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Primera edición digital: septiembre 2018
Campaña de crowdfunding: Bea Lara y Beatriz Luzón
Composición de la cubierta y maquetación: Álvaro López
Edición: María Luisa Toribio
Revisión: David García Cames

Versión digital realizada por Libros.com

© 2018 José Antonio Sánchez Manzano
© 2018 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17236-98-4

José Antonio Sánchez Manzano

Hostal Europa

A Inés Sánchez Sosa y a las hermanas Manzano,
a todas ellas, por quererme y tratarme como a un hijo.
En especial a Leonor Manzano Bayo, la madre que me parió,
me crio y siempre me soportó.

«Todos cuentan la Historia por las guerras en las viejas ciudades, y por más que pregunto nadie sabe describir la morada donde amasaba pan el panadero y su mujer hilaba.

La Historia que nos cuentan es historia de una que otra batalla, pero jamás nos cuentan que entre tanto el labrador sembraba. Y que, segando el trigo de la vida, los jóvenes se amaban…».

 

A. Ritro y A. Tejada Gómez. De la canción Ronda en las viejas ciudades, interpretada por Alberto Cortez

 

¡Ay mísero de mí, y ay infelice!

 

Apurar, cielos, pretendo,

ya que me tratáis así

qué delito cometí

contra vosotros naciendo;

aunque si nací, ya entiendo

qué delito he cometido:

bastante causa ha tenido

vuestra justicia y rigor;

pues el delito mayor

del hombre es haber nacido.

 

Sólo quisiera saber

para apurar mis desvelos

(dejando a una parte, cielos,

el delito de nacer),

qué más os pude ofender,

para castigarme más.

¿No nacieron los demás?

Pues si los demás nacieron,

¿qué privilegios tuvieron

que yo no gocé jamás?

 

Soliloquio de Segismundo. La vida es sueño (1636).

Pedro Calderón de la Barca.

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Cita inicial
  6. I. Miércoles 23 de octubre de 2014
  7. II. Lunes 27 de octubre de 2014
  8. III. Lunes 3 de noviembre de 2014
  9. IV. Jueves 13 de noviembre de 2014
  10. V. Lunes 17 de noviembre de 2014
  11. VI. Lunes 24 de noviembre de 2014
  12. VII. Lunes 8 de diciembre de 2014
  13. Epílogo
  14. Anexo fotográfico
  15. Agradecimientos
  16. Mecenas
  17. Contraportada

Nota del autor

 

Algunos nombres se han modificado para aparecer en el texto por petición expresa de los protagonistas; también por motivos de seguridad.

I. Miércoles 23 de octubre de 2014

 

El centro antiguo de Sofía está repleto de discretas hospederías, más de las que se pueda percibir a simple vista al pasear por sus lóbregas calles. Por dentro, las hay que están adecentadas, mientras que otras muchas carecen del más mínimo aderezo; por fuera, y a pesar de las carencias del alumbrado público, la mayoría están bien identificadas. Sin embargo, el hostal donde comienza y por el que discurre esta historia parece escondido a propósito en las tinieblas que envuelven los edificios bajos y raídos de la calle Zar Samuel. De hecho, nada sugiere que ese ancho bloque de tres pisos sea un hostal, o siquiera que esté habitado. La fachada no tiene letrero alguno que lo indique, ni la placa con el número de la calle; además, debido a las obras, las plantas segunda y tercera están forradas de andamios, sucios plásticos de un tono amarillo desgastado y una pila de tubos de metal.

Más allá de su aspecto externo, lo primero que atrae mi atención es esa aura de secretismo y misterio que puede adivinarse con tan sólo echar un vistazo desde la entrada. La puerta de barrotes de metal oxidados se encuentra entreabierta y un vapor caliente, pegajoso y desapacible emana del interior. Al fondo, deslumbrados por la luz de un potente foco que arroja sombras sobre la pared del lúgubre callejón que une la entrada con la parte de atrás, decenas de norteafricanos, búlgaros y, principalmente, afganos se cobijan hacinados en condiciones deplorables mientras aguardan, con más o menos fe, un golpe de suerte que les acerque a sus sueños. Cuando no están en el hostal, se les puede encontrar a cualquier hora yendo y viniendo por alguna de las muchas calles del barrio, dedicadas a héroes y personajes ilustres surgidos de los vaivenes de la dilatada historia búlgara.

Tras diez siglos en los que la ocupación de tres imperios (bizantino, otomano y soviético) configuró el complejo presente de una pequeña nación compuesta de inmensas minorías, la República de Bulgaria forma parte de la Unión Europea, y el Zar Samuel, último emperador del Primer Imperio búlgaro hasta el 6 de octubre de 1014, da nombre a una angosta calle adoquinada que el transitado bulevar Todor Aleksandrov atraviesa y divide en dos realidades dispares. De una parte, durante los trescientos metros que discurre paralela a la comercial calle Vitosha, Zar Samuel atraviesa una zona de restaurantes, pequeños negocios y edificios emblemáticos. En dirección oeste, en el lado donde se encuentra este tétrico hostal, atraviesa casi por completo el histórico y céntrico barrio de Utch Bunar.

Este vecindario multicultural de aspecto descuidado fue durante más de un siglo el barrio judío de Sofía. La sinagoga se ubica en la calle Ekzarh Yosif, a pocos metros del hostal y de la mezquita. De un tiempo a esta parte, tras el brusco aumento de personas procedentes de África y sobre todo de Oriente Medio que entraron en el país balcánico persiguiendo el sueño de alcanzar Europa, el barrio es conocido como la Pequeña Beirut. No obstante, según cuentan los más antiguos del lugar, conserva el mismo carácter popular y proletario de siempre, y en él, además de humildes lugareños, se concentran buena parte de la comunidad musulmana, refugiados, inmigrantes sin papeles y otras personas de destino inquieto.

Pasadas las ocho y media de la tarde de este miércoles 23 de octubre de 2014, a poco más de cinco minutos andando del hostal, el tranvía 18 cierra sus puertas y arranca en dirección a la recién reformada plaza del puente del León, dejando atrás uno de los tramos más sombríos del bulevar María Luisa, vía principal y colindante con la Pequeña Beirut. Como cualquier otra fría y húmeda noche de otoño a estas horas, la mayoría de los comercios han echado el cierre y este rincón del centro de Sofía se vuelve silencioso, oscuro y, a ratos, desangelado. Sin embargo, de repente, un estruendo interrumpe la aparente tranquilidad. A escasos diez metros de la entrada del edificio administrativo de la Dirección de Inmigración del Ministerio del Interior, el sonido del tranvía se funde con el de las voces y golpes que dos jóvenes búlgaros, rapados y recios, propinan a un inmigrante subsahariano envuelto en una sucia gabardina gris. Este intenta a duras penas cubrirse y zafarse retrocediendo cuando uno de los jóvenes saca una mano y consigue lanzar un croché que le estalla de lleno en la parte izquierda del rostro, haciéndole perder el equilibrio y la bolsa de plástico que sujetaba. El joven, desatado cual perro rabioso, parece disponerse a rematar la faena de un puntapié, pero su compinche le frena agarrándole del brazo y señalando con la cabeza un coche de policía aparcado al otro lado del bulevar, a pocos metros del Döner Oops, un conocido restaurante de comida rápida frecuentado por afganos, kurdos y árabes. Tras un instante de vacilación, acaba por hacer caso a su amigo y escupe hacia donde está el inmigrante justo antes de salir huyendo y maldiciendo por una bocacalle cercana. Entre tanto, el hombre intenta ponerse en pie con evidentes signos de dolor, a los que se suma un leve gesto de resignación una vez incorporado. Tranquilamente, como si nada anormal hubiera pasado, como si por algún inevitable antojo el destino se hubiera cebado de nuevo con él, recoge la bolsa y prosigue su camino con la cabeza gacha y tambaleándose.

—No hagas caso, pasa de esa gentuza —me aconseja Hassan al estrecharnos la mano en la acera de enfrente.

—¿Sabes quiénes son? —le pregunto.

—¡Qué va!, pero casi todas las noches te encuentras con algo así en este barrio. Cuando no es aquí es allá.

—¿Siempre son los mismos?

—No, cuando no son unos son otros. Unas veces la policía se dedica a dar por culo a la gente y otras veces es entre los propios inmigrantes. Bueno, la verdad es que entre los moros y los africanos hay buen rollo. Nos respetamos.

—¿Africanos? ¿Te refieres a los subsaharianos?

—Sí, como ese que estaba ahí. Los de Nigeria, Congo y esos países; los morenos. Me cuesta decir la palabra negro, por si alguien se ofende. No quiero parecerme a un amigo de Barcelona que siempre me decía, el cachondo: «Yo no soy racista. A mí, mientras trabaje, me da igual si es un blanco o un negro de mierda» —comenta tronchándose de risa poco antes de agarrarme del brazo y comenzar a caminar en dirección contraria a la del tranvía.

Hassan tiene cincuenta y un años y, como acostumbra a decir, es «marrocano por los cuatro costados». Mide poco más de uno sesenta, tiene la piel oscura, los ojos ligeramente achinados, barba cana de varios días y una cicatriz en la mejilla izquierda consecuencia de un accidente de tráfico del que prefiere no entrar en detalles. Viste la misma ropa que llevaba puesta cuando nos encontramos por primera vez hace un mes: pantalones vaqueros oscuros, camisa gris de algodón y poliéster, una chaqueta de cuero negra dos tallas más grande y un gorro ajustado con el que se protege del frío y esconde su avanzada alopecia.

Según cuenta, con diecinueve años salió de Marruecos escondido en un barco que le llevó hasta Málaga. Ha pasado casi dos tercios de su vida de manera ilegal en cinco países diferentes de la Unión Europea. Los primeros ocho años los pasó en España, y diecinueve de los últimos veinte en Alemania, donde finalmente solicitó asilo, formó una familia y trabajó durante los últimos diez años en el mercado de la compraventa de coches de segunda mano junto a su cuñado libanés. A mediados de 2013, de manera fulminante e inesperada para él, fue deportado a Marruecos. Aproximadamente un año después (el día 26 de mayo de 2014, según consta en su orden de detención) entró ilegalmente en Bulgaria desde Turquía con la esperanza, y por momentos la convicción, de que tres semanas más tarde estaría en el estado alemán de Thüringen al lado de su hija Sandra celebrando su decimotercer cumpleaños. Sin embargo, una vez más, sus planes se torcieron.

Hoy hace una semana que decidió viajar a Sofía por su cuenta y riesgo desde el centro de recepción y registro de inmigrantes de Pastrogor, lugar donde me encontré con él por primera vez mientras visitaba el centro en mi tarea de documentar el flujo de personas que continúan atravesando la frontera con Turquía en busca de un refugio o una nueva vida en la Unión Europea. Al igual que hicieran en el último año cerca de quince mil personas en alguno de los seis centros abiertos repartidos por la geografía búlgara, en Pastrogor, a poco más de veinte kilómetros de Turquía y Grecia, Hassan aguardaba a que se resolviera su proceso de solicitud de asilo en el país balcánico.

—A mediados de septiembre, cuando estaba en el campo de Pastrogor, poco antes de encontrarnos, me llevaron al hospital de la ciudad de Svilengrad y un médico firmó un papel que dice que Hassan El Buoduod, o sea yo, tiene una trombosis crónica en la pierna derecha y necesita ser tratado en Sofía. Así que una mujer que trabaja para la Cruz Roja le preguntó al jefe de allí y dijo que sí, que me podía cambiar de campo. ¡De eso pasó más de un mes y nada! —exclama Hassan, mostrándome el papel del hospital con la mano derecha y extendiendo el dedo índice de la mano izquierda.

—Me temo que la burocracia aquí es lenta y están saturados —le comento.

—Sí, yo sé cómo funciona esto —asiente en un tono más calmado—. Trabajan a su manera, hacen las cosas cuando pueden y a veces cuando les da la gana. Pero yo no podía esperar más y me vine el miércoles pasado.

—¿Te preocupaba lo de tu pierna?

—Sí, pero no es sólo eso. En Pastrogor estás en medio de una carretera en la que no hay nada, la aldea más cercana está a tres kilómetros. Aquí al menos tengo la oportunidad de buscarme una alternativa. Estoy desesperado por irme cuanto antes y encontrarme con mi hija. Porque, seamos realistas —repentinamente, frena en seco cerca de una esquina, junto a una cafetería bien adecentada y de moda, y se dirige al cielo con tono exasperado, cara avinagrada y señalándose con la palma de la mano derecha— ¡yo soy un moro! A mí no me van a dar los papeles. Puedo pasarme meses para que después me digan que me vaya a mi país. Lo sabes tan bien como yo.

Si tenemos en cuenta las estadísticas de la Agencia Nacional para los Refugiados de Bulgaria, al presagio de Hassan no le falta fundamento. En los últimos cinco años, entre 2009 y 2014, de un total de 2.337 personas del norte de África y Afganistán que solicitaron asilo sólo el 5 % obtuvo algún tipo de estatuto. Durante el mismo periodo de tiempo, alrededor del 90 % de esas personas se desentendieron de su procedimiento antes de que este concluyera e intentaron de alguna manera, como dice Hassan, buscarse una alternativa. Para el Gobierno búlgaro, esta segunda estadística resulta una buena baza con la que justificar el trato dispensado a los solicitantes de asilo y las irregularidades que repetidamente denuncian las organizaciones no gubernamentales. Según estas, la excusa del «ellos no quieren quedarse» o «están de paso» no puede privar a estas personas de sus derechos más elementales y eximir al Gobierno búlgaro de sus obligaciones como país miembro de la Unión Europea.

—Yo creo que es más fácil que una persona, con la ayuda de alguien o por su propia experiencia de la vida, resuelva su situación a que un sistema cambie. Por eso me vine a Sofía. El único problema es que el poco dinero que mi mujer puede enviarme se empieza a acabar y me hará falta… —sentencia Hassan mostrando una abultada cartera, negra y desgastada, repleta de papeles y fotografías, un billete de diez levas[1] y otro de veinte escondidos entre los papeles.

A dos manzanas de la mezquita Banya Bashi, y tras guardarse la cartera en el bolsillo interior de la chaqueta, Hassan gira a la derecha por la calle Zar Simeón, una de las más concurridas y punto neurálgico de la vida nocturna del barrio. Durante el día, esta vía estrecha y de un solo sentido es un lugar colorido y lleno de vida donde mercados locales y gentes oriundas del país se entremezclan con buena parte de las peluquerías, carnicerías, locutorios y tiendas de productos árabes. De noche, el decorado es el mismo; el panorama cambia.

A pesar del constante tráfico de vehículos en dirección al bulevar María Luisa y del alboroto, la débil luz anaranjada de los focos que iluminan precariamente algunas partes de la calle, el frío y la densa niebla que se cierne sobre la ciudad otorgan un aire tenebroso e inquietante a la atmósfera que se respira esta noche. Las aceras están repletas de jóvenes, en su mayoría árabes y afganos, que se reúnen a la entrada de los locutorios y junto a las fachadas de los hostales y comercios ya cerrados o se mueven de un lado para otro, buscando un contacto que les saque del país o simplemente matando el tiempo mientras esperan a que algo pase.

Para la mayoría de ellos, al igual que para Hassan, este es un lugar de paso, un mero trámite en su particular odisea. En ningún momento se plantearon que la partida acabara en el país balcánico, un lugar al que llegan con pocas y malas referencias y del que se marcharán carentes de gratos recuerdos. Porque, aunque debido a su situación geográfica, Bulgaria ha sido históricamente un importante lugar de tránsito comercial y cruce de culturas, la relación del país con los extranjeros podría definirse, cuanto menos, de particular.

Durante gran parte de la segunda mitad del siglo XX, al abrigo de la URSS, la inmigración fue un tema fuertemente controlado y regulado. Fue tan sólo a partir de los años setenta cuando gente de Oriente Medio y diversos países centroamericanos, africanos y asiáticos de la misma línea ideológica llegaron para estudiar o trabajar, y algunos acabaron por quedarse y establecer aquí su hogar. En noviembre de 1989, Bulgaria rompía con casi cincuenta años de régimen comunista y poco después, tras su ingreso en la OTAN en 2004 y en la Unión Europea en 2007, formalizaba su giro a Occidente.

Actualmente, mientras Europa se congratula y se dispone a celebrar el vigésimo quinto aniversario de la caída del muro de Berlín, el destino ha querido que Bulgaria, no acostumbrada a grandes flujos migratorios, se vea en medio del mayor éxodo que se recuerda desde la Segunda Guerra Mundial. Paradójicamente, han pasado de tener una valla para evitar la huida de ciudadanos del bloque del Este a construir otra nueva para contener la entrada en Europa de miles de personas llegadas principalmente de Oriente Medio. Sin pretenderlo y sin posibilidad de evitarlo, Bulgaria se ha convertido en el purgatorio europeo para miles de refugiados y en el callejón sin salida de otros tantos jóvenes indocumentados que pululan día y noche por la Pequeña Beirut.

En medio de esta estampa, Hassan camina con bastante prisa dejando al descubierto una ostensible cojera. El tiempo se le echa encima. El locutorio al que se dirige cierra a las nueve y necesita fotocopiar unos papeles que debe presentar en la Cruz Roja. Quizá le ayuden a realojarse en alguno de los tres centros abiertos para solicitantes de asilo existentes en Sofía antes de quedarse sin blanca. Resopla en el interior de sus manos mientras las frota, encogido, esquivando con maestría a unos y a otros y saludando con un sutil arqueo de cejas y una ligera sonrisa postiza.

—Parece que te conoces a casi todo el mundo… —comento con cierta intriga.

—He pasado mucho tiempo dando vueltas por este barrio —contesta sin aminorar el paso ni girarse.

—¿No dijiste que llegaste a Sofía el miércoles pasado?

—Sí, pero estuve también casi todo el mes de agosto, después de que me soltaran de Lyubimets.

—¿Estuviste en un campo cerrado? —pregunto colocándome a su altura.

Lyubimets es una localidad situada al sur del país, en la provincia de Hashkovo, a orillas del río Maritsa y a pocos kilómetros de la ciudad de Svilengrad y la frontera con Grecia y Turquía. Con algo menos de ocho mil habitantes, este típico pueblo de la llanura tracia superior pasaría inadvertido de no ser porque alberga uno de los dos centros de detención administrativa para extranjeros con los que cuenta Bulgaria, comúnmente llamados campos cerrados. En estos edificios, rodeados de muros de hormigón y reforzados con altas medidas de seguridad y alambre de espino, se retiene a los inmigrantes sobre los que pesa una orden de deportación o expulsión por razones de seguridad.

—Bueno, yo lo llamaría cárcel —refuta Hassan—. Estuve encerrado dos meses más o menos, junio y julio. Me llevaron directamente allí un par de días o tres después de que me cazaran cruzando la frontera. Espero que no tengas que ir nunca. La mayoría son unos bordes y no tratan a la gente con humanidad. Yo tuve suerte y estuve en un cuarto no muy grande con «solamente» ocho personas durmiendo en cuatro literas. En otras partes te encontrabas hasta veinte personas por habitación. ¡Se han llegado a ver familias! Te cerraban la puerta del cuarto a las ocho de la tarde y abrían a medianoche para ir al servicio. Si te entraban ganas de mear después, tenías que joderte y sacar la polla por la ventana. Por eso, si vas un día, verás que las paredes están sucias y el suelo del patio huele que apesta. El problema es cuando no se trata de una meada y sí de algo más grande. Eso no es agradable. La comida también es una mierda. A veces se ponían tontos y te daban la misma comida del día anterior con tres rebanadas de pan barato, ¡a nosotros que por cultura comemos tanto pan! Además, no te dejaban salir del recinto y si querías o necesitabas comprar algo enviaban a una persona al pueblo y lo cobraban mucho más caro.

—¿Por qué estuviste dos meses encerrado en ese sitio?

—Y yo qué sé. Quizá porque no soy sirio, viajo solo y piensan que soy terrorista. Pero, a ver, no pienses mal, yo no quiero juzgar este país. Veo bien que se haga control cuando alguien entra ilegal. En mi país me gusta que sea así, supongo que a ti también en el tuyo. No sabemos qué clase de persona entra, si busca una manera digna de vivir o si es un chorizo. Así que ellos tienen derecho a retener a esa persona. Hasta ahí bien. Entonces —prosigue aminorando el paso y esforzándose por explicarlo bien—, me cazan; a los tres días tengo el juicio en una sala pequeña y me condenan a tres años sin salir de Bulgaria y seis meses de libertad condicional. Es decir, en seis meses no tengo que cometer delitos porque me mandan a la cárcel. Pero en realidad no estoy en libertad condicional porque me meten en un recinto, especial para inmigrantes, pero una cárcel al fin y al cabo.

Al terminar la frase, Hassan se agacha y apoya las manos sobre las rodillas, respirando a duras penas por la boca. Está parado en medio de la acera mientras la gente le esquiva y le observa toser.

Lo que me explicaba antes de asfixiarse es que, según viene recogido en el Código Penal, entrar ilegalmente en Bulgaria constituye un crimen. Una vez interceptado por la policía de frontera del Ministerio del Interior, Hassan pasó a disposición judicial y, a partir de ese momento, comenzó su proceso penal. Se le realizó una primera entrevista en la que, entre otras cosas, intentaron determinar su identidad y su país de origen. Tal y como confiesa arrepentido, Hassan intentó hacerse pasar por sirio y, al igual que una buena parte de estas personas, declaró haber perdido su documentación. Pero no contaba con un intérprete búlgaro de mediana edad que le escuchaba atentamente y enseguida reconoció su acento del norte de África. Tras un juicio rápido fue condenado y posteriormente trasladado a Lyubimets.

El motivo reside en que, paralelamente al proceso penal, fue abierto un proceso administrativo; regulado por la Ley de Extranjería, se aplica a cualquier persona que, tras ser detenida (ya sea en la frontera, en la costa del mar Negro, a las afueras de Plovdiv o en el centro de Sofía), no tiene manera de verificar su identidad o probar mediante algún tipo de documentación que ha entrado legalmente en el país. Así, tras su detención, a Hassan se le aplicó una medida administrativa forzosa consistente en una orden de deportación o expulsión del país por razones de seguridad nacional; cualquiera que tenga una es susceptible de ser enviado a una prisión para inmigrantes siempre que la policía no pueda corroborar que es quien dice ser, o si la autoridad competente considera que existe peligro de que huya y obstruya la ejecución de la orden.

—Cuando el flujo de personas que entró irregularmente en Bulgaria se incrementó exponencialmente allá por octubre de 2013 —le explico a Hassan—, las personas interceptadas en la frontera que solicitaban asilo, en su mayoría familias sirias y afganos, normalmente eran conducidas a un centro de recepción y registro, y posteriormente a un centro de alojamiento temporal de régimen abierto donde esperaban a que se tramitara su solicitud de asilo, pero podían desplazarse.

—¡Qué va! —exclama tras incorporarse—. Bueno, no sé para los otros, pero te aseguro que, para los moros, los africanos y los de Afganistán, Pakistán y esos países no funciona así. Conozco a mucha gente que ha estado catorce y dieciocho meses encerrada incluso habiendo pedido el asilo. Se han visto familias enteras. ¡Cómo es posible que encierren a niños con trece y quince años durante un año! ¡Por favor, no me jodas! —exclama indignado.

Las palabras de Hassan coinciden con los datos proporcionados unas semanas atrás por el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur). Según estos, alrededor de un tercio de las personas retenidas en Lyubimets o Busmantsi (el otro campo cerrado, situado a las afueras de Sofía) han solicitado asilo en Bulgaria.

—En ese caso, tú ¿por qué estuviste sólo dos meses? —le pregunto al reanudar la marcha.

—Yo tuve buena suerte y supe aprovecharla. El jefe de Lyubimets hablaba español y estuvo en el hospital cuando se me hinchó la pierna y me ingresaron. Nos caímos bien y creo que de alguna manera me lo camelé. Entonces, un día me dijo en el patio: «Hassan, yo puedo ayudarte a salir de aquí para que te cures de tu pierna, pero tienes que pedir el asilo». Y eso hice. Nunca llegué a pensar que esta jodienda de la pierna pudiera llegar a salvarme el culo —sonríe tapándose la boca con la mano derecha.

—¿Y por qué no lo solicitaste durante la primera entrevista, después de que te detuvieran al cruzar la frontera?

—Por miedo a quedarme atrapado aquí o, peor aún, a que me enviasen a mi país de nuevo. Según el tratado ese de Dublín, si pido asilo en Bulgaria mis huellas quedan registradas y no puedo volver a hacerlo en Alemania. Al llegar allí tendrían doble motivo para deportarme de nuevo, ya sea a Bulgaria o a Marruecos.

Llegados al cruce entre Zar Simeón y la calle Washington, Hassan se encuentra con unos conocidos. Tras un momento de risas y comentarios a viva voz en árabe, pide un cigarro y continúa caminando. Faltan pocos minutos para las nueve.

—Además, digo yo —prosigue con sus cavilaciones—, pongamos que me dan algún tipo de documento en Bulgaria. ¿Qué puedo hacer yo aquí? No tengo nada y este país no tiene nada que ofrecerme. No hablo el idioma, sería muy difícil encontrar un trabajo digno y, sobre todo, ¡me espera mi hija! Se mire como se mire, lo tengo muy jodido para alcanzar mi objetivo —se lamenta negando con la cabeza.

—Y entonces, al pedir el asilo, ¿te trajeron al campo abierto de Ovcha Kupel en Sofía?

—Sí, poco después. Pero sólo por un día.

—¿Un día? Me has dicho que estuviste el mes de agosto aquí en Sofía antes de ir a Pastrogor.

—Sí, y así fue, pero… —A pesar de estar apenas a treinta metros del locutorio, vuelve a detenerse en medio del tumulto y me mira fijamente con la misma cara avinagrada—. ¡Cómo es posible que cuando me sacan de esa cárcel, me traen a Sofía y tras pasar una noche en el campo de Ovcha Kupel me dicen que tengo que irme por mi cuenta y quedarme en el campo de Pastrogor, a trescientos kilómetros de aquí y a sólo veinte kilómetros de Lyubimets, donde me tenían encerrado! ¿Por qué no enviarme directamente a Pastrogor y ahorrarme tiempo y dinero? Y digo yo, si el Gobierno, la Unión Europea o quien sea les da dinero para nosotros, ¿qué hacen con ese dinero? ¡Joder! —vocifera—. Al menos que nos traten con dignidad; que me hablen bien y que me paguen el autobús, digo yo.

—¿Y qué hiciste durante ese mes hasta que fuiste a Pastrogor? ¿Dónde te quedaste y de qué viviste?

—Al principio tenía un poco de dinero. Después, tú sabes, por aquí y por allá, con unos y otros, haciendo lo que mejor se me da, buscarme la vida —comenta intentando restarle importancia y evitando profundizar en el asunto.

En ese momento llegamos al locutorio que Hassan suele frecuentar. Apoyada en el cristal de la entrada se encuentra una cuadrilla de veinteañeros formada por tres argelinos y un marroquí. Saludan sin despegarse de la pared, con un apretón de manos y un ligero toque en el pecho, con deferencia a pesar de la inquietud y la desesperación que proyectan. Todos menos uno de los argelinos, Mohamed, que, agitado y con una inquietante sonrisa nerviosa, nos muestra en su teléfono móvil algunas fotografías de sus últimos días en Francia, antes de que le deportasen.

Según cuenta el propio Mohamed, hace veinte meses salió a pie de Bulgaria atravesando la frontera con Macedonia y, tras dos semanas durante las que recorrió parte de la península balcánica y el norte de Italia haciendo autostop y escondido en camiones o autobuses, llegó a Niza. Allí vivió ilegalmente más de un año y medio y conoció a una mujer francesa con la que tuvo una hija. Le detuvieron hace algo menos de un mes y fue deportado a Bulgaria un par de semanas más tarde. Con la orden de su deportación como única documentación, deambula por la Pequeña Beirut escondiéndose de las autoridades y durmiendo en un edificio abandonado al final del bulevar María Luisa, cerca de la estación de tren.

Entre las fotografías que Mohamed nos enseña orgulloso puede verse a una niña rubia con el pelo recogido jugando en la playa junto a una joven ataviada con un traje de baño oscuro. Ante la atenta y tierna mirada de Hassan, pasa las imágenes con el dedo y se detiene en una de la que guarda especial recuerdo. Se trata de un autorretrato tomado junto a un piloto en la cabina del avión que le trajo de vuelta a Bulgaria. Sin abandonar su sonrisa de zorro, Mohamed confiesa que esa experiencia es, junto con el nacimiento de su hija, lo único bueno que le ha pasado desde que pusiera por primera vez un pie en Europa hace poco más de tres años.

—Menos mal que la niña se parece a la madre —comenta Hassan en árabe antes de entrar en el locutorio, provocando la carcajada de todos.

En el interior del local aún queda gente sentada frente a los ordenadores o hablando por teléfono. El encargado discute con un joven afgano que parece no entender lo que este le está recriminando. Avanzamos hacia el mostrador, pero el mozo avisa de que está cerrando. Antes de que Hassan se encare con él le convenzo de que nos atienda. Durante un par de segundos arquea la ceja derecha y, tras girarse para dar un rápido repaso a Hassan, extiende el brazo derecho y accede a hacer las fotocopias. Hassan se encoje de hombros, tuerce la cabeza hacia la izquierda y resopla con una leve sonrisa de resignación.

Al salir, los amigos de Hassan se han ido y este continúa su camino en dirección al primer hostal en el que se hospedó cuando llegó al barrio la semana pasada, en la calle Zar Samuel.

—En el hostal donde vamos, la gran mayoría, por no decir todos, ha estado en una cárcel para inmigrantes. En realidad, en este mundo en el que me muevo todos pasamos antes o después por allí. Como los chavales a los que te presenté antes. El sistema pasa de ellos, no los protege. Soy un ser humano y me hace daño ver cómo mis paisanos malviven en casas abandonadas o durmiendo en la calle porque no tienen un duro mientras buscan desesperadamente la manera de salir de Bulgaria. Siempre dependiendo de que alguien les envíe dinero o de algún trapicheo.

—¿No tienen ni para pagarse un hostal?

—No, a veces ni para comer. Y eso que el hostal al que te llevo ahora es el más barato y cutre que hay. Salí de ahí porque aún me queda algo de dignidad y de respeto por mí mismo. En Alemania vivía bien, no era ningún vagabundo o muerto de hambre como aquí. Así que, al día siguiente, después de lo que encontré, me cambié a un lugar un poco mejor y para mí solo, aunque fuera tres veces más caro. Ahora vuelvo porque no me queda otra.

—¿Tan mal está ese lugar?

—Hay mierda por todos lados. Hasta siete u ocho personas duermen en un cuarto con una o dos camas. Además, el olor cuando la gente se quita los zapatos… ¡Bah! —exclama con cara de asco—. Eso no se puede describir y no hay quien lo aguante. Ahora verás.

Tras unos largos segundos en silencio y a pocos metros del hostal, Hassan se para por tercera vez. Alterado de nuevo, se lleva la mano derecha a la mandíbula con el dedo índice apuntando a la sien.

—Me pregunto yo, ¿por qué Europa nos da la oportunidad de pedir refugio y da lecciones a otros países acerca de derechos humanos si después nos deja en estas condiciones y dependiendo de las mafias? Es decir, Bulgaria no nos quiere, no le caemos bien. Y la gente que entra pidiendo asilo no quiere quedarse porque es un país pobre y que trata mal incluso a su propia gente. Sin embargo, el tratado ese de Dublín dice que tenemos que quedarnos por huevos en Bulgaria… Resumiendo: este jodido país, ¿por qué es parte de Europa?

Inevitablemente, me viene a la cabeza una distendida conversación que mantuve unos días atrás con Yavor Siderov, periodista, académico y asesor del Gobierno búlgaro en materia de inmigración. Fue una de las muchas personas dentro de la sociedad civil búlgara que reaccionó a finales del año pasado ante las necesidades y carencias del Gobierno en materia de inmigración y asilo. Su actual faceta política, unida a su pasado como voluntario, le otorga una percepción del tema privilegiada, profunda y fidedigna.

Al igual que hicieran otros, Siderov admitía que, en cierta manera, Bulgaria tiene un problema situándose en el mundo. Después de cuatro siglos de Imperio otomano, Bulgaria intentó siempre desligarse de Oriente y la generación de entonces se pensaba dentro de Europa. Después de la Segunda Guerra Mundial, el régimen comunista reclamó constantemente Bulgaria como una nación de eslavos y parte de la antigua civilización europea. Ahora, veinticinco años después de la caída del telón de acero, la sociedad búlgara se encuentra aún dividida entre el comunismo y la economía de mercado y las reglas de Occidente.

Por ello, parece obvio que el encaje de los países del Este en la Unión Europea no será fácil. La gente acostumbra a decir que los nacionalismos tienen una trascendencia menor dentro de la Unión Europea, pero esto no es lo que pasa en los países del Este. En los Balcanes, recalcaba Siderov, tiene mucha importancia; ha sido el germen de varias guerras durante finales del siglo XIX y principios del XX. Además, parece existir una cierta desilusión y recelo por parte de los países del sur, los más pobres y castigados por la crisis financiera y puerta de entrada a Europa.

—¡Pobre Europa! —suspira Hassan con cara de pasmado y tapándose la boca.

Finalmente llegamos al hostal. En la planta baja, frente a nosotros, hay dos locales comerciales. El de la derecha, más estrecho, aún funciona como taller de costura. El otro tiene echada la verja y el escaparate cubierto por dentro con papel y varias cartulinas rectangulares con la inscripción «vip 107». Junto a él, una puerta de metal entreabierta sirve de entrada a un sombrío y estrecho callejón de unos diez metros, sucio y encharcado, que conduce a un segundo bloque de tres plantas situado al fondo. A la izquierda, un muro de tres metros separa el hostal de un antiguo depósito de agua y de un solar vacío que sirve de aparcamiento. Apoyados contra el muro se acumulan un par de colchones húmedos y mugrientos, electrodomésticos obsoletos y partes rotas de lo que en su día fueron muebles. En la pared de la derecha se encuentran una ventana que pertenece al local vip 107 y un par de puertas, una de madera y otra, metálica y cerrada con llave, de la que parten las escaleras que llevan a las plantas en obras.

—Ahí arriba sólo vive un gordo búlgaro con muy mala leche —comenta Hassan.

A pesar del movimiento de gente joven entrando y saliendo, los únicos sonidos que se oyen son el chirriar de la puerta y el golpeteo de las gotas que se cuelan por las láminas de plástico y metal que cubren esta primera parte del pasadizo. La mayoría de los muchachos son afganos que se arrastran silenciosos junto a la pared, como si fueran sombras. Al cruzarse con nosotros agachan la cabeza, miran de reojo y alguno saluda tímidamente con un salam aleikum.

—Están acojonados porque cada dos por tres viene la policía y no están acostumbrados a que un joven blanquito y con buena pinta entre aquí —susurra Hassan mientras cierra la puerta de la entrada.

En ese momento aparece por el final del pasillo el dueño del hostal, un búlgaro grueso y pausado con el pelo corto y canoso y barba rala, que viste pantalón de chándal azul marino y camisa blanca de rayas. Se dirige a la puerta de madera con una hoja de papel en la mano izquierda y un pequeño fajo de billetes en la derecha. Tras dar un par de toques abre un afgano con cara medrosa que le entrega un billete de veinte levas. Acto seguido, el dueño se asoma sin preguntar y comienza a contar cuánta gente hay en el cuarto: al fondo, sentados sobre el único colchón de matrimonio, se encuentran cuatro jóvenes afganos que fuman tabaco y comen pipas. Uno de ellos contempla absorto la teleserie norteamericana que pasan por la televisión, el resto escucha a través de un teléfono móvil música tradicional de su país. En un espacio de no más de doce metros cuadrados, el denso humo que brota de los cigarrillos se riza y, al salir, acaba fundiéndose con la niebla del exterior. Con el humo se desprende también un intenso olor a cochambre y a rancio que provoca el retroceso del dueño y su cara de asco.

—¡No podéis estar más de cuatro! —reprende este en búlgaro.

—¡No, dormir cuatro! ¡Amigo visita, no vivir aquí! —le suplica en inglés el joven afgano.

—Mañana twenty five y, si no, os marcháis de aquí —sentencia al tiempo que advierte nuestra presencia.

Antes de darle ocasión de decir nada, Hassan se dirige a él en alemán. Después de discutir durante unos segundos, el dueño se vuelve hacia mí con cara de pocos amigos.

—¿Y tú quién eres?

—Soy un amigo de Hassan. Hablamos el mismo idioma e intento ayudarle con sus papeles y el alojamiento.

—¿De dónde eres?

—De España.

—¡Bravo! Te defiendes con el búlgaro. Hay gente que se tira aquí meses y no saben ni dar las gracias.

—¿Tienes hueco en algún cuarto?

—Hoy quedó una habitación libre. Cuesta lo que todas, veinte levas, y pueden estar hasta cuatro personas.

—Pero él está solo, apenas tiene dinero y a estas horas y con este tiempo es difícil encontrar otra cosa.

Dobre! Hajde![2] Se lo dejo por diez levas. Tiene dos camas y televisión de plasma. Por cinco euros estará de lujo.

—Este tipo, dentro de lo que cabe, no es del todo malo. Su hermano tiene otro hostal aquí al lado; ese sí que es un hijo de puta nazi que maltrata a la gente —comenta Hassan en español ante la mirada pasmada del dueño.

Tras cerrar el trato se dirigen al espacio sin salida que se abre entre los dos edificios formando una ele con el callejón de acceso, y que sirve de área común. Al final de este espacio, en el rincón izquierdo, encima de una puerta que lleva a una planta inferior con dos cuartos, un foco alumbra un viejo sofá desgastado y las escaleras que suben en paralelo hasta la entrada del segundo edificio.

—Aquí abajo vive una mujer búlgara con su marido inválido y su hija pequeña —me indica Hassan antes de que el dueño le haga un gesto para que le siga.

Giran a la derecha y caminan cinco metros hasta la entrada trasera del edificio que da a la calle. Está situada al fondo del hueco que forma la baranda de la escalera y desde allí se baja a una especie de sótano o planta subterránea. Mientras van a ver la habitación observo la zona común y el edificio de enfrente, del que continúan saliendo por la derecha gente a cuentagotas y un fuerte olor a cerrado, humo y especias, como si algo se estuviera constantemente cociendo dentro.

Desde la parte alta de la baranda de metal se extiende una cuerda hasta el edificio que da a la calle. Allí se encuentran tendidos varios calcetines sueltos y un par de pantalones vaqueros, justo encima de una lavadora que parece en buen estado. Frente a esta, de un par de cubos rebosan bolsas de basura, restos de comida y residuos de todo tipo. A la izquierda de los cubos se amontona una serie de artilugios inservibles: una silla rota encima de una caja de cartón, una pequeña mesilla desencajada y cubierta de mantas y un abrigo desgastado. Detrás, una cocina eléctrica oxidada soporta el tanque cilíndrico de un termo, y a su izquierda, un felpudo de plástico salpicado de barro da la bienvenida a la parte de abajo.

De repente, siento a mi espalda el sonido del agua provocado por unas pisadas que se aproximan al sofá. Sin tiempo para girarme, un joven con gorra, abrigo y vaqueros oscuros me rebasa por la derecha y comienza a subir las escaleras. Su perfil me resulta familiar.

—¿Said? —pregunto alzando la voz.

—¡Hey!, hola. ¿Qué tal? —responde resoplando y frotándose las manos.

Said es un joven de veintidós años procedente de Daraa, una ciudad situada doscientos kilómetros al sur de la capital de Siria, Damasco. Su odisea hasta llegar a Bulgaria sigue el mismo patrón que el de los más de diez mil sirios que, en una primera oleada a finales de 2013 y principios de 2014, se atrevieron a dar el paso y entraron en Europa atravesando irregularmente los escarpados hayedos que separan Bulgaria y Turquía. Al poco de ser interceptado, fue trasladado al centro de recepción y registro de Harmanli, una localidad cercana a la frontera con Turquía, en el que permaneció seis meses y donde nos conocimos allá por enero. Una vez obtuvo el estatuto humanitario y el consiguiente pasaporte con tres años de validez, Said se trasladó a Sofía y, a fecha de hoy, es uno de los pocos sirios de su edad que aún permanecen en Bulgaria.

suite

La suite en la que se hospeda Hassan no tiene más de doce metros cuadrados y la mitad están ocupados por dos camas contiguas sin sábanas, una de matrimonio y otra individual. El colchón grande es blanco y tiene restos de fluidos de forma circular por todas partes. El pequeño, en el que Hassan se sienta e intentará dormir, es azul con bordados y está parcialmente mojado en su parte izquierda. Con el cigarro a punto de quemarle los dedos, se alza y se dirige pausadamente a la entrada del cuarto acompañado por el crujido de sus zapatos al presionar y despegarse del suelo de parqué marrón, pringoso y cubierto de polvo, ceniza y pequeñas cucarachas muertas. Las esquinas están completamente ennegrecidas, y gran parte de la pared, originalmente pintada de blanco, llena de humedades y de unas indescifrables manchas anaranjadas.

A la izquierda, junto a la puerta, una pared de azulejos blancos abarca un espacio de poco más de tres metros. Allí se encuentra empotrada una especie de cocina compuesta por un fregadero de metal oxidado y repleto de colillas, tapones de botella y restos de comida, un hornillo con dos placas eléctricas ennegrecidas y una lavadora inservible y rodeada de cables. Hassan abre el grifo del fregadero para apagar la colilla y comprueba que el intermitente chorro de agua es de color marrón claro. Acto seguido cierra el grifo y se gira de nuevo hacia la izquierda. Encima de la lavadora está el mando a distancia de la televisión de plasma, junto a una sustancia viscosa y amarillenta en la que están atrapados un par de insectos. Presiona los botones de manera vehemente antes de apercibirse de que no tiene pilas. Preso de la desesperación, lanza con ímpetu el mando entre el electrodoméstico y la pared.

Tras unos segundos en pie repasando una vez más el cuarto, se sienta en el borde lateral del colchón bordado, frente a la puerta, y se enciende un segundo cigarro. Con los codos apoyados en las piernas y la cara en las manos, inhala profundamente y suelta el humo con calma mientras observa pensativo y con el rostro afligido su sombra proyectada en la pared. Tras un rato de silencio, levanta la cabeza y mira directamente al objetivo de la cámara.

—Volviendo a lo de antes. Con esos tres años que estoy condenado a permanecer en Bulgaria me siento como un ratón en una jaula, en un laberinto sin salida —lamenta mirando al suelo—. Bueno, hay una salida que no me sirve a mí ni a nadie: volver a mi país. ¡Si yo he salido de Marruecos ha sido por algún motivo! O sea, cada persona tiene su historia, yo no puedo juzgar al resto de las personas. Yo hablo de mí.

—¿Cuál es tu historia? ¿Por qué no quieres volver a tu país?

Como si no hubiera oído nada, se levanta. Con la mirada perdida y una sonrisa inquietante, gesticula con los brazos y comienza un diálogo consigo mismo al más puro estilo Catch 22[3].

—Yo quiero regresar a Alemania con mi hija, pero no puedo. ¿Por qué no me dejan salir? Porque no tengo pasaporte. ¿Cómo puedo conseguir el pasaporte? Tengo que solicitar asilo. ¿Tendré más posibilidades si espero aquí el asilo? No, porque soy moro y no me dan el asilo, no tendré nada que hacer y estaré ilegal. Entonces mi única salida es marcharme de aquí. ¡Pero no puedo! ¿Por qué? Porque Bulgaria me ha condenado tres años sin salir del país. ¿Estamos todos locos o qué? —exclama con una risa desesperada.

Acto seguido entra en el servicio. El suelo del minúsculo baño está encharcado y el grifo del lavabo estropeado. Al regresar al cuarto se quita con cuidado la chaqueta y vacía los bolsillos encima de la mesilla. Agarra la cartera con el poco dinero que tiene y los recuerdos que le acompañan y se tumba boca arriba con evidentes signos de cansancio y gesto meditabundo.

—Llevo mucho tiempo sin poder dormir. Cada vez que me quedo solo y lo intento, tengo pesadillas. Es como si el tiempo se parara, pero mi cabeza no dejara de dar vueltas, y al final el sueño nunca viene, por muy cansado que esté. Acabo comiendo techo hasta que casi se hace de día. Entonces, ahí sí, me quedo frito. ¿Sabes? Un amigo español me decía que sólo hay dos motivos para beber: celebrar algo u olvidar las penas. Yo, cuando bebo, también lo hago para poder dormir.

Tras un último cigarro, nos despedimos hasta el lunes. Para entonces, sus papeles deberían haber sido transferidos de Pastrogor a Ovcha Kupel, y con ellos un gasto y un quebradero de cabeza menos.

—¡Somos un producto! —exclama tras unos segundos de calma—. ¿Lo entiendes? Hacen una ley y después hacen lo que les sale de los cojones apoyándose en otra ley. En fin, que tengas una buena noche. Mil gracias.

Al día siguiente recibo un mensaje de Said. Me escribe para contarme que la noche anterior, unas horas después de que me fuese, la policía irrumpió y sacó a todo el mundo de las habitaciones, la mayoría en ropa interior a pesar del frío. Se llevaron a la mitad de los afganos que estaban en el hostal. Según me cuenta, esta es la tercera redada en dos semanas, seguramente enmarcadas todas dentro de la Operación Mos Maiorum que el Consejo Europeo lanzó entre el 13 y el 26 de octubre de 2014 para, según el comunicado oficial, «recopilar información relevante con el fin de investigar y desarticular grupos de crimen organizado».

Parece evidente que, transcurrida una década desde los ataques terroristas en Madrid y Londres, el fantasma yihadista sobrevuela de nuevo el Viejo Continente. El laberinto sirio no hace más que complicarse con la aparición de nuevos frentes y grupos radicales sin escrúpulos que cuentan con un número cada vez mayor de adeptos que quieren viajar desde Occidente hasta las zonas de guerra en Siria e Irak, y viceversa. Ha crecido el temor a que se cuelen terroristas entre el alud de personas que buscan refugio en Europa, y a medida que pasa el tiempo el cerco para Hassan y sus colegas se estrecha. En total, esa noche la policía detuvo en Sofía a más de ciento veinte personas. Por suerte para Hassan, el cartón verde que le acredita como solicitante de asilo le salvó de ser enviado de nuevo a un campo cerrado junto al resto.

—Como a las tres de la madrugada entraron de repente aporreando las puertas. Nos sacaron a todos a la zona común. No nos dejaron ni ponernos la ropa. A todo aquel que no tuviera documento, o lo tuviera caducado, se lo llevaron detenido —me cuenta Said en su mensaje.

—¿Qué pasó contigo y con Hassan?

—Nos obligaron a irnos del hostal durante dos horas para que no pudiéramos ver nada. Hassan se fue a dar una vuelta y no he vuelto a verle desde entonces. ¡Tenías que haber visto la cara que pusieron al ver mi pasaporte! Acostumbrados a encontrar gente sin documentos o con el cartón verde caducado, no podían creerse que un refugiado sirio estuviera en un lugar como ese. Pásate el lunes por el hostal y te doy más detalles. Además, uno de mis compañeros, Larabi, quiere conocerte y hablar contigo. Está preocupado por su situación y necesita encontrar alguna asociación, abogado o alguien de confianza que le asesore antes de que le envíen de vuelta a Busmantsi.

—De acuerdo. ¿Cómo se llama el hostal?

—Ni idea. Algunos lo llamamos Europa.

—¿Europa?

—Sí —contesta con una mueca que recuerda a un emoticono—. Todos los que estamos en él venimos pensando que tendremos una nueva vida, un sitio en el que poder soñar con un futuro mejor. Sin embargo, este hostal es una metáfora de la Europa que hasta ahora hemos conocido.