LA SUBLIME EMBRIAGUEZ DEL PODER

Se terminaron de imprimir 1000 ejemplares el mes de noviembre de 2017, en los talleres de Impresión y Diseño, Suiza 23 bis, Colonia Portales, México, D.F., 03300.

Impreso sobre papel bond cultural ahuesado de 90 g/m2 para los interiores y cartulina sulfatada de 14 puntos para los forros.

Para su formación se utilizaron las familias tipográficas Gotham Narrow de Jonathan Hoefler & Tobias Frere Jones, diseñada en 2000, y Minion diseñada por Robert Slimbach, en 1992, inspirada en la belleza de las fuentes del Renacimiento tardío.

El cuidado de la edición estuvo a cargo de Emiliano Becerril Silva.

La portada fue realizada por François Olislaeger y la formación por Lucero Vázquez.

Ciudad de México, 2017

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LA SUBLIME EMBRIAGUEZ DEL PODER

COLECCIÓN AMÉRICA

LA SUBLIME EMBRIAGUEZ DEL PODER

Primera edición: 2017

D.R. © 2017, Rodolfo Alpízar

Director de la colección: Emiliano Becerril Silva

Ilustración de portada: François Olislaeger

Formación: Lucero Vázquez

D.R. © 2017, Elefanta del Sur, S.A. de C.V.

Tamaulipas 104 interior 3,

Col. Hipódromo de la Condesa

C.P. 06170, México, D.F.

imailiano@gmail.com

www.elefantaeditorial.com

frn_fig_003 @ElefantaEditor

ISBN: 978-607-9321-39-0

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

IMPRESO EN MÉXICO | PRINTED IN MEXICO

LA SUBLIME EMBRIAGUEZ DEL PODER

RODOLFO ALPÍZAR

A Margarita Correia

Para Ale y Rodo,
hijos y amor

PRÓLOGO,

acaso introducción, o mejor advertencia para el buen entendimiento, que se hace al que adquiere la obra, como en los tiempos antiguos, cuando se relataban historias solo para entretener a la gente, que es como debe ser. En fin, capítulo inicial o nota en que se apela

al desocupado lector,

que es como decir aquel que tiene tiempo suficiente para perderlo leyendo disparates como los que a continuación se ofrecen a sus ojos.

QUEDE DESDE AHORA ADVERTIDO, PARA QUE DESPUÉS NO haya reclamaciones, de que le han tomado el pelo impunemente al recomendarle el libro que en este momento tiene en sus manos, que ni libro debiera llamarse si nos atenemos a la preceptiva, si usted fuera más despierto ni seguía leyendo, pues a lo largo de todo él ni por asomo se alcanza siquiera un ápice de seriedad, todo se vuelve puro cachondeo una y otra vez, y para cualquier crítico o especialista literario resulta muy evidente que el autor es un perfecto ignorante de las técnicas narrativas, no tiene la menor idea de cómo se han de engarzar tramas y subtramas de una novela y no conoce de la misa la media de eso que se llama el arte de la fabulación, la ambientación y la composición de los caracteres... En fin, lo más probable es que ni sepa que existe la teoría literaria. Y sin teoría, críticos y especialistas, como usted bien conoce, no se puede escribir literatura.

Quede bien advertido, desocupado lector, de que lo que en estas páginas le ofrecen es un tema muy manido, mejor haríamos en afirmar que está más manoseado que una vieja prostituta, pues en ella (en la novela, no en la prostituta; esta última puede resultar más interesante) se nos habla nada menos que de la vida y milagros de un dictador, cual si se desconociera que este tipo de personajes superabunda en la literatura, casi tanto como han existido, existen y existirán dictadores de carne, hueso y uniforme en tierras americanas, tan propensas a producirlos, para beneplácito de los escritores llamados de izquierda, los cuales, quién más quién menos, se han ganado su trozo de pan (y algo más, desde luego, es solo una imagen, aunque viejita, para que no digan) contando las peripecias de cuanto espadón se les ha ocurrido imaginar a partir de los modelos reales que han conocido. América es pródiga en preclaros generales, escritores de segunda línea y una infinidad de cosas inútiles por el estilo. Acaso fuera gran pérdida para las letras si ya dejaran de nacer.

Tales autócratas literarios, tan bien descritos por tanta pluma democrática, son por lo común la mar de simpáticos y ocurrentes, los más machos entre los machos, geniales administradores de tierras y gentes, émulos americanos de Maquiavelo que aventajan a su maestro en el arte de la política, o cuando menos robustos y longevos personajes que solo al cabo de más de cien años rinden su tributo a la tierra, aún plenos de energía y haciendo alardes de vigor sexual casi ante las mismas narices de la Pelona.

Puesto que así de tratado, resobado y gastado está el mentado tema, y tan excelentemente desarrollado por tanto autor insigne, a qué viene ahora, se preguntará usted, y bajo qué justificación, un nuevo tirano de pacotilla, traído de la mano, y a contrapelo del buen gusto, por alguien, desconocido para mayor abundamiento, que emplea para ello una técnica con más de 500 años de anti-güedad, sin mostrar nada novedoso en la forma, cuando todos sabemos que en los tiempos que corren lo que cuenta en la novela es la innovación y el experimento formal, no lo que en ella suceda.

El intento sería pasable si al menos se nos propusiera algo enjundioso, digamos, un pequeño compendio en que el autor exponga su sabiduría filosófico-existencialista, tal hacen los buenos escritores de hoy, para que imaginemos que algo hemos aprendido, pues cualquiera sabe que si una obra no está llena de contenido filosófico, experimentos formales y búsquedas de expresiones lingüísticas novedosas (dado que el español es tan pobre para la literatura, todo bicho literario que se respete tiene que hacerle sus aportes), no merecerá que la crítica detenga sus ojos en ella, ni mucho menos podrá aspirar a un premio literario. Los que deseamos ambas cosas tenemos, por tal motivo, que apretar la tuerca, y puesto que nos alcanza el idioma y nos encajan bien las formas tradicionales, no nos queda más remedio que poner rodilla en tierra en punto de filosofías de café con leche (de la otra nada conocemos), de ahí la insistencia en el tema, y si usted no se ha dado cuenta analice cuando llegue el final tan filosófico que tendrá lo que está leyendo. Pero tenga un poco de paciencia y no lo lea todavía, porque entonces no tendría maldita la gracia.

Y ni siquiera un dictador en serio se nos presenta, como se verá enseguida, pero de eso aquí no adelantaremos nada.

Para colmo, este foliculario se ha juntado con este especial narrador que soy yo, no se le ocurra pensar que somos una misma persona; omnisciente soy, como la moderna crítica literaria nos enseña que no deben ser los narradores, y gustoso de meter baza cada vez que me dan oportunidad o me la tomo, amigo de opinar a mi modo, de filosofar a veces y de hacer en la historia que narro cuanto me viene en gana, pues para eso soy el narrador, y el autor tiene que escribir lo que yo le diga.

En antecedentes queda, pues, lector desocupado, y no se queje luego de la faena que le espera, así que no pierda más el tiempo y siga este consejo: Lance el libro sin más a la basura, o mejor recomiéndeselo a alguien que le caiga mal, para embromarlo, y siga su camino en busca de mejor literatura. Pero si lo dicho no lo convence y quiere arriesgarse a la aventura, póngase a leer de inmediato, echando a un lado conceptos de profesor de bellas letras, que acaso le saque algún provecho a este adefesio. Lo que gane o pierda con cualquiera de las dos actitudes será asunto suyo por completo. El autor y yo pusimos lo nuestro, si bueno o malo a su tiempo lo sabrá. Ahora le toca a usted decidir lo que hace con el producto.

Que le aproveche. frn_fig_004

PREÁMBULO

que no tiene otra finalidad que empezar por cualquier parte y no por el principio, como debería hacerse siempre, pero no se hace para que el lector se trague el cuento de que está ante algo novedoso, como si ello fuera posible, cuando bien se conoce que en achaques de técnica novelística nada se ha escrito que no haya estado antes, de esta manera o aquella, en el tan mentado comopoco leído Don Quijote.

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QUE TODO HOMBRE (Y MUJER, CLARO ESTÁ, DIOS NOS LIBRE de disgustarnos con nuestras amigas feministas por la omisión) tiene su pizca, y a veces algo más, de filósofo, es cosa averiguada por todo aquel que no haya tenido estudios de filosofía. Quienes los han tenido, desde luego, poco o nada saben de eso (hay quienes se preguntan si acaso saben algo de algo), pues para buena parte de ellos filosofar consiste en tumbarse de espaldas a meditar sobre la distancia entre su ombligo y el cielo, o, lo que es lo mismo, en dedicarse a encontrar razones trascendentes en la conocida controversia sobre el origen del huevo y la gallina.

Filosofar, filosofar, como cualquier bicho pensante debiera imaginar, es hacer un buen día un alto en el camino, rascarse la cabeza y preguntarse qué ha hecho uno, a fin de cuentas, con la vida que en cierta ocasión, sin averiguar si tal aventura le interesaba, un hombre y una mujer le regalaron.

Uno se mira, hace el inventario de las sendas recorridas y lo guardado en el talego, y en llegando a cierta altura lo asalta la curiosidad por saber cuándo comenzó todo. Estira y estira la memoria y siempre encuentra un momento anterior al que pudo ser la génesis, acaso porque todo ya estaba en un microscópico huevecillo que un día sintió la irrupción de un atrevido gusarapo que dejó la cola en el intento, o mucho antes, en otra vida de la cual nadie nunca logra acordarse, pero de la que bastante se habla y se afirma que modeló la que ahora se tiene. Y de creer esto, cómo habrá sido aquella anterior existencia que ha llevado a la actual por tantos vericuetos y altibajos. Acaso destinos y karmas son puro cuento y todo empezó cuando ledio la gana de empezar.

Un alto en la senda de su vida ha hecho ahora Urgencio, nada menos que en el establo de palacio, y tres veces se ha rascado la cabeza, humanal e inequívoca señal de profundización filosófica. El olor dulzón de los pura sangre lo inunda todo, se prende a sus narices y lo arrastra olfativamente al pasado. «¿Quién los va a cuidar ahora?» Echa mano a un taburete, coloca la vieja mochila de soldado con mucho cuidado en el suelo, no se salga el contenido, se sienta, «Bueno, otra vez en el camino», y pasea la mirada por los rincones del recinto, cual si intentara grabar en la memoria cada clavo del lugar, cada grano de avena caído al suelo, para llevarlos consigo en el viaje que pronto ha de emprender.

Al cabo de mucho mirar se da cuenta de que no está sintiendo nada especial. No está ansioso, deprimido ni asfixiado. Pulso y respiración son absolutamente normales. Experimenta la extraña sensación de que no fuera él quien estuviera sentado en ese lugar y en ese momento, sino otro, y él solo fuera un espectador colocado ante una pantalla del cinematógrafo.

Afuera hay prisa y un abejeo tremendo. Los acontecimientos se han precipitado en las últimas horas. Adiós a las yegüitas mansas, ha llegado el turno de los caballos desbocados. Los más cercanos colaboradores tal vez lo estén buscando, quién va a imaginar que esté en el establo. Al no encontrarlo algún mal pensado creerá que dejó a los demás en la estacada, «Cargó con todo y se ha largado, era de esperar, el muy cabrón», pero aquí él cumple sin saberlo un rito que a derechas ni siquiera pudiera explicarse a sí mismo, llevado por la necesidad de llenar la memoria de recuerdos que permitan después continuar la vida en alguna otra parte.

Los doce últimos años están pasando ahora por su mente. Un caballo relincha, intranquilo. Acaso presiente lo que sucede en el mundo de los humanos. Aunque difícilmente entienda algo, pues al hombre del taburete, con serlo, le cuesta bastante hacerlo. Demasiada confusión. Pensar que todo era tan claro antes, cuando uno solo tenía que preocuparse de que a los animales no les faltara nada. Y al final de tanto trabajo y tanto desgaste, qué se tiene. Palpa la vieja mochila: Es la misma que lo acompañaba aquel día tan lejano, cuando salió por primera vez de su pueblo. A simple vista, no debiera quejarse: Entonces contenía unas pocas prendas de vestir, ahora está repleta del dinero que pudo extraer a tiempo. Pero no pudiera afirmarse que tiene mucho: Es apenas dinero.

No es felicidad, ni seguridad, ni paz. No es la verdadera riqueza del hombre. Su espíritu ya nunca más estará tranquilo, y el temor será su compañía donde vaya. Y esta sensación de haber sido usado y traicionado todo el tiempo, quizás desde el mismo principio. Si no está en la ruina, si ha logrado acumular al menos una pequeña fortuna personal, ha sido gracias a la habilidad de Mirta para los negocios, no a la ayuda de los que creyó sus amigos. Amigo con él solo ha sido Mirta. Cierto, también está Federico, pero con él quién puede contar, más loco no puede estar, siempre metido de cabeza en aquellos libros raros que ni él mismo entiende. Mira quién habla de locos, locura fue nombrarlo ministro, y el dichoso nombramiento por poco le cuesta la cabeza al pobre Federico. Fue la inexperiencia, claro, uno no conocía entonces nada de política, ni tenía la menor idea de qué era eso de ser presidente, como no fuera otra cosa que hacer lo que el general Jiménez Cancio creyera que se debía hacer. «Buena ficha que me salió el general Jiménez Cancio; bien que me la hizo, el muy cabrón.»

Doce, o cien, todo es lo mismo, siempre se empieza por el primero. Es en ese primer año de saborear el poder donde uno conoce la sublime embriaguez de tener potestad para determinar sobre la existencia de hombres y cosas, y uno se vuelve adicto, uno se ve crecer y aumentar en autoridad y señorío, hasta alcanzar ribetes de Dios...

El primero de los suyos fue vertiginoso, cada día lo vivió como en un torbellino del que le era imposible escapar.

Y cómo olvidar aquel día, en el comienzo de todo, encima de una tribuna improvisada sobre unos cajones, con cientos de personas atentos a los labios de uno. La vida de todos estaba pendiente de lo que esos labios dijeran. Daba susto y alegría, el corazón y los pulmones se dilataban, se veía el sol con más brillo. Después la junta, Anthony Martin, aquellas reuniones para discutir el futuro de un país.

Y la sublime embriaguez del poder... frn_fig_004

CAPÍTULO I

que bien podría llamarse «de la génesis» y tal vez lo sea, pues, aunque no se dice nada del origen del héroe de la obra, un buen observador verá más adelante que sí era la génesis de todo, o casi todo.

...Así, así, despacito... No, no. Así no. ¡No! Así, suavecito... No seas bruto, cabrón, así me duele... Así... Sí... ¡Ay!... Sí..., sí... Más... Dale... Más fuerte... Duro... ¡Ay!... Sí... ¡Sí...!

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UNA VEZ INSTALADO EN SU POLTRONA DEL ESTADO MAYOR General, una de las primeras medidas (o la primera, discúlpese la imprecisión, pues lamentablemente este dato no quedó bien esclarecido, a pesar de los esfuerzos de sistematización realizados por un gran historiador de quien ya tendremos oportunidad de oír hablar) que tomaría el coronel don Urgencio García y Alvarado para el buen funcionamiento de la institución castrense sería ocuparse directamente de garantizar que no molestara más al pavimento con el peso de su cuerpo el hijo de puta del cabo Serapio, para entonces ya bastante anciano y con galones de sargento, mas por siempre cabo en los recuerdos de Urgencio.

Ello ocurrirá, no les quepa la menor duda, al llegar su momento, es decir, a la vuelta de unos años, semana más, semana menos, pero no será en esta ocasión en que aparece por primera vez ante nuestros ojos. Ahora a nuestro héroe (porque lo es a partir de este momento, sépanlo si no se han dado cuenta) ni siquiera se le ocurriría pensar que algún día llegará a tener entre sus manos las riendas de ese caballo tan mañoso que son los destinos de una nación. En este instante que vive y en que nosotros irrumpimos en su existencia solo puede pensar, si es que se le puede llamar así a lo que anda por su cabeza, en cómo hacer para quitarse de encima a este monstruo mastodóntico que Hijueputa va, Hijueputa viene, descarga con denuedo digno de empresas más heroicas o productivas su furia de basilisco contra el delgaducho, y por el momento desnudo y aún limpio (retengan el último adjetivo) cuerpo del atemorizado «Cabrón, tú vas a saber lo que es tratar de templarse a la hija de un oficial del ejército» que acaba de ser sorpren-dido hincando el diente y algo más en fruta prohibida.

Perdonemos al enfurecido uniformado, antes de proseguir la narración, la imprecisión del lenguaje, por aquello de que un cabo es lo más lejano de un oficial que pueda imaginar uno, y además porque la imprecisión fue doble, habida cuenta de que quien está recibiendo el castigo a su osadía ya momentos antes había disfrutado el premio procurado cuando, propia picardía natural por medio, sumada a cierta comezón interior de la contraparte, se alzó con las flores (es de suponer que eso es lo que significa el vocablo des-florar) del jardín que entre pierna y pierna atesoraba la ardorosa y linda descendiente del energúmeno Serapio.

Bien justificada estaba la inexactitud del lenguaje, pues no se trataba de un hombre de letras, sino de armas, todo el mundo no es Cervantes, y, además, a quién se le ocurre exigir esmerada expresión en un padre que llega a deshora a la casa donde guarda como joya a su única hija (soplo oportuno había recibido, no haya duda, mas el soplón permaneció incógnito, gracias a lo cual no acompañaría años después al gordo Serapio en su viaje al otro mundo), y al entrar, qué se encuentra, pues nada menos que a este «Degenerado, muerto de hambre, quién te crees que eres», sin oficio ni beneficio, en quien nada hace adivinar que algún día será algo más que el limpiabotas del cuartel (y no lameculos, como a su tiempo repetirán, en sordina desde luego, sus rivales políticos), y no lo encuentra de cualquier manera, sino vestido apenas con su lujuria, cabal-gando encima de potra fresca y juguetona (que esto último no lo imaginaba el padre, mas le venía por cierta marca genética de línea materna), potra que resultó ser su niña preciosa, y juntos andaban en el ejercicio de aquella jinetería a la cual debe la humanidad su permanencia sobre la faz de la tierra, a pesar de guerras y de hambrunas.

En esto de la exactitud del lenguaje, piénsese que no era cosa de que el propio padre de la moza, por un prurito de corrección idiomática, se pusiera a echar tierra sobre el buen nombre de una prenda para la cual, vistas las cualidades de presentación con que la había dotado la madre natura, tenía pensado un porvenir más elevado que el de ser mujer de uno que ni soldado raso era por entonces. Se dice esto aquí porque tal porvenir imaginado nunca vendría si se llegaba a saber que ya era usado aquello que siempre se exige que la mujer guarde sin usar para su futuro marido legalmente constituido (detrás de lo cual, por cierto, no hay más que la universal ignorancia de que existen instrumentos que mientras más tañidos mejor música regalan, y Dios ha querido que de tal número sea la mujer). En fin, que no había por qué confesar lo que se evidenciaba, que ya no había flor en el jardín, sino ocultarlo y procurar manera de encontrar, en lo adelante, oficial lo suficientemente tonto como para venderle por doncella a quien ya es dueña bien adueñada.

Digamos de pasada, y para no dejar nada en el tintero, aunque no guarde relación alguna con el resto de la exposición, y muy poca con el comienzo, que ni de raso ni de terciopelo sería el imaginado futuro, pues andando el tiempo la doñita, haciendo caso omiso de los sentimientos y planes paternos, y mucho de su natural disposición, aparecería por ciertas casas de la capital, cuya denominación acaso sea mejor no repetir, después de conocer al derecho y al revés las braguetas de medio pueblo y todas las del cuartel, y de haber llevado a un coronel a comandar una revolución frustrada. Pero esa es otra historia, aunque picante, llamativa e instructiva, y no vale la pena desviarse más de la trama central para referirse a ella, pues ya le llegará su tiempo.

En resumen, que por fin el energúmeno desfallece de tanto golpear al aprendiz de Casanova, la hija logra envol-verse en una sábana para no mostrar sus desnudeces al padre y escapa al baño (aseada que es, lo cortés no quita lo valiente). Y está a punto de firmarse la sentencia que dentro de algunos años interrumpirá para siempre el paso de Serapio por el mundo.

A qué tanto insistir, dirán ustedes, en la bobería de sentencia, no hay nada que induzca a pensar en ello, acaso ni siquiera es la primera vez que al joven servidor de militares le dan una paliza bien asentada. Y la sentencia no será causada por la sevicia de este obeso cabo, que no golpea como es costumbre, agarrando el cinturón por la hebilla (obsérvese que también el escritor incurre en falta de puntería léxica, y no solo el cabo: Si es cinturón no ha de ser paliza; en todo caso habrá que hablar de cintiza; dejémoslo en golpiza y todos felices). No, él lo hace al revés, golpea las carnes del muchacho con la hebilla, por lo que el mozo tiene patrióticamente estampado en todo el cuerpo el escudo nacional, y sangra por varias partes.

No se deberá tampoco la sentencia, al menos directamente y aunque bien pudo ser por ello, a que el verdugo ha sorprendido a Urgencio en el momento cumbre de la vida erótica de cualquier hombre que se precie de serlo, el momento puntual con que la naturaleza garantiza la continuación de la especie, a que se debe la generación de nuevos limpiabotas de cuartel, energúmenos, soldados y demás aberraciones de la especie humana; el momento supremo en que se olvida y confunde todo, y uno ya no sabe si ha alquilado favores, si goza el gran final de una buena pillería, o si ha alcanzado el éxtasis del amor más puro; el momento en que no se sabe ni importa si se es pobre o rico, si se tiene amigos o se está solo en el mundo:

El momento de la eyaculación, decimos de una buena vez, por si no se dieron cuenta. Que resultó en siembra a todos los vientos, aclaremos, pues el empujón del enfurecido troglodita arrancó el instrumento de la pieza a que estaba acoplado, en el mismo instante en que impulsaba hacia ella su extracto vital.

La sentencia contra Serapio, inapelable aunque durante muchos años desconocida, incluso por el mismo que la dictó, se produjo por algo aparentemente banal y digno de risa, en apariencia más propio de anécdotas picantes que de condenas a muerte. Pero ya se dijo, solo en apariencia.

Porque este hecho a primera vista intrascendente, acaso solo suficiente para que el cabo interrumpa los azotes y se lleve una mano a la nariz, se convertirá en el acontecimiento más relevante en la historia sexual de este donjuán recién estrenado y bien maltratado. Aquí está el acta, el documento y el hecho, ya la propia vida estampa su firma, llena de garabatos y filigranas, como es costumbre. El futuro dirá, nosotros por ahora solo adelantamos un poco: Justo al tiempo en que, luego de mucho batallar y rehuir el viene-va del cinturón, logra introducir ambas piernas en los pantalones, ejecutando un acto involuntario que será el inicio de un trastorno psicosomático (vean qué derroche de léxico médico) que signará toda su existencia sobre la faz de la Tierra..., el maltratado Urgencio se ha defecado. frn_fig_004

CAPÍTULO II

donde un teniente se muestra como instrumento del destino, y adivino, aunque esto último no tanto.

A la orden, mi teniente. Sí, mi teniente. Siéntese aquí, mi teniente. Apoye los pies aquí... Usted verá qué limpios le van a quedar. Y qué brillo. Sí, sí. Lo que usted diga, mi teniente...

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QUE EL TENIENTE GAVILÁN GONZÁLEZ ERA UN TIPO MUY ocurrente y amigo de bromas era cosa archisabida en el cuartel que comandaba, y no había subordinado o amigo de igual rango que en alguna ocasión no hubiera tenido que sufrir (pacientes y resignados los primeros, los segundos a saber cómo) algunos de sus simpáticos chistes. No había uno que no hubiera tenido que reírse de buena o mala gana con sus joviales salidas. Lo que a nadie se le hubiera ocurrido pensar es que a sus reconocidas cualidades histriónicas uniera la de ser adivino. Y mucho menos la de ser el instrumento de que se sirviera el destino para transformar la vida de un hombre, al punto de hacerlo merecedor de protagonizar nada menos que una historia como esta. Pero así sucedió, aunque (cosas que pasan) nunca nadie se enteró de ello, ni siquiera él mismo, o las personas interesadas... Injusticias de la divina providencia, podría pensarse.

En el futuro los aduladores, arribistas e historiadores oficiales insistirán en la manera heroica en que el presidente de la república llegó a formar parte de los institutos armados del país. Entonces se hablará de cuando, siendo aún imberbe, arriesgó su vida y a punto estuvo de perderla al tratar de evitar que el polvorín del cuartel de su pueblo natal estallara a causa de un violento incendio, lo que hubiera significado que se fueran por los aires incalculable número de soldados y no pocos vecinos, con todo y sus casas y pertenencias.

Cada historia tiene sus versiones. Según la contada por ciertos informantes de seguro mal intencionados, fuego hubo en su momento, a no dudarlo, pero tan insignificante que apenas dejó huellas, y ni por un instante amenazó polvorín alguno. Y si lo hubiera hecho tampoco habría sido gran cosa el resultado, dado que la munición allí guardada no era de tanto calibre ni en tanta cantidad, como no podía serlo por lo reducida que era la guarnición en aquel pequeño pueblo perdido entre un lomerío (si bien en el sentir de los moradores que soportaban el marcial comportamiento de aquella caterva de ociosos soldados acaso su número fuera excesivo). Para mayor abundamiento, añádase a lo anterior que el juvenil héroe nada tuvo que ver con la extinción del incendio, ni de cerca ni de lejos, a no ser que se catalogue como participación la limpieza al día siguiente, esmerada, eso sí, de las botas de los miembros del cuartel que ayudaron a sofocar las llamas, incluido el calzado del teniente Gavilán González. Bien mirado, claro está, no fue poco mérito esto de la limpieza, pues con el corre-corre, el agua que se derramaba y el fango que con ella se formaba, estaban hechas una verdadera calamidad, y todo militar que se respete debe tener las botas impecablemente limpias y lustrosas.

El error histórico tan bien cultivado años después se debió a que el teniente con sobrenombre de ave de rapiña (el mote, desde luego, no lo llevaba por gusto, que el nombre se lo dan al niño cuando aún no se sabe cómo va a salir, es algo sin fundamento, y el apodo en cambio responde a lo que realmente lo caracteriza después que comienza a ser un bicho social; en el caso del pundonoroso militar estaba más que justificado: Bastaba mirarle el rostro o conocer sus costumbres para reconocerlo), el propio día del incendio, le preguntó al jovencito si no le causaba vergüenza, «Con el cuerpazo que tienes», estar viviendo de la limosna de propinas que le proporcionaba la tropa por el lustre del calzado y por prestarse a recados y pillerías y servirles de tercero en asuntos de mujeres. Lo del cuerpazo no era del todo incierto aunque tampoco exacto, pues el muchacho apuntaba para un cuerpo bien plantado, pero a la sazón era un montón de huesos largos y nada más. En ese momento fue el teniente el brazo del destino, o su instrumento, como se afirmó antes, pues en un arranque de inspiración y generosidad, que le vino al recordar que por esos días se acogía al fin a jubilación el ancianísimo, y decrépito desde hacía mucho, encargado de la caballeriza del cuartel, le propuso que se dignara ocupar tan insigne cargo, uno de los pilares, sin discusión alguna, del elevado edificio de las fuerzas armadas del país. Si alguien duda de la veracidad de esta afirmación, imagine cómo podría existir un ejército poderoso y respetado si no poseyera caballos de porte, majestuosos y, sobre todo, bien cuidados y alimentados.

Sin pensarlo dos veces ni una, sin reparar tampoco en que aquello de «cuerpazo», como se dijo, no era la manera más certera de referirse a su actual aspecto físico (o acaso pensando que se le ofrecía la oportunidad de llenar sus huesos de carne para hacer que la expresión respondiera a la realidad), y haciendo honor a su nombre, el joven Urgencio aceptó al instante el empleo que se le ofrecía, con la misma vehemencia con que se pudiera aceptar el puesto de rey de España, o cosa parecida. No se detuvo tampoco a razonar que la mesada que percibiría era un tanto menor que el salario de su antecesor (la diferencia iría al bolsillo del teniente, como es de suponer, que tampoco va uno a estar haciendo favores gratis, la generosidad bien entendida empieza por casa, y por algo a uno le dicen «gavilán»), ni se dio por enterado de la cláusula adicional del convenio, que estipulaba que, si bien ya no tendría que limpiar botas de soldados (para ser precisos, ya no podría hacerlo, pues debería entregarse en cuerpo y alma al cuidado de sus cuadrúpedos pupilos), en cambio le quedaría por largo tiempo la encomienda de lustrar las de su benefactor, gratis, como corresponde, no vayan a pensar otra cosa.

Era tanta la ansiedad que albergaba en su pecho el a partir de ahora pundonoroso miembro del ejército nacional (todos los uniformados son pundonorosos) por introducir su magra humanidad dentro de uno de esos uniformes caqui llenos de botoncitos dorados que llevan en relieve el escudo de la patria (aclárese esto último para que nadie piense equivocadamente que el susodicho escudo solo aparecía en el cinturón con que midió las costillas del muchacho, poco tiempo atrás, el cabo Serapio), que hasta gratis hubiera aceptado limpiar de excrementos los establos castrenses, con más brío y entusiasmo que el ilustre Heracles los de Augías.

Incurriendo en una de las tan abundantes cuanto innecesarias digresiones propias de esta obra, llamemos la atención sobre el hecho de que esto del gusto del jovencito por los botoncitos de las guerreras no era asunto de poca monta: Cualquiera que no tenga irremediablemente extra-viado su sentido de la observación tiene que haberse dado cuenta de que, desde siempre, tales adminículos son de extraordinaria trascendencia para el ordenamiento interno y la buena marcha de las instituciones castrenses, y tal se verá en su momento si se sigue la historia de nuestro héroe.

Y fue casi nostradámico el gavilán cuando, viendo las exageradas exclamaciones de júbilo del jovencito, le dijo, con intención de burla que el aludido no percibió, que «Dentro de un tiempo, cuando seas Jefe del Ejército, te vas a acordar de este día. No te vayas a olvidar para entonces de que fui yo quien te metió a soldado».

Premonición, broma, lo que sea, fue bastante adivino con su expresión, pero no del todo, pues ciertamente predijo el superior destino a que estaba llamado Urgencio, pero pifió en un pormenor, si bien no demasiado importante: Así es, pues no previó que cuando llegara a la cima de la institución armada, el ya para entonces no tan enjuto militar no se acordaría para nada de quien había sido su iniciador en el mundo de los entorchados y los galones, sino que para ese día, como en otra parte se ha mencionado, su único recuerdo sería para el cabo Serapio y el escudo que estampó sobre su piel. Y acaso el teniente debería agradecer la futura omisión de su nombre en el catá-logo de recuerdos, si se toman en cuenta las abundantes burlas de que hizo objeto a su caballerizo mientras lo tuvo bajo su mando; vaya usted a saber de qué modo lo hubiera recordado Urgencio. Acaso a tal olvido debió el oficial ave de rapiña el haber vivido hasta los 90 años, disfrutando en paz de una cómoda y bien subvencionada jubilación, ajena a los altibajos políticos y económicos del país, como corresponde a los militares en cualquier parte del mundo, ya se sabe que los uniformados son una clase social muy sacrificada, y un Estado bien constituido no debe escatimar recursos y atenciones para garantizarles las comodidades que no proporciona al resto de los ciudadanos. frn_fig_004

CAPÍTULO III

donde se hace evidente que los instrumentos del destino son múltiples, al menos más de uno, y continúa ascendiendo en su carrera militar el héroe de nuestra historia.

¡Pelotón atención!

Ese número de allá... Sí, a la derecha, está mal alineado. Y a aquel no le corresponde ese lugar... ¡Qué desastre de tropa! A ver, teniente, corríjalos. Y apúrense, que ya hemos demorado demasiado. Que desmonten, vamos a ver esos uniformes y ese porte...

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PROPUESTO Y ACEPTADO, URGENCIO COMENZÓ DE INMEdiato su nueva vida. Uniforme, botas y botones dorados conformarían a partir del día siguiente el hilo que los dioses entrelazarían una y otra vez para ir armando el tejido de su existencia. Hasta que Atropos implacable aplicara sus tijeras, desde luego. Como a todos, que al menos en eso somos iguales (vaya consuelo).

A partir del momento en que el nuevo mozo de cuadra hizo su aparición en el establo, la vida cambió para los caballos. Fue amor a primera vista. Ya de antes los admiraba, cuando pasaban frente a él llevando sobre las monturas bípedos uniformados. Pero al verlos a todos juntos le parecieron tan majestuosos y magníficos que no se fijó en la cantidad de trabajo que le venía encima y se dijo que en ese lugar siempre se iba a sentir a sus anchas. Comida abundante y a sus horas, que es como mejor alimenta, baño a menudo, constante cepillado de las crines, palabras afectuosas, nada faltó a los animales desde entonces. A pesar de su fresca edad, nada apropiada, según es conocido, para empeños de responsabilidad, Urgencio cuidaba de sus pupilos como un padre de sus hijos, y mejor si cabe, porque se conoce cada padre por ahí que mejor será que nos callemos.

Esmerose el joven día tras día, año tras año, en la atención de sus solípedos encomendados. De tanto andar entre ellos, hasta exhalaba emanaciones équidas. En este punto hay que admitir que, si bien, como se afirmó antes, se ocupaba a plena conciencia de la higiene de los cuadrúpedos puestos bajo su custodia, no era cosa rara, antes por el contrario resultaba lo más habitual y rutinario, que desatendiera hasta en lo más preciso lo que se refiriera a la correspondiente a su persona.

Este especial hábito, al que no hay que dar las feas denominaciones que le adjudicaban sus colegas uniformados (mejor habría que tomarlo como muestra de que se olvidaba de sí por lo ocupado que estaba en entregarse por entero al cuidado de sus queridas bestias), se le arraigaría de tal modo que lo acompañaría por toda su vida. Y no pudo arrancárselo nunca del todo nuestro héroe, aunque mucho lo atenuó, ni siquiera cuando, en una de las tantas vueltas que da la vida, logró trepar años después a la silla presidencial, como se ha anunciado y en su momento se verá. Claro que ya para esa época a nadie se le hubiera ocurrido gastarle bromas pesadas o soltar desagradables chascarrillos a cuenta del ingrato, dulzón y pegajoso olor que emanaba de su cuerpo. Las tales burlas, como es de suponer, no eran más que una consecuencia de las incomprensiones de la gente de estrechas miras y ninguna altura de sentimientos que lo rodeaba en aquellos primeros tiempos de su carrera militar.

La soldadesca del cuartel no era capaz, por ignorante, de comprender que lo que consideraban puercadas del joven formaba parte de los complejos lazos afectivos que se habían anudado entre el cuidador y sus cuidados. En este punto bien cabe anotar que, sea por las demostraciones de afecto que de él recibían, sea por sus corporales efluvios, sea por la razón o sinrazón que fuera, lo cierto es que los caballos (y las yeguas, los potricos, etc., también, desde luego) reconocían en Urgencio un igual en todos los sentidos, mucho lo estimaban, y en sus cuadrupédicas charlas siempre deslizaban alguna que otra frase elogiosa sobre el mozo, salvando este o aquel comentario mal intencionado de algún viejo garañón despechado sobre sus particulares relaciones con esta o aquella solípeda adolescente (infundios que nunca pudieron comprobarse, pues él era muy recatado en punto a la honra y nunca hizo nada reprobable a la vista del resto de los miembros de la caballuna colectividad).

En cualquier caso, siempre eran preferibles los ardores pélvicos de un caballerizo joven pero aplicado, que las chocheces de aquel viejo cascarrabias y olvidadizo precedente, que lo mismo servía varias veces comida a un mismo animal sin que lo necesitara, que lo dejaba una semana sin probar bocado, siempre a expensas de los aires que soplaran desde el centro rector de su arraigada arteriosclerosis.

En resumen, que tan a su gusto se encontraba el mancebo entre sus amigos de cuatro patas, y estos con él, que en un tris estuvo de que su superior futuro, para el cual el destino había usado como instrumento (sí, ya se sabe que esto se dijo antes) al teniente conocido por Gavilán, se convirtiera en este porvenir chiquitico y sin más perspectivas que se le arrimaba poco a poco en la caballeriza, insignificante por más que le fuera bien en él, si se compara con lo que debía venirle encima.

Pero está visto que el destino es muchacho caprichoso, y una vez que la toma con alguien no suelta prenda así como así, y no se anda con chiquitas a la hora de echar mano a instrumentos. Y si uno no le alcanza, o se le queda a mitad de camino, como es el caso presente, allá va el muy obstinado a procurarse otro. El lector, con toda seguridad, habrá pensado que si el teniente Gavilán fue el instrumento del destino al propiciar a Urgencio la entrada en el mundo de los sables y las paradas, no sería para asunto de tan poca monta como este de pasar la vida entre animales, lavando y alimentando caballos y, en definitiva, apestando a caballo.

También se podría decir que quien de tal modo opine no ha tomado en consideración la opinión de los protegidos de Urgencio, quienes estarían, si bien se mira, tan interesados como el que más en el asunto. Pero lo importante es que ya estuvo bien de caballeriza, cuadra, presepio o como lo quieran llamar. Por eso se aparece ahora el narrador con el cuento de que existe otro instrumento del destino en el ambiente, y qué instrumentístico nos salió este destino, cuántos tiene, se preguntará quien escucha o lee, y cuántos de ellos tiene que emplear para un simple mortal que, al menos por lo que hasta ahora se ha visto, muy poco tiene que ofrecer de interesante. La respuesta es sencilla, el destino tiene todos los instrumentos que le vengan en ganas, y los usa cuantas veces quiere y donde quiere, que al fin y al cabo es eso mismo, el Destino, y quién es el osado que le traza límites a su destino. Así que basta de charla y vamos a lo nuestro.

Una vez cada dos meses, el que sin saberlo sería segundo instrumento del destino del ahora caballerizo Urgencio visitaba el cuartel donde este trabajaba. Hablando más en cristiano, digamos que el señor capitán Carlos Díaz Escorzo realizaba sistemáticas inspecciones al cuartel, un mes sí, otro no, con total exactitud el último viernes a las 10 dela mañana. A esa hora se aparecía, y la tropa debía recibirlo en perfecta formación y a caballo, a no ser que estuviera diluviando. No más escuchar el parte, pasaba revista. Las armas debían estar relucientes, y los soldados, aun cuando estuvieran encima de las cabalgaduras, caprichoso que era, debían estar alineados en estricto orden de estatura.

Se sabe que esto de las revistas es asunto de la mayor trascendencia para los militares. A falta de guerras y batallas en qué entretenerse, maniobras, revistas y paradas constituyen la razón de ser de las instituciones militares, no dude usted en afirmarlo. El capitán, pues, se tomaba muy en serio el bimestral rito. Como primer paso, revisaba detenidamente cada animal (hablamos de los de cuatro patas, desde luego; los otros se verían después): palpaba lomos en busca de cualquier matadura; inspeccionaba dientes, belfos, cascos y colas; registraba con minuciosidad el estado de monturas, cabezadas, bocados y estribos. En fin, no había rincón del cuadrúpedo o de su aparejo que no escudriñara en busca de posibles defectos.

Pero lo mejor llegaba a continuación, cuando examinaba a los animales de la parte de arriba, en busca de lo que se conceptúa como atildamiento y elegancia en punto a indumentaria militar, consistente, como se sabe, en el arte de alternar, en una misma vestimenta, la sobriedad de los colores rojo, verde y amarillo, con una profusión nada llamativa de escarapelas, botoncitos, escuditos, medallitas, cordoncitos y flequitos, combinación que, por más que usted diga, no es cierto que se cuente entre lo más ridículo que existe.

Allí era la revisión del descañonado de la barba, el ajuste exacto del cinturón, el brillo de botones e insignias, el lustrado del calzado, la forma de portar el sable, es decir, la minuciosa pesquisa de cualquier alteración del conjunto de zarandajas que componen lo que se ha dado en llamar, vaya usted a saber por qué, porte militar, porte que, curiosamente, es muy difícil de encontrar por lugar alguno. Sobre todo, nunca entre los generales y otros oficiales de alta graduación.

Esta segunda operación era la peor y la más temida por los bípedos de uniforme (los cuadrúpedos asistían impasibles al espectáculo: A ellos no les pasaban la cuenta por los defectos que les encontraran), pues el visitador siempre terminaba disgustado por lo desgarbado de alguno o lo pasado de peso de casi todos, en el mejor de los casos.