LA CELESTINA

 

 

 

FERNANDO DE ROJAS

 

logocastalia

Diputación 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

https://www.castalia.es

Primera edición: abril de 2012

Primera edición en e-book: octubre de 2017

© de la edición: Soledad Puértolas, 2012

© de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2012

Ilust. de cubierta: Francisco de Goya: Maja y Celestina (1824-1825). Colección particular

Diseño gráfico: RQ

ISBN: 978-84-9740-737-3

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

CONCLUYE EL AUTOR EXPLICANDO

EL PROPÓSITO DE LA OBRA

1

Pues aquí vemos cuán mal fenecieron

aquellos amantes, huyamos de su danza.

Amemos a aquel que espinas y lanza

azotes y clavos su sangre vertieron.

Los falsos judíos su faz escupieron,

vinagre con miel fue su provisión;

porque nos lleve con el buen ladrón,

de dos que a sus santos lados pusieron.

No dudes ni tengas vergüenza, lector.

Narrar lo lascivo, que aquí se te muestra:

que siendo discreto verás que es la muestra

por donde se vende la honesta labor.

De nuestro vil cuerpo el adulador

consiente cosquillas de alto consejo

con nombres y dichos de un tiempo viejo

escritas de nuevo le ponen sabor.

Y así no me juzgues por eso liviano,

más antes celoso de limpio vivir;

celoso de amar, temer y servir

al Alto Señor y Dios soberano.

Por ende, si vieras turbada mi mano

turbias con claras mezclando razones,

deja las burlas, que es paja y granzones,

sacando muy limpio de entre ellas el grano.

ARGUMENTO

1

Calisto fue de noble linaje, de claro ingenio, de carácter amable, de buena crianza, dotado de muchas gracias, de posición holgada. Fue preso en el amor de Melibea, joven noble de altísima alcurnia, única heredera de su padre Pleberio y de su madre Alisa, por todos amada. El casto propósito de Melibea fue vencido a instancias del enamorado Calisto, con la intervención de Celestina, mala y astuta mujer, y de dos sirvientes del enamorado, que, enredados en las artimañas de Celestina y empujados por la codicia y la promesa del placer, traicionaron a su señor. De este modo, los amantes y los que les sirvieron concluyeron en amargo y desastroso fin. La adversa fortuna dispuso el lugar oportuno para el encuentro de Calisto con la deseada Melibea, y con él dio comienzo la tragedia.

ACTO IV

1

{LUCRECIA, CELESTINA, ALISA, MELIBEA.}

ARGUMENTO DEL CUARTO ACTO

Celestina, hablando sola, se dirige hacia la casa de Ple-berio. Lucrecia, criada de Pleberio, está delante de la puerta. Celestina y Lucrecia entablan conversación. De este modo las encuentra Alisa, madre de Melibea, quien, al reconocer a Celestina, la invita a entrar en la casa. Un mensajero viene a buscar a Alisa. Alisa se va. Celestina se queda a solas con Melibea y le dice la causa de su visita.

 

ESCENA 1.ª

CELESTINA.- (A solas.) Ahora que estoy sola, quiero meditar un poco sobre los temores que ha expresado Sempronio, porque las cosas que no se piensan bien, aunque concluyan con éxito, tienen consecuencias imprevistas. La meditación da buenos frutos. No quisiera que este asunto me trajera desgracias. Quedar maltrecha luego de ser manteada o azotada sería peor que la muerte. ¡Qué amargas cien monedas las que acabo de ganar! ¡Desdichada de mí! ¡En qué lío me he metido! Por ser solícita y generosa, me estoy jugando la vida. ¡Desgraciada, pobre de mí, que no todos los viajes traen provecho ni la tenacidad carece de peligro! ¿Sigo o me echo para atrás? ¡Oh, fastidiosa perplejidad, no sé qué será lo más conveniente! Si voy hacia delante, corro un gran riesgo. Pero volver es vergonzosa cobardía. No hay oficio que no acarree trabajo. En todos los caminos hay hondos y peligrosos barrancos. Pero no quiero verme muerta ni sometida a la humillación pública que aplican a las alcahuetas. Si me echo para atrás, ¿qué dirá Sempronio? ¿Esas eran mis fuerzas, mi saber, mi habilidad, mis ardides, mis ofertas, mis astucias y mis servicios? Y su amo Calisto, ¿qué dirá, qué hará, qué pensará? Recelará de mis pasos, creerá que le he traicionado por obtener mayor ganancia de la otra parte, como hacen los sofistas prevaricadores, que juegan a las dos bandas. Y si acaso no llega a pensar una cosa así, se pondrá a gritarme como un loco. Llevado por la rabia, no sé qué insultos me dedicará. Escupirá mil reproches: «Tú, puta vieja, ¿por qué animaste mis pasiones con promesas? Alcahueta mentirosa, haces favores a todo el mundo, pero a mí sólo me has dado palabras; tienes remedios para todos los problemas, pero no para el mío.

Te afanas con todos, menos conmigo. A todos das luz, a mí tinieblas. Vieja traidora, ¿por qué me diste esperanzas? La esperanza ha hecho que mi muerte fuera lenta, ha alimentado mi vida, me ha dado alegría. Pero todo se ha venido abajo, yati no te ha de faltar castigo ni a mí triste desesperación».

»¡Desdichada de mí! ¡Mal acá, mal acullá! ¡Todos son peligros y riesgos! Hay que buscar la compañía más segura. Más me vale ofender a Pleberio que enojar a Calisto. Seguiré adelante. Quedar como cobarde es la peor de las vergüenzas, habré de arriesgarme para cumplir mi promesa, que el esfuerzo ayuda a la fortuna. Ya se ve la puerta de la casa desde aquí. ¡No desfallezcas, Celestina! No te ha de faltar quien te eche una mano. Hay buenos augurios, me lo dice mi olfato. De los cuatro hombres con los que me he cruzado, tres se llaman Juanes y dos de ellos son cornudos. La primera palabra que he oído en la calle era de penas de amores. No me he tropezado con ninguna piedra. Hasta se diría que las piedras se apartan a mi paso para allanarme el camino. No se me enredan las faldas en las piernas y no siento cansancio alguno. Todos me saludan. No me ha ladrado ningún perro ni he visto ningún pájaro negro, ni tordos ni cuervos ni otras aves nocturnas. Y lo mejor de todo es que Lucrecia está delante de la puerta de la casa de Melibea. Es prima de Elicia. No irá en contra mía.

ESCENA 2ª

(A la puerta de la casa de Pleberio.)

LUCRECIA.- (Sola.) ¿Quién será esa vieja que viene tan deprisa?

CELESTINA.-. Buenos días; haya paz en esta casa.

LUCRECIA.- Celestina, madre, bienvenida seas. ¿Qué te trae por estos barrios no acostumbrados?

CELESTINA.- Tenía ganas de veros, hija. Te traigo recuerdos de Elicia. Desde que me mudé de barrio, no he visto a tus señoras, ni a la vieja ni a la moza, y me gustaría saludarlas.

LUCRECIA.- ¿Sólo para eso has salido de tu casa? Estoy maravillada. Nunca das un paso que no te vaya a procurar algún provecho.

CELESTINA.- ¿Te parece de poco provecho, boba, que alguien cumpla sus deseos? Además, las viejas tenemos muchas necesidades, y yo más que ninguna, porque tengo que mantener a mis hijas adoptadas, así que vengo a vender unos ovillos de hilo.

LUCRECIA.- ¡Por algo lo decía yo! Tú no das un paso en vano. Por cierto, mi señora, la vieja, está cosiendo y necesita hilos. Entra y espera aquí, que ya llegaréis a un acuerdo.

ESCENA 3.

ALISA.- ¿Con quién hablabas, Lucrecia?

LUCRECIA.- Con esa vieja que tiene marcada la cara con una cicatriz y que vivía donde las curtiderías, en la cuesta del río, señora.

ALISA.- No sé quién es.

LUCRECIA.- ¡Jesús, señora!, esta vieja es más conocida que el criado del cura. ¿No te acuerdas de cuando la castigaron por hechicera, porque vendía mozas a los abades y deshacía mil casamientos?

ALISA.- ¿Qué oficio tiene? A lo mejor así caigo en la cuenta.

LUCRECIA.- Perfuma tocas, hace solimán y tiene más de treinta oficios, señora. Sabe mucho de yerbas medicinales, es doctora de niños y hay quien la tiene por lapidaria, de esas que curan con piedras preciosas.

ALISA.- Sigo sin saber quién es. ¿Sabes cómo se llama?

LUCRECIA.- No hay en toda la ciudad niño o viejo que no conozca su nombre, ¿cómo podría no saberlo?

ALISA.- Pues dilo de una vez.

LUCRECIA.- No me atrevo.

ALISA.- Anda, boba, dímelo. Me indigna tu tardanza. LUCRECIA.- Se llama Celestina.

ALISA.- ¡Ja, ja, ja! ¡Mala landre te mate, qué manía le tienes a la vieja que ni su nombre puedes pronunciar! Ya caigo, sí, ¡menuda pieza es! No me digas más. Algo me vendrá a pedir. Dile que suba.

LUCRECIA.- (A Celestina.) Sube, tía.

ESCENA 4.ª

(Celestina entra en el cuarto de Alisa.)

CELESTINA.- Que la gracia de Dios sea contigo y con tu noble hija, buena señora. Mis quehaceres y enfermedades me han impedido visitarte, pero bien sabe Dios que mis intenciones son piadosas y mis afectos verdaderos, la distancia no ha enfriado el amor de mi corazón. Estaba deseando visitaros y al fin vengo por necesidad. He tenido una racha de mala suerte y he sufrido muchas pérdidas, por eso voy por ahí vendiendo unos ovillos de hilo que había apartado para hacer unas toquillas. Tu criada me ha dicho que tienes necesidad de ellos. Soy pobre y Dios me ha dejado de su mano, pero aquí estoy, para lo que te pueda servir.

ALISA.- Honrada vecina, tus palabras me conmueven, procuraré ayudarte. Gracias por la visita. Si el hilo es bueno, te lo pagaré bien.

CELESTINA.- ¡Es buenísmo! Lo juro por mi vida y por mi vejez. Es delgado como el pelo de la cabeza, fuerte como la cuerda de la vihuela y blanco como un copo de nieve. Estos pulgares míos lo han hilado. Aquí lo tienes ovillado en pequeñas madejas. Ayer me daban tres monedas por onza, no te miento.

(Entra Melibea.)

ALISA.- Melibea, hija, que esta honrada mujer se quede aquí mientras yo voy a visitar a mi hermana, la mujer de Cremes, a quien fui a ver ayer. Su paje acaba de llegar y me ha dicho que su salud ha empeorado.

CELESTINA.- (Aparte.) El diablo anda por aquí. No pierde oportunidad. Ha doblado el mal de esa señora. ¡Anda, amigo mío, dale fuerte! O ahora o nunca. Ya sabes a quién debes llevarte ahora de esta casa.

ALISA.- ¿Que dices, amiga?

CELESTINA.- Señora, que malditos sean el diablo y mis pecados, que en un momento así ha ido a empeorar la enfermedad de tu hermana y ya no podemos concluir nuestro negocio. ¿Cuál es su mal?

ALISA.- Sufre un gran dolor de costado y, según me ha dicho el mozo, me temo que se trata de algo muy grave, mortal. Vecina, por favor, ruega a Dios por la salud de mi hermana.

CELESTINA.- Te prometo, señora, que, cuando salga de aquí, me iré a un monasterio cuyos frailes son amigos míos, y les pediré que recen a Dios. Además, antes del desayuno, daré cuatro vueltas al rosario.

ALISA.- Anda, Melibea, dale a la vecina lo que te pida por el hilo. Tú, madre, discúlpame, otro día nos vemos con más tiempo.

CELESTINA.- Señora, el perdón sobra donde no hay error.

Que Dios te acompañe, que yo quedo en buena compañía. Que Dios te permita gozar de su noble juventud y de su fresca lozanía, tu hija está en el tiempo en que más placeres y felicidades se alcanzan. Bien puedo asegurar que la vejez es cuna de enfermedades, posada de pensamientos, amiga de peleas, continua congoja, llaga incurable, pecado del pasado, penalidades presentes, triste preocupación por el porvenir, vecina de la muerte, choza de débil tejado que deja entrar la lluvia por todas partes, bastón de mimbre que con poca carga se cimbrea.

ESCENA 5.ª

MELIBEA.- Madre, ¿cómo es que hablas tan mal de lo que todos desean alcanzar?

CELESTINA.- Sus deseos son equivocados. Quieren llegar a la meta, porque mientras llegan, viven, pero el vivir es dulce y la vida envejece. Así que el niño desea ser mozo, el mozo, viejo, y el viejo aún quiere seguir vivo, aunque sea con dolor. La vida enamora. Nadie la quiere dejar. Pero ¿quién podría describirte, señora, los daños, los inconvenientes, las fatigas, los continuos esfuerzos, las enfermedades, el frío, el calor, la insatisfacción, las peleas, las pesadumbres? La cara se llena de arrugas, el cabello pierde el color y el brillo, los oídos se endurecen, la vista se debilita, la boca se hunde, los dientes se caen, fallan las fuerzas, los pasos se hacen breves, lento el comer. Y si lo dicho viene acompañado de pobreza, ya todo eso pasa a un segundo plano, porque no hay nada peor que tener hambre y no poder comer. ¡De todos los males que he sufrido, señora, el peor, el hambre!

MELIBEA.- Por lo que dices, debe de haberte ido muy mal. Cada cual habla de la feria según le va en ella, así que otra canción dirán los ricos.

CELESTINA.- En todas partes cuecen habas, señora. Los peligros que acechan a los ricos se ocultan bajo los halagos. La mayor de las riquezas es estar a bien con Dios. Es más seguro ser menospreciado que temido. El sueño del pobre es más tranquilo que el descanso de quien debe guardar lo que ganó con trabajo y habrá de dejar con dolor. Mis amigos son verdaderos. Los del rico, fingidos. A mí se me quiere por lo que soy. Al rico, por su hacienda. Nadie le canta verdades, todos le dicen lo que quiere oír, todos le envidian. No encontrarás un hombre rico que no te confiese que preferiría tener una fortuna mediana o una honesta pobreza. Las riquezas no hacen rico al hombre, sólo lo mantienen ocupado. No le hacen señor, sino siervo. Muchos más son los poseídos por las riquezas que los que las poseen. A muchos les conducen a la muerte, a todos les resta tranquilidad, y siempre resultan contrarias a las buenas costumbres. ¿No has oído decir que cuando los varones más ricos pasaron a la otra vida no llevaban nada en las manos? El hombre rico tiene una docena de hijos y nietos que no reza otra oración, que no hace otra petición a Dios, que no sea la de que se lo lleve cuanto antes. No ven la hora de tenerle a él bajo tierra y todas sus pertenencias en las manos, además de darle sepultura con el mínimo gasto.

MELIBEA.- Madre, si es así, gran pena tendrás por la edad que perdiste...

CELESTINA.- Loco sería el caminante que, irritado por el trabajo de la jornada, quisiera volver a empezarla y recuperar el tiempo. Las cosas desagradables que pasen cuanto antes. Su conclusión está más cerca cuanto más lejano esté su comienzo. A quien está muy cansado, el mesón es lo que mejor le parece. Así que, aunque la juventud sea alegre, el viejo que está en sus cabales no la desea. Eso sí, quien carece de razón y de cabeza, otra cosa no quiere que lo que perdió.

MELIBEA.- Pero aunque sólo fuera por tener la vida por delante, parece deseable ser joven.

CELESTINA.- Tan rápido se va el cordero como el carnero, señora. No hay viejo que no pueda vivir un año más, ni joven que hoy no pudiese morir. En ese aspecto, los jóvenes no les sacáis a los viejos mucha ventaja.

MELIBEA.- Asustada estoy de lo que dices. Espera, me parece que te conozco de algo, ¿no eres Celestina, la que vivía donde las curtiderías, en la cuesta del río?

CELESTINA.- Esa soy. Hasta que Dios quiera.

MELIBEA.- Pues sí que has envejecido. Con razón dicen que los días no pasan en balde. Si no fuera por la cicatriz que tienes en la cara, no te habría conocido. Eras muy guapa, pareces otra. Madre mía, ¡cuánto has cambiado!

LUCRECIA.- (Entrando, en voz baja.) Ji, ji, ji. ¡Decir que era guapo el diablo! ¡Y con esa cicatriz que le cruza la cara!

MELIBEA.- ¿Qué dices? ¿De qué te ríes?

LUCRECIA.- De que no reconocieras a la madre, que en dos años no se cambia tanto.

MELIBEA.- Dos años no es poco tiempo. Ya ves cómo se le ha arrugado la cara.

CELESTINA.- No se puede detener el tiempo, señora. Si fuera así, yo no habría envejecido. ¿No has oído decir que, tarde o temprano, llega el día en que uno no se reconoce en el espejo? Pero es cierto que encanecí muy pronto y que aparento el doble de la edad que tengo. Por la vida de esta alma pecadora y la gracia de tu cuerpo juvenil, te digo que, de las cuatro hijas que parió mi madre, yo fui la menor.Ya ves que no soy tan vieja como aparento.

MELIBEA.- Celestina, amiga, me ha alegrado mucho volver a verte y he disfrutado hablando un rato contigo. Aquí tienes tu dinero. Ve con Dios, que ya es la hora de comer y debes de tener hambre.

CELESTINA.- ¡Oh, angélica imagen! ¡Oh, perla preciosa!

¡Da gusto escucharte! ¿Recuerdas las divinas palabras que fueron pronunciadas contra el diablo tentador? No sólo de pan vive el hombre. Así es. Hay otras muchas cosas que dan la vida. Yo puedo pasarme uno o dos días en ayunas mientras me dedico a resolver negocios ajenos. Así he sido siempre. Lo mío es trabajar para los demás. Si me lo permites, ahora te diré la verdadera causa de mi visita, que no es la que antes dije. No quisiera despedirme sin dártela a conocer.

MELIBEA.- Madre, dime tus necesidades, que si las puedo remediar lo haré con mucho gusto, en nombre de la vecindad que compartimos en el pasado.

CELESTINA.- No se trata de mí, que yo me ocupo de las necesidades ajenas, como te acabo de decir. Las mías las resuelvo dentro de casa, sin dar cuentas a nadie; como cuando puedo y bebo cuando tengo de beber. A pesar de mi pobreza, desde que enviudé nunca me ha faltado, a Dios gracias, unas monedas para el pan y otras para el vino. Antes de enviudar, no tenía que preocuparme de nada, que siempre había vino en la despensa. Nunca me fui a la cama sin comer una tostada mojada en vino, que es bueno para los dolores de la mujer. Ahora que he de arreglármelas por mi cuenta, en una jarra pequeña me lo traen, que no caben ni dos azumbres, ni un par de tragos. Tengo que salir de casa seis veces al día, con mis canas a cuestas, a que me la llenen en la taberna. Pero no me moriré sin tener en casa una tinaja de vino, que el vino es el alimento del alma. Así dicen: «pan y vino hacen el camino, que no mozo garrido». Y es que donde no hay varón, todo falla. Mal andan las mujeres solas. Pero he venido a hablarte necesidades ajenas, hija.

MELIBEA.- Háblame de lo que quieras, sean de quien sean las necesidades.

CELESTINA.- ¡Joven hermosa y de alto linaje!, tu amabilidad me ha quitado el miedo de hablarte. Vengo de parte de un hombre que padece una enfermedad mortal. Con que yo le lleve una sola palabra salida de tu noble boca, tiene la certeza de curarse, tal es la devoción que siente por ti.

MELIBEA.- No entiendo lo que dices, vieja honrada, habla más claro. Estoy confusa. Siento compasión por ese desdichado. ¿Qué respuesta puedo dar a las pocas palabras que acabas de pronunciar? Sería feliz si una sola palabra mía pudiera devolver la salud a un cristiano. Quien derrama beneficios, a Dios se asemeja. Quien los hace, los recibe, si es que esa persona se los merece, y quien puede sanar a quien padece y no lo hace, causa su muerte. No tengas miedo y sigue hablando.

CELESTINA.- Señora, tu belleza vence mi temor. Dios no ha podido crear en vano unos gestos tan hermosos, tan llenos de gracia, ni unas facciones tan armónicas, si no fuera para colmarlos de virtudes, misericordia y compasión. El ser humano, que nace y muere, no nace únicamente para sí. Entonces sería semejante a los animales, aunque es verdad que hay animales que tienen sentimientos compasivos. Dicen que el unicornio se humilla ante las doncellas. Al perro, cuando parece dispuesto a morder con gran ímpetu, si se le sabe calmar, se le va la bravura y se echa en el suelo. ¿Y las aves? El gallo comparte la comida con las gallinas. El pelícano se rasga el pecho para alimentar a sus hijos con sus propias entrañas. Las cigüeñas mantienen en el nido a sus padres, que les dieron de comer cuando eran crías. Si la naturaleza dotó a los animales y a las aves de tal sabiduría, ¿por qué tendríamos los humanos que ser más crueles? ¿No deberíamos dar parte de nuestras ganancias al prójimo, más aún cuando padece secretas enfermedades que pueden curarse en cuanto se toma la medicina?

MELIBEA.- Por Dios, ¡dime ya quién es el enfermo y cuál la extraña enfermedad cuya causa y cuyo remedio parecen venir de la misma fuente!

CELESTINA.- Señora, estoy segura de que ya tendrás noticia de un joven y noble caballero, de clara sangre, llamado Calisto...

MELIBEA.- Calla. No me digas más, buena vieja. No sigas. ¿Ese es el enfermo de quien me hablabas, quien te ha forzado a buscar tu desgracia, por quien has dado tan equivocados pasos, desvergonzada barbuda? ¿Qué clase de sentimientos son los suyos que tanta pasión han podido poner en tus palabras? Debe de estar loco. No sé qué más habrías podido decirme. Ya se sabe que la lengua es el miembro más dañino de los hombres y de las mujeres. ¡Deberías de ser quemada, falsa alcahueta, hechicera, enemiga de la honestidad, causa de errores secretos! ¡Jesús! ¡Quítamela de delante, Lucrecia, que no la soporto! ¡Se me ha ido la sangre del cuerpo! Pero bien se merece esto y mucho más quien ha prestado oídos a sus palabras. No quiero ensombrecer mi honestidad ni hacer pública tu osadía. De lo contrario, tu razón y tu vida acabarían ahora mismo.

CELESTINA.- (Aparte.) ¡En mala hora vine a esta casa si el conjuro me falla! ¡Te estoy hablando, demonio, hermano mío: o me ayudas o lo perdemos todo!

MELIBEA.- ¿Qué murmuras? ¿No ves que con eso sólo consigues aumentar mi enfado y doblar tu culpa? ¿Pretendías arrebatarme la honestidad para curar a un loco? ¿Darme a mí tristeza a cambio de alegría para él? Mi perdición sería tu provecho. Tu premio, mi pecado. ¿Cómo has podido pensar que yo destruiría la casa y la honra de mi padre para que una vieja como tú obtuviera ventajas? ¿Crees que no me he dado cuenta del maligno mensaje? El único bien que podrías sacar de aquí sería el de concluir las continuas ofensas que haces a Dios, si aquí se terminaran tus días. Dime, traidora, ¿cómo se te ha podido ocurrir algo así?

CELESTINA.- El miedo, señora, paraliza mis disculpas. Mi inocencia alienta mi osadía, pero tu presencia me impone, y lo que más siento y más me entristece de todo es que tu enfado sea tan injustificado. Por Dios, señora, déjame acabar, que ni él es culpable ni yo merezco ser condenada. No se trata de hacer nada deshonesto, sino de servir a Dios. Se trata de curar al enfermo, no de perjudicar la fama del médico. Si hubiera imaginado que, diciéndote lo que te he dicho, habrías podido concebir tan nocivas sospechas, ni aunque me hubieras dado permiso te habría hablado de Calisto o de cualquier otro hombre.

MELIBEA.- ¡Jesús! No quiero oír el nombre de ese loco deslenguado, ese fantasma nocturno, alto como una cigüeña e inútil como una estatua carente de proporción. Caeré muerta si lo vuelves a nombrar. Hace unos días, nos encontramos en mi huerto, y enseguida se puso a desvariar como hacen los enamorados. Dile, buena vieja, que se engaña si cree que tiene la vía libre. Si no castigué lo bastante sus desatinos, fue porque preferí tratarlo de loco. Dile que se olvide de sus propósitos si quiere continuar vivo, que aquellos parlamentos le podrían salir demasiado caros. Hasta que uno no se da por vencido, no es vencido. Yo quedé tranquila y él, según veo, ufano. Los locos creen que los demás somos como ellos. Ya se lo puedes decir, otra respuesta no tendrás. Es inútil pedir algo a quien no tiene la menor intención de dar nada. Y da gracias a Dios de salir bien parada de esto. Ya me habían hablado de ti y de tus trucos...

CELESTINA.- (Aparte.) ¡Más fuerte era Troya y sucumbió! ¡A damas más bravas he convencido! La tempestad no dura eternamente.

MELIBEA.- ¿Qué murmuras, mala mujer? Habla más alto. ¿Vas a disculparte por tu osadía y devolverme la calma?

CELESTINA.- Mientras te posea la ira, mis disculpas no servirían sino para aumentarla. No me sorprende la violencia de tu reacción, la sangre joven no necesita mucho calor para alcanzar el punto del hervor.

MELIBEA.- ¿Poco calor, dices? Sí, poco debe de ser, ya que tú sigues viva después de semejante atrevimiento. ¿Qué palabras hubieras querido llevarle de mi parte a ese hombre? Responde, has dicho que aún no has terminado. Puede que ahora pagues por todo.

CELESTINA.- Señora, yo quería llevarle una oración de Santa Apolonia. Él ha sabido que tú la tienes y dicen que es buena para el dolor de muelas. También me ha pedido tu cordón, que, como todo el mundo sabe, ha tocado reliquias de Roma y de Jerusalén. El caballero se muere por alcanzar de ti estos dones. Esta es la razón de mi visita. Pero ya que he conseguido una respuesta tan airada, que sufra todo lo que quiera, él tiene la culpa, ya que se ha buscado una mensajera tan desafortunada. Si en tu inmensa virtud no ha habido piedad para mí, de haberme dirigido al mar, me habría faltado el agua. Pero bien sabes que el placer de la venganza es efímero, mientras que el de la misericordia dura para siempre.

MELIBEA.- Si eso era lo que querías, ¿por qué no me lo dijiste con estas palabras?

CELESTINA.- Señora, como venía con fines inocentes, no se me ocurrió pensar que fuera a suscitarte sospecha. Si faltó la explicación, es porque creo que la verdad no necesita adornos. La compasión que siento por su dolor y la confianza que tenía en tu piedad dejaron a un lado los preámbulos. Ya sabes, señora, que el dolor turba los sentidos, y la turbación afecta a la lengua, que debería estar siempre unida a la mente, ¡por Dios, no me culpes! Si el caballero ha cometido un error, no quiero pagar por él, que no tengo otra culpa que la de ser mensajera del culpable. Siempre se rompe la soga por la parte más débil. Así hace la telaraña, que sólo muestra su fuerza a los animales más pequeños. Que no paguen justos por pecadores. La justicia divina dicta que el alma que cometa pecado lo pague. La justicia humana no condena al padre por los delitos que comete el hijo ni al hijo por los del padre. No es justo que el atrevimiento del caballero acarree mi perdición. Siendo él el delincuente, yo sería la condenada. Pero a fin de cuentas, este es mi oficio, servir a mis semejantes. De eso vivo y en eso se me va el tiempo. No sé lo que te habrán dicho, pero nunca me ha gustado agradar a unos si eso causaba el enojo de otros. Al final, señora, los rumores del vulgo no empañan la verdad de mi inocencia. Nadie queda descontento de mis tratos. Cumplo mis compromisos y hago lo que me mandan como si tuviera veinte pies y otras tantas manos.

MELIBEA.- Ciertamente, una sola persona basta para corromper un gran pueblo. Pero me han hablado tanto de tus mañas, que no me acabo de creer que sólo hayas venido a pedirme una oración.

CELESTINA.- Nunca la rezaré, y, si la rezara, que no sea escuchada, si es que me aparto de ese objetivo. No me sacarán de ahí ni aplicándome tortura.

MELIBEA.- La ira que antes he sentido impide que ahora me ría. De sobra sé que no hay juramento ni tortura que obliguen a decir una verdad que se desconoce.

CELESTINA.- Eres mi señora. Estoy a tu servicio. Mándame lo que quieras. Tus palabras airadas se trocarán en regalos.

MELIBEA.- Te los has ganado.

CELESTINA.- No conseguí ganarlos con la lengua, pero mis buenas intenciones los hacen posibles.

MELIBEA.- No insistas, te creo. De momento, acepto tus disculpas y me desdigo de mis interpretaciones apresuradas. No te asombres demasiado de que me haya acometido la ira, porque en tus palabras había dos cosas que, una a una, bastaban para suscitarla y sacarme de quicio. Primero, pronunciaste el nombre del caballero que tuvo el atrevimiento de hablar conmigo días atrás. Después, me pediste el consentimiento sin decir para qué, lo que suscitó en mí la sospecha de que eso podría dañar mi honra. Una vez aclaradas tus intenciones, te perdono. Mi corazón se siente aliviado, porque la piedad manda que los enfermos y los desquiciados sean objeto de nuestro socorro.

CELESTINA.- ¡Y qué enfermo el nuestro, señora! Si le conocierais, no habrías dicho lo que, llevada por la ira, dijiste de él. Puedo asegurar, por Dios y por mi alma, que en él no hay ninguna maldad. Está lleno de virtudes. En generosidad, puede igualarse a Alejandro Magno. En esfuerzo, al gran Héctor de la gesta troyana. Tiene maneras de rey y es sumamente alegre. No lo verás triste jamás. Es de sangre noble, como sabes. Toma parte en justas y torneos. Cuando está preparado para la lucha, recuerda a San Jorge. En cuanto a fuerza y tesón, supera a Hércules. No hay palabras para describir su buena presencia, sus facciones, sus proporciones y gestos. Es como un ángel del cielo. No me cabe duda de que ese Narciso que se enamoró de su propia imagen cuando se vio reflejado en las aguas de la fuente no era tan hermoso como él. ¡Ay, señora, ahora el pobre está fuera de combate por culpa de una muela y no cesa de quejarse!

MELIBEA.- ¿Y cuánto tiempo hace...?

CELESTINA.- Señora, yo calculo que andará por los veintitrés años. Esta Celestina que tienes delante de ti lo vio nacer y lo sujetó a los pies de su madre.

MELIBEA.- No me importa su edad, no es eso lo que te he preguntado, sino desde cuándo padece este mal.

CELESTINA.- Desde hace ocho días, señora. Pero parece un año. Su único consuelo es tomar la vihuela y tañer canciones tan tristes y lastimeras como las que compuso el emperador y gran músico Adriano sobre el abandono del alma, cuando tuvo el presentimiento de su muerte. No entiendo mucho de música, pero esa vihuela parece hablar. Y si canta, los pájaros le escuchan con más atención que a Orfeo, de quien se dice que conmovía a los árboles y las pie-dras.Viviendo él, no hay por qué alabar el arte de Orfeo. No te extrañes, señora, de que una pobre vieja como yo trate de consolar a quien es dueño de tantos dones. No hay mujer que, al verlo, no alabe a Dios, su creador. Y si acaso él dirige la palabra a una mujer, ella ya no quiere otra cosa que obedecerlo. Esta es la verdad, señora, mi propósitos son rectos y mi visita está libre de toda sospecha.

MELIBEA.- Siento haber sido tan impaciente. Él lo ignora y tú eres inocente, pero ambos habéis sufrido mis palabras airadas. Tus palabras me parecieron sospechosas. De eso, en nombre de la razón, no se me puede culpar. Pero en pago de tu sufrimiento, accederé a tu petición y te daré el cordón que me has pedido. No tengo tiempo de escribir la oración que me pides antes de que regrese mi madre, así que, si el cordón no basta para curarle, ven mañana por ella secretamente.

LUCRECIA.- (En voz baja.) ¡Mi señora está perdida! Le pide a Celestina que venga secretamente. ¿Para qué? Más cosas le querrá dar, además de la oración.

MELIBEA.- ¿Dices algo, Lucrecia?

LUCRECIA.- Que ya es hora de poner fin a esta conversación, señora. Se ha hecho tarde.

MELIBEA.- Madre, no le cuentes al caballero todo lo que hemos hablado, no vaya a pensar mal de mí.

LUCRECIA.- (En voz baja.) No me equivoco, esto va mal.

CELESTINA.- Me sorprende, señora, que dudes de mi silencio. No temas, todo lo sufro y todo lo callo. Ya he padecido tus sospechas. Pero me voy tan alegre llevando conmigo tu cordón que incluso creo que el dolorido intuye la merced que nos has concedido y que ya se encuentra más aliviado en su dolor.

MELIBEA.- Más he de hacer por remediar su dolor y compensar lo que te he hecho sufrir a ti.

CELESTINA.- (Aparte.) Mucho va a ser eso, mucho más, aunque nadie te lo vaya a agradecer.

MELIBEA.- ¿Qué dices, madre, de agradecer?

CELESTINA.- Digo, señora, que te agradeceremos todo lo que nos des y te serviremos y obedeceremos. Cuantos más sean los servidores, más segura es su paga.

LUCRECIA.- (En voz baja.) ¡Bien sabes que es muy al contrario! Menos servidores, más pagas y más seguras.

CELESTINA.- (Aparte, a Lucrecia.) Lucrecia, hija, ¡escucha! Cuando vengas por casa, te he de dar un tinte que dejará tu pelo como el oro. No se lo digas a tu señora. También te daré unos polvos para que te enjuagues la boca, que tienes mal aliento. Es un remedio que no lo sabe preparar nadie en todo el reino sino yo, y no hay peor adorno para una mujer que ese mal.

LUCRECIA.- (Aparte a Celestina.) ¡Dios te de buena vejez, que necesito ese remedio más que el comer!

CELESTINA.- (Aparte.) Pues ¿por qué murmuras contra mí, tonta? Calla, que no sabes si me necesitarás en asuntos de más importancia. No azuces a tu señora, que ya calmó su ira. Déjame ir en paz.

MELIBEA.- ¿Qué hablas con Lucrecia, madre?

CELESTINA.- Cosas nuestras, señora.

MELIBEA.- Dímelo, que no soporto que se hagan apartes en mi presencia.

CELESTINA.- Le digo, señora, que te recuerde lo de la oración, que mandes que la pongan por escrito y, sobre todo, que aprenda de mí a tener calma cuando tú te enfureces. Yo seguí el consejo que se suele dar en los casos de enfado: hay que apartarse por un rato. Del verdadero enemigo, sin embargo, hay que apartarse para siempre. A ti, señora, te enfurecieron mis palabras, pero bien sabes que no puede haber enemistad entre nosotras. Aunque mis palabras hubieran sido las que tú entendiste al principio, no eran tan malas. Todos los días de la vida se ven hombres que sufren a causa de mujeres y mujeres que sufren a causa de hombres, así es como actúa la naturaleza creada por Dios, y Dios no hizo cosa mala. Mi petición nacía de un buen impulso y era digna de elogio. Seguiría hablán-dote, pero las muchas palabras acaban cansando a quien las escucha ya quien las pronuncia.

MELIBEA.- Has tenido mucha paciencia, has soportado mi enfado sin alterarte.

CELESTINA.- Señora, sufrí tu enfado porque te habías cargado de razones. Cuando la ira es muy poderosa, puede ser tan mortal como el rayo. Por eso esperé a que el almacén donde la guardabas se agotase.

MELIBEA.- Ya puede estarte agradecido ese caballero.

CELESTINA.- Él se lo merece todo, señora. He conseguido algo de lo que él me ha pedido, pero me estoy retrasando en llevárselo. Me voy, si me das licencia.

MELIBEA.- Si me la hubieras pedido antes, antes la hubieras recaudado. Ve con Dios, que yo me quedo como estaba. Ni tu mensaje me ha traído beneficios ni tu marcha me puede hacer daño.

PRÓLOGO

FASCINANTE CELESTINA

1

Después de haberme comprometido a la difícil y rara empresa de reescribir La Celestina en español moderno, me asaltaron, como es lógico, inmensas dudas, flaquearon mis fuerzas, me invadió la inseguridad. ¿Cómo hacer que un texto publicado a inicios del siglo XVI fuera totalmente comprensible para el lector de hoy, cuando la lengua, en aquel tiempo, aún no se había fijado y faltaba todavía un largo siglo para que Cervantes la consagrara como indiscutible lengua literaria? Por lo demás, en mis tiempos escolares, nunca había conseguido llegar muy lejos en mis intentos de lectura de tan afamada obra y, más tarde, cuando estudié literatura española, pasé muy deprisa por ella, pues había otros textos que desde siempre me habían interesado más y quise dedicarles el máximo de mi tiempo, una vez que, al fin, me había decidido a estudiar lo que de verdad me interesaba.

¿Por qué, entonces, había aceptado enseguida la propuesta? ¿Un mero impulso de responsabilidad, reminiscencias de antiguas obediencias obligatorias? Leí los prólogos de las ediciones más recomendadas de la obra, hojeé algunos estudios de los que se consideran imprescindibles. ¿Cómo me había metido en semejante embrollo? Una mañana, dejé a un lado esos libros, me senté a mi mesa, abrí el ordenador, abrí la edición cuya letra era más clara, y me puse a escribir. «Argumento del primer acto». «Entrando Calisto... ». Y seguí y seguí. Sin darme apenas cuenta, escribí diez folios. Una traducción, eso es lo que era. Primero había que entender, lo cual, en algunos casos, significaba descifrar, y luego encontrar la expresión más ajustada en el español que hablamos hoy. Tenía algo de juego. Más parecido, me dije, a un sudoku que a un crucigrama. Aunque mucho más libre y abierto que los dos y que cualquier otro juego: el resultado no estaba fijado de antemano, dependía de mí.

¿Tenía alguna idea de lo que buscaba, de lo que quería?, ¿había una meta que me propusiera alcanzar? Sólo una, muy amplia: hacer de La Celestina una lectura placentera, tanto para quien se acercara a la obra por vez primera, como para el hipotético lector que en otras ocasiones hubiera abandonado el texto, desanimado, porque entendía muy poco, y el esfuerzo que debía realizar parecía excesivo -ingente, como me había parecido a mí-, y, aun sospechando que se privaba del disfrute de una obra clásica, se daba por vencido. No puede leerse todo. Siempre queda algo pendiente. En realidad, me dije, ya con diez folios escritos -como si en lugar de diez fueran cien-, vivo rodeada de esa clase de lectores. Yo misma me identifico con ese lector. Leí en voz alta mis diez folios, asombrada de entenderlo todo. ¿No lo había escrito yo? Sí, pero no: ese texto era La Celestina. Lo cierto es que me emocioné y, desde luego, el entusiasmo que sentía hacia la rara y difícil empresa que me esperaba superaba, ahora -¡afortunadamente!- a mis dudas.

Antes de sentarme delante del ordenador, había leído en las introducciones de algunas adaptaciones teatrales de la obra que, en general, podía decirse que las opciones eran dos: o se traía La Celestina al presente, o se llevaba al lector al tiempo de La Celestina.