Verde
tierra
calcinada

CUADERNO DE LOS ENCUENTROS

Juan Miguel Álvarez

fotografías de federico ríos

A Gabriel Jaime Alzate, Juan Manuel Silva
y Rigoberto Gil.
Por la luz de estos años.

Alguien con la escoba en las manos

recordará todavía cómo fue.

«Fin y principio»

Wislawa Szymborska

CAPÍTULO 01

La Puria

5°53'54''N 76°08'35''O

1

La trocha. Así llaman los lugareños al último tramo de la carretera entre Medellín y el Chocó. 96 kilómetros de polvo, barro endurecido y piedras que cada tanto se desprenden de las paredes laceradas de las montañas y caen sobre la vía como rocas enormes. Rocas del tamaño de una casa.

Siendo exactos, la trocha empieza a tres horas al suroccidente de Medellín, en la salida de un pueblo llamado Ciudad Bolívar. Antes de este punto, la ruta es una carretera sin huecos en el asfalto, señalizada con rigor gringo. Pero una vez se adentra en el Chocó, superadas unas últimas casas solitarias, el trazado y las señales desaparecen súbitamente a cambio de saltos de asiento en continuas ondulaciones de barro y grava. Esta frontera es el paso entre el departamento que más ha hecho por domeñar las extremas condiciones de su topografía —Antioquia— y el departamento que padece uno de los más graves atrasos en infraestructura —Chocó—. En otras palabras y sin haberlo visto en aviso alguno, esta frontera puede leerse como un «Bienvenido al otro país».

Los 96 kilómetros bordean el río Atrato desde que es una quebrada que se puede cruzar de piedra en piedra, sin tocar el agua, hasta que se convierte en el ancho y caudaloso afluente que determina todo en el Chocó. La cultura, el transporte, la economía. En algunas partes, el borde de la vía se desliza como una hondonada plácida hasta la orilla del cauce; en otras, es un corte rocalloso y perpendicular sobre un abismo de hasta sesenta metros de hondura.

A comienzos de 2009, un bus de servicio público cayó al fondo del cañón. Murieron más de treinta personas. Que una avalancha de rocas lo había sacado de la carretera, dijeron al principio. Que el bus venía con sobrecupo, agregaron luego. Que el pésimo estado de la trocha había causado el accidente, se defendió la empresa transportadora. Lo cierto es que desde que se abrió esta ruta, ningún gobierno ha sido capaz de pavimentarla.

La trocha está dividida por sectores bautizados con el número del campamento de obreros que la abrieron con machete y dinamita a comienzos del siglo xx. Desde el Uno —apenas rebasado el límite con Antioquia— hasta el Veintiuno —antes de tocar Quibdó, la capital del Chocó—. Su enumeración ascendente puede traducir la transformación del paisaje: en los diez primeros, cafetales y platanales cuadriculan las encumbradas faldas de las montañas. A partir del Once, el verde oscuro hoja de café pierde intensidad hasta clarear como verde pálido pastal de ganado. Y aunque no hay avisos que anuncien cosas como «el Doce» o «Aquí empieza el Quince», los lugareños distinguen cuándo empieza y termina cada sector. Una quebrada, un árbol, una curva del trazado o una casa pueden ser marcas informativas.

En todos o en casi todos hay rastros de la guerra. Del Cinco, llamado La Mansa, los campesinos narran violaciones de Derechos Humanos por parte del Ejército. Del Siete, sus habitantes describen retenes guerrilleros donde han secuestrado, extorsionado y reclutado menores de edad. En el Diez, todavía quedan en pie vestigios de viviendas quemadas por paramilitares. En el Doce y el Dieciocho, los viajeros pueden imaginar cruces por cada asesinato ocurrido.

Recuerdo que por los días de aquel accidente del bus, vi en televisión a un chocoano en lágrimas lanzando su queja con resentimiento: «Todo lo malo le pasa al Chocó. Cuando no es la pobreza, es la guerra».

Salí de Bogotá para El Carmen de Atrato un jueves a las dos de la tarde. En los días previos, con ayuda de mi editora Janeth Acevedo, estuve averiguando por teléfono cuál era la ruta más corta y segura. Si mi destino era un lugar del Chocó, la opción más obvia parecía ser la de ir en avión hasta Quibdó y a partir de allí continuar por tierra. Sobre un minucioso mapa de Colombia que Janeth desplegaba en una pared de su oficina tracé la ruta con el dedo. En ese momento no sabía que la trocha se extendía por 96 kilómetros, pero sí sospeché que sería una carretera casi volcánica que me tomaría unas diez horas en recorrer. Luego, Janeth habló con una funcionaria de la alcaldía de El Carmen y supimos que la ruta era por Medellín. «Por Quibdó también pueden venir —dijo la funcionaria—, pero por seguridad deberían pedirle acompañamiento al batallón. Y si llueve —añadió, corroborando mi sospecha—, ese viaje puede durar diez o doce horas».

Para esta funcionaria, el afán de una escolta respondía a la presencia de comandos guerrilleros que en las últimas semanas habían estado merodeando la trocha, sobre todo por los sectores más cercanos a Quibdó. Y aunque ya no era común que secuestraran civiles, pervivía el riesgo de que se llevaran alguno y de que quemaran el vehículo. Pero para un periodista, la sola idea de hacerse acompañar por un puñado de soldados era absurda y riesgosa. Absurda porque ¿con qué cara me iba yo a plantar delante de una comunidad para pedirles que confiaran en mí, si me veían de la mano con uno de los actores armados? Y riesgosa porque en una carretera asolada por guerrilleros, el tránsito de soldados podía desatar una emboscada y dejarme a tiro de fusil.

Llegué a Medellín a media tarde y en la terminal de buses me encontré con Federico Ríos, el reportero gráfico con quien haría este viaje. De 34 años, Federico ya era uno de los pocos colombianos al que le cabía la calificación de «fotógrafo de guerra»: además de un reportaje gráfico sobre pandillas, traficantes y sicarios de un suburbio marginal de esa ciudad, en su portafolio sobresalían las fotos de un combate abierto entre el Ejército y las farc. Por su valentía y buen ojo, la Agencia Francesa de Prensa, afp, lo había pretendido para que cubriera la guerra en Siria, pero Federico no pudo aceptar porque su esposa había quedado en embarazo por esos mismos días.

Alto y ancho, de ojos verdes, Federico lucía al azar su pelo ondulado. Nos saludamos con sigilo. Pero al cabo de unos minutos de charla ya sentíamos que nos conocíamos de antes. Meses atrás y sin tener idea de quién era el autor, yo había visto el reportaje gráfico sobre los sicarios y pandilleros de Medellín en la revista El País Semanal, de España. Por la cercanía y crudeza de esas fotos, quedé impresionado.

Montañas de la región del Alto Atrato chocoano

—¡¿Fuiste vos?! —exclamé sorprendido luego de que la conversación nos llevara a ese tema, mientras el bus se acoplaba a las curvas de la carretera.

En seguida, le conté sobre un artículo que me habían publicado hacía poco en la revista El Malpensante acerca de uno de los más admirables reporteros gráficos del mundo, James Natchwey, en el documental War Photographer y sobre lo complejo y terrible que resultaba ser un corresponsal de guerra.

—¡Ah! ¿Fuiste vos? —me preguntó Federico, con el mismo tono y gesto de grata sorpresa que seguro yo le había lanzado segundos antes.

Hasta el pueblo de Bolombolo, donde el bus hizo una parada, el viaje fue ininterrumpido. Desde allí, las estaciones fueron repetidas: cada tanto el bus se detenía, se bajaban pasajeros y otros abordaban pagando tiquete. Hasta que unos niños —el mayor no tenía 10 años— le pidieron el favor al conductor de que los llevara gratis hasta cierto punto —unos dos o tres kilómetros de camino—. Vestían uniforme de colegio y cargaban el morral de cuadernos en la espalda. Eran las cinco de la tarde, regresaban a casa. Cuando se bajaron, el conductor esperó a que cruzaran la vía y se internaran por un camino montaña arriba hasta que sus espaldas desaparecieron entre los matorrales. Minutos después, el bus volvió a detenerse y se subieron tres campesinos sudorosos con los pantalones manchados por la savia de las hierbas segadas. Pidieron el mismo favor y el conductor aceptó sin gestos que descubrieran molestia alguna: como si transportar campesinos que no pudieran pagar su cupo fuera la solidaridad más cotidiana de su trabajo.

Con el zigzagueo de la carretera entre la espesura de la montaña, vi caer la tarde hasta que se hizo la oscuridad. Esa oscuridad de monte en la que a dos metros de distancia solo se ve la noche absoluta. Hubo momentos en que el bus pareció seguir una vía hacia ninguna parte, hacia largos trayectos de negro pleno. Finalmente, los saltos de asiento de la trocha dieron paso a unos mínimos kilómetros de asfalto que terminaron en un manojo de casas, tiendas, estaderos y pista de gasolina con la luz de los bombillos atenuada por la neblina. Era el Siete, sector por donde se toma la desviación para entrar a El Carmen de Atrato. Allí, el bus fue detenido por la policía. Un agente con el fusil terciado se subió y pidió los documentos de identidad de los pasajeros. Al rato, luego de verificar que ninguno de nosotros tenía la cédula marcada con delitos pendientes, nos permitió seguir.

2

Este viaje empezó por el Chocó sin mucha justificación. La oficina de Especiales Regionales de la revista Semana nos contrató —a Federico y a mí— para que hiciéramos parte del proyecto editorial «Reconciliación Colombia», que consistía en publicar cinco revistas entre febrero y junio de 2014 con artículos e información relativa al conflicto armado y, sobre todo, con relatos de reconciliación.

En plenos diálogos de paz entre el Gobierno Nacional y la guerrilla de las farc, y con los grupos paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia, auc, desmovilizados hacía ocho años, este proyecto editorial tenía en mente historias que dejaran ver momentos de perdón por parte de las víctimas, de arrepentimiento por parte de los victimarios, de convivencia en un mismo lugar entre víctimas y quienes fueron sus victimarios, de retorno de los desplazados a sus territorios, de confianza en las instituciones del Estado o de resistencia de las comunidades ante la violencia.

Cada artículo producido por nosotros debía oscilar entre los cuatro mil y nueve mil caracteres con tres o cuatro fotos. Lo que impreso puede comerse de dos a cuatro páginas. Siempre pensé —cándido que he sido— que si alguna vez un editor me contrataba para un trabajo de estos era porque esperaba de mí una pieza extensa, sostenida a lo largo de una decena de páginas cuando menos. Lo creía porque solo aquello, pensaba yo, justificaba el costo y el tiempo que exigía el viaje. Creía que para una nota de nueve mil caracteres no había necesidad de un trabajo de campo tan dedicado. Digamos que nueve mil caracteres bien redactados y con un enfoque preciso podrían intentarse sin salir de la sala de redacción. A punta de teléfono y de archivo. En este caso, uno de mis prejuicios sobre el periodismo colombiano se vino al suelo: este proyecto editorial podía financiar tal producción sin afanarse por publicar artículos para lectores de pulmón ancho.

A lo largo de estos cinco meses, entonces, nuestro trabajo consistiría en visitar varias de las zonas más fustigadas por la guerra, escuchar a las víctimas, entender las dinámicas de los territorios y producir el material periodístico. El primer destino, señalado por mi editora, fue El Carmen de Atrato.

Habitado por unos 13.500 habitantes, este pueblo está situado en lo profundo de los Andes colombianos, cuando ya las cordilleras Occidental y Central parecen una sola cadena de nevados, páramos y cañones que se acuestan luego en los valles de los ríos Cauca y Magdalena. Edificado en la inclinación más suave y baja de una pendiente montañosa de casi noventa grados, las casas más antiguas fueron levantadas con los materiales típicos de la arquitectura que abundó en el sur de Antioquia durante el siglo xix: teja de barro, paredes de bahareque, puertas y ventanas de madera, chambranas y chapas de hierro.

Federico y yo nos alojamos en una de estas casas, situada a una cuadra del parque central. No era exactamente un hotel. Era una vivienda familiar adecuada para recibir viajeros ocasionales, atendida por una amable abuela conocida como doña Lili. Luego de instalarme en la habitación, reparé en el grueso de las paredes del interior, en el cielo raso a casi tres metros de altura y en el largo corredor entre la puerta de entrada y la cocina.

—Es una casa de las de antes —acotó doña Lili. Canosa, me miraba con unos ojos achatados y alegres. Le dije que parecía una casa decimonónica del sur de Antioquia.

—¡Ah sí! Es que acá somos más de allá. Yo me siento más antioqueña que chocoana.

En los días sucesivos entendí que doña Lili no era la única. En general, los carmeleños hablan en un acendrado acento paisa, sirven fríjoles paisas a la mañana, al mediodía y a la noche, y beben el aguardiente de Antioquia. Si bien no era del todo sorprendente, este rasgo sí me resultó inesperado porque desvirtuaba el estereotipo. En este país equiparamos al Chocó con África porque sus habitantes son de raza negra y pobres. Pero El Carmen de Atrato ni es un lugar de clima tropical en el que uno pueda contagiarse de paludismo, ni sus habitantes son afro. El clima es tan frío como el de una población edificada al borde de la línea de páramos y la raza de sus pobladores es mestiza.

Federico y yo salimos a dar una vuelta y a buscar comida. Doña Lili nos ofreció llaves en caso de que fuéramos a llegar muy tarde. No eran las nueve, apenas saludaba la noche de jueves y el pueblo empezaba a dormir; los negocios ya apagaban las luces.

Aquella ascendencia del departamento vecino se me hizo más clara cuando me paré en la mitad del parque central. Como en los pueblos antioqueños de montaña, este parque había sido alzado sobre una pendiente que no se preocuparon por aplanar. La Iglesia Católica, con la parroquia y la casa cural, se erguía sobre el costado más empinado, a manera de panóptico, como si desde lo alto quisieran controlar con ojo vigilante el movimiento del Carmen. Alcaldía, Concejo y banco se repartían una calle lateral. Bares, tabernas, restaurantes, billares, panaderías, droguerías, licoreras ocupaban el resto de locales.

A la mañana siguiente, viernes, Federico y yo salimos rumbo al sector del Once. Nuestro destino final era el resguardo indígena de La Puria. Las familias Emberá Katío de esta comunidad habían retornado hacía menos de un año, luego de haber permanecido como desplazadas en Medellín. El encargo de mi editora consistía en contar las razones del desplazamiento, el suplicio que los indígenas soportaron en esa ciudad y el proceso del retorno a su resguardo.

Nuestra guía era una risueña antropóloga llamada Julia Marín Bedoya. De unos 50 años, trabajaba con comunidades indígenas y la Alcaldía de Medellín. Indigenista, conocía al milímetro la situación en que se encontraban los grupos aborígenes de Antioquia y no pocos del Chocó. Menuda y de poca estatura, piel trigueña, vestía ropa para trabajo de campo: botas flexibles, pantalón de secado rápido, camiseta, chaleco explorador y una pañoleta con la que se cubría el pelo.

Julia disponía de dos camionetas doble cabina con platón que se encontraban estacionadas en una bocacalle del parque. Los conductores comían buñuelos calientes. En una iríamos los tres; la otra llevaría materiales de construcción, insumos agrícolas para la comunidad y víveres para quienes apoyaban a Julia en el proceso y que permanecían semanas enteras dentro del resguardo. Eran las seis de la mañana pasaditas, la niebla caminaba paciente por entre las esquinas y ocultaba las montañas que rodeaban el pueblo. Parecía que ese amanecer gris azulado podía atraparse con las manos o comérselo a dentelladas.

Justo antes de arrancar, Julia nos explicó que este caso de retorno era
el más representativo hasta el momento en el país, porque incluía
el restablecimiento de derechos de las víctimas y la reparación del daño. Sin exagerar, podía ser tomado como ejemplo para intentar más retornos colectivos de desplazados en otras zonas igual de críticas.

—Ha sido un proceso permanente. Esta población no le creía al Estado, no le creía a los gobiernos. Y nos ganamos su confianza —dijo.

El trayecto hasta el Once fue un recorrido de dos horas en el que cada cuatro o cinco kilómetros pasábamos sobre ríos y cañadas en cuyas orillas había personas en ambiente festivo, con el radio encendido y saludando con chiflidos el paso de las camionetas. Al principio y por temprano que fuera, parecía gente disfrutando de un paseo familiar. La imagen
se repetía en cada río, en cada cañada. En uno de esos pasos, el conductor
debió reducir la velocidad para sortear las rocas y el pantano de un lecho de
agua que mojaba la trocha. Fue allí donde pude mirar con detenimiento. No estaban de paseo; los indígenas habían madrugado a buscar pepitas de oro en la arena usando el más antiguo de los mecanismos artesanales:
poner a girar el sedimento en una batea para que la fuerza centrífuga expulse las partículas más livianas hacia los extremos y mantenga las más pesadas en el centro donde, si hay suerte, debe resplandecer el oro. Técnica conocida como «barequear».

Siguiendo con su explicación, Julia nos contó que a lo largo del 2012 ya era muy notoria la presencia de indígenas pauperizados en Medellín, con la ropa cada vez más sucia y ajada, buscando comida en la basura, pidiendo limosna y durmiendo en los andenes.

Julia y su equipo detectaron que muchos de ellos, tras varias noches a la intemperie, se enteraban de que existían unos centros de atención en los que recibían ayuda inmediata básica: comida, ropa, techo y algo de dinero en efectivo. También los instruían sobre la vida en la ciudad y les daban charlas de motivación para que planearan regresar a sus lugares de origen.

Si las familias optaban por volver a La Puria, Julia y su equipo debían trabajar en dos frentes: una parte del equipo, dentro del resguardo, ganándose la confianza de la comunidad y diagnosticando cómo podían ayudarles a recuperar la tierra abandonada, levantar casas caídas y la vida en general. La otra parte debía involucrar a las autoridades del Chocó.

—Era decirles que si estas familias iban a regresar al territorio, ellos debían asumir el reto de llevarles salud y educación. Mientras que nosotros les íbamos a ayudar a recuperar el uso de la tierra.

Las camionetas se detuvieron cuando llegamos al Once. La parada fue junto a una casa en la que vendían comida y bebidas. Ahí nos estaban esperando unos diez integrantes de la Guardia Indígena con sus bastones de mando y chalecos azul marino con insignias distintivas. Nos habían traído tres burros para que hiciéramos el trayecto que restaba: un camino de herradura que se desprendía desde el solar de esa casa.

3

El resguardo Emberá Katío de La Puria comprende unas 6000 hectáreas. En su centro poblado hay unas setenta casas de estilo uniforme alzadas sobre palafitos de madera con piso y paredes en tabla rústica y techos de hoja metálica. Sin puertas, cada casa no tiene más de tres divisiones: un porche que ocupa la mitad de la edificación y dos habitaciones pequeñas. Una casa por familia y hay familias que pueden ser de más de diez: papá, mamá, hijos, hijos de los hijos, primos, sobrinos. Ninguna, con plafones ni tomacorrientes ni grifos ni baño. La comunidad no cuenta con acueducto ni conexión eléctrica.

En YouTube hay un video en el que un helicóptero militar despega desde la cancha de fútbol del Carmen de Atrato, con dirección a La Puria, cargando una planta de energía de 1300 kilos —el peso de un automóvil mediano—. El video, aparentemente producido por alguien de la tropa, dice que «habrá luz por primera vez en La Puria». Se ve la planta sobre un tapiz de montañas y cañones selváticos. Luego dice, sin mostrarlo, que la planta fue dejada en la cancha de fútbol del resguardo. En los pueblos montañosos de este país, las canchas de fútbol son el único espacio suficientemente plano para servir de helipuerto, epicentro de ceremonias, fiestas campales y, por supuesto, matanzas campales. Lo que no dice el video es cómo hicieron los indígenas para mover 1300 kilos desde ese punto hasta la maloca en la que pusieron la planta bajo techo. Además, nada de aquello significó la llegada de la luz eléctrica a La Puria. La comunidad no ha encendido la planta una noche completa porque nunca ha tenido dinero para comprar el combustible necesario.

El camino desde el Once hasta La Puria lo hice sobre un burro más bien autónomo, por no decir mal domesticado. Federico prefirió irse a pie.

—Evito la frustración del fotógrafo que trabaja desde el lomo de un caballo —me respondió luego de que le ofreciera mi burro a mitad del trayecto. No entendí de qué frustración me hablaba—. Es la de ver una foto que hay que tomar y para la cual hay que acercarse o agacharse, mirar desde varios ángulos. Y mientras uno se baja del caballo y vuelve a ubicarla, la foto ya no existe más.

Fueron tres horas por un sendero estrecho en el que casi siempre anduvimos en fila india. Primero, descolgadas por laderas casi perpendiculares de tierra roja. Luego, repetidas subidas y bajadas sobre un paso de piedra en la cornisa de la montaña. Por último, una explanada de hierba alta con trampas de barro que succionaban cada pisada hasta la rodilla. Pasamos cinco puentes colgantes, todos con pilotes mustios, tensores enmohecidos y piso de maderas añosas. El último de ellos, necesario para superar el río Grande —que en ese punto es brioso y de unos quince metros de ancho—, estaba tan deteriorado que lo cruzamos a pie. Un hombre de la Guardia guió las bestias para que atravesaran el río por una parte menos honda.

Mujeres de La Puria avanzan en fila india sobre uno de los puentes colgantes

Llegamos a mediodía. El sol saludaba quemante. Fuimos recibidos por integrantes del cabildo y por el alcalde del Carmen de Atrato. Los indígenas vestían atuendos de ciudad: yines, camisas de puño y zapatos de calle, algunos con tenis y otros con botas de caucho. Varios lucían accesorios de su cultura como collares de chaquiras en colores vistosos y uno que otro combinaba una pulsera tradicional con un reloj urbano. Se veían muy jóvenes: ninguno tenía canas ni arrugas de tercera edad. El alcalde vestía botas pantaneras, camisa ligera remangada a la altura de los codos, yines y sombrero campesino. Se llamaba Alexander Echavarría Agudelo y tenía 40 años. Se expresaba en un claro acento paisa de buena dicción. Era de piel morena, estatura promedio y rostro cuadrado.

No era común que ni este ni los anteriores alcaldes visitaran La Puria. Una de las quejas de los líderes de la comunidad era, precisamente, sobre el abandono estatal. Echavarría Agudelo se nos había anticipado dos días, quizás, para realizar arreglos de último momento antes de que llegara «la prensa de Bogotá».

Era explicable: durante los días previos a este viaje revisé en internet artículos que se refirieran al Carmen de Atrato y a La Puria. Con excepción de los que informaban sobre el retorno de estos Emberá Katío, todos dejaban un acre sabor de desolación: masacres, desplazamientos, guerrillas, paramilitares. Así que la actitud del alcalde, el haberse anticipado a nuestra llegada, podía leerse como un intento por resolver cosas de último momento que pudieran reflejar una cara más amable del pueblo que gobernaba.

La comunidad preparaba un sancocho de cerdo en un fogón de leña. Nos querían dar la bienvenida con un almuerzo abundante y especial. Mientras estaba listo nos llevaron a una caseta embaldosada y con vigas de concreto dispuesta para reuniones y visitas. En las columnas se leían los nombres de los indígenas que la habían construido y, debajo, el de sus esposas.

—Fue una manera de empezar a mostrarles que sus mujeres también son importantes —me tradujo Julia.

En las paredes colgaban fotos de la comunidad junto a un retrato ampliado de Enrique Arce, un emberá que a comienzos de los años ochenta lideró un convite para recuperar una mina de oro que había sido usurpada del territorio ancestral por mestizos antioqueños. En 1983, Arce fue asesinado por la policía, crimen nunca resuelto. Para honrar su memoria, La Puria bautizó a la Guardia con su nombre.

Líderes, alcalde, Julia, Federico y yo nos sentamos en círculo. Unas diez personas. Luis Eduardo Arce, miembro del cabildo, comenzó a explicar que el asedio por parte de los grupos armados inició en el año 2000. Hasta que en 2002 los paramilitares cometieron el primer asesinato. La víctima: un joven dueño de una tienda dentro del resguardo. Una tarde en que regresaba a su casa luego de haber mercado para aprovisionar el negocio, dos motos alcanzaron el bus en que iba, lo hicieron detener, los paramilitares se subieron, señalaron al joven, lo obligaron a que se bajara y, delante de la gente, lo acribillaron a quemarropa. Lo inculpaban de usar la tienda para suministrar víveres a la guerrilla.

—Los paramilitares mataban solo por sospecha —dijo Arce, en un español empedrado.

En los años siguientes aumentaron los combates entre el ejército y las guerrillas y se intensificó el asedio contra los Emberá. Gota a gota, ochenta familias salieron desplazadas.

Un indígena que no era del cabildo tomó la palabra. Me pidió no revelar su nombre. En las notas de mi libreta le llamé Francisco. Su desplazamiento junto con esposa e hijos —seis personas en total— comenzó a finales del 2001. Los primeros meses vivieron en un cambuche de plásticos y tablas que instalaron a orilla de la trocha. Cansados del hambre y la lluvia, volvieron al resguardo que ya en ese momento estaba despoblado. Sin herramientas ni semillas para cultivar, Francisco se empleó como jornalero en una finca, situada a más de una hora de camino por parajes controlados por una guerrilla local llamada Ejército Revolucionario Guevarista, erg.

En uno de los trayectos de regreso a su casa, tres hombres de esta guerrilla lo hicieron detener disparando tiros de fusil al aire. Francisco debió explicar que volvía de trabajar, que iba para su casa. Los guerrilleros lo dejaron seguir. Pero al día siguiente, Francisco no volvió a esa finca porque la sola posibilidad de ser retenido nuevamente por el erg lo llenaba de pánico. Días más tarde fue el ejército quien lo detuvo a la fuerza en otro paso de montaña, cuando regresaba de hacer mercado.

—«¡Usted es un miliciano!», me gritaron. Me dijeron que yo tenía un radio de comunicación y que sabían que yo lo había escondido en el camino. «No. No tengo ningún radio de esos, ni siquiera tengo uno para escuchar noticias, ahora menos voy a tener uno de comunicación». —Francisco imitaba el tono áspero e hiriente con que lo increparon los soldados.

Luego, se lo llevaron a un paraje boscoso. Lo hicieron arrodillar y le dijeron que echara al agua a otros indígenas que fueran guerrilleros. Un soldado le apuntaba con una pistola y otro le puso el cañón del fusil junto a la oreja. «¡¿Quién más es guerrillero?!». «¡Nadie! —les respondió agitado—. Para qué quiere que le diga un nombre si es una mentira y nosotros no decimos mentiras». Francisco sintió una ceguera momentánea después de oír un estallido que le sacudió la cabeza. Cuando pudo reaccionar, comprendió que habían disparado el fusil para atontarlo. «Hijueputa guerrillero, usted sabe mucho. Ahora sí lo vamos a matar». Francisco vio el cañón de fusil directo a su cabeza. Cerró los ojos y esperó su muerte. Al segundo, escuchó cinco disparos no lejos de ahí, montaña arriba. En un segundo más, otros cinco disparos montaña abajo. Quizás, otras personas estaban siendo torturadas de la misma manera, pensó. Y aunque aguantaba el gesto serio para que no lo vieran aterrorizado, lloraba por dentro.

—Me iban a matar sin yo haber hecho nada, sin deberles nada.

Un militar que parecía comandar esa patrulla le esculcó los bolsillos y le robó unos billetes. «Que esta mierda espere aquí», dijo y se fue. Al rato volvió: «Vea, si usted fuera de malas y yo fuera un comandante malo, lo mataba ya mismo. Pero yo soy un comandante bueno. Usted salvó su vida con esa plata. Váyase».

Semanas después, le volvió a ocurrir algo parecido también a manos del ejército. Lo hicieron desnudarse apuntándole con los fusiles. Lo vieron desarmado y lo dejaron ir. Y en una tercera ocasión, lo mismo: que para dónde llevaba tanta comida, que esa comida era para la guerrilla, que si de camino al resguardo había guerrilla. Lo increparon y amenazaron: «Mentiroso, hablador... lo vamos a matar». Lo elevaron del suelo agarrándolo por el cuello. Lo dejaron caer. Lo levantaron de un jalón. «¡Pícaro... guerrillero... mentiroso... cholo!».

—Por eso me desplacé de aquí —me dijo, con la voz alcanzada por la furia del momento.

En 2011, cuando la presión de la fuerza pública había bajado, las farc aparecieron en el resguardo y citaron a los indígenas a una reunión en la que les pidieron apoyo para «la causa». Podía ser que les permitieran pasar noches bajo techo, darles comida o ayudarles a conseguir comida, tenerles armas y, sobre todo, enrolarse en la fuerza: mujeres y hombres jóvenes que se convirtieran en guerrilleros. La comunidad les dijo no. La decisión de los pueblos indígenas de Colombia ha sido la de no participar voluntariamente en la guerra ni inclinarse a favor de nadie. De hecho, la Constitución aúpa esta voluntad prohibiendo el reclutamiento de indígenas por parte de las fuerzas militares.

—Ahí nos dejaron amenazados de muerte a siete de nosotros —precisó Luis Eduardo Arce.

—¿Qué buscaba las farc con esa amenaza?

—Que nos fuéramos. Que perdiéramos la autoridad. Que ellos pudieran venir y controlar el resguardo.

Más de cincuenta familias salieron desplazadas en los días sucesivos.

4

Una de las consecuencias más graves —si no, la más— de esta guerra es el desplazamiento forzado. Los cálculos más optimistas hablan de 4,9 millones de colombianos que abandonaron tierra y pertenencias para salvar la vida. Los menos acotan la cifra en 7,4 millones. Sea cual sea, Colombia junto con Siria es el país con mayor número de desplazados internos del mundo. Ya mismo, hoy, en este instante en que usted, estimado lector, está leyendo esta crónica, al menos una familia está huyendo de la muerte dejando atrás su casa y su historia. Probablemente ningún otro drama sea tan sostenido en el tiempo y ocurra de manera tan sistemática a lo largo y ancho del territorio nacional.

Desde 2009 y hasta 2011, Medellín alcanzó a recibir un promedio de veintiún
mil desplazados por año. Los Emberá Katío de
La Puria apenas si hicieron crecer la cifra, pero por su idiosincrasia terminaron siendo las víctimas más vistosas. A sus ojos rasgados y baja estatura —hombres de 1,60 y mujeres de 1,50 metros— se sumaba que las mujeres lucían vestidos enterizos de colores muy vivos —verde limón, naranja, rojo encendido—, todas andaban a pie limpio con los bebés atados en la espalda y los mayorcitos sueltos por ahí, algunos sin ropa.

Una tarde de sol ardiente, varias mujeres con sus hijos pasaron por el Parque de los Pies Descalzos —lugar en que hay juegos de agua— y vieron niños sin camiseta. Ellas se quitaron la ropa y se tiraron a los chorros para refrescarse sin que les preocupara que los ciudadanos las vieran desnudas.

—A mí me llamaron —dijo Julia, reída de la anécdota—. Me dijeron que fuera y las hiciera vestir. —Soltó la carcajada—. «Ve y ¿por qué?», me negué. Cuando se terminaron de bañar, se vistieron y se fueron.

Los hombres se emplearon como vendedores ambulantes de refrescos congelados, frutas o dulces. Los más entusiastas se matricularon en colegios públicos para terminar su bachillerato. Los roles de la familia en la ciudad siguieron siendo los mismos que en el resguardo: las mujeres, dedicadas a la crianza de los hijos y a la recolección del sustento diario; los hombres, al trabajo agrícola y actividades cotidianas que requerían mayor uso de fuerza física.

En el resguardo, la recolección del sustento diario consistía en salir temprano en la mañana con un canasto a conseguir frutas y verduras monte adentro. En la ciudad, era salir a mendigar. De ahí que los ciudadanos siempre vieran a las mujeres con sus hijos —y no a los hombres— pidiendo limosna o echadas en las esquinas, cansadas, poniendo la mano o mandando a los niños a poner la mano en los semáforos.

Los desplazados de La Puria pernoctaban en hoteles de poco pelo situados en una de las áreas más lúgubres de la ciudad —con ventas de drogas, maleantes y prostitutas de tetas al aire a plena luz del día—. Antonio Querágama, un joven de 28 años, más alto que el resto y con bigote ralo, me contó que él y su familia se situaron en ese sector porque cuando llegó a Medellín ya había familiares y amigos residiendo ahí. Su esposa pagaba la noche de hospedaje con la limosna recaudada y él compraba la comida con lo que ganaba en ventas ambulantes.

Pedí conversar con algunas de las mujeres que habían mendigado, pero en ese momento estaban ocupadas. Unas seguían pendientes del almuerzo. Otras atendían a una vecina que estaba a punto de parir. Otras se encontraban monte adentro. Julia me dijo que para la mañana siguiente me ayudaría a reunirlas.

Llegó la hora del almuerzo. Federico andaba en lo suyo y yo me había dedicado a recorrer el caserío. En la cancha de fútbol —un terraplén escaso de pasto y nutrido con piedra de construcción— dos equipos de la comunidad se enfrentaban en un partido. Cada jugador portaba uniforme completo, medias largas, canilleras y guayos. Me fui a asomar al fogón. Le temía a la obligación moral de aceptar una comida que pudiera enfermarme. Temía que los indígenas pudieran sentirse rechazados o despreciados y se minara la confianza que me estaba granjeando. Lo que vi en la olla no lo quiero describir aquí: simplemente era un sancocho preparado con toda la precariedad del resguardo y su higiene despreocupada.

Busqué a Julia. Le conté. Me entendió. Me tranquilizó. Me contó que ella, en sus más de treinta años de experiencia con indígenas, había aprendido a decirles que no cuando intuía o sospechaba que lo que le estaban ofreciendo podía hacerle daño. Precisamente por eso, su equipo de trabajo traía víveres —enlatados, agua, granos, pastas, chocolate, panela, café— cada vez que debía pasar varios días en el resguardo.

El alcalde Echavarría Agudelo se dio cuenta de mi afán y se ofreció a preparar pasta con atún. Eso almorzamos.

Durante este tiempo, anduve sin señal de celular. De hecho, a la media hora de camino luego de haber dejado El Carmen de Atrato, la señal ya se había extinguido. Yo le había prometido a mi editora llamarla apenas pudiera. Ella en su oficina en Bogotá no imaginaba cuáles eran las circunstancias reales de aquella región. Uno de los detalles que se cuidaba de prever era el nivel de riesgo al que sus periodistas se exponían cada vez que salían al trabajo de campo. Y para este proyecto editorial aún más: todas las historias que debíamos reportear ocurrían en zonas rojas, zonas de riesgo vivo por el conflicto armado. Llamarla era confirmarle que Federico y yo estábamos bien.

Julia me había explicado que existía un punto en el
que se alcanzaba señal de celular. Como si una antena enviara la onda y un fragmento de ella, embolatado en la nada del espectro electromagnético, aterrizara fortuitamente en un rincón de La Puria. Pregunté cómo llegar hasta el lugar. Me dieron las indicaciones y el alcalde se ofreció a acompañarme. Había que subir una colina y avanzar unos cien metros sobre la cima. Encontraría un tronco clavado al que le colgaba una hilacha roja. Para llamar, debía situarme exactamente junto al palo. Un paso más allá, la señal se esfumaba.

Al comenzar a subir la colina, uno de los indígenas de la Guardia nos advirtió:

—No vayan a ir más lejos, que por ahí está el ejército. No es seguro.

No se lo dije al guardia, se lo dije al alcalde:

—¿No es tristemente paradójico? ¿Que cruzarse por acá con el ejército sea peligroso? —El alcalde siguió trepando sin ponerle cuidado a mis preguntas—. ¿No es el Ejército el que debería hacerme sentir más seguro si me lo encontrara en una zona de conflicto armado? —volví a preguntar en voz alta, ya no para el alcalde sino para mí, como tratando de hacer explícita mi consternación—. ¿Por qué le tendría que tener miedo al Ejército? Mejor dicho —añadí, ya indignado—, en una democracia nadie debería tenerle miedo al Ejército.

Quizá esto último despertó su opinión porque en seguida Echavarría Agudelo trató de contestar o de aminorar mi desazón: que debía tener en cuenta que a La Puria no le había ido bien con la tropa. No me pareció suficiente, pero no dije más.

Días después, en Bogotá, le conté aquel momento a León Darío Peláez, el editor fotográfico de revista Semana, veterano y avezado reportero en cubrimientos de conflicto armado. León Darío me aclaró la situación: «Ponete a pensar, Juan, que esos soldados que patrullan por allá son comandos antiguerrilla que llevan internados en la selva cuatro o cinco meses. Todo ese tiempo sin ver civiles o personas con aspecto de citadino como el tuyo. Y es muy probable que si en mitad de la selva chocoana se encuentran de frente con una persona con tu aspecto le apunten con el fusil por puro procedimiento, por pura sorpresa. Imaginá el momento y verás que sí es muy riesgoso y no necesariamente porque el ejército actúe de manera criminal».

La llamada a Janeth Acevedo, mi editora, entró a duras penas. Unos segundos mínimos para que me escuchara la voz.

A la mañana siguiente, me senté a conversar con seis de las mujeres que pidieron limosna en Medellín. Había unas de 20 años y otras con arrugas de 60. En realidad no fue una conversación directa en español como la que sostuve con los hombres del cabildo. No era posible. Una mujer traducía mis preguntas. Lo que ellas contestaban me lo traducía un hombre, que se expresaba en un español ausente de voces castizas y lleno de rotos fonéticos. Julia me auxiliaba aclarando episodios que la traducción no describía bien. Julia no sabe más que unas palabras de lengua emberá, pero recordaba qué había ocurrido en cada ocasión. Entonces, entre aquellas respuestas y lo que Julia ampliaba, esto fue lo que entendí:

Antes de hospedarse en los hoteluchos, estas mujeres durmieron debajo de los puentes y de los aleros de edificios. En las madrugadas, los ladrones les quitaban la limosna recolectada, las cobijas y una que otra pertenencia. Las que traían unos ahorros se dedicaron a tejer manillas y collares, canastos, accesorios tradicionales muy de moda entre citadinos. Hubieran podido aguantar más tiempo en estas condiciones de no ser porque sus hijos comenzaron a enfermar. La gripa, la fiebre, la tos, la debilidad. Había días que solo comían una vez y el bocado debían repartirlo entre los cuatro o cinco miembros de la familia. Luego, las reglas de la ciudad, el salvajismo de la calle. La gente, al ver a estos niños famélicos y con notorios signos de desnutrición y enfermedad, llamaba al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, entidad cuyo mandato es garantizar que los menores de edad no estén desamparados.

La primera vez, los agentes de Bienestar Familiar se acercaron sin traductor a las mujeres Emberá y trataron de hacerles entender que no podían permitir que sus
niños estuvieran sin techo ni que pidieran limosna ni que aguantaran hambre ni que se enfermaran a ojos de todo el mundo. Las mujeres escucharon, creyeron entender. Pero como al siguiente día volvieron a las esquinas con sus hijos, los agentes también volvieron y se llevaron consigo a varios niños.

Es fácil imaginar la escena: psicólogas y trabajadoras sociales, entreteniendo a las mamás. Los hombres con sus chalecos distintivos, cargando a los niños como si fueran perritos callejeros. Las mamás, al darse cuenta, empiezan a pelear, a gritar, a llorar. La camioneta institucional arranca con los niños adentro. Las mamás corren detrás, pero luego caen desconsoladas al ver que la camioneta desaparece en una avenida.

Las mamás debieron ir hasta la oficina de Bienestar Familiar y pedir de vuelta a sus hijos. La entidad les entregó los niños luego de haberlos tratado contra la desnutrición y las enfermedades.

Las semanas que siguieron no fueron muy distintas. Las mamás continuaron llevando sus niños a la calle. Bienestar Familias recibía la queja de los ciudadanos. Las mamás los veían y se largaban a correr. Los agentes las perseguían unas cuadras. Se rendían. Se iban. En una de esas persecuciones, Milba Arce, una mujer ya de arrugas, saltó un separador y cayó en la autovía. Una moto la atropelló y terminó hospitalizada.

Milba, allí sentada frente a mí, se tocaba el brazo derecho y me lo mostraba. La traductora decía que no había sido nada grave. Sus amigas se reían de la anécdota.