Con todo cariño y respeto para JLB, FM, GL y JKT.

Y de una vez, para no dar más vueltas, también para el PCM.

IT’S A HARD LIFE

—Por qué lloras, gordo.

—No estoy llorando.

—Claro que sí.

—Claro que no.

—A ver, voltea. ¿Ves? Sí estás llorando.

Como uno de esos rayos de claridad que atacan una sola vez en la vida y que permiten deliberar con toda franqueza con uno mismo, Bronski se dio cuenta de que más bajo no podía caer. Fue en el preciso momento en que sacó un pedazo de tortilla revuelto con sangre de entre las tripas del tercer paisano. Soy un pinche fracaso, se escuchó a sí mismo decir.

—¿Cuánto tarda en digerirse una tortilla, eh, güey?

—No sé, gordo. Cómo chingados voy a saber.

—A lo mejor este cabrón tenía mala digestión.

—Y a quién chingados le importa.

Bronski se imaginó que en su interior también podían estar, íntegros todavía, los cinco tacos que se comió en la casa de la abuela del terror. Sintió un escalofrío. Se imaginó a algún ojete metiéndole la mano entre las vísceras el mismo día de su muerte.

—Ya, cabrones. No sé ustedes pero yo sí tengo prisa. Menos plática y más acción.

La 22 de la Niñera brillaba como si fuera nuevecita. A lo mejor en el desierto, con un sol tan pesado como telón de fondo, todo parece nuevo y reluciente.

—Además, les quedan menos seis horas. Menos seis horas, pendejos. O sea que…

—Hacemos lo que podemos, pinche Gorilón —gruñó Patrocinio.

—Pues hagan más, idiotas.

Bronski sintió que se desmayaba. Era como la cuarta o quinta vez que sentía lo mismo desde que se bajó del tráiler y no ocurría nada. Y era como la cuarta o quinta vez que pensaba: Será que si uno presiente que se va a desmayar, a la mera hora no se desmaya. El chiste es dar el costalazo sin previo aviso ni nada, para que tu cabeza se parta como jarro contra una piedra. Si no, qué chiste. Siguió esculcándole las tripas al tercero.

—Si no hay nada, no hay nada, gordo —lo urgió la Niñera—. Pásate al siguiente. Y deja de llorar. Me cagan los chillones. Y más los gordos chillones.

Cambió de cuerpo. Se pasó al quinto.

—Ése te toca a ti, Patrocinio. No te hagas pendejo. Es uno y uno.

Su primo no dijo nada. Le arrojó a Bronski el cuchillo y siguió esculcando al segundo antes de decidirse a pasarse al cuarto.

—Con nuestra pinche suerte, va a estar en el último —sentenció el barbón.

La Niñera se rio, cosa rara.

—Con su pinche suerte, no va a estar en ninguno, idiotas. Y yo voy a tener que torturarlos por varias horas antes de matarlos y luego darme un tiro.

Los siete cuerpos de los migrantes se calcinaban a la orilla del tráiler volteado. El primero, de espaldas, con el agujerote en el vientre como una boca apuntando al sol, ya hasta olía a asado. Una nube de moscas diminutas eran las únicas invitadas al festín. Los zopilotes todavía no se animaban a bajar. Ni siquiera por el contenido del camión. Ni siquiera por los otros dos cuerpos que se calcinaban a varios metros de ahí.

Bronski le levantó la playera al quinto. Luego, cerrando los ojos y girando el rostro, le hundió el cuchillo. Se le volvió a escapar un sollozo. La orilla de su camisola estaba hecha una miseria. Pero en realidad así tenía ya todo el atuendo. Y acaso por eso es que tuvo ese golpe de claridad, porque a sus treinta y dos años estaba de rodillas en un desolado desierto texano, disfrazado como héroe de una galaxia muy muy lejana, metiéndole la mano en las tripas a un paisano muerto. Caer más bajo, imposible.

—Que dejes de llorar, pinche gordo —insistió la Niñera, encañonándolo.

Patrocinio se puso de pie escurriendo frituritas sanguinolentas de la mano, antes de pasarse al cuarto.

—Chale, güey. Pinches ojetes, si traían papas por qué no convidaron.

TRES VERSIONES DE JUDAS

Uno quisiera creer que es fácil distinguir a un detective, uno real, por el aura romántica que lo envuelve.

Qué va. Ni sombrero Fedora calado hasta las orejas, ni gabardina, ni un mísero cigarrillo colgando de la punta de los labios. Y cuando, además, cae una ligera lluvia como la de este momento y uno se encuentra enfundado en la misma ropa del día anterior —pantalones de pana desgastados, zapatos de gamuza, playera sin planchar y chamarra de la Universidad Nacional—, pareciera que el meterse a esto de detective es opción sólo cuando las chambas de taxista o de taquero no dieron resultado. Ni whisky en la bolsa de la chamarra. Ni una rubia misteriosa detrás de tu único caso.

Hacer la guardia frente a una vecindad tepiteña. El vocho a la vista. Esperar la señal de que el caso está cerrado, lluvia y todo. Eso te define. Un miserable día de trabajo. Como para que pasara un encuestador de ésos de la tele y preguntara: ¿Y usted, es población económicamente activa? Claro. ¿Y a qué se dedica? Yo, a detective, ¿qué no ve? Ah sí, claro, usted disculpe, se me peló su aura romántica.

Saco de la bolsa trasera de mi pantalón la foto de la Lágrima del Buda. Y suspiro. Si todo sale bien, en dos horas estoy con el patrón, en tres con mi vieja, a’istá lo de la méndiga fiesta de quince años de la Beba, pa’ que dejen de estar fregando, en cuatro sentándome a la computadora, la página en blanco —la pantalla en blanco— y en cinco, dándome vuelo en la tecleada.

Suena el celular, mi celular que ni mío es sino del señor Kosta. “Para que estemos en constante comunicación, profesor.” Y no, tampoco hay pistola en la sobaquera ni nada. Con lo caras que están las balas.

—Señor Kosta.

—Profesor. ¿Tiene noticias?

—No. Pero estamos a punto. Si todo sale bien… si todo sale bien…

No me lo esperaba, la verdad. Antes de las ocho de la mañana no hay venta. O casi nunca. Y el individuo que acaba de entrar a la vecindad…

—¿Pasa algo, profesor?

—Yo le llamo en un ratito, señor Kosta.

A tan temprana hora es imposible, pienso, que alguien entre a comprar droga, fayuca, yombina, pornografía. Pero no puede ser más que un cliente, a pesar del gran abrigo negro. O quién sabe. A ver si no resulta que habemos varios tras la misma cosa.

Sigo con la mirada puesta en las puertas y ventanas de la vecindad, en el piso superior, donde se supone que está la Lágrima del Buda. Tengo un mal presentimiento. Mis judas tendrían que dar la cara para hacerme ver que hay problema. Si hay problema, claro. Pero, a estas alturas, ya tendría que oírse el alboroto.

Abro la puerta del vocho y saco uno de mis libros. Me pongo a leer, como si con eso pudiera ahuyentar el mal presagio. Algún detective en alguna novela hará lo mismo, pienso para consolarme, aunque se le pringuen las hojas de minúsculas gotitas de lluvia y se le apague el cigarrillo que (se supone) le cuelga de la orilla de los labios. Algún detective. Richard Madden, por ejemplo.

Cierro el libro. Miro mi reloj. Ya se retrasaron. A esta hora ya debería haber empezado el escandalazo. Saco el estado de cuenta de la tarjeta de crédito para seguirlo estudiando. ¿Doscientos cuarenta y ocho nuevos pesos de un desayuno en el Vips? Saco la pluma y lo subrayo, igual que hice con los ciento treinta del Suburbia, yo sobándome el lomo en el trabajo y ustedes dándose vida de reinas, Olivia, no hay que ser.

Entonces, inicia el argüende. Se alcanza a escuchar el relajo hasta mi esquina. Pienso en mis judas haciendo su chamba para crear la confusión. Aviento el libro al interior del vocho. Espero su señal.

Y espero.

Y espero.

En vez de aparecer cualquiera de los tres que tengo pagados para decirme que puedo entrar, subir las escaleras, abrir la puerta, señorita, usted tiene algo que le pertenece a mi patrón, démelo y nadie saldrá lastimado, tonterías de script pues, que ni a pistola llego, surge por la ventana el cliente, el de la facha de cliente, su gran abrigo negro. Que se asoma. Que mide la altura. Que se descuelga hasta la calle. Que se echa a correr por todo el eje. Y yo, como un imbécil, con un estado de cuenta lleno de anotaciones entre las manos, sin haberle podido ver la cara, siquiera. La verdad, no me imagino ni a Hammer ni a Spade ni a Marlowe subiéndose a un vocho a la carrera y mentando madres porque la porquería de carcacha no arranca.

PUT OUT THE FIRE

—La verdad ya estoy hasta la madre de ustedes —dijo la Niñera después de horas de no hablar para nada. Desde que pasaron Junction no había dicho nada nadie. Ni siquiera Bronski, que se la había pasado suplicando por agua y ranitidinas, se había animado a decirle nada a la Niñera cuando atravesaron Fort Stockton.

—Viceversa, cabrón —contestó Patrocinio, nomás por no dejar.

El paisaje llevaba mucho tiempo de ser tan idéntico que mareaba: pura aridez, puro amarillo y marrón recortado de azul.

—Cámbiale a la música, ¿no, Nana? —dijo por fin Bronski desde el asiento trasero—. De veras, ya estuvo bueno de lo mismo. De todos modos esto ya está a punto de acabarse.

—De valer madre —corrigió la Niñera.

—Pues eso.

Miró la aguja del velocímetro: 95 millas constantes. No podía pasar mucho tiempo para que encontraran el transporte de Healthy Meat. No podía pasar mucho para ya encontrarle fin al asunto. Tampoco podía pasar mucho para que otras patrullas se les pegaran como la cola de un cometa y el asunto se terminara —valiera madre— antes de lo previsto.

—Parece que no les queda claro que ustedes de todos modos están muertos, cabrones —dijo la Niñera—. Qué más les da lo que oigan. Es más, hasta les debería dar gusto oír todavía lo que sea. Al rato no van a oír ni a los gusanos que se les metan a las orejas para tragárselos por dentro.

Patrocinio acarició en su mente la idea de agarrar el volante y arrebatárselo. Pero ya había tentado demasiadas veces al demonio; ya había hecho demasiadas pendejadas. De hecho, escuchó en su cabeza: Ya has hecho demasiadas pendejadas, pinche Patrocinio. No le costó mucho trabajo imaginar el brazo del tatuaje con el hombre toro volverse un puño y hundirse en su pómulo izquierdo.

—Es ése. ¿O no? —preguntó la Niñera, señalando la parte posterior de un tráiler que adelantaba a la patrulla por unos cien metros.

—No sé, Gorilón. Desde dentro no se veían muy bien las placas.

—No te hagas el chistoso, cara de chivo.

La Niñera empujó el pie del acelerador hasta el fondo y consiguió ponerse a la par del tráiler. El güero color camarón, como era de esperarse, se asustó al reconocer a Patrocinio. Shit, dijo, pero nadie más que el pollero lo escuchó. El pollero, de hecho, dijo algo similar. Dijo: Chingada madre. Y luego: Tú síguete, pinche Bob, no hagas caso o nos carga.

—Diles que se detengan, cabrón —urgió la Niñera a Patrocinio.

No hubo modo. El güero también sabía meterle al fierro. En un ratito se despegó de la patrulla.

—Ese güey está loco —afirmó la Niñera mientras le inyectaba gasolina al carburador.

—Nana, Nanita… Necesito agua, por favor —volvió a su cantaleta Bronski. Llevaba un rato pensando que aquello del “golpe de calor” era un fraude. El malestar que lo acometía daba como para desvanecerse y despertar días después con los ojos azules de una enfermera muy cerca de su rostro, Are you alright, Mr. Bronski? Can I do something for you?, no lo que estaba viviendo.

El tráiler alcanzó a otro de igual número de ejes y lo rebasó por la izquierda a toda velocidad como si las carreras de tráileres fueran de lo más normal en la interestatal 10. Cinco veces sonó la bocina del tráiler que estaba siendo rebasado. A saber cuántos choferes hijos de inmigrantes andan conduciendo para empresas gringas en Texas.

—Pinche loco, en serio —insistió la Niñera, rebasando también al otro tráiler.

—Nana… necesito agua. Y una ranitidina de trescientos. En serio.

Siguieron a toda velocidad en pos del tráiler. El pollero le decía al güero color camarón: Te dije, pendejo, que ese vato era policía. Up yours, le contestaba el que iba tras el volante, lamentando ya el haber aceptado participar en tanto desmadre por una mísera tercera parte.

Siguieron a toda velocidad, pero la inercia de la caja del tráiler se estaba volviendo peligrosa. Cualquier revire o enfrenón los hubiera precipitado a un final un tanto diferente al que habían planeado en Nuevo Laredo. Más si llegaban a Van Horn, donde seguramente habría cientos de patrullas esperándolos.

—Frénate, cabrón. Y salte p’al desierto —dijo el pollero.

—¿Qué? —respondió el güero.

—Yo me arreglo con este cabrón. Con mil que le demos nos suelta.

El tráiler prendió las luces intermitentes, redujo la velocidad, se orilló y alcanzó el acotamiento. El pollero bufó, se limpió el sudor, todavía se encomendó a una estampita de la virgen de San Juan de los Lagos que llevaba en la cartera, todo eso en el tiempo exacto como para que una bala entrara a la cabina desde la parte trasera y saliera por el techo.

—Qué pedo.

Otra bala, siguiendo prácticamente el mismo curso, puso las cosas en claro.

—¡Arráncate, cabrón!

El güero hizo todo lo posible por alcanzar la misma velocidad de bólido que llevaban antes, ahora por las piedras, los nopales, los cactos, pero cuarenta reses despellejadas, siete braceros, dos polleros arrepentidos y varias toneladas de fierro no son lo más idóneo para echar arrancones con una border patrol. Lo siguiente que vio el güero, por encima de su hombro, fue a Patrocinio con la cabeza aprisionada entre sus rodillas, la mano de la Niñera y el arma de la Niñera apoyándose en la espalda de éste. Un nuevo disparo, nuevas chispas sobre la carrocería del camión. Ahora fue él, nacido en Nebraska en los años setenta, metodista practicante, amante de Springsteen, el que dijo:

—Qué pedo.

De un volantazo le recargó la máquina a la patrulla y ésta tuvo que recular. Por unos instantes pudo ver con alivio en el retrovisor del lado izquierdo que el auto que los perseguía se quedaba atrás.

—Necesito ranitidina. Se me va a perforar la úlcera. Te lo juro, Nana.

—Deja de quejarte, carajo gordo. O te perforo la úlcera desde afuera.

Atravesaron por el medio un par de cerros. El tráiler traqueteaba como si se fuera a deshacer; y acaso lo haría, pensaba el pollero. Y también pensaba, ya aprovechando el viaje, que si hubieran agarrado para el sur en vez del norte, en una de ésas y alcanzaban la frontera, se bajaba en chinga, cruzaba el río y se olvidaba para siempre que alguna vez había intentado vivir pasando gente p’al otro lado. Al cabo de unos minutos la Niñera consiguió volver a ponerse en línea. El pollero aprovechó para aventar su estampita de la virgen por la ventana.

—Hazte para abajo, cabrón. Ésta no la fallo —dijo la Niñera.

Patrocinio volvió a hundir la cara entre sus muslos. Un nuevo disparo. Un nuevo volantazo del güero de Nebraska y el tráiler, ahora sí obedeciendo a todas las leyes de la mecánica clásica, dio un latigazo con la caja, un giro de noventa y tantos grados, un incontrolable arrastrar de ruedas y terminó por recostarse como un animal muerto, un dinosaurio abatido que levanta una enorme nube de polvo antes de dar el último aliento.

—Quítateme de encima, pendejo gringo.

—Shit.

Sin música, sin efectos especiales, con un siniestro silencio que contrastaba con el rugido de motores de la reciente persecución, escalaron hacia la ventana para intentar negociar algo. El gringo brincó a la arena. Luego el pollero. La Niñera ya se encontraba a un lado de la patrulla, pistola en mano.

—Hey, míster. No hay necesidad de ponerse tan violento. Si só…

Un nuevo balazo al parabrisas interrumpió los pobres intentos del pollero por conseguir rescatar algo.

—Abran la caja de esta madre. Uno de esos cabrones tiene algo que ya me cansé de perseguir por todos lados.

—Yes, sir —dijo el güero. De pronto estaba claro que no se trataba de ningún policía sino de un cabrón oportunista como millones hay en el mundo.

Se apresuró el güero a abrir la caja. Todas las reses se encontraban desparramadas en la pared que ahora servía de piso. Los mojados… los mojados…

—Hasta aquí llega el viaje, cabrones —dijo el pollero asomándose al interior—. ¡Hey! ¡Dije que hasta aquí llega el via…

Se miraron él y el güero como seguramente se miran los que saben que necesitan un milagro para salir vivos del atolladero. Una cabeza de ojos blanquecinos asomaba apenas por debajo de una de las reses. No hacía falta llamar a un médico para saber el diagnóstico de cada uno de los siete paisanos.

—¿Ves? Te dije, Patrocinio, que olía a humo en esa madre —afirmó Bronski, asomándose con temor a la oscuridad de la caja.

—Qué poca madre tienen ustedes —sentenció la Niñera.

—Yo… yo… —balbuceó el pollero.

—Corran, cabrones, antes de que me arrepienta de dejarlos ir —exclamó la Niñera.

Y sí, corrieron. Unos cuarenta metros en dirección a la carretera oculta por los cerros. Luego, dos balazos los obligaron a hincarse, a desguanzarse sobre la arena.

—Qué rápido te arrepentiste, Nana —afirmó Bronski, mordisqueándose las uñas de una mano.

—A trabajar, cabrones —apremió la Niñera—. Quiero el pinche diamante en mi mano antes de que esto se llene de pinches tiras. Ustedes sabrán cómo le hacen.

HISTORIA DEL GUERRERO Y LA CAUTIVA

Le pienso para hacer la llamada. Porque, de la posibilidad de estar en la enorme casa del patrón en Ciudad Satélite a las once de la mañana, tal y como prometí para cerrar el caso, he pasado en segundos al otro extremo, al inicio del tablero, al principio del camino. Como si apenas hubiera dado con el Barrabás, como si apenas le hubiera llamado para pedirle que me vendiera la Lágrima, como si no tuviera tres meses y pico en el méndigo caso.

Pero ya ni modo. A lo hecho pecho. Digito el número. Dejo salir un bufido.

—Profesor. ¿Buenas noticias? —dice el señor Kosta, del otro lado de la línea. Se ve que no esperaba otra llamada más que la mía puesto que ni siquiera se esperó a oír mi voz para atacar con su interrogatorio. Me lo imagino tirado en su cama, los aparatos que le conservan la vida haciendo ruiditos, el ayudante inglés sirviéndole sus medicamentos, la televisión acompañándolo antes de que dé el último suspiro, el auricular en la mano.

—No, señor Kosta. Lo siento. Tuvimos un pequeño inconveniente.

—¿Un inconveniente?

Pensar que ya hasta había hecho planes. Llegar a la casa temprano, prender la computadora, pedir privacidad hasta lasnueve o diez de la noche, un buen whisky después de las primeras diez páginas. Suplantación, se supone que será el título, que es lo único que tengo. Ya ni modo.

—Sí. Todo iba bien hasta que… señor Kosta, ¿usted sabe si alguien más está detrás de la Lágrima del Buda?

—¿Alguien más? ¿Cómo alguien más?

Me recargo en el volante. Miro hacia la vecindad, hacia el escenario tepiteño de mi derrota. La lluvia sigue. El plan era una verdadera tontería, nada complicado. Acaso por eso es que salió mal.

—Le explico. A las ocho y media llegó un agente encubierto que yo confundí con un cliente.

—¡Cómo! ¡Un agente encubierto!

Hay que utilizar este tipo de apelativos para aminorar el impacto de la propia estupidez, ésa es la verdad.

—Cuando los cargadores a quienes yo tenía pagados iniciaron la bronca en el interior, este agente ya se había colado. Se suponía que, aprovechando la confusión, yo entraría a la bodega y subiría al cuarto en el que Barrabás tiene a su prometida secuestrada para sustraer la joya. Pero no hubo tiempo de eso ni de nada. En menos de lo que se lo platico ya estaba el agente en la calle con el diamante. Todo lo que me informaron mis tres compinches fue que, en un ratito, la Lágrima del Buda ya no se encontraba ahí.

—¡Es imposible!

—Insisto, señor Kosta. Hay más gente detrás de la joya. Un equipo muy profesional, bien organizado.

—¡No lo puedo creer! ¡Tan cerca que estábamos!

No sé qué más decir. Siento que todo lo que agregue abonará para que el húngaro piense que soy un estúpido y un inútil. En momentos así no puedo evitar pensar en Olivia, A ver si ya vuelves a tus clases o te consigues un trabajo de a de veras, Ricardo, porque la renta no se paga sola, y espiar a la gente no es un trabajo, te lo digo yo que ya quisiera que me dieran un peso por cada cosa de la que me entero en este cochino edificio sin tener que estirar el cuello siquiera, en medio año ya sería millonaria, te lo juro, millonaria.

—¿Y qué más podemos hacer? —dice el señor Kosta, apesadumbrado. A ver si no se me muere y tenemos que cerrar el caso por causas de fuerza mayor, no por resultados satisfactorios.

Entonces, como si existiera eso que se llama fortuna, se estaciona un Grand Marquis negro frente a la vecindad. Y de éste se bajan Barrabás y William Perry, “el Refrigerador”. O al menos es el apodo mental con el que yo ubico al guarura principal del capo tepiteño, un negro que siempre anda vestido como motociclista —botas, pantalón y chamarra de cuero— y que bien puede pasar por el doble del defensivo de los Osos de Chicago sin ningún problema.

—No repare en gastos, profesor, se lo suplico. No detenga la investigación. Es muy importante para mí, lo sabe.

No digo nada. Pienso en algo inteligente que se tarda mucho en venir. Entonces, antes siquiera de que responda algo al patrón, ya está de vuelta en la calle el Refrigerador. Y yo, previendo lo que sigue, aventuro una plegaria y giro la llave del encendido. El vocho prende sin problema. A lo mejor es que eso que llaman fortuna sí existe.

—Lo sé, señor Kosta. Estoy por ir sobre una nueva línea de investigación. Yo le llamo en cuanto tenga noticias. Pierda cuidado.

“Línea de investigación.” Si me oyera mi vieja.

—Usted es mi última esperanza, profesor.

Apenas pasan de las nueve de la mañana. Cuelgo el celular y salgo inmediatamente detrás del Grand Marquis. Seguir a un auto a través de las calles lluviosas de una ciudad es una de esas cosas que se supone que hacen los detectives. Los tipos duros que atienden en su despacho de San Francisco y los exmaestros de bachillerato que viven en un multifamiliar de la colonia Obrera.