para el crimen. Este don le ha hecho ganar numerosos premios literarios como el Internacional de Novela Negra y Policial “Azabache” o el Memorial “Silverio Cañada” que se otorga en la Semana Negra de Gijón a la mejor opera prima. Con El último milagro ganó el Concurso de Novela Negra “Extremo Negro-BAN!” y fue nominada para el prestigioso premio “Dashiell Hammett” en 2014. Sus obras han sido publicadas en Argentina, Venezuela, México y España.

 

Pero quizás, más allá de los premios, de lo que se siente más orgulloso —y lo que le causa más satisfacciones y también más disgustos— es del fútbol y de ser hincha del San Lorenzo de Almagro.

 

 

El fútbol es una excusa para contar. En él aparecen el heroísmo, la traición, la corrupción, el amor absurdo, insensato. El fútbol es la olla en la que se cocinan esos elementos.

 

 

 

 

Título original: El último milagro

Primera edición: marzo de 2017

 

Diseño de colección y cubierta: Estudio Lápiz Ruso

Corrección: Elia Fernández

 

 

© del texto: Horacio Convertini, 2013

C/O Agencia literaria CBQ

info@agencialiterariacbq.com

© de la fotografía de cubierta: Michał Jarmoluk

© de la fotografía de la biografía: gentileza revista El Gráfico

 

© de la edición: Editorial Barrett

C/ Profesor Manuel Clavero Arévalo, 2, bloque C, 4.º D, Sevilla

www.editorialbarrett.org

info@editorialbarrett.org

 

ISBN: 978-84-948445-4-6

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres dejarte hacer unas cuantas fotocopias.

 

 

 

Por amor a Racing

Jorge Valdano

 

 

Si le gusta el fútbol este es su libro. Si le gusta la literatura, también. Es difícil novelar el fútbol porque se trata de un juego que escribe cada día una historia increíble con la que resulta difícil competir. De hecho, el guionista de cualquier partido nos sorprende con una insólita frecuencia con giros que ningún autor puede mejorar. Pero alrededor de ese universo emocional hay mucho que explorar y Horacio Convertini lo hace con tanta inteligencia y humor, que uno termina mirando con ternura a los auténticos idealistas del mal que pueblan el libro.

 

Racing es el común denominador de los personajes que van desfilando por ella, el elemento purificador de quienes tienen los mismos sueños de gloria que las buenas personas, pero la ventaja de tener menos escrúpulos para alcanzarlos. Los tentáculos de la codicia son infinitos y, como sabemos, se aprovechan de la abundancia, pero no se detienen ante la escasez. En la defensa de sus intereses, todos estos aspirantes a sobrevivir a la crisis terminal del club conculcan los valores más elementales, roban y hasta matan. Eso sí: lo hacen por amor. Por amor a Racing.

 

 

Soy de Racing por parte de padre. Se trata de uno de esos milagros de identificación a los que el fútbol nos tiene acostumbrados, porque mi padre falleció cuando yo tenía cuatro años. Racing es uno de los cinco grandes del fútbol argentino, con glorias inolvidables como la de conquistar el primer campeonato intercontinental contra el mítico Celtic. Pero de aquello hace mucho tiempo. Desde entonces, el club conoció la peste de la decadencia que afecta a todo el fútbol argentino y tampoco desconoce la tragedia del descenso, una prueba de fuego para la lealtad de la hinchada. Horacio Convertini encuentra en estos tiempos confusos su gran escenario. Si la novela negra se nutre de las bajas pasiones, hace bien en buscarlas en el territorio universal del fútbol, donde hay un yacimiento interminable de marginalidad y ambición.

 

 

Desde el fondo de los tiempos, a la desesperación por ganar se le han ocurrido muchos atajos, pero se avecina una amenaza nueva: la tecnológica. Si es japonesa mejor, porque en el mundo del fútbol lo lejano siempre tuvo un prestigio imbatible. En la novela conviven en perfecta armonía lo fantástico con lo real, lo primitivo con lo sofisticado. A ese encuentro entre el pasado y el futuro intentan adaptarse directivos que encuentran nuevas vías para traicionar sus ideales; entrenadores que deben poner a prueba la viveza de la que siempre han vivido; barras bravas con delirios de poder; mujeres hermosas que tiran el anzuelo del sexo en todas las direcciones para que piquen los que van de pícaros; putas honestas, enamoradizas y soñadoras; madres perdedoras que piden una segunda oportunidad a través de hijos futbolistas… Personajes bien trazados por una prosa que conoce a fondo el lenguaje estragado del fútbol y las sutilezas de la buena literatura dan vida a una historia de fracasados que nunca pierden la esperanza.

 

Como un buen partido, la única pena es que se termine. Nos queda el consuelo de que al final triunfa el amor… por todo lo bajo.

 

 

 

Jorge Valdano (Santa Fe, 1955) es un erudito del fútbol. Llegó a España sin hacer ruido y poco a poco fue haciéndose un hueco entre los mejores. En el Real Madrid vivió su última etapa como futbolista y la primera como entrenador y dirigente.

 

El fútbol es lo más importante entre las cosas menos importantes.

 

 

 

Engañoso Convertini

Alexis Ravelo

 

 

Conocí a Horacio Convertini en una Semana Negra de Gijón. Me encontré con que era un tipo lúcido, culto, amablemente irónico, reflexivamente serio. También descubrí en él a un compañero generoso con el que podían compartirse cenas y tangos. En esa ocasión, en el viaje de vuelta a casa (yo vivo en Gran Canaria), me acompañó en el avión un ejemplar de El último milagro, en su versión argentina (ganadora del Premio “Extremo Negro”). Y ahí, mientras atravesaba la Península y me internaba en el Atlántico, descubrí que Convertini era, además, un magnífico escritor, capaz de involucrarme como lector en un mundo al que soy absolutamente refractario (el del fútbol), de hacerme seguir hipnotizado las vicisitudes de varios personajes cuyas vidas giran en torno a un club que está a punto de descender, de convertir una novela negra en una sátira perfecta, en un cuento moral sin moraleja, en una sólida imagen especular del caos que rige el mundo.

El último milagro es una novela breve. Engañosamente. Como la cabina telefónica del Doctor Who, es más grande por dentro. Mucho más grande.

La anécdota roza la ciencia ficción: a Johnny Franzoni, pichichi del equipo en crisis, lo embaucan para que se deje implantar un chip con el que un gamer consumado (un tal Nakamura) lo controlará como si se tratara del avatar de un videojuego, convirtiéndolo en una especie de superhombre. Los conspiradores (directivos del club, científicos japoneses y el propio entrenador) no cuentan con la intervención de Lis, el líder de la barra más ultra de su hinchada. Como en una novela de Manchette, los hechos se suceden con imperceptible rapidez mientras viajamos al interior de todos y cada uno de los actores del drama: Jesús Ribonatti, vendedor de electrodomésticos en plena crisis matrimonial que ejerce como atribulado presidente del club; Carmelo Zagaglia, arruinado y solitario entrenador cuyo territorio de soledad está siendo invadido por una puta de buen corazón; Lis, un taimado pibe de barrio que oculta su amor por la poesía y una fe de hierro (y ya nos dijo Onetti que un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre). En medio de todos (por encima de todos) está Romina, mucho más que unas tetas perfectas, más allá del estereotipo de la mujer fatal, ofrendada en sacrificio y probable vengadora de mirada impenetrable. Convertini da un tratamiento coral a estos personajes, proporcionándoles un mismo plano en el que se desenvuelven sus grandezas y sus miserias. Poco a poco, el lector va comprendiendo que no es Franzoni el único que es manejado mediante un joystick por alguien a quien no puede ver; que todos son, a su manera, marionetas de alguien que los domina a su antojo.

Algún crítico ha escrito sobre esta novela que la violencia llega hacia el final. No es cierto. La violencia aparece casi desde las primeras líneas, larvada pero evidente, como una pátina que cubre pensamientos, diálogos, descripciones e insomnios. El crimen, la agresión, la violencia física (en ocasiones absurda, como suele serlo en la realidad) no es más que el correlato de la coerción que domina las relaciones entre sus personajes desde antes del comienzo. Por eso se puede decir que El último milagro es una novela cruel. Pero también, y por lo mismo, que es una novela llena de compasión. Que cuenta lo que le ocurre a unos concretos personajes cuando olvidan por un instante que la persecución de sus sueños es inútil, que habitan en un sitio «donde las ilusiones te traicionan siempre».

 

 

Alexis Ravelo (Las Palmas de Gran Canaria, 1971) fue ganador del premio “Dashiell Hammett” 2014 por La estrategia del pequinés.

 

 

 

Buena lectura

Paco Camarasa

 

 

Siempre ha habido problemas, aquí en España, para conocer, para leer lo que se estaba escribiendo en América Latina. Si difícil es que nos lleguen autores y autoras de narrativa generalista, los que escriben novela negro-criminal lo tienen más difícil aún. Toda esa retórica de la comunidad del castellano, es eso, pura retórica vacía y grandilocuente, para malos políticos haciendo repetitivos discursos.

Afortunadamente, en Gijón, la Semana Negra es un lugar de descubrimientos. Allí no importaba si la editorial que publicaba un autor era grande, mediana o apenas comenzaba a editar. En la Semana Negra descubrí muchos libros, muchos autores. Allí descubrí La soledad del mal, de Horacio Convertini. Una auténtica sorpresa. Un autor más a engrosar la lista de los libros a traer de vuelta por parte de todos los amigos y amigas que viajaban hacia Buenos Aires. Afortunadamente, los títulos que les pedía tenían pocas páginas y pesaban poco. En uno de esos viajes, me trajeron El último milagro.

El fútbol es un deporte de masas. Perdónenme la obviedad. Y en torno a él giran demasiados intereses. Pero no ha tenido presencia prácticamente en la narrativa negro-criminal. Quizá uno de los primeros en relacionar fútbol y especulación urbanística fue Manuel Vázquez Montalbán en El delantero centro fue asesinado al atardecer, aquella novela donde nunca le perdonamos al autor que nos dejara sin Bromuro, su fiel confidente y limpiabotas.

Los que somos del Barça tenemos que soportar que el museo lleve el nombre de Josep Lluís Núñez, que fue presidente del Barça antes de pasar por la cárcel. Un museo con el nombre de un delincuente. Del Madrid, y de los ‘negocios’ de su presidente, Florentino Pérez, solo hablo en presencia de mi abogado.

El último milagro es una buena novela, es una excelente y corta novela (los clásicos, Hammett, Thompson, McCoy o Goodis, escribían corto), y para los de esta parte del Atlántico nos introduce en un fenómeno del que hemos oído hablar, pero no conocemos, el de las barras bravas. Y todo lo que significan. Y lo hace con sentido del humor y ritmo narrativo.

Afortunadamente, ahora El último milagro se publica en España. No le deseo suerte, sino que tenga un gran número de lectores, como se merece. Como siempre, las buenas novelas iluminan partes de la sociedad poco conocidas, las zonas oscuras de los barrios, y lo que hay detrás de esa pelota que echa a rodar cada domingo.

Si usted está leyendo estas notas que anteceden al texto, tenga la seguridad de que ha escogido bien, que ha escogido una buena novela, bien narrada y que le va a interesar.

Buena lectura.

 

 

Paco Camarasa, librero, comisario del festival Barcelona Negra, referente del género negro español. Y también es el autor del libro Sangre en los estantes.

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Nota del autor

 

 

 

Las novelas que tienen como escenario el fútbol profesional, al menos las que yo he leído, suelen apelar a clubes de ficción para desarrollar sus tramas, sobre todo si lo que se contará es un crimen, un hecho de corrupción o el lado siniestro del deporte. Sospecho, sin la menor prueba, que se trata de una maniobra deliberada para no espantar lectores y que obedece a este razonamiento: el fanático de un club no gastará dinero en un libro que aplica el espejo deformante (y cruel) de la literatura en su máximo rival porque sería una forma de legitimarlo, pero mucho menos lo comprará si ese espejo deformante (y cruel, insisto) se le vuelve en contra. El ambiente del fútbol es demasiado susceptible y el que no lo crea así, que se dé una vuelta por los albañales, también llamados “foros web”, de los diarios deportivos. Parece lógico, entonces, recurrir a un nombre de fantasía si uno aspira a tener más lectores que enemigos. El marketing, además de mentir, también es evitar líos.

 

Por eso me veo en la obligación de aclarar que el Racing de Avellaneda, club en el que sucede la ficción de El último milagro, existe y con una vitalidad inaudita. Es uno de los cinco grandes del fútbol argentino, junto a Boca, River, San Lorenzo e Independiente, su enemigo de barrio. Fue el primer tricampeón de la era profesional al ganar consecutivamente las Ligas de los años 1949, 1950 y 1951, y el primero en consagrarse campeón mundial de clubes, en 1967. Su apodo, la Academia, nació en la era amateur, cuando obtuvo nueve ligas, siete de ellas consecutivas, cinco de ellas sin haber perdido un solo partido. Racing es, por todo esto, inmensamente popular. Entre sus hinchas históricos figuran artistas legendarios como Carlos Gardel y Astor Piazzolla y hasta presidentes como Juan Domingo Perón y Néstor Kirchner. Algunas listas de fanáticos vip incluyen también a Usain Bolt, a John Lennon y a Mark Zuckerberg, pero aquí conviene desconfiar, porque por amor también se miente.

 

Sin embargo, Racing es, antes que nada, el club más sufrido del fútbol argentino. En el último medio siglo ha vivido de crisis en crisis, algunas verdaderamente insólitas, y este calvario, lejos de menguar el fervor de su hinchada, lo ha potenciado hasta una conmovedora insensatez. Racing descendió a Segunda División en 1983 tras perder el último partido contra Independiente, que simultáneamente salió campeón (nada más perverso ni doloroso). Volvió a Primera luego de dos años de un peregrinaje poco heroico y enseguida, por falta de dinero y como consecuencia de un bache absurdo en el calendario del fútbol argentino, dio en alquiler al equipo completo para disputar una pequeña liga provincial, que contra todos los pronósticos no ganó. En 1999, agobiado por las deudas, Racing murió. Y juro que no es un eufemismo. La Justicia determinó su cierre y liquidación de bienes, y la síndico que manejaba la quiebra firmó el certificado de defunción con una histórica frase: «Racing ha dejado de existir». Pero la Academia, que siempre sorprende, resucitó. Le tomó algo más de tres días, pero tampoco tanto. Aprovechó una argucia legal, se maquilló de sociedad anónima y en 2001, luego de treinta y cinco años de sequía, justo cuando el país se venía abajo en la crisis económica más brutal de su historia, volvió a salir campeón argentino. Al entrenador que rompió el maleficio le fabricaron una estatua de bronce. Poco tiempo después, claro, lo despedirían... para llamarlo un par de años más adelante y volverlo a despedir.

 

Racing es una montaña rusa enloquecida, el reflejo futbolístico de una argentinidad siempre en la disyuntiva de la gloria o la hecatombe. La historia de un jugador cyborg que puede salvar a un club en estado terminal es un delirio que toma carnadura y se vuelve creíble solo si hablamos de Racing, de sus aficionados capaces de cualquier epopeya, de sus dirigentes tan propensos al desatino, de su perfil de gigantesco Titanic que puede zozobrar aún en el agua calma de una piscina hinchable. Gabriel García Márquez decía: «Uno no puede inventar o imaginar lo que le da la gana porque corre el riesgo de decir mentiras, y las mentiras son más graves en la literatura que en la vida real». La elección de Racing, de su geografía, de su historia, de sus pasiones, es simplemente una apuesta por la verdad.

 

Horacio Convertini

Buenos Aires, noviembre de 2016

 

 

 

 

 

A Mariel,
a Daniel,
a Franco,
a Pablo Ramos,
a los Luccisano.

 

 

 

 

Y será predicado este evangelio
en todo el mundo...
y entonces vendrá el fin.

(Mateo 24:14)

 

En el este y el oeste,
en el norte y en el sur
brillará blanca y celeste
la Academia Racing Club.

(Grito de guerra de la hinchada
del Racing Club de Avellaneda.
Música: la marcha peronista)

 

 

Zagaglia I
Duro

 

 

Cuando tocó el timbre, supo que iba a cometer un error. No era esa la forma de resolver su problema, pero las opciones sensatas le dolían demasiado y le exigían una voluntad de sacrificio que hacía tiempo no tenía.

—¿Quién? —preguntó una voz metálica a través del portero eléctrico.

—Zaga... —respondió él.

La chicharra sonó antes de que terminara de decir su nombre. Empujó la puerta con un hombro y entró. Apretó el botón rojo fosforescente y se encendió un plafón en el techo: media esfera de vidrio llena de bichitos que despedía una luz anémica. Caminó apurado hacia el fondo, donde estaba la escalera del segundo bloque de departamentos, porque ya sabía que el temporizador duraba poco y que el siguiente interruptor no se veía en la oscuridad ya que alguien había roto el botón fosforescente. De todos modos, no pudo llegar. El primer plafón se apagó cuando le faltaban cuatro metros y decidió seguir a ciegas, ahora muy despacio, tanteando la pared a su izquierda. Cuando su mano se hundió en el vacío, dobló y empezó a subir. Diez escalones, un rellano que torcía a la derecha, otros diez escalones. En el primer piso distinguió un botón rojo, lo apretó. Aprovechó el oasis de luz para acelerar de nuevo, pero volvió a quedarse a oscuras en el rellano del tercero. Se preguntó cómo se las arreglarían los habitantes de esa pajarera mugrienta. Tal vez estuvieran acostumbrados y no necesitaran la ayuda de los plafones llenos de bichos. Tal vez vieran en las tinieblas. Gente con ojos fosforescentes de murciélago.

Cuando por fin llegó al tercero, como si su pisada lo hubiera activado automáticamente, se encendió un reflector de luz blanca en el extremo más alejado del pasillo, donde estaba la cueva del Duro Cameselle. Avanzó hacia ella entrecerrando los ojos. Sabía que lo estaban mirando. Que el reflector no era una gentileza para compensar sus problemas con los plafones, sino la manera de asegurarse de que fuera él, Carmelo Zagaglia, y no la cana o el killer de algún enemigo.

Ni necesidad tuvo de tocar el timbre porque la puerta se abrió antes. Lo recibió un patovica vestido con remera verde oliva y pantalón militar camuflado. El living, que en horas más lógicas hervía de desesperados, estaba vacío. El mostrador donde solía atender una recepcionista rubia que se parecía a Kim Basinger, también. Sobre el mostrador había dos monitores de seguridad: uno mostraba la entrada del edificio; el otro, la negrura del pasillo del tercer piso, renacida ahora que habían apagado el reflector.

—Adelante —dijo el patovica—. Segunda puerta, a la derecha.

Eso significaba que lo iba a atender el Duro Cameselle en persona. Un gesto de amistad y confianza, que se sumaba al favor de haberlo recibido a las diez de la noche, pero que en verdad lo incomodaba: no le gustaba ver a un tipo como el Duro Cameselle conectado a un tubo de oxígeno para seguir respirando, reducido a la sombra de lo que había sido. En el submundo de los usureros y los capitalistas de juego, ese hombre con los días contados era una leyenda tan venerada como temida. Zagaglia había sido testigo de una de sus primeras proezas, cuando los dos todavía eran cadetes del Colegio Militar. Cierta vez, un sargento —furioso porque Cameselle se había presentado a la revista con los borceguíes embarrados— quiso obligarlo a que los limpiara con la lengua. Tuvo la mala idea de agarrarlo del pescuezo y escupirle la orden en la cara. Cameselle —dieciocho años, diecinueve como mucho— le encajó un rodillazo en los huevos y luego le sirvió una trompada en el mentón que lo dejó tirado y boqueando como un pescado. Fue el fin de su carrera de milico. Primero lo molieron a palos y después lo expulsaron. Zagaglia no resistió mucho más. Seis meses más tarde también lo molieron a palos y lo expulsaron por otra falta imperdonable: garcharse a la mujer de un coronel.

Cameselle estaba en la cama con los ojos cerrados. Una pila de almohadas lo sostenía en 45 grados. Tenía una cánula en la nariz. Respiraba con un silbido.

—Permiso, buenas noches —dijo Zagaglia, y dio dos golpecitos en el marco de la puerta.

Cameselle abrió los ojos muy despacio, como si ese movimiento le representara un esfuerzo brutal. Con la mano izquierda le hizo una seña leve para que entrara y otra, palmeando el colchón, para que se sentara en la cama junto a él. Zagaglia obedeció.

—¿Cómo andás, Duro?

—Ablandándome, aj, aj, aj... —La ironía le provocó una carcajada flojita, que se le cortó en un ataque de tos. La cara se le puso azul.

El patovica entró y preguntó si estaba todo bien. Cameselle asintió con la cabeza, pero le tomó dos minutos recuperar el ritmo normal de la respiración. El patovica igualmente se quedó parado al lado de la puerta.

—¿Viniste a traerme un pan dulce, Carmelo? —soltó, por fin, Cameselle.

—Cinco lucas necesito —atropelló Zagaglia—. En el club ya me dijeron que se ponen al día el 30, pero no quiero llegar a la Navidad con las manos vacías. Imaginate, invitados en casa, regalitos...

—Invitados, regalitos... —repitió Cameselle, y los párpados se le rindieron lentamente, como si esa conversación recién empezada lo hubiera arrastrado hacia un letargo muy profundo.

Zagaglia tuvo miedo de que el Duro se durmiera y de que él tuviera que irse de ahí tan pelado como había llegado. Lo tomó de un brazo y lo sacudió un poquito.

—Cinco lucas, che. Nos conocemos de pibes. Yo nunca te fallé.

La cabeza de Cameselle se fue bruscamente hacia un costado y eso lo despertó.

—¿Me escuchaste? Cinco lucas para pasar bien las fiestas.

—Sí, sí, te escuché. Estaba haciendo memoria. El 28 te tengo que descontar el cheque que me diste hace tres semanas. Ocho lucas que no vas a tener...

—Quedate tranquilo, que para cubrirlo me prometieron un adelanto.

—Un adelanto... —Cameselle volvió a cerrar los ojos.

Zagaglia se levantó frustrado. Miró al patovica en busca de ayuda, pero el tipo permaneció envarado y con la vista clavada en un punto indefinido como un granadero. Hacía mucho calor ahí adentro. El aire había formado una nube pegajosa. Metió las manos en los bolsillos del pantalón. En el derecho, las llaves y tres monedas. En el izquierdo, un billete de cincuenta y otro de diez. Todo su capital era esa miseria. La tristeza se le vino encima como un cachetazo. Qué era él más que un mendigo sin suerte o un perdedor habituado a la derrota. Bufó de fastidio en un intento por sacarse de adentro la pesadumbre y encaró hacia la puerta, arrastrando los pies.

—Venden a Franzoni —dijo Cameselle, y su voz, reducida al quejido de un moribundo, paralizó al técnico—. A Bélgica. Lo anunciaron hoy en la radio.

Zagaglia volvió sobre sus pasos y se sentó de nuevo en la cama.

—Así parece —aceptó.

—Renunciá. No seas boludo. Poné eso como excusa. Si Racing se va a la B, que no sea con vos.

—Si renuncio, no cobro más. Además, prefiero morir peleando.

—Morir peleando, aj, aj, aj... —Cameselle se estremeció todo con la carcajada y el nuevo ataque de tos.

—Tirame unos mangos, Duro, que estoy en la lona, dale...

Cameselle se quedó en silencio un minuto interminable, pero esta vez no cerró los ojos. Frunció el ceño como si por dentro estuviera resolviendo un cálculo complejo o evaluando una situación de riesgo.

Dale quinientos —le ordenó de pronto al patovica; su voz esta vez sonó firme, seca, todo lo vigorosa que podía ser en esas condiciones—. Que no deje ningún cheque. Es un favor de amigo.

 

Zagaglia lo vio aflojarse, dejarse ir, los párpados descendiendo en cámara lenta, y supo que ya no podía esperar más.

—Acompáñeme —dijo el patovica.

Quinientos, pensó Zagaglia. Al menos tendría un ratito de putas y alcohol antes de hundirse del todo.