La taberna de los 3 monos

LA TABERNA DE LOS 3 MONOS

© De los textos: 2011, Juan Bas

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ISBN edición digital: 978-84-9868-308-0

LA TABERNA DE LOS 3 MONOS

Juan Bas

A L B E R D A N I A

astiro

A María Bas, mi hija

“Un forastero entra en una partida y liga una escalera de color. Apuesta y pone todo su dinero en la mesa. Su adversario enseña un dos, un cuatro, un siete, un nueve y una jota de distintos palos y empieza a arramblar con el dinero. Nuestro amigo, incrédulo, señala su escalera de color y protesta. El otro señala un letrero en la pared que dice «2-4-7-9-jota hacen un Gato Viejo. El Gato Viejo gana todo».

Pues bien, nuestro hombre sale del local, repone sus efectivos y más tarde, esa misma noche, se encuentra sosteniendo en la mano el mismísimo Gato Viejo; cosas de la suerte. Una vez más, apuesta todo lo que tiene. Los dos se juegan hasta el último centavo. Se enseñan las cartas. Nuestro hombre despliega su Gato Viejo. Su adversario enseña una pareja de doses y empieza a trincar la pasta. «Ejem», dice nuestro hombre. «Usted no tiene más que pareja de doses y yo tengo un Gato Viejo». A lo cual responde su adversario señalando otro letrero en la pared que dice «El Gato Viejo sólo vale una vez por noche»”.

David Mamet.

Joyas de la biblioteca de un jugador (La ciudad de las patrañas).

“...La sagacidad pelea con estratagemas de mala intención. Nunca hace lo que indica: apunta, sí, para despistar; se insinúa con destreza y disimulo; y actúa en la inesperada realidad, atenta siempre a confundir. Deja caer una intención para tranquilizar la intención ajena, y gira inmediatamente contra ella, venciendo por lo impensado. Pero la penetrante inteligencia la previene con observaciones cuidadosas, la acecha con cautelas, entiende siempre lo contrario de lo que quiere que entienda, y conoce instantáneamente cualquier doble juego; deja pasar toda primera intención y está en espera de la segunda, y aun de la tercera. La simulación aumenta cuando se descubre su artimaña y entonces pretende engañar con la verdad misma; cambia de juego, por cambiar la treta, y convierte en engaño la sincera verdad, basando su astucia en la mayor candidez.”

Baltasar Gracián.

El arte de la prudencia.

LA TABERNA DE LOS TRES MONOS

Me llamo Juan McKilroy Larrazabal. Nací en Bilbao, en 1930. Mi padre, Ben McKilroy, un escocés vividor natural de Edimburgo, era ingeniero naval y venía con frecuencia durante los años veinte al floreciente puerto de Bilbao, enviado como asesor por la empresa inglesa que tenía participación de capital en uno de los astilleros asentados en la margen izquierda de la ría del Nervión. Durante una de esas largas estancias conoció a mi madre, Juana Larrazabal, una bilbaína de carácter tan imponente como su físico —muy alta, rubia y de ojos verdes—, que atendía un puesto de pescado en el mercado de La Ribera. Mi padre era muy aficionado a visitar el mercado para comprar marisco, del que era asiduo consumidor, y así se conocieron. Se casaron en 1929 y adquirieron un piso en el Casco Viejo de la villa, frente a la catedral, donde fijaron su residencia y donde nacería yo al año siguiente. Pasé la primera infancia en Bilbao, pero en 1936, el estallido de la Guerra Civil hizo que mis padres decidieran trasladarse conmigo —no tuvieron más hijos— a Londres. Allí vivimos felizmente durante unos años, hasta que en 1941 un bombardeo de la Luftwaffe y una bayoneta italiana me dejaron huérfano de ambos.

Mi padre era rico de familia. Los McKilroy tenían extensas posesiones en Stirling y Perth. Viví y estudié en Edimburgo con mi abuelo paterno, ya para entonces viudo. En 1952 murió el abuelo Geoffrey y heredé un considerable patrimonio, así como un desahogado capital en metálico.

Me convertí en un joven rico, irresponsable y solitario que hasta hace poco ha bebido la vida a grandes y peligrosos tragos. Ahora es 1960, o quizá ya 1961, no podría asegurarlo, y rememoro mis orígenes —sobre todo para seguir sintiéndome vivo, alguien con pasado— precisamente desde Bilbao, mi ciudad natal, a la que la nostalgia y la búsqueda de unas raíces me atrajeron hace unos meses acarreándome este extraño final, si es que así puede considerarse.

Mi pasión por el juego comenzó en el propio Edimburgo. En Grassmarket, una bulliciosa plaza en la que se monta un mercado de ocasión, se encuentra The Last Drop, un delicioso pub que debe su nombre a que en ese lugar se perpetró el último ahorcamiento público en Escocia. En una habitación trasera del establecimiento se mantenía una timba semanal de póquer. Allí me familiaricé con este maravilloso juego; a pesar de los resultados, nunca renegaré de él. Al póquer gané y perdí, con los consiguientes disgustos familiares, las primeras cantidades apreciables de dinero.

Después, cuando heredé mi fortuna, aunque mantuve la residencia oficial en Edimburgo, dediqué unos años a recorrer el mundo y a poner en práctica mi afición en variopintos ambientes y lugares. Pero pronto la emoción del póquer no me resultó suficiente.

Aunque no era un multimillonario, unos miles de dólares o unos cientos de libras arriba o abajo no me alteraban el pulso. Comencé a involucrarme en juegos más variados y peligrosos; poner en lance la propia vida sí era realmente apasionante: lo más apasionante.

En un almacén de Goodnews Bay, Alaska, un marinero letón me rompió el cúbito y el radio del brazo derecho al echar un pulso; luego, mientras me reducían la fractura, cambiamos de juego y le tumbé bebiendo vodka a la pimienta. Me he enfrentado a la ruleta rusa en un tugurio de Oporto y a la ruleta mexicana en Ciudad Juárez: se amartilla un revólver cargado, se lanza al aire y se deja caer sobre la mesa; dos de cada tres veces se dispara y al que le da, le da. Aceleré a fondo en un torneo con automóviles en un estrecho puente sobre el Mississippi, cerca de Baton Rouge: dos coches a toda velocidad el uno contra el otro en un único carril; pierde el que se desvía para evitar el choque. Tras una juerga de varios días en Heidelberg, una bala me perforó el pulmón izquierdo durante un duelo a pistola al más puro estilo decimonónico y con armas de la época: espalda contra espalda, diez pasos y fuego. Y he ganado una apuesta por ser el último en abrir el paracaídas sobre el desierto de Atacama, en Chile.

Durante esos años no dejé de alternar mis peligrosas excentricidades con visitas a decenas de casinos y partidas de póquer jugadas en los más selectos salones y las más siniestras guaridas de rufianes. A pesar de algunos descalabros económicos considerables, en general he ganado más de lo que he perdido y mi fortuna no se ha resentido.

El amor nunca ocupó un puesto destacado en mi particular escala de valores. Quizá debido a mi temprana orfandad el mundo afectivo no es importante para mí, soy lo que se considera un tipo frío. Ahí puede que resida la causa por la que me he jugado la vida en absurdas apuestas y en tantas ocasiones: no me importaba demasiado la probabilidad de perderla. He mantenido relaciones con bastantes mujeres, pero siempre con cuidado de que no se produjera por mi parte un vínculo emocional; por ello he preferido con frecuencia el aséptico trato sexual con profesionales. Con una excepción.

En 1958 conocí en Macao a una mujer que me deslumbró. Se llamaba Mariana Pereira. Era portuguesa y de una belleza extraña; daba tumbos por el mundo y estaba tan loca como yo. Nos enamoramos y durante un año recorrimos juntos buena parte del sudeste asiático.

En Yakarta pasamos una temporada de coqueteo con la heroína. Una noche, muy drogados, nos embarcamos en un juego fatal. En un antro, un gangster chino acompañado por su esposa, nos propuso una peculiar apuesta. En una caja rectangular y opaca, no más larga que la funda de un violín y de unos veinte centímetros de altura, metieron dos pequeñas serpientes —cuyo nombre no entendí— de intenso color verde y picadura rápidamente mortal. La caja tenía practicados en los extremos dos orificios protegidos por membranas. El juego consistía en meter cada uno una mano y aguantar inmóvil, a la espera de la ciega picadura. Ganaría la apuesta, mil dólares, no el que se librara del ataque de las serpientes sino el que sufriera la mordedura, la primera, en caso de que los dos reptiles hiciesen presa. El juego no era suicida; el gangster colocó sobre la mesa un frasquito con un líquido incoloro: el antídoto del veneno que neutralizaría las fatales consecuencias si se bebía nada más sufrir la picadura.

La rebuscada suerte de azar me gustó y acepté. Pero el gangster propuso que no fuéramos nosotros, sino las mujeres, quienes metieran las manos en la caja de las serpientes. Me negué. Sin embargo, la heroína habló por Mariana e insistió en probar. Me inquietó, y me di cuenta entonces de que la quería, que me importaba mucho que pudiera sucederle algo malo. Ese sentimiento era nuevo para mí. Aquella cría alocada de veintitrés años tenía algo especial que me subyugaba y sólo con ella había comprendido lo que significa la palabra ternura.

Insistí para que desistiera, pero no me hizo caso.

Las dos mujeres, sentadas frente a frente, metieron las manos por las aberturas al mismo tiempo, mientras el gangster y yo depositábamos los dos mil dólares en manos del árbitro convenido. La china era una mujer muy menuda de cara triste, fea e impasible; tendría unos cuarenta años y estaba muy maquillada. Mariana intentó alejar el miedo bromeando, animaba a las serpientes a que atacaran. Cuando me dijo que mil dólares extra nos iban a venir muy bien, su rostro se contrajo en un gesto de profundo dolor y profirió un corto grito. Sacó la mano: dos diminutas incisiones se apreciaban en el dorso. Le di raudo el frasquito con el antídoto y lo bebió de un sorbo. El árbitro me entregó los dos mil dólares sin que el gangster, extrañamente contento aunque había perdido, se opusiera. La china sacó también la mano de la caja, sin prisa. La otra serpiente también había atacado, lucía las mismas incisiones. El hierático rostro de la mujer no se había alterado en ningún momento, imposible saber cuándo había sufrido la mordedura. Pero no le daban antídoto. Mariana dijo entonces que el brebaje le había sabido sólo a agua, que se sentía muy mareada y le costaba respirar.

Comprendí demasiado tarde. La china era inmune al veneno de las serpientes, seguro que por habérselo inoculado en dosis crecientes durante mucho tiempo, hasta conseguir la inmunidad. El antídoto no existía y todo aquello no era más que una original técnica de asesinato con compensación económica. Luego supe que el chino era un traficante riquísimo y que podía permitirse pagar mil dólares cada vez que practicaba su diversión. Vi la risa del gangster mientras yo salía corriendo con Mariana en brazos. Murió en el taxi, antes de llegar al hospital, entre dolorosos estertores.

Esta horrible aventura me hizo cambiar. Jugar con la muerte había costado la vida de la única persona a la que había amado, y yo fui el único responsable. No volví a poner en liza mi vida ni la de nadie en apuesta alguna.

Regresé a Edimburgo y pasé allí dos años sin viajar, dedicado a escribir un pretencioso libro de memorias —¡a los veintinueve años!— que nunca publicaré. En ese tiempo ni siquiera visité la timba de póquer de The Last Drop.

A mediados de 1960 me sentí curado del recuerdo de Mariana y de la culpa —nunca habría imaginado que en realidad iba a seguirme para siempre, aunque ni siquiera sobre esto tengo seguridad—. No obstante, no me retracté de mi decisión de abandonar los juegos mortales.

Decidí pasar una temporada de imprecisa duración en Bilbao, que no había vuelto a pisar desde que mis padres me sacaron de la ciudad en el agitado 1936. Conservaba muy vagos recuerdos.

Me alojé en el hotel Torróntegui, en el paseo de El Arenal, a la entrada del Casco Viejo, donde estaba mi antigua casa. Visité la plazuela de Santiago y allí seguía el piso, con su larga y estrecha terraza frente a la catedral gótica; me dijeron que ahora lo ocupaba media docena de jesuitas de la Universidad de Deusto. Me acerqué también al vecino mercado de La Ribera, donde mi madre tuvo su puesto de pescado.

Todo esto me dijo muy poco y me interesó menos aún. La ciudad, de marcada personalidad, pero provinciana, sucia, destartalada y gris, vivía en ese momento el espejismo de un incipiente consumo con la aparición del televisor y el coche utilitario, magros paliativos del régimen franquista, ya convertido en costumbre. Bilbao era una referencia de mi pasado demasiado vaga.

Transcurridos tan sólo cuatro días de estancia, decidí marcharme. Comenzaba el verano; un par de semanas en Cannes, entre playa y casino terminarían de animarme. Para colmo, en España estaba prohibido el juego y mis ganas de jugar renacían.

La víspera de mi partida, después de cenar espléndidamente en el hotel, decidí dar una vuelta por la parte canalla de la ciudad, la calle de Las Cortes, conocida como La Palanca, la zona de putas.

Aunque no eran ni las once de la noche, la estrecha calle cuajada de bares y cabaretuchos estaba desierta. Era día de labor, aquello sólo se animaba en sábado y domingo, cuando a los puteros bilbaínos se sumaban los aldeanos venidos de los pueblos, cada uno con el fajo de billetes atados con una goma en el bolsillo del pantalón.

Entré en El Gato Negro, uno de los locales recomendados. Escasos clientes hablaban con las prostitutas mientras tomaban copas de anís, brandy barato, la abominable mezcla de ambos, el llamado sol y sombra, y algún que otro Cointreau. Sólo se bebía whisky en ambientes exclusivos y desde luego no era el caso.

Una simpática andaluza me pidió que le invitara a una cerveza; así lo hice, charlé un rato con ella y me informé de las escasas atracciones del barrio. La chica, a pesar de su vulgaridad no estaba mal, pero no me apetecía y desdeñé la oferta sexual.

Salí al exterior y se me antojó volver al hotel dando un paseo. Decidí bajar por la calle paralela, San Francisco, y tras cruzar el puente de San Antón bordear la ría por La Ribera hasta llegar a El Arenal. Encaminé mis pasos a Cantera, una travesía que comunica La Palanca con San Francisco.

Al pasar por delante de un bar, situado a mitad de la calleja, una melodía bastante bien interpretada al piano hizo que me detuviera. Era el tema principal de Johnny Guitar, una de mis películas favoritas. Me había encantado cuando la vi en Nueva York en 1954, y después una segunda vez con Mariana en un cine de Hong Kong. De hecho la canción, interpretada por Peggy Lee, se convirtió para ella y para mí en nuestra canción.

El bar tenía la pequeña puerta abierta, pero no se veía el interior porque una tupida cortinilla de cuentas de plástico ocultaba el vano. Sobre el dintel, escrito con torpe mano y pintura blanca, como si fuera algo provisional, se veía el nombre del tugurio: TABERNA DE LOS 3 MONOS, en letras mayúsculas y el tres con número. Subyugado por la evocación de la música, entré.

El local era diminuto, pero no propiamente una taberna. Estaba poco iluminado y decorado con demasiados elementos: multitud de fotografías enmarcadas, frondosas plantas artificiales y pesadas cortinas oscuras. Este recargamiento incrementaba la sensación de espacio exiguo, ya que la superficie total del bar no llegaría a los treinta metros cuadrados.

Una barra de madera oscura, de no más de tres metros de larga, presidía la estancia. Había tres minúsculos veladores de mármol cuarteado con tres sillitas de hierro cada uno, un tresillo de color indefinible y el precario piano de pared, donde un hombre anciano tocaba la pieza compuesta por Victor Young. Era una especie de cabaret en miniatura, además de en clara decadencia.

Sólo había tres personas: el decrépito pianista sentado en su taburete con ruedas y dos mujeres de pie, una a cada lado de la corta barra.

—Buenas noches, señor. ¿Qué quiere tomar?

Contesté al saludo de la mujer tras la barra y le pedí un coñac, el mejor que tuviera, con escasas esperanzas de que en las alacenas polvorientas hubiese algo mejor que vulgares brandys de Jerez.

—¿Un Remy Martin le parece bien?

Me sorprendió tanto el que tuvieran coñac francés como la perfecta pronunciación de la mujer. Mientras me lo servía en una gran copa de balón de fino cristal, otro detalle sorprendente para ese lugar, me fijé en su cara y una sensación de angustia me golpeó con fuerza el pecho.

La mujer tendría unos cuarenta y cinco años, se conservaba bien y era muy guapa, a pesar de que algunas evidencias del rostro revelaban que había vivido mucho y no con facilidad; incluso poseía una cierta distinción. Pero lo que me produjo la angustia fue el parecido: era igual que Mariana; Mariana Pereira habría sido así de haber alcanzado su edad.

La estatura y la complexión eran también las mismas, la abundancia del cabello negro —que Mariana llevaba largo y suelto y esta mujer en un elegante recogido— y el halo de extraña belleza que me deslumbró en Macao.

—¿El señor es forastero? Si no es indiscreción.

—No, en absoluto, no lo es. Sí, bueno, soy forastero en parte. Soy inglés, escocés. Pero nací en Bilbao, y mi madre era de aquí.

Mariana me contó que su padre había muerto cuando ella era una niña. Pero respecto a su madre, también portuguesa, suponía que seguía viva, aunque no sabía nada de ella desde 1953, en que Mariana se escapó de su casa en Évora. Nunca me dijo cómo se llamaba la madre.

Aquella mujer hablaba sin ningún acento, o más bien con la suma de muchos, lo que conseguía un resultado de dicción neutra. No podía ser su madre, el parecido tenía que ser casual; y sin embargo, era tan intenso. Aunque por otra parte, en mis correrías por todo el mundo se me había dado el caso de encontrar dos veces a una misma persona en los lugares más dispares y alejados entre sí. A veces se producen las casualidades más improbables.

—¿Y usted? ¿Es de aquí también? —pero me arrepentí de la pregunta nada más formularla.

En realidad, si se daba la increíble casualidad de que aquella mujer fuera la madre de Mariana, no quería saberlo. La música de Johnny Guitar, que por cierto el pianista había reiniciado una vez concluida, y el tremendo parecido, ya me habían abierto bastante la herida del recuerdo.

—No, pero llevo en Bilbao muchos años, demasiados —contestó enigmáticamente o a mí me lo pareció.

Quizá empezaba a ver fantasmas donde no los había.

—¿Y tú? ¿Hacía mucho que no volvías por tu pueblo?

Habló la otra mujer, la que estaba a mi lado de la barra. Era mucho más joven, como de mi edad, y muy vulgar. Una rubia teñida de ojos claros y saltones, cuerpo escuchimizado y uñas cortas mal lacadas de rojo, detalle que nunca he soportado.

—Desde 1936, cuando empezó la Guerra Civil. Me llevaron a Londres siendo muy niño.

—Joder, ya ha llovido. Pues hablas la mar de bien el español; con acento de casa Dios, pero la mar de bien.

—Sí, gracias. Mi madre me lo enseñó, y luego lo he practicado mucho por Sudamérica.

La rubita empezaba a ponerme cara de lo que para ella era lascivia y aventuró una mano de uñas desconchadas hasta ponerla sobre la mía. Evité en lo posible la descortesía, sustraje la mano del contacto, tomé la copa y me acerqué al pianista. De ese modo, dejaría también de mirar por un momento a la dueña, que a su vez no dejaba de observarme en silencio.

—¿Le gusta la música, caballero? Si le molesta, dejo de tocar.

El pianista me habló sin dejar de pulsar las teclas y sin quitarse el cigarrillo de los labios. Tendría unos setenta años, era muy delgado y de rostro afable, pero presidido por un elemento que determinaba su expresión: era tuerto; la cuenca del ojo derecho estaba ocupada por una imitación de cristal no muy conseguida que le confería un aire gélido y morbosamente estático, inhumano.

Sobre una mesita auxiliar tenía un cenicero atiborrado de colillas, con el paquete de tabaco negro, Celtas sin filtro, al lado. Los dedos índice y medio de cada mano delataban con su color de bronce sucio que fumaba sin parar.

—Me encanta, no deje de tocar, por favor. ¿A usted también le gustó la película?

—¿Qué película?

—Bueno, lo que está usted tocando es el tema principal de Johnny Guitar, una película del Oeste, de vaqueros.

—¡Ah!, pues no tenía ni idea. Nunca te acostarás, sin saber una cosa más. Yo, es que no sé leer música, partituras quiero decir, toco de oído.

—Lo hace usted muy bien —me agradeció el cumplido—. Entonces, ¿quién se la enseñó?

—Sería algún amigo, ya no me acuerdo. Igual uno de éstos.

El pianista señaló con la cabeza a las figuras que adornaban la superficie del mueble del piano. Hasta entonces no me había fijado en ellas, aunque desde luego llamaban la atención y explicaban el nombre del local.

Eran tres monos de unos veinte centímetros de altura cada uno, o más bien la conseguida miniatura de tres hombres con cara y manos de mono. Se erguían dentro su propio mueblecito, una caja de caoba con las puertecillas abiertas, que conformaba una especie de escenario con suelo y fondo. Los dos monos que ocupaban los extremos del espacio vestían igual, al estilo del siglo XVIII: casacas recamadas, calzones cortos de raso con medias blancas, zapatos con hebillas y sendas pelucas empolvadas. Eran músicos: uno de ellos tocaba el violín y el otro se inclinaba sobre una viola de gamba. El mono del centro vestía distinto y distinta era su actividad. Estaba colocado entre los otros dos y daba la espalda a un espejito rectangular de marco dorado y vidrio velado por el tiempo que colgaba de la pared del teatrillo. Vestía también al modo dieciochesco, pero sus ropajes eran más ricos y completaba el tocado con una capa corta y un gorro cónico sobre la peluca: el atuendo de un mago o ilusionista. Delante del mono mago había una mesita cubierta por un tapete de terciopelo rojo y sobre ella realizaba la figura su juego: con cada mano sostenía un cubilete dorado, uno de ellos permanecía elevado y descubría bajo él un dado, el otro se apoyaba sobre el tapete y ocultaba su contenido.

—¿Le gusta nuestro juguete?

La voz de la dueña a mi espalda me sobresaltó; se había acercado mientras yo observaba ensimismado a los tres monos.

—Muchísimo. Es precioso. Es muy antiguo, ¿verdad? ¿Tiene algún mecanismo? ¿Se mueven las figuras?

—¿Un poco más de coñac? Invita la casa.

Había traído la botella de Remy Martin y aunque aún no había apurado el contenido de la copa procedió a rellenármela.

—Es de principios del XIX —prosiguió—, hecho en Portugal, no sé exactamente dónde ni por quién. Es una caja de música, funciona con cuerda.

La dueña descolgó de un clavo dorado que sobresalía de la pared la llave que accionaba el juguete. Era de hierro y bastante grande. La introdujo en un orificio situado en la base del escenario y la hizo girar tres veces.

—Moisés —llamó al pianista por este rotundo nombre—, deje de tocar un momento para que nuestro cliente pueda escuchar la música de los tres monos.

—Desde luego, doña María.

Una antigüedad también portuguesa y el nombre de la mujer, también parecido. Pero estos nuevos detalles de simetría no incrementaron mi desasosiego porque estaba fascinado por el juguete.

Me acerqué a la caja de música lo más posible para verla en funcionamiento. El mecanismo de cuerda accionaba a los autómatas durante tres minutos. Los músicos movían los arcos sobre sus instrumentos, giraban un poco las cabezas y parpadeaban. El mago no tenía animación en los ojos ni meneaba la cabeza, se limitaba a levantar un cubilete cuando hacía descender el otro. Había un dado bajo cada uno de los vasos dorados; marcaban un uno y un dos. Los toqué con el dedo, estaban pegados al tapete.

Me fijé en las caras de los monos: eran distintas entre sí, cada una tenía sus rasgos diferenciados y su propia personalidad.

La musiquilla era la típica melodía insulsa de una caja de música; sin embargo, el inocente campanilleo me produjo una sensación física de desagrado, como si viera, o más bien intuyera, algo repugnante.

Apuré la copa de tres tragos seguidos. Aquel lugar destilaba en mi imaginación algo malsano; no quería prolongar la estancia allí ni asistir a más casualidades recordatorias de lo peor de mi pasado.

—Es un juguete maravilloso. Gracias por ponerlo en marcha y por su amabilidad, y por el coñac. Tengo que irme ya, mañana salgo temprano de viaje. Dígame qué le debo, por favor.

Además, estaba algo mareado y quería tomar el aire. El ambiente allí dentro estaba cargado y hacía calor. El vino de la cena y los tres coñacs —en El Gato Negro había tomado el primero, un saltaparapetos— también me estaban pasando factura.

—Qué pena que tenga prisa. Iba a invitarle a jugar con nosotros. Casi todas las noches jugamos un rato con algún cliente. Y como hoy es usted el único ―dijo doña María con una sonrisa que pretendía ser encantadora y lo conseguía.

—Hoy no creo que entre ya nadie más. Quédese un poco, hombre, si todavía es pronto ―el pianista se rascó el ojo bueno con la falange de un dedo, con lo cual dirigió hacia mí el desagradable globo de cristal; mientras secundaba la invitación, parecía que me miraba por él.

—¿Y a qué juegan ustedes?

Como antaño, bastó la mención del concepto juego para despertar todos mis sentidos.

—A los dados —dijo con laconismo la desgalichada rubia, que había permanecido ese rato acodada a la barra y acababa de acercarse para unirse al grupo.

—Lo siento de verdad, no quiero resultar maleducado, pero tengo que irme.

Imaginé enseguida uno de esos entretenimientos simplones con dados numerados del uno al seis. No me apetecía ese pobre plan para reinaugurar mi vuelta al juego.

—Al mentiroso. Con dados de póquer.

La dueña hizo caso omiso de mi negativa. Parecía saber que la palabra póquer iba a cambiar mi decisión.

Aunque es una de las modalidades de póquer que menos había frecuentado a lo largo de mi vida de jugador, me encantaba el póquer mentiroso, que sólo puede realizarse con dados[1].

Ponerme a jugar después de tanto tiempo me despejó la mente y despertó mi buen humor; también me hizo olvidar los detalles inquietantes, incluido el parecido de la bella doña María con Mariana.

No me arrepentí en absoluto de mi renuncia a regresar al hotel.

Después, sí.

Encarnita, así llamaban a la rubia, jugaba de un modo caótico: se arriesgaba a levantar el cubilete en jugadas fáciles de superar por el simple placer de pillar al contrario en mentira. Moisés, situado a mi derecha —las dos mujeres estaban tras la barra y nosotros dos frente a ella—, jugaba sin embargo sobre seguro y me creía casi todo, lo que le obligaba a jugadas muy forzadas de superar; mentía sólo cuando no le quedaba otro remedio. Pero doña María, que me pasaba los dados a mí, era una experta: jugar con ella constituía un auténtico placer. Era muy difícil distinguir cuándo mentía y me atrapaba con frecuencia haciéndome creer jugadas que me dejaban ahorcado.

Desde luego, ganar o perder no tenía el menor aliciente económico: el que llegaba a tres jugadas perdidas ponía un duro en la barra y quedaba eliminado hasta la siguiente partida; por tanto, el ganador de cada serie no se llevaba más que quince pesetas. Cada mano la ganábamos indefectiblemente la dueña o yo, y la única parte interesante de los encuentros la constituía el final cuando, eliminados los otros dos, quedábamos ambos frente a frente.

Transcurrida la primera hora de juego y unas diez o doce partidas, Encarnita y Moisés abandonaron. Moisés llevaba dos perdidas y tiraba el primero en esa ronda. Se anotaban los puntos negativos con unas curiosas fichas: unas moscas metálicas de colores, muy bien hechas; doña María me dijo que eran regalo de un viejo cliente que durante una época frecuentó el bar.

Los dos dados descubiertos del pianista fueron un as y una jota; le pasó a Encarnita una doble pareja de lo que se veía. Encarnita no lo dudó y le levantó el cubilete, no estaba la jugada. Moisés se cabreó. No le parecía normal que la chica no se creyera una jugada de arranque tan fácil de superar —tácitamente, casi todo el mundo suele creer este tipo de mentiras iniciales—; consideró que la fulanilla la había tomado con él. Con una sonrisa de niño travieso se sacó el ojo de cristal y lo metió en el vaso de cerveza de la muchacha. Encarnita, muy enfadada, cogió su raído bolso y abandonó el local tras llamarle viejo asqueroso.

—Moisés, es la última vez que le digo que no vuelva a hacer eso— le espetó doña María con autoridad—. Es completamente repugnante y está fuera de todo lugar.

»Le ruego que disculpe esta desagradable interrupción —me dijo a mí.

—No se preocupe, no tiene la menor importancia, incluso ha sido gracioso.

Sonreí al encuentro de la complicidad del pianista; pero éste se encontraba demasiado ocupado musitando disculpas y secando el ojo de cristal con un pañuelo arrugado. No levantaba la cabeza, supongo que para evitar mostrarnos la cuenca vacía.

—¿Quieren que continuemos con el juego? —añadí.

—Por supuesto. Moisés, ponga un duro, lleva tres perdidas.

—Si me lo permite, doña María, yo también quisiera retirarme. Ya me han quitado trece duros, demasiado para mí —dijo Moisés.

Primero se encajó el ojo de espaldas a nosotros con un gesto rápido; después pagó.

Doña María le acompañó hasta la puerta y después cerró con llave.

—Nos hemos quedado los dos solos. ¿Se ha hecho demasiado tarde para usted, Juan?, ¿o jugamos un poco más?

Era la primera vez que pronunciaba mi nombre —no recordaba habérselo dicho—, y lo hizo con una intensa mirada de sus grandes ojos negros. Me resultó entonces atractiva con una fuerza imparable; su rotundo cuerpo irradiaba voluptuosidad. Tuve que hacer un esfuerzo para no abalanzarme sobre ella.

Hasta ese momento sólo me había parecido una guapa mujer madura demasiado parecida a Mariana, pero no me había despertado el deseo. En un segundo todo había cambiado y pensé que la noche —ya me daba igual la hora de regreso al hotel o retrasar mi viaje— quizá podía reservar un desenlace inesperado y muy placentero.

—Me encantaría seguir jugando todo el tiempo que usted quiera. Y a lo que quiera; es usted muy guapa, María.

Sabía que ella había leído el nacimiento de mi deseo como en un libro abierto y me daba la impresión de que no le desagradaba.

—Juega maravillosamente al mentiroso. ¿Puedo invitarle yo ahora a una copa?

—Encantada. Y gracias por el cumplido.

¿Se refería a la alabanza a su belleza o a la de su habilidad para el póquer? Sirvió más Remy Martin para ambos.

Metí los cinco dados en el cubilete de sobado cuero.

—¿Seguimos a duro la partida o cambiamos de apuesta?

—Ya veremos. Si ya no tienes prisa la noche es joven —cambió al tuteo con calculado golpe de efecto para acompañar la sugerencia de su comentario—. Primero tenemos que ver quién gana los dos últimos duros de Moisés y Encarnita.

—De acuerdo. Íbamos iguales a dos. Tú sales.

Tomó el cubilete y apreció el que le acompañara en el tuteo con una sonrisa lasciva: eso sí era lascivia. Antes de tirar los dados se quitó el pasador del pelo y dejó caer la negra melena a los lados de su rostro perfecto; movió la cabeza un par de veces y el cabello resplandeció.

Me estaba volviendo loco y ella lo sabía. Nunca en la vida había deseado hacer el amor con una mujer de modo tan perentorio. Ahora sí que era idéntica a Mariana, pero ya me daba igual: la más deliciosa lujuria me ocupaba la mente por completo.

Los dados por fuera eran dos damas. Tiró los otros tres cubiertos y me aproximó el cubilete.

—Trío de damas al rey.

Empezaba fuerte, pero era creíble y superable.

No estaba el trío, me había engañado. Pero al menos había un as. Dejé fuera el as junto a la pareja de reinas y tiré con los otros dos dados. Levanté un poco el cubilete y miré mi jugada: otra dama y otro as.

Full de damas ases.

No me creyó. Y habría apostado a que sí iba a hacerlo; tenía una especial intuición para distinguir los faroles y los que no lo eran. Se me ocurrió que había perdido deliberadamente para terminar cuanto antes con aquel fleco del juego anterior. Si era así, podía ser un dato interesante para pasar a otro tipo de apuestas.

—Has ganado. ¿Qué quieres jugarte ahora? Y espero que no me sorprendas con la vulgaridad de querer apostar si nos vamos o no a la cama. Aparte de que el resultado podría no complacernos a ninguno de los dos —dijo con estudiada provocación.

De nuevo había leído en mi mente la hermosa bruja.

—¿Te refieres a que yo perdiera?

—Yo no he dicho eso... Pero, quizá.

La cogí con fuerza por la nuca y atraje su boca a la mía. Secundó el beso un poco, lo justo, la lengua sólo un segundo; después, separó la cabeza.

—Perdona si me he equivocado. No he querido molestarte —me puse ridículamente serio.

—No, no es eso —volvió a sonreir y me acarició la cara—. Pero no vayas tan rápido. Antes quiero jugar otra vez. ¿Hay algo aquí que quieras tener? ―señaló con un amplio gesto los objetos que nos circundaban—. ¿Algo que te gustaría que me apostara?

—¿Aparte de ti?

—Aparte de mí. Eso no necesitas que nos lo juguemos, tonto.

La rubricación de que la noche iba a terminar entre sus brazos me puso eufórico. Paseé la vista por el recargado espacio. Mis ojos se fijaron al instante en el juguete mecánico, en los tres monos.

—¿Serías capaz de jugarte la caja de música? ¿A los tres monos? Parece que les tienes un gran aprecio.

—Llevan conmigo mucho tiempo. Pero para que acepte, tendrás que apostar también tú algo valioso.

—Lo que quieras. ¿Dinero? ¿Cinco mil pesetas te parece bien?

—Tu alma.

—¿Mi alma? —me reí—. ¿Cómo es eso? ¿Como Fausto? ¿Eres el diablo?

—Claro. ¿No te has dado cuenta hasta ahora?

—¿Y qué vas a hacer con mi alma? —me reí; pero algo incómodo renacía en mi interior.

—No lo sé. Primero la sacaré de tu cuerpo, y después quizá la use.

»O juegue con ella.

Me abrazó y besó largamente, con sabiduría y sensualidad. Pero me detuvo cuando la mano ya ascendía bajo la falda.

—Entonces, ¿te la juegas?

—Desde luego. Y pienso disfrutarlo. Me gustan mucho los tres monos, voy a venderte mi alma muy cara, me emplearé a fondo. Quiero el juguete para que siempre me recuerde esta noche. Y a ti.

—Juguemos entonces. Yo también lo haré lo mejor que sé. Quiero ganar.

Fue un exquisito placer, un magnífico prólogo de lo que podía ser el sexo con aquella fascinante mujer. Me engañó y la engañé y superamos ambos jugadas increíbles, construyéndolas desde simple parejas; parecíamos leernos los mecanismos mentales, buscábamos el hueco del contrario, el comportamiento imprevisto o impostado.

Estábamos igualados a dos. Yo acababa de perder y lancé los dados para la tirada definitiva. A la vista, un rojo y un negro.

—Trío de negros a la jota.

Lo creyó. Estaba. Dejó los tres negros fuera y tiró los otros dos dados cubiertos.

—Trío de negros al as.

Sorprendente que subiera tan poco la jugada. Sabía que me habría creído un póquer porque era muy probable. No estaba el as. Volví a tirar cubiertos los dos mismos dados.

—Póquer de negros a la dama.

Le aproximé con cuidado el cubilete; dentro estaban el otro negro y la dama: me había salido la jugada. Dudó un instante, me miró a los ojos y después me creyó. Sus posibilidades de superar la jugada eran sacar un rey, un as u otro negro. Cincuenta por ciento, no estaba mal. Con el póquer fuera tiró el solitario dado tapado. No lo miró y acercó el cubilete hacia mí.

—Jugada superior.

Si yo miraba el dado estaba obligado a tirarlo de nuevo. Desde luego, creía la jugada, un cincuenta por ciento es demasiado para arriesgarse. Intuí que debajo del cubilete había un as o un negro; como yo tampoco lo había mirado podía pasarle una jugada mayor sin tirar: ninguno de los dos sabíamos lo que había. Era improbable, pero me tentó el gesto:

—Y superior.

—Es decir, que aquí dentro hay un as o un negro.

—Eso es. ¿No confías en tu tirada?

—No tanto. No me lo creo.

Levantó el cubilete verticalmente, con un gesto limpio. Había un simple rojo: yo había perdido.

—Bueno, he perdido. Me quedo sin los tres monos y sin alma. Haz con ella lo que quieras, pero dejemos ya de jugar, ¿te parece?

Antes de entrelazarla de nuevo miré el dado con el ocho rojo y luego su rostro. Una sensación de malestar físico y de repugnancia, como cuando había oído la música de los tres monos, me asaltó antes de besarla. Ese dado y el rostro de doña María con una expresión distinta, inhumana como el ojo de cristal del pianista, fue lo último que vi y que recuerdo de esa noche.

He contado esta historia y hablo, pero es más exacto decir pienso —saber que pienso es mi única consciencia— desde la absoluta negrura e incomunicación. No veo, oigo ni siento nada. Sin embargo, por algún canal distinto a los empirismos que sirven para encauzar el conocimiento humano, sé que habito dentro de uno de los tres monos; sé que mi —no sé cómo llamarlo— ¿espíritu?, está aquí atrapado.

Pero eso no puede ser; es ridículo, un desvarío. Soy ateo y no creo en absoluto en el alma inmortal ni en ninguna de esas estupideces. Sin duda se trata de una ensoñación engañosa de mi mente viva, pero estancada en un estado de coma clínico. Lo más probable es que al final de aquella partida con doña María sufriera un derrame cerebral o algo similar. Eso es lo lógico y me produce algún consuelo pensarlo, ya que si es así en algún momento ―deseo que en el más corto plazo posible― moriré del todo y mi cerebro dejará de funcionar.

O despertaré al fin y la pesadilla cesará.

Pero demasiadas veces siento con fuerza que estoy dentro del mono, que soy el mono —¿habrá otros desgraciados atrapados dentro de los dos músicos?— y que esta existencia mental sin noción del tiempo ni del espacio se prolongará indefinidamente, hasta que el juguete sea destruido o puede que incluso más allá. ¡He imaginado tantas veces que las llamas lo consumen!

Creo ser el mono mago, el jugador que trajina con los cubiletes y los dados. ¿Por qué creo ser ese muñeco? Aunque no tengo la menor comunicación con el mundo exterior, de algún modo sé cuándo abren y cierran las puertitas de caoba del juguete y le dan cuerda, comprendo que muevo las manos simiescas con los cubiletes sobre los dados con el uno y el dos. Y no oigo la musiquilla del ingenio, pero sé que suena y aumenta mi desasosiego; porque en vez de la melodía insulsa de caja de música, creo que es la de Johnny Guitar, interpretada con el campanilleo insoportable; y esto me produce en el pensamiento una repugnancia intolerable, parecida a la que sentí cuando oí la tonadilla original o besé a doña María por última vez.

Quizá la atractiva doña María sí era en realidad la madre de Mariana y se apoderó de mi alma, la alojó aquí y cristalizó de este modo su venganza por la muerte de su hija. Quizá, si dejo volar aún más la imaginación, supo quién era yo en cuanto crucé la puerta de la Taberna de los 3 monos, llamado a Bilbao y a pasar aquella noche por aquí y a morder el anzuelo de su empleado, el pianista, para que la venganza se cumpliera mediante unos dados de póquer y su irresistible poder de seducción.

Quizá ella sí es el diablo y éste sea mi particular infierno.

Mi soledad es insoportable y tengo miedo.

LOS NÁUFRAGOS

Hoy, 7 de enero de 1976, hemos enterrado a mi amigo Tomás Uribe. Aunque para él las banderas no fueron más que trapos de colores —lo que importan son las ideas, permanecer fiel a las de uno, decía siempre—, hemos colocado sobre el féretro la republicana y por supuesto no hemos permitido al grajo de turno que soltara ningún responso.

Había vuelto a Bilbao hacía muy poco, en noviembre del año pasado, cuando Franco estaba ya a punto, pero demasiado tarde, de entregar la cuchara. Se le veía muy contento por el regreso a casa y por sobrevivir al maldito asesino, idea casi obsesiva entre muchos —los pocos que quedamos— de los que luchamos contra él; no sabía entonces que por tan escasos días: poco después le diagnosticaron un cáncer invencible.