Alfonso Castillo Fernández

 

Un año antes de la publicación de este libro, que ahora tienes entre las manos, Alfonso Castillo escribió en su blog acerca de lo que entonces era una autoedición: «A veces fantaseo con una idea más romántica de la escritura. Sobre todo, con tener a alguien que tome por mí algunas decisiones. Que después de cinco años escribiendo, me diga: “No, Alfonso, esto es mejor así”. Y yo ver lo que me propone y decir: “pues sí, amor mío, tienes toda la razón, a la mierda esa frase”. Un buen editor es últimamente el protagonista de mis sueños húmedos. Fantaseo con dejarme llevar por sus manos experimentadas y con poder relegar cosas como la promoción para poder dedicarme exclusivamente a escribir. Pero esto es lo que hay. Soy de la generación del autotodo, y el autobombo también forma parte de eso». Gracias a Laura, una amiga en común, y a lo pequeño que es el mundo, Lo que sueñan los perros llegó una tarde al e-mail de Editorial Barrett. Fue un flechazo, nos enamoramos y le prometimos a Alfonso amor eterno.

 

Alfonso Castillo Fernández (A Pobra do Caramiñal, 1985), estudió periodismo y guion cinematográfico en Santiago de Compostela, Barcelona, Praga y La Habana. Inició su carrera como periodista, pero su trayectoria profesional fue pronto ligada a la industria audiovisual. Trabajó en series de televisión como guionista y editor. Ha tenido otros empleos como redactor de guías turísticas, vendimiador, monitor de vela y peón de arqueología, que le han permitido escribir su primera novela.

 

 

 

 

Título original: Lo que sueñan los perros

Primera edición: febrero de 2018

 

 

 

Diseño de colección y cubierta: Estudio Lápiz Ruso

Corrección: Editorial Barrett

 

© del texto: Alfonso Castillo Fernández, 2018

 

© de la edición: Editorial Barrett

C/ Profesor Manuel Clavero Arévalo, 2, bloque C, 4.º D, Sevilla

www.editorialbarrett.org

info@editorialbarrett.org

 

 

ISBN: 978-84-948445-8-4

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres dejarte hacer unas cuantas fotocopias.

 

 

Nota del autor

Esta novela surgió de una imagen con la que desperté del sueño de una siesta pocos meses después de la muerte de un gran amigo: un perro en un puerto que en realidad es un humano. Las preguntas sobre qué hacía ahí ese perro, qué buscaba, si es que buscaba algo, fueron llevando a otras y haciendo avanzar la historia. Me di cuenta de que la transformación que había sufrido el protagonista, aún llevada al extremo, no era muy distinta a la mía, y que sus alegrías, sus añoranzas y preguntas, tampoco eran diferentes a las que puede tener cualquiera a quien le toca sobrevivir a un ser querido. Como única respuesta, todo lo que se ofrecen en esta historia son más preguntas. Las mismas que han hecho avanzar la historia. Las mismas que me han hecho avanzar a mí hasta experimentar algo valioso que espero haber conseguido trasladar, más que contar, en esta novela. La obra se estructura en cinco partes. Una por cada fase del duelo por la pérdida del cuerpo humano tras las conversión física en perros. Como no podía ser de otro modo, el libro está escrito en presente. Es el único tiempo verbal en el que saben vivir los perros. Ellos, al revés que los humanos, nunca le ladrarían al futuro ni al pasado.

 

Y yo, que ahora sí quiero mirar atrás, agradezco a María José, Alfonso, Dora, Fran, Inés Carrillo, Bebel, Casas, Tito, Pepe, Isabel, Silvia Carnero, Teté y Laura Coladas, su contribución a la suerte de este libro. Muy especialmente también, le traslado aquí mi cariño a todos los lectores de la primera autoedición de Lo que sueñan los perros, porque sin ellos nunca estaría escribiendo esta segunda nota de agradecimiento. Y a Inés Ramos Castillo, que ha aprendido a leer en el lapso de tiempo entre la primera autoedición y esta, y ahora ya puede entenderme si menciono toda la tristeza de la que nos ha salvado su risa.

 

 

 

 

 

A Iria, por esos días que hablamos
de la muerte y nos sentimos vivos.

 

 

 

 

 

Creer en el mundo externo, en la existencia del prójimo, en ciertas regularidades, creer que de algún modo somos únicos, confiar en determinadas informaciones, corresponde no tanto a una sabiduría adquirida o a un conjunto de conocimientos, sino más bien a lo que Santayana llamaba la fe animal, aquella que nos orienta sin demostraciones o razonamientos, aquella que, sin garantizarnos nada, nos separa de la demencia y nos restituye a la vida.

 

Alejandro Rossi

(Manual del distraído)

 

 

 

 

 

El Caracán sabe que el viento del sur trae la locura y el mal tiempo a la península de Lútaca. Sabe también otras cosas que incluso los lutacienses más marineros desconocen, como que los charcos que se observan algunas mañanas como esta en la carretera del puerto no son de agua dulce de lluvia, sino de agua salada de las olas grandes —llamadas las tres Marías— que en ciclos de tres consiguen algunas veces saltar sobre el malecón.

La Cuca se despereza y sale del pequeño galpón de paredes metálicas desconchadas de su pintura naranja y oxidadas por la intemperie. En el exterior, bajo la cornisa del tejado, protegido de la lluvia fina e iluminado por el círculo de luz de una farola todavía encendida a pesar de haber amanecido, el hombre ha puesto a calentar agua en un hornillo. La Cuca busca su caricia, todavía medio dormida, pasando el lomo por la pierna de su amo. Es su forma de dar los buenos días.

—Mira, los chicos ya van a la descarga —le dice él.

Apaga el hornillo y se sirve el café con mucho azúcar en una taza de porcelana que ha perdido el asa y que cobija entre las dos manos para calentárselas. Sopla al líquido humeante y nota cómo se le calienta la punta de la nariz. Abre un paquete de galletas bretonas que ha cogido en la cafetería del club náutico, pero no las prueba. Es incapaz de comer nada por las mañanas. Le da una a la Cuca, envuelve la otra en el plástico y la guarda junto con el café soluble y el azúcar en una caja de cartón reblandecida por la humedad.

—Por lo menos el café, Cuca. Si uno hace café cada mañana es que aún no lo ha mandado todo al carallo.

El mote de Caracán se lo han puesto en Lútaca, aunque los tuvo parecidos en otros lugares. En este caso, se debe a su nariz prominente, como si toda la cara fuese su preludio, formando casi un hocico, y a la barba rala y canosa que le llega desde el pecho hasta las arrugas bajo los ojos, donde se une ya con el pelo largo y enmarañado sobre la frente escasa. Cuando se afeita, en pocas horas le brota un manto más espeso. Contribuye además a su aspecto animalesco un dolor de espalda perpetuo que lo encorva, haciéndole aparentar menos altura de la que tiene, así como parecer viejo, sin serlo todavía.

Duerme cada noche en el galpón con la Cuca sobre un amasijo de redes de pesca. A los lados, ha acumulado objetos que la marea trae a la playa cercana, donde se encuentra la vieja fábrica de conserva ahora abandonada: botellas, zapatos desparejados, un par de ollas en las que cuece caramujos y mejillón de roca, muñecas de plástico sin ojos o sin brazos, trozos de televisores, tonners de impresora. Al fondo de la estancia, todavía en la penumbra, hay otros aparejos de pesca, un mástil, velas enmohecidas y el casco de una dorna que conoció tiempos mejores: la Masús.

Nada de eso es del Caracán. Excepto el café, todo le pertenece al mar o a Adolfo Santos, que hace cuatro años le permitió —personalmente, como le gustaba hacer a Santos la mayoría de las cosas— quedarse a vivir en un viejo galpón que llevaba años sin uso tras el traslado de la conservera a su ubicación actual en el polígono de empresas.

—¿Y la perra, señor?

—Y la perra —había contestado Santos.

Quien lo hubiese conocido durante los años previos a su llegada a Lútaca, podría decir que el Caracán había progresado. Y sin embargo, sin saber muy bien por qué, añoraba el peregrinaje al azar, la vida nómada del tiempo en que la Cuca era cachorra. No el periplo anterior, hecho en soledad, antes de que el sentimiento de pertenencia con la perra lo reconciliase en parte con las personas. Como si en parte, tras habérsela encontrado, pudiese compartir con ella la novedad que suponía el mundo.

Y por la tarde, en el puerto, le dice:

—Está rolando el viento. Se va a poner de sur puro.

Le habla a la perra en un volumen tan bajo que a veces duda de haber pronunciado una palabra, pero la Cuca sabe entenderlo igual. Sentado en el muro del rompeolas, da un sorbo a un cartón de vino y la ve mirar al cielo. Allí, él observa los colores anaranjados y malvas silueteando las nubes y la luna en un claro coronada de un aura translúcida. Sabe que eso significa que habrá tormenta pero, por un momento, esa atmósfera enrarecida le parece propia de otro planeta.

Las nubes gruñen y la Cuca les responde enseñando sus colmillos finos. A pesar de ser mestiza, tiene el tamaño y el pelaje blanco y negro de un setter inglés.

—Tranquila, Cuquiña, a nosotros no puede hacernos nada el viento, que ya somos locos de tanta humedad y tanta sal.

El itinerario del Caracán por el noroeste peninsular siempre había sido por la costa. Desde el encuentro del hombre y el animal a unos cien kilómetros al sur, habían estado en tres pueblos marineros más antes de llegar a la península de Lútaca.

—Los perros siempre buscamos el mar —le había dicho en broma algunas veces.

No es que los lutacienses los hubieran tratado mejor o peor que en cualquier otra parte, simplemente los habían aceptado y, a cualquiera que se le preguntase, contestaría que, para bien o para mal, el Caracán era uno de ellos; tan de Lútaca como las fábricas de conserva.

Pero a pesar de la generosidad inicial con el préstamo del galpón, le bastaron al Caracán unos días en la villa para rememorar el abismo que había existido durante los últimos años con sus semejantes. O bien ocurría que tener un aspecto que recordaba tanto al de un perro hacía a las personas alejarse de él, o bien era él quien se alejaba de las personas por tener el aspecto de un perro. Sinceramente, nunca lo supo con certeza. Pero sí sabía que conforme crecía la distancia con los humanos, él más perro se hacía.

A veces trabaja en la descarga de atún, no más de un barco cada ciertos meses. Lo justo para comprar vino y café y comida para la Cuca. No solo porque era lo máximo que conseguía forzar la espalda, sino porque lo demás podía tomarlo directamente del mar.

En la punta del espigón donde están los barcos atuneros, ve a los chicos montarse en las motos al acabar la jornada en la descarga. Al poco tiempo, cuando se quedan solos en el espigón y el cielo escurre las primeras gotas, los dos regresan a la entrada del puerto donde está la playa y el galpón.

El techo plano y metálico crepita por la lluvia. Dentro, se acuestan sobre las redes. El Caracán abraza desde atrás a la Cuca, que ni siquiera abre los ojos de pura costumbre de dejarse agarrar por las noches. Le acaricia el cuello, la barriga y los cuartos traseros. Pasa sus dedos ásperos por las suaves tetillas de la perra y, cuando la nota moverse inquieta entre sus brazos, ya dormida, piensa: «con qué soñaréis los perros».

—¿Qué haces con la perra, cerdo?

El Caracán no lo ha escuchado llegar, pero ahora entiende que el nerviosismo de la Cuca no se debía a un sueño, sino a la presencia del hombre. En la entrada del galpón, al contraluz de la farola, el chófer y guardaespaldas de Adolfo Santos sostiene un bichero de aluminio.

En Lútaca, todos le llaman Señoriña en alusión irónica a su envergadura. Cuentan que cuando practicaba culturismo había llegado a pesar ciento sesenta kilos de puro músculo. Ahora tal vez sean menos, pero contrastan igualmente con una cabeza pequeña y calva en la que se ensartan unas gafas rojas de cuyas patillas, exactamente, nacen en perfecta perpendicularidad dos hilos de barba hasta la mandíbula que, de tan rubios y afilados, parecen dos colmillos blancos. Por un momento, a medida que se adentra y lanza el bichero a las manos del Caracán, el galpón deja de oler a sal para impregnarse del perfume del hombre.

—Es para ti, Caracán, para que te defiendas.

El Caracán, todavía sobre las redes, rechaza el bichero que el hombre le tiende.

—Cógelo, pégame con él.

Sabe que solo se lo ofrece para intimidarlo. Es una forma de dejarle claro al Caracán que, aún armado, no podría hacer nada contra él. La Cuca gruñe, quiere levantarse. El Señoriña se hace más inmenso por la cercanía. En un movimiento rápido, alza el bichero en el aire. El Caracán echa su cuerpo sobre el de la perra para protegerla.

Es un solo golpe. La Cuca ladra sin moverse de su sitio. El Señoriña tira el bichero doblado por la violencia del impacto a una esquina del galpón. Se lo ha reventado al Caracán en la parte baja de la columna.

—Te me vas mañana de Lútaca.

Y luego:

—Por tu puta vida, te me vas mañana o te mato a la novia.

Se va. El hombre y el animal vuelven a quedarse solos en el puerto. El viento del sur que entra por la puerta del galpón se hace tan denso que parece soplarles la noche misma. Más tarde, cuando la Cuca vuelve a dormir, él lleva la mano de nuevo a su vientre blando. Le besa la nuca, la huele. Piensa que con esos mimos puede transformar en buenos sus malos sueños. Quiere trasladarle este pensamiento: los dos llegando a un pueblo distinto como hace tiempo llegaron a Lútaca.

Pero lo cierto es que tras el nuevo golpe apenas consigue mover las piernas. No sabe si podrá volver a levantarse, y no se diga echarse a andar como solía hacerlo con la perra. Se encorva hasta quedarse en una posición fetal y, más tarde, se duerme escuchando la tempestad. No sabe si descansa unos segundos o unas horas, pero sí sabe que cuando lo despiertan los ladridos de la Cuca ya no solo le ocurre con sus piernas. Tampoco siente ninguna otra parte de su cuerpo.

Quiere agarrarla, pero tampoco siente sus manos. Escucha el ruido conjunto de la lluvia en el soportal del galpón, de los cabos sueltos tintineando en los mástiles de los veleros, del viento silbando en las piedras cuadradas del rompeolas, de las tres Marías saltando sobre la carretera.

Y piensa que, más que como una tormenta, todo eso suena como una canción de cuna que quiere tocarle el puerto.