Llucia Ramis

 

Llucia Ramis nació en 1977, un 23 de abril —como la protagonista de esta novela— y ya que nació el día del libro, no le quedó otra que dedicarse a escribir.

Natural de Palma de Mallorca, posteriormente se trasladó a Barcelona para estudiar Ciencias de la Información en la Universidad Autónoma de Barcelona y para trabajar como periodista en diversos periódicos, igual que la protagonista de este libro. Aquí ya empezamos a pensar que la novela tiene algo o mucho de autobiográfico porque cuando la escribió, Llucia acababa de cumplir treinta años. ¿Tendría también un amigo incapaz de pintarla? ¿Encontraría por casualidad la carta de un inglés a una chica pidiéndole que se case con ella?

Después de publicar Coses que et passen a Barcelona quan tens 30 anys, su primera novela, que tenemos la suerte de ofrecerte traducida al castellano, publicó Egosurfing con el que obtuvo el Premio Josep Pla, Todo lo que una tarde murió con las bicicletas y por último Las posesiones que ha ganado el Premio Anagrama de novela en catalán.

En todas sus libros destaca un estilo desenfadado, su sentido del humor y el retrato generacional que dibuja en sus líneas, con el que muchos nos podemos sentir identificados.

 

«No salgo mucho del año 2007 porque es cuando empezó la crisis y me sirve para explicar todo lo que está pasando».

También ha hecho
posible este
libro

 

 

Marina Gómez Carruthers

 

Marina Gómez fue hasta 2013 la parte femenina de Klaus&Kinski, un dúo de murcianos y los amantes de la buena música los echamos muchísimo de menos.

Tan intrépida como ecléctica, es una maníaca de la estética en el más amplio espectro de la palabra. Marina impregna de una especie de vehemencia naif todo aquello que toca o, en este caso, diseña. Casi siempre que hace trabajos que le mueven las tripas recurre al collage, con alguna textura y muy pocos elementos.

Marina y Llucia se conocieron hace algunos años (quizá cuando tenían 30 años) y se cayeron mutuamente muy bien.

 

 

Título original: Coses que et passen a Barcelona quan tens 30 anys

Primera edición: abril de 2018

Diseño de colección: Estudio Lápiz Ruso

Traducción: Jenn Díaz

Corrección: Editorial Barrett

 

 

© del texto: Coses que et passen a Barcelona quan tens 30 anys.

2008 de Llucia Ramis por mediación de MB Agencia Literaria, S.L.

© del la foto de biografía: Toni Ramis, 2018

© del diseño de cubierta: Marina Gómez Carruthers

© de la edición: Editorial Barrett

C/ Profesor Manuel Clavero Arévalo, 2, bloque C, 4.º D, Sevilla

www.editorialbarrett.org

info@editorialbarrett.org

 

 

ISBN: 978-84-948936-0-5

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres dejarte hacer unas cuantas fotocopias.

 

 

Presentación
de Juan Bonilla

 

 

 

Solo por haber escrito una novela tan honda y exquisita como Todo lo que una tarde murió con las bicicletas ya merece la autora que cualquier lector agradecido se asome tanto a lo que escribiera antes como a lo que escriba después. Pero sería poco noble que anduviéramos con comparaciones e incluso que, sometiéndonos a los dictados de la lectura académica, reparásemos en la cronología para colocar las dos novelas anteriores como la antesala de una de las más brillantes e inolvidables novelas que se hayan escrito en España en lo que va de siglo. Lo justo, en cualquier caso, si quiere uno someterse a la academia y tener en cuenta la cronología —aunque soy de los que piensan que cuanto menos importe la fecha de primera edición de un texto más vivo estará cuando se quede a solas con el lector—, no sería comparar ni Cosas que te pasan en Barcelona cuando tienes 30 años, primera novela de Llucia Ramis, ni Egosurfing, su segunda novela, con Todo lo que una tarde… sino en todo caso compararlas con otras primeras y segundas novelas. Quien quiera jugar a la literatura comparada no tardará en darse cuenta de que Llucia Ramis siempre sale ganando.

 

Y ello a pesar de ponérselo difícil a sí misma —no sé si por voluntad propia o por exigencia editorial—. El título de su primera novela sonaba comercial, como para satisfacer de una carambola tanto el reconocimiento generacional como el geográfico. Pero el tiempo transcurrido también ha soplado a favor de la novela, porque una vez perdido por fuerza del paso de los años, tan veloces, el supuesto ímpetu documental con que una vez se vendió, lo que le facilitaba mucho el trabajo a los siempre perezosos reseñistas, la novela, que por fin se traduce al castellano, sabe mantener el pulso ahora que las circunstancias han cambiado mucho, tanto las de la autora —que supongo que ya no tiene treinta años, aunque con Llucia Ramis nunca se sabe— como las de la ciudad —que en estos últimos tiempos ha estado muy ajetreada por un quítame allá esa identidad, palabra deplorable que nos obliga a tener un carnet, con lo cual ya está dicho todo—. No quiere esto decir que el valor documental de la novela haya de ser preterido, ni mucho menos, aunque no sé yo si hay muchos lectores interesados en cómo era y qué significaba tener 30 años en la Barcelona del final de la primera década de este milenio (sería por otra parte como asomarse a cualquier novela del XIX no por lo que la novela ofrezca sino por enterarse de costumbres, trajes, iluminación de las calles, etcétera: todo eso le puede servir muy bien a los historiadores, aunque en la propia definición generacional que aparece en la novela se dé por hecho de que no habrá muchos historiadores interesados en asomarse a los treintañeros de esa Barcelona). Sin duda, como texto documental la novela de Llucia Ramis cumple sobradamente su cometido, pero me temo que su actualidad hay que buscarla donde siempre: en los personajes que pueblan el relato, en lo que de verdaderamente vivo y verdadero hay en ellos. Y en eso la novela funciona espléndidamente, con una frescura que se ha mantenido indemne y ha desplazado a todo lo que era documental al papel que siempre ha tenido en las novelas: el de decorado necesario para la descripción e indagación de unos cuantos personajes que, llevan marcado en el ADN, la imperiosa necesidad de hacerse sitio en nuestra memoria.

Frescura, he dicho. No es posible dejar de aludir a la condición de periodista cultural de Llucia Ramis, por lo menos en la época en la que aún no se había estrenado como novelista. Se sirve de ella en su primera novela que empieza con una frase antológica que da comienzo a una catarata tan bien medida, escrita con tal limpieza y capacidad para el detalle, que no tardará en cobrar altura sobre la superficie documental con que desde el título a la cubierta original parecía querer «vendérsenos». No tengo nada contra eso, desde luego: la buena literatura sabe solaparse donde haga falta para salir indemne. Las etiquetas sirven, sin duda, pero son siempre lo último que se le coloca a un producto y lo primero que se le arranca para que el producto empiece a servirnos. Y las etiquetas de novela documental, generacional o testimonial, pueden darnos una pista sobre lo que Ramis propone en su primera obra, pero luego la novela anda sola, sin necesidad de sujetarse con ninguna etiqueta.

Ramis define a su protagonista principal como una incógnita: alguien en crisis, que se da cuenta de que quizá ha llegado esa ola que le avisa de que tiene una edad en la que hay cosas que ya no puede hacer. Un gas venenoso —y venéreo— contamina la atmósfera de la época: la precariedad. Una precariedad que se extiende desde los ámbitos privados —las relaciones personales y sentimentales— a los públicos —el trabajo, la indiferencia creciente hasta todo lo que no sea salir adelante—. Esa recreación de la atmósfera de la crisis económica —y siendo la Economía en nuestra época, como en todas, la madre de todas las ciencias— está muy lograda en la novela, como lo está el retrato de una ciudad carnal, bulliciosa, alegre, que mira poco el reloj a través de unos personajes situados en esa zona de sombra que separa la juventud de lo que sea que venga después de la juventud. Dijo alguien que la juventud comienza de veras el día en que te vas de la casa de tus padres y termina el día en que no tienes más remedio que volver a casa de tus padres porque no hay amigo ni amor que te dé asilo. Un poco exagerado quizá, pero algo de eso hay en esa sensación permanente que va edificando la voz de la narradora en este novela sorprendente, eficaz, llena de humor magnífico.

Con Cosas… (ahora es fácil decirlo, claro) se inició una de las obras más imponentes de nuestra literatura en esta última década. Que la novela de Llucia Ramis haya tardado tanto en salir en castellano dice muy poco en favor de nuestro ecosistema, pero para compensarlo cabe decir que el hecho de que salga por fin y se ponga al alcance de quienes no leen catalán es una excelente muestra de cuánto le debe ese ecosistema a los editores pequeños, libres, «de provincias» que se decía cuando entonces. Los buenos libros se las arreglan siempre para hacer burla de la cronología, y dentro de poco dará un poco igual que una novela de 2008 se traduzca en 2018. En 2028, probablemente, habrán cambiado las circunstancias por las que tengan que atravesar nuevas hornadas de treintañeros o treintagenarios, pero la voz de la novela de Llucia Ramis seguirá hablando con su frescura, sus ganas, su enérgico cansancio, su necesidad imperiosa de ganarse la vida y su sensación de «incógnita», porque, como todas las buenas novelas, es más honda que extensa. Y cualquier buen lector se dará cuenta de que Cosas… es algo más, mucho más, que «solo» la primera novela de quien escribió Todo lo que una tarde murió… y que al escribirla se ganó el derecho de que nos sintiésemos obligados a leer todo lo que escriba.

 

 

Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) se mueve entre el periodismo y la literatura. Su primera obra, El que apaga la luz, fue seleccionada entre los libros más destacados de los últimos 25 años. Ganador del Premio Biblioteca Breve en 2003 y del I Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa en 2014. Su última novela, Prohibido entrar sin pantalones (Seix Barral, 2013).

 

«Es raro el mes que no me encuentro con un buen libro».

 

 

 

Collige, virgo, rosas

Me siento como una musa en excedencia. Blai frunce el ceño, y levanta la ceja derecha, muerde la punta del pincel, y vuelve a mirarme. Gruñe de un modo extraño y dice que no, que no le sale. A nuestro alrededor, apoyados en las paredes, reposan los retratos de todos nuestros amigos con ochenta años: ahí están Nil, y Cati, y también un primo de Blai con bolsas en los ojos y pelo en las orejas y una boca desdentada. Blai solo sabe dibujar rostros envejecidos. Dice que si envejece a sus modelos es porque ve más allá. Pero ahora, sentada desnuda en el centro de su estudio, incapaz él de convertirme en otro de sus cuadros, cuando piso las hojas sucias de periódico esparcidas por la moqueta, pienso que la pintura de Blai se parece demasiado a la de Lucien Freud, y que algún día se lo dirán los críticos, y que no es justo que no sepa mirarme, y que ya estoy harta de estar sentada quieta mientras el domingo se consume.

El día que cumplió treinta años, Blai pintó un autorretrato enorme delante de todos, en el patio de la casa que su padre tiene en Vimbodí. Después su primo tocó un concierto minimalista con un teclado y una caja de ritmos, y Nil recitó algunos poemas que hablaban del infierno y de una Vespa, o de un viaje al infierno en Vespa, o de una Vespa que se había estropeado y arreglarla fue un infierno. Bebimos absenta y pomada, que es una mezcla de limonada con gin Xoriguer que Cati trajo de Menorca, y acabamos durmiendo todos en la misma habitación. Éramos unos cuarenta y algún día todos serán objeto de una exposición en una galería de arte. Todos serán inmortales, colgados en la misma sala, y formarán parte de una obra completa o retrospectiva. Representarán un movimiento y una generación sin nombre. Solo faltaré yo.

Blai repite que no le salgo. Coge un trapo y borra mi cara del lienzo. Convierte mis rasgos en un manchurrón. «Pero, tío, ¿qué haces?», me enfado. «Tranquila, que aún no eres tú», responde con sorna. Y me ordena que me vista, que ya lo intentará otro día.

Yo quería que fuera mi regalo de cumpleaños protesto mientras me pongo los pantalones.

No te preocupes, que te pintaré antes de que se te caigan las tetas y tengas celulitis —contesta.

Ya, pero si no consigues retratarme, a lo mejor significa que no llegaré a vieja, y por eso eres incapaz de verme en tus cuadros, en los que solo aparecen viejos.

Entonces aún tienes menos razones para preocuparte resuelve él: nunca se te caerán las tetas y no tendrás piel de naranja.

Mientras me coloco la cazadora y me digo que cumplir treinta años viene precedido de una mala señal, le comento que he quedado con Andreu en el bar Sol Soler, en la plaza del Sol; cenaremos un bocata y unas bravas. Lo invito a que se apunte.

Blai y Andreu no se conocen, pero tienen muchas cosas en común. Por ejemplo, los antidepresivos. Aún no nos han traído las cervezas y ya están comprobando la coincidencia de sus síntomas para justificar la toma de Orfidal y Trankimazin. Blai tuvo la primera depresión fuerte hace un par de años, al poco de cumplir treinta y uno. Dice que la culpa es de sus sobrinos, porque le avivan el instinto paternal, pero no encuentra ninguna mujer que le entusiasme tanto como para crear una familia y él, sin una familia, no se siente realizado, dice. Yo respondo que lo que le pasa es que se aburre, y cuando te aburres solo piensas en tonterías, como enamorarte o ponerte a parir, o comprarte una casa; cosas que te entretendrán para que dejes de aburrirte. Blai trabaja intensamente tres meses al año para poder dedicar los otros nueve solo a pintar. Los veranos recoge y vende almendras para la empresa de su padre. Tiene una mirada inquietante, como si nunca estuviera ahí del todo, y se mueve con decisión, rotundo pero sin prisa.

Andreu aparenta ser tranquilo. Es muy nervioso, psicólogo, y vive con un pie en Barcelona y el otro en Palma. Tiene clientes, o pacientes, como se diga, en ambos sitios. Él no quiere llamarlos pacientes, porque considera que no están enfermos; pero lo que trata tampoco son clientes. Andreu no ha estado nunca propiamente deprimido. Ha tenido un par de crisis de ansiedad, que empiezan con una taquicardia y siguen con semanas de insomnio que hacen que su corazón vaya más rápido, y comenta que el pánico se ha convertido en el gran mal de nuestros días. Casi todos sus pacientes, o clientes, o lo que sean, lo visitan por el mismo mal. Tienen miedo de morir, o de volverse locos, o le tienen miedo a su gerente, o de que a su hijo le hagan bullying en clase, tienen miedo de que su mujer les deje, o de que su marido no esté realmente enamorado, miedo a envejecer; sobre todo tienen miedo del miedo. Pienso en Cati, que huye de las palomas, y en Natàlia, que gritaba al ver una araña. Al mismo Blai le produce pánico quedarse calvo y a mí me aterroriza volar. Cosa extraña, teniendo en cuenta que no tengo nunca los pies en el suelo, comenta Andreu.

—¿Cómo crees que podría evitarlo? le pregunto.

—No te hagas auxiliar de vuelo —responde.

Al margen de mi caso, Andreu cree saber cómo tratar este tipo de fobias; lo hace mediante un sistema norteamericano que se llama «terapia estratégica breve». Pregunto:

—¿Creéis que el término ‘breve’ sería un buen concepto para definir nuestra generación? Quiero decir que resolvemos los problemas al instante, o mejor: no los resolvemos, pero los dejamos al margen y, de hecho, los youtubers nos están pisando los talones, solo a cinco años de distancia. En cinco años ya hay un cambio generacional; a nosotros ni siquiera nos dedican anuncios cargados de nostalgia como a los que nos preceden.

Los dos me miran como si estuvieran realmente interesados en este tema, y Blai responde:

—¿Pedimos otra de bravas? Tengo hambre.

Y Andreu:

Yo no puedo gastar demasiado.

Y Blai:

Pues yo dejé a mi psiquiatra porque solo me repetía que debo ver las cosas positivas de la vida. Qué se cree, ¿que no lo sé? Acabas pensando que te reprochan tu suerte. Sé cuáles son las cosas buenas que me rodean, soy un artista. Pero a veces no me apetece verlas. La felicidad no me inspira.

Durante unos segundos me digo que soy demasiado feliz para Blai; por eso no sabe cómo dibujarme.

La filosofía Coca-Cola nos ha hecho mucho daño —suspira Andreu. No pueden beber Coca-Cola porque, además de los insomnios y de las crisis y de sus respectivas medicaciones, también comparten una acidez gástrica puntual que, en el caso de Andreu, estuvo a punto de provocarle una úlcera, y tuvieron que operarlo. Yo no bebo Coca-Cola porque no me gusta.

Optamos por una segunda cerveza.

Entonces, la chica que se sienta en la mesa de al lado se gira hacia nosotros y nos pide que le guardemos el bolso un momento, que tiene que ir al baño. Es un bolso de piel pintado de verde, con una hebilla naranja. La chica dice algo parecido a «gracias» y sale corriendo hacia los servicios. Andreu hace un comentario sobre su culo, Blai lo secunda, y recuerdo que Cati, Natàlia y yo empezamos a celebrar mi vigésimo cumpleaños en esta misma plaza, en el Café del Sol.

Nos sentamos a las mesas del altillo, el pianista que tocaba aún no estaba muerto, pero le quedaba poco. Aquel pianista tan viejo era nuestro vecino, pero cuando era nuestro vecino no sabíamos que fuera pianista, y aún menos que fuera el pianista del Café del Sol; nunca lo oímos ensayar. A veces nos lo encontrábamos en el portal de casa a las tres de la madrugada, y no acertaba con la llave en la cerradura, decía que porque la calle estaba muy oscura. Nosotros lo ayudábamos. Un día, dejamos de encontrárnoslo. Otro día, poco después, vi su foto colgada en el piano del Café del Sol. Entonces comprendí por qué el hombre llegaba a casa a las tres de la madrugada y no atinaba con la llave, también entendí por qué estaba su foto en el piano del bar, y por qué ya no lo veíamos.

En cualquier caso, la noche que celebrábamos mi vigésimo cumpleaños, nos sentamos en la primera planta del café, junto al piano, y al piano no estaba ni nuestro vecino ni nadie. Marta había traído unas setas de Ámsterdam que se llamaban dry mushrooms porque eran secas, y sabían a trufa. Claro que en aquellos tiempos de pisos compartidos y de crisis a final de mes, nunca habíamos probado la trufa. Ni, de hecho, habíamos probado aquel tipo de seta.

Después de comérnoslas disimuladamente cuando los camareros no miraban, fuimos a una fiesta que los de medicina organizaban en el Hospital Clínic. No habíamos dado ni diez pasos en la Diagonal, y Natàlia ya bailaba con el hombrecillo verde de los semáforos, que se encendía, se apagaba, se encendía y se apagaba. Cati acariciaba a los árboles mientras les decía que qué putada, tener que vivir allí plantados. Marta gritaba: «Es que no me entendéis, nunca seréis capaces de saber lo que me está pasando». Yo me senté en un portal para comunicarme telepáticamente con un amigo que tenía en Palma.

De pronto, nos topamos con un bloque de hielo inmenso, en la parte alta de la Rambla. En el interior había flores incrustadas; rosas rojas presas en el bloque de hielo. Como no es posible encontrarse con un bloque de hielo más grande que tú en medio de la calle, primero lo tocamos, que es lo que se suele hacer para comprobar que algo es real. Cati metió la mano hasta los codos por los agujeros, Natàlia aprovechó aquellos agujeros para trepar y sentarse sobre el bloque de hielo. Marta ponía los ojos como platos y decía algo sobre La costa de los mosquitos. Yo preguntaba a los paseantes si veían lo mismo que nosotras. El resultado fue empírico.

Ahora Natàlia está casada y regenta un hotelito en Valencia; no sé qué ha sido de Marta. A la única que vi hace poco y por casualidad fue a Cati, que acaba de mandarme un SMS: «L’arruga és vella[1]».

Dentro de un rato cumpliré treinta años y debería sentir algo. Al fin y al cabo, desde aquel cumpleaños de las setas ha pasado un tercio de mi vida, que equivale a la mitad de la vida de entonces. Mi padre me dobla la edad, y mi madre ya tenía dos hijos al cumplir los treinta. Tendría que impresionarme. Pero lo único que me preocupa es pensar en una buena respuesta para la mala puta de Cati. Y que nos traigan otra cerveza.

 

Veinte minutos más tarde, la chica que nos ha dejado el bolso sigue sin volver del baño, Blai le ha pedido a Andreu que sea su psicólogo, Andreu ha aceptado encantado, el camarero aún no ha retirado los platos sucios de los bocadillos y las patatas, y la conversación deriva hacia las mujeres. Blai cuenta que, de vez en cuando, queda con una profesora de párvulos que «tendría muchas posibilidades si fuera algo más creativa». Deduzco que es un muermo de tía. Espero que no se lleve deberes a casa.

Conozco a la novia de Andreu: es una estudiante de diseño, atontada como pocas, que se va metiendo un porro tras otro en la boca para no tener que abrirla. Ella cree que calladita está más guapa, pero no sabe que para eso antes tendría que operarse la nariz y depilarse las cejas.

Al principio, Andreu se sentía un poco culpable por salir con una chica diez años más joven que él. Ahora dice que se acuerda de mí, de los tres años que compartimos piso en el Eixample, en la calle Villarroel; entonces él se reía de los hombres que yo llevaba a casa, porque no podía entender qué veía en tíos tan mayores, ni qué veían ellos en mí. Creía, simplemente, que se aprovechaban. Su teoría de psicólogo en prácticas era que los hombres que se sienten atraídos por chicas más jóvenes son idiotas, porque en realidad huyen del nivel intelectual de conversación que les corresponde, conscientes de que no estarán a la altura. Por los silencios de su novia actual, quizá ha llegado la hora de darle la razón.

«Es muy agradable, me hace sentir cómodo», dice él, qué mejor prueba de amor. El problema, sigue, es que como nota que ella lo admira, no quiere decepcionarla. Me pregunto qué puede admirar una estudiante de diseño de un psicólogo que acaba de incorporarse al mundo laboral, y apunto mentalmente: la sensibilidad, un sueldo aceptable, y la posibilidad de acompañarlo una vez al mes a Barcelona. Andreu realquila aquel piso de la calle Villarroel en el que vivimos juntos para poder conservar así a los clientes o pacientes o lo que sea que tenga a este lado del charco; los inquilinos realquilados le dejan una habitación libre en la que hay una cama, un armario y una mesa donde instala el portátil cuando va. Creo que su novia es una buena excusa para reubicarse en Mallorca; no me extrañaría que, dentro de un par de meses, empezaran a vivir juntos.

Debo de haber puesto una cara rara, porque Blai me pregunta: «¿Qué miras?». Respondo: «El futuro». Y como si se tratara de una señal, ambos consultan qué hora es en sus móviles. «¡Felicidades!», gritan. Ya son más de las doce y oficialmente he cumplido la edad adulterada. Me preguntan cómo me siento. Respondo que igual.

Es la prueba definitiva de que has cumplido treinta años sentencia Andreu. Ya no volverás a notar los cambios hasta que entiendas que estás intentando dejar de notarlos.

Tendría que hacer un esfuerzo monumental para entender lo que eso significa. Y, la verdad, prefiero celebrar mi cumpleaños de cualquier otra manera. Pero no podemos irnos sin devolverle el bolso a la chica que nos ha pedido que se lo guardemos. Voy a buscarla al baño.

Llamo a la puerta. Silencio. Vuelvo a llamar. Nada. Tal vez debería de preocuparme. Insisto. Otra chica llega y escupe: «Oye, que si no contestan es porque no hay nadie». Pero yo sé que sí hay alguien. He visto cómo la chica que nos ha dejado su bolso entraba y no ha salido. Vuelvo a llamar. La otra chica se impacienta, me echa a un lado y abre la puerta mientras dice «que me estoy meando, hostia». De lo que va a encontrar dentro, espero cualquier cosa: la chica del bolso tendida en el suelo, desmayada o con una sobredosis y la aguja clavada en el brazo, o echando un polvo con un camarero, o incluso cagando por los siglos de los siglos, o simplemente hablando por el móvil. Espero verla con un tiro en la cabeza, como en las películas, la sangre en las baldosas de la pared; o saltando por una ventana; o subida al váter, asomada a la cisterna, para sacar algún paquete escondido allí arriba; o cambiándose de ropa, como Superman.

Lo que no esperaba es lo que finalmente veo. O mejor: lo que no veo. La chica no está. El baño está vacío. Y no hay una ventana miserable por la que escapar. La chica que ha entrado me cierra la puerta en las narices.

Se la ha tragado la taza del váter —les digo a mis amigos.

Bueno, no pasa nada, deja el bolso en la barra y ya vendrá a recogerlo —contesta Andreu. Quiere ir al Luz de Gas, porque podemos entrar sin pagar con mi carnet de periodista y ligar allí está tirado si no te fijas en los rostros de tus interlocutoras y, cita a Groucho Marx: podemos beber para hacer interesantes a los demás.

Pero el chico de la barra no quiere responsabilizarse del bolso. Dice que, si hay una bomba dentro, él será el que se la cargue, y no le apetece tener problemas. Se me ocurren cien mil respuestas para una idea tan estúpida, pero no tengo ganas de discutir porque es mi cumpleaños. Así que me cuelgo el bolso-bomba del brazo y nos vamos de fiesta.

 

Cumplir treinta años es despertarse con resaca un lunes de Sant Jordi al lado de un desconocido. Y pensar que ya no tienes edad para estas cosas.

Al menos estoy en casa, me consuelo. La habitación apesta a whisky y me levanto, entro en la ducha, y espero a que el otro se despierte mientras tanto. Cuando vuelvo a la habitación, todavía apesta más que antes, y el otro no se ha despertado. Abro las dos ventanas que dan al balcón, y el ruido de las taladradoras que perforan la calle hacen el resto. El desconocido abre los ojos con una sonrisa estúpida. «Buenos días», balbucea, y me entran ganas de meterle una patada en la boca.

En cambio, le digo tan contenta:

Tengo una idea: ¿por qué no vas a por un par de croissants mientras preparo café?

El desconocido se levanta, pasa de ducharse y, cuando se pone los pantalones, se le cae un naipe del bolsillo. Es un tres de picas. Le pregunto: «¿Y eso?». Y él: «¿No recuerdas que soy mago?». Entonces me viene a la cabeza una imagen: él, en el Luz de Gas, me saca un cigarro de la oreja.

Pero ¿mago en qué sentido? —sigo insistiendo.

En el sentido de descubrir conejitos dice el hijoputa.

Cuando vuelva de comprar los croissants, no le abriré la puerta.

 

Sant Jordi, collige, virgo, rosas. Me duele la cabeza, y mientras me pierdo entre los stands en los que se acumulan los libros y las personas que miran libros, y las manos que cogen libros y los libreros que esperan vender centenares de ejemplares, decido que esta vez escribiré un artículo sobre el final de la Diada. Será un artículo sobre los pétalos pisoteados en el suelo, y sobre el número de suplementos que la prensa ha dedicado a las novedades editoriales y que también han acabado pisoteados; un artículo sobre la metáfora de la alegría efímera y pasada, y sobre todo el dinero y el esfuerzo que se han destinado a la fiesta literaria y que tendrán un único epílogo: vendrán los de BCNeta a recogerlo todo y se lo llevarán en un camión de la basura.

—¡Bienvenida a la treintena! exclama Elba cuando se lo cuento. Elba es una compañera de trabajo que este año se ha librado de escribir el eterno reportaje de Sant Jordi porque tengo que escribirlo yo. Y que, por esa razón, cree que puede reírse de mi resaca.

Estoy hablando de libros, no de edades respondo (o creo que respondo) arrastrando las palabras.

Sí, claro sigue ella, articulando envidiablemente todas las letras. Esa visión tuya del Sant Jordi no está nada relacionada con que hayas cambiado de decena ni con que te acojona pensar que has entrado en la edad adulta, donde parece que todo vaya en serio. ¡Las flores pisoteadas de la juventud!

Pienso en Andreu, que con las prisas por hacer terapia estratégica actúa como Elba y se saca conclusiones de la manga. Y eso de sacarse cosas de la manga me recuerda al mago, que se ha pasado media hora llamando a la puerta. Y el martilleo de la puerta me recuerda a mi cabeza, hoy especialmente perjudicada. No volveré a beber alcohol nunca jamás en mi vida.

Es mejor que escribas el reportaje de siempre, con sus firmas importantes, y los libros más vendidos, y con el ambiente alegre de cada año, y todas las razones por las que las editoriales contratan publicidad en los periódicos y los periódicos hablan de las editoriales recomienda Elba.

La opinión de Elba es muy importante, porque ya es una experta en tener treinta años. Vivió en la época de la laca y las hombreras y, de hecho, se ponía tres pares: las de la camisa, las del jersey y las de la chaqueta; parecía una jugadora de rugby. También confiesa sin pudor que utiliza las bolas chinas para ejercitar los músculos uterinos cuando va al gimnasio; se las pone antes de enfundarse las mallas. Digamos que es una chica práctica, que sabe por qué dice lo que dice: «Es mejor que escribas el reportaje de siempre».

—¿Me lo dices en plan simbólico?

Te lo digo en plan efectivo, porque de lo contrario tendrás que reescribirlo.

Es la primera vez que siento que cumplir treinta años es dejar constancia de algo irreversible.

 

 

Mientras el ordenador se enciende, echo un vistazo a todas las novedades que he tenido que leer en diagonal durante las últimas semanas, un montón de libros apilados en mi mesa que amenazan con caerse encima de mí y que no leeré nunca. Porque llegarán otros, y luego llegarán aún más, y a mí me faltará tiempo para leer al menos las primeras páginas. Entonces empiezo a recordar todos los momentos que han sido como el principio de un libro inacabado, momentos que parecía que debían llevarte a algún sitio, que tenían que cambiar las cosas, como los principios de las novelas por leer, pero que han acabado apilados en las estanterías con la esperanza de ser recuperados algún día. Bien ordenados, eso sí, pero abandonados, al fin y al cabo, en la parte alta de la biblioteca; momentos que han resultado intenciones. Quizá, no se sabe, más adelante, algún día. Aún soy joven.

¿No?

 

Creo que no estoy bien. No tengo edad para pensar este tipo de cosas.

—¿Quieres un café? pregunta Elba.

—Depende.

Los cafés de la máquina de la redacción son tan malos que alguien colgó una nota: «Atención, hoy está imbebible». Desde entonces, cuando alguien es el primero en tomarlo, añade algo, como: «Pasable»; «Altamente radioactivo»; «No os acerquéis»; «Luz verde».

Pone «veneno».

Adelante. Con un poco de suerte, si me muero, se me pasará este dolor de cabeza.

Mientras remuevo el café y me pregunto cómo puedo empezar el reportaje y espabilarme, llamo al Sol Soler por segunda vez. Nada. Nadie ha reclamado el bolso. Cuando llegue a casa esta noche, lo abriré para ver si dentro hay datos de la propietaria; una agenda, un teléfono móvil, algo que me ayude a localizarla.

Sobre la mesa tengo el regalo que me he hecho a mí misma: una botella de 100 mililitros de Don Algodón. Ha sido un arrebato, cuyo motivo no osaría preguntarle a Andreu, el psicólogo estratégico breve. Es el agua de colonia que me ponía a los quince años, la primera vez que un hombre olió mi cuello mientras me besaba. Después, simplemente, dejé de perfumarme.

No me interesan los cosméticos, pero al pasar por una tienda mientras recogía datos para el reportaje del día de Sant Jordi, seguramente para huir de la multitud de la calle, he creído que quizá ya va siendo hora de que me ponga crema en la cara. Las arrugas no me dan miedo, pero dicen que a los treinta empiezan a salirte un montón, y si te ríes aún te salen más y, al fin y al cabo, soy demasiado feliz para que Blai pueda pintarme, lo cual quiere decir que me río mucho. De hecho, dicen que mi risa es de cómico, porque sé cuándo debo reírme abiertamente con la a, jajajaja, o maliciosamente con la e, jejejeje, o con el histerismo de la i, el sarcasmo de la o, la burla de la u. De modo que si me río con todas las vocales, también quiere decir que hay riesgo de que se me arrugue el rostro, y una cosa es no temerle a las arrugas y otra, bien distinta, arrugarte antes de tiempo por falta de previsión.

Comprar el tarro de crema facial y la botella de Don Algodón ha sido todo uno, otro gesto que tampoco querría que Andreu analizara. Escondo la compra en un cajón para evitar preguntas indiscretas.

Por fin, descanso un momento en la silla, me recojo el pelo y me pongo las gafas. Ya puedo empezar el artículo. Escribo: «La novela histórica hizo historia ayer». Sonrío, qué malo. Selecciono, borro, escribo: «Pese a los carteles de la próxima campaña electoral que brotaban en la Rambla». No, no, no. Selecciono, borro, escribo: «El calor». ¿Qué calor? ¿A quién coño le importa el calor? Todo el mundo se acuerda de que hoy ha hecho calor. Selecciono, borro, escribo: «No hay nada más disuasorio que un libro, pero por conseguir el autógrafo de uno de los ídolos de televisión, centenares de personas se esforzaron ayer por comprar uno y hacer cola». Selecciono, borro, escribo: «La puta mierda de los cojones de Sant Jordi llenó las calles de gente, y la Rambla estaba más imposible que de costumbre. Ganaron los de siempre, los turistas fliparon a saco, y después llegó el dragón, hasta los cojones de ser el eterno secundario, y lo arrasó todo con una llamarada de fuego, Liceo restaurado incluido. Por cierto, tenía mal aliento». Selecciono, borro. Suspiro. No escribo nada.

Mi madre me llama para felicitarme. «¿Cómo te sientes?», pregunta. Vieja, resacosa, apática, poco inspirada, aburrida y con ganas de irme a casa, diría. Me siento como una de aquellas pasas que no les gustan a los niños para comer. Pero respondo: «Demasiado feliz para que puedan dibujarme». Me considero tan ingeniosa, que a partir de ahora siempre contestaré eso.

Después de tomar un segundo café vomitivo, y de recibir unas cuantas llamadas más, tomo aire y vuelvo a empezar: «A veces, incluso los escritores se quedan sin palabras. Pese a ser su día». Y precisamente por eso.


[1] Juego de palabras. En el catalán coloquial, bella (de belleza) y vella (de vejez) se pronuncian igual.