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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca, n.º 159 - marzo 2019

I.S.B.N.: 978-84-1307-721-5

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

En brazos del duque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

 

El sultán y la plebeya

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Rendida al destino

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Amor enmascarado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Eleanor Andrews estaba segura de que podría manejar a Hugo Grovesmoor, aunque nadie hubiera conseguido manejarlo jamás. Según decía la prensa a diario, el décimo segundo Duque de Grovesmoor no solo era conocido por ser un hombre terrible, en todos los aspectos, sino que era imposible. Demasiado rico. Demasiado engreído. Y peor aún, tan tremendamente atractivo que parecía haber nacido ya mimado y que hubiera empeorado desde entonces.

Y Eleanor estaba poniéndose directamente en sus garras.

–No seas tan dramática –le había dicho Vivi, su hermana pequeña, después de que Eleanor expresara una pizca de preocupación sobre su nuevo papel de institutriz de la pobre criatura de siete años que estaba bajo el cuidado de Hugo.

Aunque, de vez en cuando, Vivi era una persona complicada, Eleanor no podía evitar quererla. Desesperadamente. Vivi era todo lo que le quedaba después de que sus padres fallecieran en un trágico accidente de coche que estuvo a punto de cobrarse también la vida de Vivi. Eleanor nunca olvidaría que había estado a punto de perderla a ella también.

–No creo que esté siendo dramática –contestó Eleanor.

Vivi estaba mirando a Eleanor a través del espejo del llamado «dormitorio» del pequeño apartamento de una habitación que compartían en el barrio menos acomodado de Londres. Vivi se estaba poniendo la tercera capa de rímel para resaltar aquellos ojos que uno de sus novios había descrito como cálidos y brillantes como el oro. Eleanor se lo había oído gritar, estando borracho, bajo la ventana de la casa de los primos con los que se habían ido a vivir después del accidente en el que fallecieron sus padres.

Vivi guardó el rímel y la miró:

–De hecho, no vas a ver a Hugo. Vas a ser la institutriz de la criatura que tiene a cargo y al que, seamos sinceras, no creo que le tenga mucho cariño teniendo en cuenta lo enrevesada que es la historia. ¿Por qué os iba a dedicar a cualquiera de vosotros parte de su día?

Gesticulando con la mano resumió los detalles escabrosos que todo el mundo conocía acerca de Hugo Grovesmoor, gracias a la fascinación que la prensa amarilla siempre había mostrado por él.

Eleanor conocía muy bien los detalles. Su inconstante y dramática relación con Isobel Vanderhaven, de la que todo el mundo pensaba que Hugo estropearía con su fama de malvado y que ni siquiera la bondad innata de Isobel podría curar. La manera en que Isobel lo había abandonado al quedarse embarazada de Torquil, el mejor amigo de Hugo, ya que como todo el mundo decía, el amor había triunfado sobre la maldad e Isobel merecía algo mejor. Y el hecho de que, tras la boda, Isobel y el mejor amigo de Hugo tuvieran un accidente de barco y Hugo terminara siendo nombrado el tutor legal del pequeño, cuya existencia había estropeado su oportunidad de mantener una relación con Isobel.

Entre tanto, los ciudadanos aplaudían y lloraban, como si conocieran a todas aquellas personas personalmente y su respectivo sufrimiento.

–Un hombre tan rico como Hugo tiene tantas propiedades que no tiene tiempo de visitar ni la mitad de ellas en el plazo de un año. O en cinco años –dijo Vivi con indiferencia, y Eleanor recordó que Vivi era la que había pasado tiempo con gente del estilo de Hugo Grovesmoor.

Había sido ella la que había asistido a colegios de gente bien y, aunque no había destacado académicamente, había tenido una gran vida social en Londres. Todo ello estaba al servicio del matrimonio triunfal que ambas sabían que Vivi tendría algún día.

Vivi era diecinueve meses más joven que Eleanor y la guapa de las hermanas. Tenía un cuerpo, una mirada y una boca que dejaba a los hombres boquiabiertos cuando la miraban. Literalmente. Su melena rizada y alborotada hacía que pareciera que acabara de salir de la cama de alguien. Su pícara sonrisa insinuaba que estaba dispuesta a correr cualquier aventura y sugería que, si un hombre hacía bien su jugada, podría acostarse con ella.

¡Y pensar que, después del accidente, los médicos habían dudado de que pudiera volver a caminar!

Vivi se había demostrado a sí misma que era como una tentación para ciertos hombres. Normalmente para aquellos con muchas propiedades y mucho dinero, aunque, hasta el momento, no había conseguido escapar de la etiqueta de «posible amante».

Por otro lado, Eleanor había ido a muy pocas fiestas, puesto que trabajaba y, a veces, cuando la situación era difícil, tenía más de un empleo. Mientras que Vivi era la guapa, Eleanor era la sensata Y aunque en ocasiones había deseado ser tan guapa y encantadora como su hermana, a los veintisiete años había encontrado su lugar en la vida y se sentía tranquila. Habían perdido a sus padres y Eleanor no podía recuperarlos. Tampoco podía cambiar los años que Vivi había pasado entre los quirófanos de los hospitales, pero sí podía ejercer parte del papel de una madre con Vivi. Intentar tener buenos trabajos y pagar los gastos de sus vidas.

Bueno, los gastos de Vivi, ya que Eleanor no necesitaba ponerse esa ropa tan cara que Vivi utilizaba para mezclarse con sus amistades de clase alta. Vestir bien costaba mucho dinero. Y Eleanor siempre había conseguido ganarlo de una manera u otra.

El último empleo que había conseguido, trabajando como institutriz para el hombre más odiado de Inglaterra, era el más lucrativo de todos. Por ese motivo, Eleanor había dejado su puesto de recepcionista en una importante empresa de arquitectura. Puesto que se rodeaba de gente de clase alta, Vivi se había enterado de que el duque necesitaba una institutriz y de lo que pensaba pagar a la persona que ocupara el puesto era mucho más de lo que Eleanor había cobrado nunca.

Se rumorea que el duque ha rechazado a todas las institutrices que ha entrevistado. Al parecer, el mayor motivo para ello ha sido el riesgo de que se convirtieran en una distracción para él y… –le había comentado Vivi, encogiéndose de hombros–. ¡A lo mejor tú eres perfecta para el puesto!

La agencia que le había hecho la entrevista la había aceptado, así que Eleanor estaba preparando la maleta para su viaje hasta los páramos de Yorkshire.

–El cargo de institutriz está entre los puestos bajos de los empleados del hogar, Eleanor –le decía Vivi–. Es muy difícil que te encuentres con Hugo Grovesmoor allí.

A Eleanor, eso le parecía bien. Era inmune al poder de la fama y a la sensación de prepotencia que iba asociada con ella. Al menos, eso era lo que se repetía a la mañana siguiente durante el trayecto en tren hasta Yorkshire.

No había ido al norte de Inglaterra desde que era una niña y sus padres todavía vivían. Eleanor recordaba vagamente pasear junto a las murallas que rodeaban la ciudad de York, sin ser consciente de lo pronto que cambiaría todo.

«No tiene sentido ponerse sentimental», se regañó mientras esperaba al tren de cercanías que la llevaría a las afueras, expuesta al frío del mes de octubre en la estación de York. La vida continuaba avanzando con despreocupación.

Sin importar todo aquello que las personas perdían durante el camino.

Eleanor esperaba que alguien la recogiera al llegar a la pequeña estación de tren de Grovesmoor Village, sin embargo, la plataforma estaba vacía. No había nadie más aparte de ella, el viento de octubre y los restos de la niebla matinal. No era un comienzo muy alentador.

Eleanor miró la maleta que se había preparado para pasar las seis primeras semanas en Groves House, después miró el mapa en su teléfono móvil y descubrió que tenía unos veinte o treinta minutos caminando hasta la única casa señorial de la zona: Groves House.

–Será mejor que empiece a caminar –murmuró.

Se colgó la mochila de mano al hombro, agarró el asa de la maleta con ruedas y comenzó a andar. Cinco minutos después, se percató de que avanzaba en dirección contraria y que se había equivocado.

Una vez en la dirección correcta, Eleanor avanzó por la carretera solitaria que se adentraba cada vez más entre la niebla, concentrándose únicamente en su respiración. Después de vivir rodeada de la actividad de una ciudad como Londres, había olvidado lo que era la tranquilidad del campo, sobre todo en una zona rodeada de colinas.

Encontró el desvío hacia Groves House entre dos mojones de piedra y se metió por el camino. El recorrido era sinuoso y, cuando por fin vio la casa, Eleanor había perdido la noción de la distancia que había recorrido.

Nada podría haberla preparado.

La casa se encontraba en un alto y era una muestra de prepotencia. Sin embargo, ninguna de las fotos que ella había visto le había hecho justicia. Había algo en ella que provocó que a Eleanor se le formara un nudo en la garganta. Por algún motivo, la manera en que las luces del interior contrastaban con la del atardecer hizo que ella no pudiera mirar hacia otro lado.

No era una casa acogedora. De hecho, no era una casa. Era demasiado grande y claramente intimidante, sin embargo, a Eleanor solo se le ocurría una palabra para describirla: perfecta.

Algo resonó en su interior, y cuando comenzó a caminar de nuevo se dio cuenta de que respiraba con agitación.

Fue entonces cuando oyó el ruido de unos cascos acercándose a ella.

Como el destino.

 

 

Su excelencia el Duque de Grovesmoor, Hugo para los pocos amigos que le quedaban y para la prensa, tenía pocas cosas claras esos días. La bebida había provocado que le doliera la cabeza. Los deportes extremos habían perdido su atractivo puesto que sabía que, tras numerosos siglos, su muerte significaría el fin de la línea de sucesión de la familia Grovesmoor y dejaría el ducado en manos de unos primos lejanos que salivaban pensando en las propiedades y en la renta que les proporcionaría.

Incluso el sexo indiscriminado había perdido su encanto después de que cada una de sus «indiscreciones» se publicara en prensa. O bien se hartaba hasta la saciedad para esconderse de sus peores remordimientos, o era tan frívolo que no era capaz de tener más de uno o dos encuentros sexuales. Siempre eran las mismas historias e igual de aburridas.

Odiaba admitirlo, pero era posible que la prensa amarilla hubiera ganado.

El caballo que montaba ese día, el orgullo de sus establos según le habían comentado, sentía tan poca conexión con él que había empezado a cabalgar por el campo tan deprisa como si ambos hubieran escapado de una sangrienta novela del siglo XVIII.

A Hugo solo le faltaba la capa.

Daba igual la distancia que cabalgara, no podía escapar de sí mismo. Ni de su cabeza y sus remordimientos.

Era evidente que el caballo lo percibía. Llevaban semanas jugando a un juego de dominación, recorriendo toda la finca al galope.

Al ver una figura caminando entre las sombras hacia Groves House, lo único que pudo pensar fue que era algo diferente en medio de una tarde otoñal.

Hugo estaba desesperado por cualquier cosa que fuera diferente.

Un pasado diferente. Una reputación diferente… porque ¿quién podía haber anticipado a dónde lo llevaría el hecho de menospreciar todas las noticias que la prensa amarilla había publicado sobre él?

Deseaba ser una persona diferente, pero eso nunca había sido posible.

Hugo era el decimosegundo Duque de Grovesmoor le gustara o no, y el título era lo más importante sobre su persona, lo único importante que su padre había tratado de inculcarle. A menos que arruinara sus fincas y se deshiciera del título al mismo tiempo, o muriera mientras realizaba alguna actividad irresponsable, Hugo siempre sería otro apunte más en la interminable lista de duques que portaban el mismo título y una gota de la misma sangre. Su padre siempre había dicho que esa noción le había proporcionado tranquilidad. Paz.

Hugo no estaba familiarizado con ninguna de esas sensaciones.

–Si eres un cazador furtivo, lo estás haciendo muy mal –dijo Hugo cuando se acercó al extraño que se había metido en su propiedad–. Al menos deberías intentar escapar en lugar de seguir caminando.

Avanzó con el caballo y se colocó delante del extraño. Entonces, se dio cuenta de que era una mujer.

Y no cualquier mujer.

Hugo era famoso por sus mujeres. Por la maldita Isobel, por supuesto, pero por todas las demás también. Antes y después de Isobel. Aunque todas habían tenido las mismas cosas en común: todo el mundo las consideraba bellas y ella siempre quería fotografiarse a su lado. Eso significaba pechos falsos, dientes blanqueados, extensiones en el cabello, uñas impecables, pestañas postizas y todo lo demás. Habían pasado muchos años desde la última vez que había visto una mujer de verdad, a menos que fuera una mujer que trabajara para él. Por ejemplo, la señora Redding, su malhumorada ama de llaves, a la que mantenía porque siempre se disgustaba tanto como se había disgustado su padre cuando él aparecía en los periódicos. Y a Hugo le parecía una sensación agradable.

La mujer que lo observaba en aquellos momentos no era nada bella.

O si lo era, había hecho todo lo posible para disimularlo. Llevaba el cabello recogido en un moño que, solo con mirarlo, provocaba que Hugo le doliera la cabeza. Vestía una chaqueta amplia que le cubría desde la barbilla hasta la pantorrilla y que la hacía parecer el doble de grande de lo que era. Además, llevaba una mochila grande en el hombro y arrastraba una maleta con ruedas. Tenía las mejillas sonrosadas por el frío y una nariz delicada que habrían envidiado muchos de sus antepasados, teniendo en cuenta que habían sido maldecidos con lo que se conocía como la narizota de los Grovesmoor.

No obstante, lo que más llamó la atención de Hugo fue la expresión de su rostro. Sin duda, tenía el ceño fruncido.

Y eso era imposible porque él era Hugo Grovesmoor y las mujeres que solían entrar en su propiedad sin invitación, consideraban tan atractiva la idea de conocerlo que no dejaban de sonreír. Nunca.

Aquella mujer parecía que se iba a partir en dos si intentaba poner la más mínima sonrisa.

–No soy una furtiva, soy una institutriz –dijo con frialdad–. Nadie me ha recogido en la estación, de lo contrario, le aseguro que no estaría caminando y menos todo este trayecto. Cuesta arriba.

Hugo se percató de que estaba molesta. Nadie se mostraba molesto con él. Quizá lo odiaban y lo llamaban Satán u otras cosas horribles, pero nunca se mostraban molestos.

–Teniendo en cuenta que se ha ocultado en mi propiedad, creo que debería haberme presentado –dijo él, mientras el caballo se movía con nerviosismo de un lado a otro. La mujer no parecía ser consciente del peligro que corría. O no le importaba.

–Caminar hacia la entrada principal no es ocultarse –contestó ella.

–Soy Hugo Grovesmoor –dijo él–. No hace falta que haga una reverencia. Después de todo, se me conoce por ser un terrible malvado.

–No tenía intención de hacer una reverencia.

–Por supuesto, prefiero considerarme un antihéroe. Seguro que eso merece una reverencia. ¿O al menos cierto reconocimiento?

–Me llamo Eleanor Andrews y soy la institutriz contratada más recientemente, según dicen, de una larga lista –comentó la mujer–. Tengo intención de ser la definitiva y, si no me equivoco, la manera de conseguir que eso suceda es manteniendo la distancia.

–Su Excelencia –murmuró él.

–¿Disculpe?

–Debería llamarme Su Excelencia, especialmente cuando cree que me está reprendiendo. Eso añade ese pequeño toque irreverente que me encanta.

Eleanor no se mostró afectada por el hecho de haberse dirigido de manera inapropiada a su nuevo jefe.

–Le pido disculpas, Su Excelencia –dijo ella, como si no estuviera nada intimidada por él–. Esperaba que alguien me trajera desde la estación. No tener que darme un paseo helador por el campo.

–Dicen que el ejercicio mejora la mente y el cuerpo –contestó él–. Yo tengo un metabolismo alto y una gran inteligencia, así que, no he tenido que ponerlo a prueba, pero no todos tienen tanta suerte.

Había suficiente luz como para que Hugo se percatara de que Eleanor lo miraba con furia y de que sus ojos eran de color miel.

¿Sugiere que no soy tan afortunada como usted? –preguntó ella conteniendo su furia, tal y como él esperaba.

–Depende de si cree que la vida de un duque consentido es una cuestión de suerte y de las circunstancias, en lugar del destino.

–¿Y usted qué cree?

Hugo estuvo a punto de sonreír. No sabía por qué. Tenía algo que ver con el brillo de su mirada.

–Le agradezco que piense en mi bienestar –añadió ella–, Su Excelencia.

–No era consciente de que la última institutriz se hubiera marchado, aunque he de decir que no me sorprende. Era una mujer delicada. Se decía que no paraba de llorar en el ala este. Soy alérgico a las lágrimas de mujer. He desarrollado un sexto sentido. Cuando una mujer llora cerca de mí, huyo al instante, y de forma automática, al otro lado del planeta.

Eleanor lo miró sin más.

–No soy una llorona.

Hugo esperó.

–Su Excelencia –añadió él, al ver que ella no tenía intención de decirlo–. No insistiría en dicha formalidad de no ser porque parece que le molesta. De veras, Eleanor, no pretenderá moldear la mente de una joven a su voluntad, convirtiéndola en carne de terapia, si ni siquiera puede recordar la necesidad de emplear una manera cortés de dirigirse a mí. Es como si nunca hubiera conocido a un duque.

Ella pestañeó.

–Nunca había conocido a uno.

–Yo no soy un buen representante. Soy demasiado escandaloso. Quizá lo haya oído alguna vez –se rio, al ver que ella trataba de mantenerse inexpresiva–. Veo que sí lo ha oído. Sin duda es una ávida lectora de prensa amarilla y de sus artículos sobre mis múltiples pecados. Solo espero que en persona resulte la mitad de llamativo.

–Soy la señorita Andrews.

–¿Disculpe?

–Preferiría que me llamara señorita Andrews –inclinó ligeramente la cabeza–, Excelencia.

Hugo sintió que algo se movía en su interior. Algo peligroso.

Imposible.

–Permita que le aclare algo desde un principio, señorita Andrews –comentó él, mientras el caballo no paraba de moverse–. Soy igual de malo como me pintan. O peor. Soy capaz de arruinar una vida con solo mover un dedo. La suya. La de los niños. La de los peatones que caminan por la plaza del pueblo. Tengo tantas víctimas que el hecho de que el país siga en pie es cuestión de suerte. Soy mi propio enemigo. Si eso le supone algún problema, la señorita Redding se encargará de buscar una sustituta. Solo necesita decirlo.

–Ya le he dicho que no tengo intención de que me sustituyan. Y desde luego, no por voluntad propia. Si quiere sustituirme o no, dependerá de usted.

–Quizá lo haga –arqueó una ceja–. Detesto a las cazadoras furtivas.

Ella lo miró como si él estuviera a su cargo, y no al revés. Odiaba el hecho de que Isobel hubiera hecho lo que le había prometido que haría: mantener sus garras sobre él incluso desde la tumba.

–Debe hacer lo que le plazca, Excelencia, y algo me dice que lo hará…

–Es mi don. La expresión de mi mejor yo.

Sin embargo, le sugiero que vea cómo me ocupo de la niña antes de que me envíe a hacer las maletas.

La niña. Su pupila.

Hugo odiaba tener que pensar en el bienestar de otra persona cuando él se ocupaba tan poco de su propio bienestar.

–Es una excelente idea –murmuró–. Me ocuparé de que la esté esperando en el recibidor principal cuando entre en la casa. No tardará mucho. Le quedan unos cinco minutos a buen paso.

–Debe estar bromeando.

–Está bien. Diez minutos, puesto que supongo que tendrá las piernas más cortas que yo. Es difícil saber, puesto que parece que lleva un abrigo de plumas lo bastante grande como para dejar a toda la población de Reino Unido muerto de frío. Suponiendo que sea eso lo que la hace parecer tan… Hinchada.

–Su hospitalidad es realmente estimulante, Excelencia –dijo ella, al cabo de un momento.

El hecho de que fuera capaz de mantener la calma, lo molestaba.

No le gustaba.

Igual que no le gustaba no ser capaz de recordar cuándo había sido la última vez que alguien había conseguido inquietarlo de esa manera.

–Como siempre, esa es mi única meta –contestó.

Entonces, porque podía, y porque se había propuesto ser tan terrible como se esperaba que fuera, Hugo dio la vuelta y se marchó galopando. Dejando sola a la señorita Eleanor Andrews, buscando el camino hasta la casa.

Hasta su pupila.

Y hasta la vida que él nunca había deseado, pero había heredado. O que, como dirían otros, se había ganado y merecía.

Después de todo, era el destino y no la suerte.

Hugo sabía que no importaba. De cualquier manera, estaba atrapado.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Quince minutos más tarde, Eleanor se detuvo frente a la puerta de la casa.

Entonces, se preguntó por qué había aceptado ir allí. ¿Realmente era necesario que se aislara en aquella casa señorial?¿El dinero compensaba el hecho de tener que retirarse en Yorkshire con un hombre con el que pensaba que nunca se encontraría cara a cara, y al que no quería volver a ver?

¿Y por qué por una vez en la vida, Vivi no hacía algo por sí misma?

Esos pensamientos hacían que se sintiera mal. Era como si estuviera traicionando a Vivi después de que ella hubiera estado a punto de morir en un terrible accidente. Y hubiera luchado tanto por sobrevivir. Eleanor había sido la única que había salido indemne.

A veces se sentía culpable por ello, como si fuera su propia cicatriz.

–Deja de sentir lástima por ti misma –se amonestó–. Ya has aceptado el puesto.

Llamó a la imponente campana que estaba junto a la puerta. El sonido la trasladó a la época medieval, como si esperara que apareciera un príncipe azul.

Se estaba dejando llevar por su imaginación. Era eso lo que aquel hombre le había provocado con su sonrisa y su boca, cuando no era más que el mismo personaje sobre el que había leído durante años en los periódicos. O peor.

El hecho de que fuera mucho más atractivo que en las fotografías, tampoco ayudaba. Además, no parecía tan necio como ella había imaginado y se había mostrado bastante irónico.

No obstante, cuando se abrió la puerta, Eleanor no se encontró con un duque desagradable, sino a una niña pequeña de ojos azules y mirada suspicaz.

Una niña con el cabello pelirrojo y pecas en la nariz. Una niña que provocó que a Eleanor se le entrecortara la respiración, porque era imposible mirarla y no acordarse de su difunta madre, la famosa Isobel Vanderhaven. Isobel, aquella mujer de amplia sonrisa que parecía la mejor amiga de todo el mundo.

–No necesito una institutriz –anunció la pequeña en un tono retador.

–Por supuesto que no –convino Eleanor, y la niña pestañeó–. ¿Quién necesita una institutriz? Sin embargo, eres afortunada por tener una.

La niña la miró un instante, mientras el viento de octubre transportaba el olor a lluvia e invierno

–Soy Geraldine –frunció los labios–. Aunque seguro que ya lo sabes. Siempre lo saben.

–Por supuesto que sé cómo te llamas –dijo Eleanor–. No podría aceptar un trabajo si no supiera el nombre de la persona que voy a tener a mi cargo, ¿no crees?

Eleanor sabía que, si no hacía algo al respecto, aquella niña permanecería en la puerta sin moverse. Entonces, empujó la puerta con la mano que tenía libre y entró en la casa mientras Geraldine la miraba con una mezcla de sorpresa e interés.

–Normalmente se quedan en la entrada, escribiendo mensajes y lamentándose.

–¿Quiénes se quedan ahí? –Eleanor cerró la puerta y se volvió para mirar el recibidor. Se alegró de que la niña no le estuviera prestando mucha atención, porque estaba dentro de un verdadero castillo.

O casi. Groves House tenía un aspecto lúgubre desde fuera, pero su interior resplandecía. Eleanor no estaba muy segura de cuál era el motivo. ¿Las paredes serían de oro? ¿O era la manera en que las lámparas iluminaban los muebles y los cuadros?

–Todo el mundo conoce mi nombre –dijo Geraldine–. A veces me llaman a gritos en el pueblo. Eres la décimo quinta institutriz que he tenido hasta el momento, ¿lo sabías?

–No.

–La señora Redding dice que soy desobediente.

–¿Y tú qué crees? –preguntó Eleanor–, ¿Lo eres?

Geraldine se quedó un poco sorprendida por la pregunta.

–Puede.

–Entonces, puedes dejar de serlo, si quieres –Eleanor miró a la niña y no vio nada de desobediencia en ella. Lo que veía era una niña que se sentía sola tras la pérdida de sus padres y a la que habían mandado a vivir con un extraño. Ella se sentía identificada. Inclinó el rostro para acercarse a ella y le susurró lo que nadie le había dicho a ella cuando se quedó huérfana y preocupada por si Vivi sobreviviría a la siguiente operación.

–Da igual si te portas bien o mal. Desde ahora mismo sé que seremos buenas amigas para siempre. Después de todo, cuando las cosas se complican, una amiga no cambia de opinión sobre otra amiga.

Geraldine pestañeó. Nada más. Era suficiente. Eleanor comenzó a desabrocharse el abrigo.

No es más desobediente que cualquier otro ser humano de la misma edad –se oyó una voz masculina desde el otro lado del pasillo–. Tiene siete años. No encasillemos a la niña tan deprisa ¿de acuerdo?

Eleanor deseó no haber reconocido aquella voz. Tardó un instante en reconocer a Hugo entre el brillo del recibidor, pero allí estaba, mirándola desde la puerta de una de las habitaciones que daban al recibidor, como si no tuviera ni una sola preocupación en el mundo.

Porque, por supuesto, no la tenía.

«No se parece en nada a un duque», pensó Eleanor. Se acercó a ella vestido con unos pantalones vaqueros desgastados y las manos en los bolsillos. Llevaba una camiseta rasgada por aquí y por allá, como esas que Eleanor había visto en las tiendas que le gustaban a Vivi. Era el tipo de prenda que en otro hombre habría parecido un trapo viejo, pero Hugo no había mentido al hablar de su metabolismo. O al menos, así era como Eleanor quería ver al hombre atractivo que se acercaba a ella: en términos de su metabolismo.

El cuerpo de Hugo Grovesmoor era perfecto, como si fuera una de las estatuas de su recibidor. Tenía un torso ancho y una cintura estrecha. Los ojos de color ámbar, y el cabello oscuro y alborotado como si hubiese estado galopando en una alcoba en lugar de a caballo. Y esa manera de fruncir la boca que tenía, podía provocar un desastre.

Eleanor notaba que todo su cuerpo había reaccionado, incluso aquellos lugares que hacía tiempo había olvidado.

–La niña ya está encasillada –contestó ella sin pensar y mirando de nuevo a su alrededor–. Se lo garantizo.

Hugo se acercó a ella y se detuvo a poca distancia. Y allí permanecieron los tres, de pie frente a la gran puerta de entrada.

Era mucho peor tenerlo tan cerca. Eleanor empezó a ponerse nerviosa. Lo miró y notó que una ola de calor la invadía por dentro. Entonces, trató de convencerse de que era porque todavía llevaba el abrigo puesto. Se había sonrojado por culpa del abrigo tan cálido que llevaba. No tenía nada que ver con Hugo.

Él sonrió como si hubiese sido capaz de leerle la mente.

Entonces, miró a Geraldine.

–¿Y bien?

La niña se encogió de hombros.

–No tiene sentido que esta mujer se instale como las demás, si después vas a empezar a quejarte.

Eleanor pensó que el tono de voz de Hugo era diferente. No exactamente más dulce, pero sí más cuidadoso.

Estaba tan ocupada tratando de averiguar por qué le parecía diferente que apenas comprendió sus palabras.

–Disculpe. ¿Está hablando de mi empleo?

Hugo la miró y ella sintió el calor de su mirada en muchas zonas del cuerpo. Mucho más intensa.

–Estamos hablando de eso –arqueó una ceja–. Aparentemente, usted solo ha estado escuchando a escondidas.

Eleanor apretó los dientes.

–Habría escuchado a escondidas si estuviera oculta tras las flores, o tratando de pasar desapercibida entre la recargada decoración –forzó una sonrisa–. No estoy escuchando a escondidas, pero usted está comportándose de forma inapropiada.

–No es de buena educación acusar así a una personita inocente, ¿no cree? –preguntó Hugo, y Eleanor tuvo la sensación de que estaba bromeando.

Aunque, ¿por qué iba a bromear el Duque de Grovesmoor con alguien tan insignificante como ella, una institutriz que parecía que ya no quería contratar? Eleanor trató de no pensar en ello y concentrarse en la parte de aquella situación que podía controlar.

–Creo que los tres sabemos muy bien con quién estoy hablando –Eleanor miró a Geraldine y sonrió con sinceridad–. No me sentiré dolida si quieres que me vaya, Geraldine. Y no me importará si me lo dices en persona, pero el duque está poniéndote en una situación incómoda, y eso no es justo.

La vida no es justa –murmuró Hugo.

Eleanor lo ignoró, deseando que le resultara más fácil hacerlo.

–Está muy bien no saber lo que quieres –le dijo a la niña–. Nos hemos conocido hace cinco minutos. Si necesitas más tiempo para tomar una decisión, está bien.

–Habla con tanta autoridad que parece que estemos en su casa y no en la mía –dijo Hugo.

Después, miró a su alrededor como si nunca se hubiera fijado en el recibidor, a pesar de que Eleanor sabía que él había nacido en aquella casa. Al parecer, al duque le gustaba hacer un poco de teatro.

–Pero no –continuó él, como si alguien se lo hubiera discutido–, es el mismo recibidor que recuerdo desde mi infancia, cuando una institutriz mucho más estricta que usted fracasó a la hora de convertirme en un hombre decente. Los retratos de mis antepasados en las paredes. Grovesmoors en todas las direcciones. Eso sugiere que el que tiene autoridad aquí soy yo, y no usted, ¿no cree?

Es curioso –dijo Eleanor, mirándolo como si no la hubiera intimidado–, la agencia tiene la sensación de que, en este caso, Geraldine es quien tiene la autoridad.

–¿Usted cree? –preguntó Hugo y la miró fijamente.

–Me gusta –intervino Geraldine–. Quiero que se quede.

El duque no apartó la mirada de Eleanor.

–Sus deseos son órdenes para mí, mi querida pupila –dijo él, con el mismo tono cuidadoso de antes.

Eleanor sintió que algo se removía en su interior. Era como si hubiera bebido demasiado. Sentía mucho calor. Tenía la sensación de que una mano invisible los sujetaba en el sitio, muy cerca uno del otro.

«Solo es el abrigo» pensó con desesperación, pero él estaba muy cerca. Era muy alto y se inclinaba hacia ella de la misma manera que se había inclinado desde el caballo. Solo era un hombre. No un animal peligroso.

Él se movió una pizca, sacó una mano del bolsillo y la levantó. Al momento, el recibidor se llenó de gente.

Geraldine se quedó al cuidado de dos niñeras. Alguien agarró las maletas de Eleanor, otra persona se llevó su abrigo, y una mujer mayor con el cabello recogido en un moño se acercó a ella con una tensa sonrisa.

La señora Redding, supongo –comentó Eleanor cuando la mujer se acercó.

–Señorita Andrews –la mujer la saludó sin emoción en la voz–. Acompáñeme.

Mientras la seguía al interior de la casa, Eleanor se percató de que el duque no estaba por ningún sitio. Había desaparecido, y ella se sintió aliviada.

–Le pido disculpas por el hecho de que nadie fuera a recogerla a la estación –dijo el ama de llaves mientras avanzaban entre las habitaciones.

Eleanor se alegró de no tener que detenerse demasiado en ninguna de las habitaciones porque se habría quedado maravillada durante días.

–Ha sido un despiste.

Por algún motivo, Eleanor lo dudaba. O dudaba de que aquella mujer se despistara. Era su primer día y ya había hecho enfadar a su jefe, así que era mejor que no investigara más.

–He dado un paseo muy agradable –dijo ella–. Ha sido una buena oportunidad para conocer la zona. Y el clima.

–Tendrá que tener cuidado con el viento. Aparecen de la nada y soplan con fuerza. Ya descubrirá que acaba poniendo nervioso a cualquiera.

Eleanor pensaba que la señora Redding hablaba de algo más aparte del viento de Yorkshire.

–Me aseguraré de vestirme de manera apropiada para los elementos –dijo Eleanor.

La señora la guio por el pasillo y se detuvo al final.

–Estas son sus habitaciones –dijo la señora Redding–. Espero que sea suficiente. Me temo que es un poco menos espaciosa de lo que esperaban algunas de las institutrices anteriores.

Eleanor quería decirle a aquella mujer que esperaba una habitación del tamaño de un armario, o un camastro en el sótano. No obstante, no fue capaz de pronunciar palabra. Una vez más, estaba abrumada.

La señora Redding había dicho «habitaciones», y no se había equivocado.

El apartamento que compartía con Vivi cabía en una parte de la primera habitación. Y Eleanor tardó unos instantes en darse cuenta de que era su salón. La señora Redding continuó hasta otra habitación. Eleanor se percató de que era su vestidor.

El dormitorio estaba junto a un gran baño. En un lado había una gran cama con dosel y postes de madera tallada. También había una chimenea y varios lugares para sentarse, como si el salón no fuera suficiente.

Eleanor sonrió con calma y se dirigió a la señora Redding.

–Suficiente –murmuró, tratando de parecer moderna y profesional, y no como una niña emocionada ante una tienda de caramelos.

Después de que la señora se marchara, dejándole instrucciones acerca de dónde y cuándo tenía que dirigirse Eleanor para mostrarle sus tareas, ella se encontró de pie en medio de aquella habitación. Se sentía fuera de lugar, igual que se había sentido En el piso de abajo, donde la arrogancia del duque la había hecho olvidarse de sí misma y pensar en la soledad de Geraldine.

No obstante, en aquella lujosa habitación, no tenía nada a lo que enfrentarse. A nadie a quien defender. Solo un vacío alrededor.

Nada más que a sí misma.

Fuera quien fuera.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Hugo no sabía en qué se había metido.

No sabía qué tenía Eleanor Andrews para que lo hubiera afectado tanto. Lo que era evidente era que Hugo Grovesmoor, que nunca había perseguido a una mujer en su vida, había estado esperando a encontrarla.

Era extraordinaria.

Hugo anhelaba ver qué diablos se ocultaba bajo aquel enorme abrigo. No descubrirlo podía quitarle el sueño por la noche. ¿Sería una criatura como esos monstruos que salen en las películas? ¿O había ocultado su esbelta silueta bajo una especie de armadura?

Al ver que ella no se desabrochaba el abrigo en el recibidor, él supo que lo mejor sería que se retirara a su zona de la casa, y continuara viviendo su vida, olvidándose de su pupila y de la institutriz que cuidaría de ella.

Así que no podía explicarse por qué estaba en el ala de la casa que le había cedido a Geraldine, solo porque sabía que la señora Redding estaba explicándole a Eleanor dónde y cómo debía hacer su trabajo. Los aposentos de la institutriz estaban en dicha ala, una planta más arriba, junto a la escalera.

–No esperaba encontrarlo, Excelencia –dijo la señora Redding cuando salió del cuarto de juegos y se encontró a Hugo mirando los cuadros del pasillo.

–No sé por qué no, señora Redding. Soy el propietario de la casa. Sin duda, es esperable que aparezca tarde o temprano.

–¿En la zona infantil? No es habitual –dijo la mujer con tono acusador–. Y, sin embargo, aquí está.

Hugo se volvió y sonrió un instante hacia la señora Redding antes de mirar hacia Eleanor.

En ese mismo instante, comprendió que había cometido un gran error.

Eleanor no era tan voluminosa como sugería su abrigo. Ni tampoco tan delgada como algunas de las institutrices anteriores, de mirada ávara y ambiciosa.

Justo lo contrario. Tenía el cuerpo de una diosa. De una diosa de la fertilidad. Eleanor tenía unos senos generosos, una cintura estrecha y anchas caderas. Hugo deseaba acariciárselo. Llevaba una blusa tupida y unos pantalones normales, pero parecía una modelo. Su cabello recogido la hacía todavía más intrigante. Él deseaba acariciárselo, o sentir su melena sobre el cuerpo desnudo.

Hugo sabía que tenía que parar. Inmediatamente.

Debía darse la vuelta y alejarse de ella, sobre todo al ver que ella fruncía el ceño. Otras mujeres que habían ido a su casa habían sonreído, o le habían puesto ojitos. Incluso se habían vestido de forma inapropiada mientras paseaban bajo la lluvia para atraer su atención.

Eleanor Andrews, sin embargo, llevaba el abrigo más feo que él había visto en su vida, como si no le importara resultar atractiva. No ocultaba que sentía poca estima hacia Hugo y le dedicaba gestos de desaprobación a pesar de estar en su propiedad, como si no le importara que fuera él el que iba a pagarle su salario.

Era casi como si no quisiera nada de él.

Era algo tan sorprendente que Hugo estuvo a punto de fruncir el ceño al pensarlo. Se detuvo justo a tiempo. Hugo Grovesmoor no fruncía el ceño. Eso implicaría que él tenía pensamientos, y no podía ser. Se le consideraba un malvado depredador que había sido enviado a la tierra para estropear todo lo bueno.

Hacía mucho tiempo que había aprendido cuál era su lugar.

Sin embargo, respondió:

–Yo terminaré de mostrarle el lugar a la señorita Andrews.

Entonces, al ver que las dos mujeres lo miraban asombradas, se preguntó si sus pensamientos impuros habrían quedado reflejados en su rostro. Una vez más, esa era la ventaja de poseer la mitad de Inglaterra ¿no? Podía hacer todo lo que se le antojara.

–¿No ha quedado claro? –preguntó después.

La señora Redding se excusó y se retiró, dejando a Hugo donde no debía estar. A solas con Eleanor.

La última institutriz que había contratado para cuidar de su pupila, una mujer que tenía un cuerpo que provocaba que él se sintiera como un adolescente. Y que no pudiera pensar más que con la entrepierna.

Es muy amable al dedicarle tiempo de su ocupada agenda a una de sus empleadas de rango más bajo, Excelencia –dijo Eleanor–. Supongo que debe tener gran número de asuntos pendientes que requieran de su atención.

–Docenas cada minuto –convino Hugo–. Sin embargo, aquí estoy, dispuesto a esperarla y a acompañarla como un buen anfitrión.

Ella sonrió. Era una sonrisa heladora que no debería haberlo afectado de esa manera, como un golpe de calor sobre una zona del cuerpo que ya estaba demasiado dura.

–Yo no soy una invitada, Excelencia –dijo Eleanor, como si se hubiera sentido ofendida.

–Estoy seguro de haber oído una crítica explícita acerca de mi hospitalidad, ¿no es así? Afuera, cuando me preguntaba si era un cazador furtivo que se había colado en mi propiedad.

–Nunca me lo preguntó realmente.

Sin embargo, me siento como si le hubiera hecho muchas preguntas y no me contestara ninguna. Y muchas otras que me surgieron durante su actuación en el recibidor.

Ella lo miró furiosa y frunciendo el ceño:

–¿Mi actuación?

Hugo arqueó las cejas y esperó.

–Excelencia –añadió ella.

–No sé cómo llamarlo si no «actuación» –entornó los ojos–. Quizá podría explicarme por qué le dio falsas esperanzas a la niña. ¿Es su método?

–Geraldine es una niña encantadora. Aunque si soy sincera, da la sensación de que se siente sola y un poco perdida. Espero ser capaz de ayudarla de alguna manera. Por supuesto, suponiendo que me permita hacerlo.

–¿Cree que yo evitaría que hiciera el trabajo para el que la he contratado? Tiene unas ideas curiosas, señorita Andrews. Y parece que bastante imaginación. ¿Está segura de que es la mejor elección para una niña que considera sola y perdida?

Eleanor se encogió de hombros.

Al margen de si soy o no una buena elección, parece que soy la única institutriz que hay.

–Algo que podría cambiar en un instante. A mi antojo.

Ella se encogió de hombros una vez más.

–No hay nada que yo pueda hacer para controlar sus antojos, Excelencia. ¿O sí? Será mejor hacer lo que sea y confiar en lo mejor.

–¿Lo mejor es algo como la escena de hoy? ¿Contarle a una niña vulnerable que será su amiga para siempre, cuando ni siquiera se había quitado el abrigo o deshecho las maletas? ¿Sin ni siquiera saber si le cae bien? –negó con la cabeza–. La mayoría de las mujeres que han ocupado su puesto, se interesaron más por mí que por la niña, señorita Andrews.

–Mayor motivo para que alguien le preste atención a la pobre niña –dijo Eleanor–. Es evidente que está deseando tener compañía.

Eleanor lo miraba como si él fuera algo despreciable. Y él conocía esa mirada. La había recibido muchas veces por parte de amigos, familiares o extraños. No solía recibir miradas amistosas, y hacía mucho tiempo que se había acostumbrado.

Por algún motivo, ver esa mirada en el rostro de aquella mujer lo afectó demasiado.

–¿Por qué quiere este trabajo?

¿Y por qué no iba a quererlo? –repuso ella con frialdad–. Otras catorce mujeres lo han tenido anteriormente. Es evidente que es muy popular.

–Esa no es una respuesta. Y, aunque le sorprenda, sé distinguir la diferencia entre lo que es una respuesta y lo que no –sonrió–. No solo soy un hombre atractivo, señorita Andrews.

–No comprendo el motivo de esta conversación. ¿Ahora que me he mudado a esta casa y ya he conocido a su pupila, cree que es el momento de hacerme una entrevista personal?

–¿Y si lo creo?

–Es un poco tarde, ¿no le parece?

–Lo que me parece es que soy su jefe. ¿O es que tengo alucinaciones y me imagino que soy el Duque de Grovesmoor?

Hugo no se había dado cuenta de cuándo se había acercado a ella. O quizá había sido ella la que se había acercado a él. No estaba seguro. Lo único que sabía era que estaban demasiado cerca como para estar tranquilo.

No sé si se lo está imaginando o no –dijo Eleanor, con las manos en las caderas–, pero si no es el Duque de Grovesmoor, ha conseguido suplantar su identidad.

Ella no era una mujer como las que había conocido en otras ocasiones. Su actitud demostraba que no se sentía intimidada por él y Hugo no estaba acostumbrado a que lo desafiaran. Al menos, no con tanto descaro. No obstante, Hugo no anhelaba abusar de la autoridad que le otorgaba su título de Duque para machacarla. Lo cierto era que aquella mujer le provocaba deseo.

Anhelaba besarla y saborearla. Nunca había sentido algo parecido.

–Señorita Andrews, le sugeriría que recordara quién de nosotros es el duque y quién la institutriz.

–No creo que vaya a olvidarlo –contestó Eleanor, sin pensar–. Me habían prometido que apenas tendría relación con el propietario de la casa, Excelencia. Que usted nunca estaba disponible es algo que quedó muy claro en todas las entrevistas.

–La mayoría de las mujeres que aspiran a este trabajo desean verme, señorita Andrews. Debería darse cuenta de que ese es el primer motivo por el que frecuentan los pasillos de la casa. Y la razón principal por la que son despedidas poco después.

Ella ladeó la cabeza.

–¿Y qué es lo que hacen para que las despidan?

–Eso se lo dejaré a su imaginación.

¿Ha perseguido a todas ellas por la finca, montado en un gran caballo?

Hugo estuvo a punto de reírse.

–¿Volveré a preguntarle por qué quiere este trabajo? No parece que comprenda los límites habituales que regulan a las personas que desempeñan su puesto. O que tenga cierto sentido de autoprotección.

–Le pido disculpas, Excelencia –dijo ella–. Lo único que quiero hacer es empezar a trabajar. Hay una niña cenando en el otro extremo de este pasillo y me gustaría conocerla un poco antes de empezar las clases. Si no necesita nada más…

–El jefe soy yo, señorita Andrews –le recordó–. Usted es una empleada. Su manera de dirigirse a mí es irrespetuosa, por no decir ridícula. ¿Por qué intenta contrariar a la persona que le va a pagar un salario muy generoso?

Ella mantenía el ceño fruncido, y Hugo todavía deseaba besarla.

–De hecho, no me pagarán durante dos semanas –dijo ella, como si no pudiera contenerse.

Eso ya es diferente –murmuró Hugo.

Y entonces, como le encantaba complicar las cosas, la besó.

Estaban tan cerca que parecía imposible evitarlo. Quizá esa era la excusa. Le acarició la mejilla y se maravilló al sentir la suavidad de su piel, y lo fácil que resultaba besarla a pesar de que lo había estado mirando con mucha seriedad.

De pronto, se encontró con un verdadero problema, porque Eleanor tenía un sabor mágico.