LAS ÚLTIMAS HORAS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS

Earth died screaming…

TOM WAITS

La gasolina se acabó apenas pasamos la esquina de Reforma y Bucareli. La moto pareció tener un ataque de tos y luego se apagó. Nada más. Wok mentó madres, intentó volverla a arrancar como si estuviera descompuesta; la pateó furioso, negándose a aceptar que se había terminado nuestro boleto.

—Pinche Aída, ¿de qué te ríes? –me dijo, mitad enojado, mitad divertido. Yo siempre me estoy riendo.

Dejamos la moto a los pies del Caballito de Sebastián. Antes era una escultura amarillo brillante; ahora es una mole herrumbrosa que obstruye Reforma, como casi todas las demás estatuas que habíamos estado jugando a esquivar desde que nos encontramos la moto.

Sin decir palabra, Wok trepó por el cadáver del monumento. Buscó desde arriba algún otro auto o vehículo que pudiéramos robarnos. U ordeñarle gasolina.

—Nada –murmuró desde su puesto de vigía.

A lo lejos se oían algunas explosiones, ya muy pocas.

—A caminar, mi reina –me dijo al bajar.

Llevábamos las patinetas colgadas entre los tirantes de las mochilas, y dentro de éstas, todo lo que nos quedaba de antes del colapso. No era mucho ni muy pesado, pero íbamos a extrañar la moto.

Teníamos unas dos horas de luz. Buscamos entre los edificios alguno que no se viera muy dañado. Los mejores ya estaban ocupados. Finalmente encontramos un hotel que parecía seguro.

Dentro estaba arrasado. Las alfombras y el tapiz habían sido arrancados, no sé si como vandalismo o rapiña. Como siempre, nadie había subido a los pisos superiores por flojera de las escaleras. Wok y yo no hablamos, temiendo que hubiera alguien más. Al final, el edificio resultó estar vacío.

Encontramos cuartos intactos en los últimos pisos.

—Qué raro –dijo Wok.

Ocupamos una habitación que daba a la calle. Ya había anochecido. Todo estaba oscuro, ni siquiera se veían las fogatas que a veces brillaban en los edificios.

Nos sentimos muy solos.

Descubrí que había agua caliente corriendo por la tubería. No lo pensé y tomé un baño. Hacía mucho que no me daba ese lujo. Wok se me unió al poco tiempo, después de atrancar la puerta. Yo tallaba su espalda tatuada mientras él jugaba con los anillos de mis pezones. Pensábamos que el agua se terminaría en poco tiempo. No fue así. Cuando eyaculó entre mis manos enjabonadas el chorro seguía cayendo.

—No lo entiendo –dijo mientras nos secábamos con las toallas que encontramos–, aquí todo está tan… bien.

Yo me reí.

—Eres un bobito paranoico. Gózalo y ya.

—Es que no es normal. Si yo hubiera estado aquí desde el principio, no me iría. Lo defendería.

—A la mejor se cansaron de esperar el Chingadazo. Como todo el mundo.

Wok no contestó. Nos quedamos viendo por la ventana hacia la oscuridad que nos ofrecía Reforma. Luego nos dormimos.

El llanto de Wok me despertó. Se revolvía entre las sábanas, las primeras sábanas limpias en las que habíamos dormido en semanas. Su sueño, como siempre, era intranquilo. Al final se levantó gritando. Estaba cubierto de sudor.

—Calma. Todo bien –dije.

—Es… la pesadilla. La puta pesadilla.

—Eso pensé.

Hundió su rostro entre mis rodillas, sollozando. Murmuraba algo que no podía entender.

—¿Qué?

—El Chingadazo. Ya viene. Está cerca, lo puedo sentir.

Me reí.

—No es chistoso, Aída. Ahora sí ya valió madres. Se acabó el mundo.

Volví a reír. Dije:

—Se ha estado acabando hace meses. Y no pasa nada. No tendría por qué pasar ahora mismo.

La pesadilla había empezado a atormentar en masa a los niños pequeños. Decían sentir el dolor de millones de personas a punto de morir, aunque eran incapaces de recordar ninguna imagen. Después lo empezaron a soñar más personas: adolescentes, ancianos. Pronto se convirtió en una señal más de la llegada del fin. Yo no recordaba haberlo soñado. Nunca recuerdo mis sueños.

Abracé a Wok, que se acurrucó en mis brazos. En poco tiempo volvió a quedarse dormido.

Nos despertó el ruido de una procesión que marchaba hacia el norte por Reforma. Me imagino que irían hacia el cerro del Tepeyac. Desde que se supo lo del meteorito, la Villa se había convertido en el destino obligado de los miles de sectas surgidos ante la desesperación del final.

Cuidando no ser vistos, nos asomamos a la ventana para verlos pasar. Eran miles, todos sufrían las consecuencias de una larga peregrinación. Sentí pena por ellos. Wok los observaba en silencio.

Al frente, cuatro sujetos llevaban cargando un trono en el que su profeta hablaba por un altavoz recogido de la basura. Lo reconocí inmediatamente, era Rodrigo D’Alba, un presentador de espectáculos de la televisión. Ahora vestía una túnica. Se había dejado crecer el cabello pero era inconfundible.

—Uno más que resuelve su vida –dijo Wok, quedito. Muchos actores y cantantes habían creado sectas así. Cuando el último de la caravana salió de nuestro ángulo de visión, Wok se levantó para decir:

—Bueno, vamos a buscar algo para desayunar.

Encontramos que en la cocina del hotel había una despensa bastante bien surtida, lo que aumentó la paranoia de Wok («Todo está demasiado bien, demasiado bien, carajo», repetía como un mantra). A mí sólo me dio hambre. Al final cocinó unos huevos foo-yong con camarones. Wok es medio chino, y cuando hay con qué cocina muy bien.

Comimos en silencio; él, temiendo que el olor atrajera a alguien indeseable. Estábamos hambrientos. Cuando acabamos, salimos para recuperar la moto. Lo que quedara de ella.

Afuera todo se sentía muy tranquilo; ya no se oían explosiones. Todos pensaban que la ciudad abandonada se convertiría en un campo de batalla. En realidad fue peor.

Ahora parecía que todo el mundo se cuidaba de no toparse con nadie. Con bastante éxito.

No quedaba nada de la moto. Algunos chatarreros debieron levantarla por la noche. Había sido bonito mientras duró.

Wok volteó hacia el cielo. En lo alto, el meteorito se veía como un puntito brillante, apenas del tamaño de un pixel. Nadie se imaginaría que iba a acabar con nuestro planeta.

—¿Crees que el Chingadazo tarde mucho todavía?

—No sé. Supuestamente deberíamos estar muertos.

—¿Cómo sabes?

Abrí una de las bolsas de mi mochila para mostrarle mi reloj de cuarzo. Lo tenía desde antes de que todo se derrumbara. Gracias al reloj no había perdido la noción de los días, como casi todos los demás. Con un poco de suerte la pila duraría hasta el impacto. Quizás un poco más.

—Ya tendría que haber sucedido –le informé–; algo falló. Hace dos semanas que estamos viviendo tiempo extra.

Wok no contestó. Abandonamos el lugar.

Sobre Reforma encontramos un hombre mayor vestido de traje en la parada del camión. Parecía ir desarmado, aunque nunca se sabía. Wok sacó su navaja de resorte; yo, mis chacos. Nos acercamos.

—Buenas –saludó Wok.

—Buenas tardes –contestó el hombre. Era un anciano.

Su ropa era vieja; aunque parecía bastante usada, iba impecable, con la camisa planchada y la corbata perfectamente anudada.

—¿Espera a alguien? –pregunté, por romper el silencio.

—No, señorita, sucede que no pasa mi camión.

Wok se rio. A mí, por primera vez en mucho tiempo, la situación no me pareció chistosa.

—¿Está loco? No ha pasado un solo camión hace meses. No va a pasar.

El hombre encaró a mi novio con total seriedad.

—Jovencito, eso no es pretexto.

—¡…!

—Pretexto… ¿para qué? –pregunté.

—Para no ir a trabajar, por supuesto.

Nos quedamos mudos. El hombre nos observaba como si los que estuvieran locos fuéramos nosotros.

—Señor, el mundo se está acabando…

—Mire, joven, éste es un país de instituciones. Si el camión no pasa en cinco minutos, me voy caminando, como todos los días. Punto. No vamos a permitir que nos rebasen estas cosas. Los mexicanos somos más grandes que cualquier desgracia. Ya lo vivimos en el temblor del 85.

No sabía qué decir. La sonrisa había desaparecido de la cara de Wok.

Sólo atinamos a esperar junto con el hombre.

Cinco minutos esperando un camión que nunca iba a llegar.

—Bien, esto no tiene para cuándo. Me voy caminando. Con permiso.

Lo vimos alejarse, confundidos, hasta que se perdió entre los escombros, camino al Centro.

Sin cruzar palabra, echamos a andar hacia el norte.

En el cielo, el meteorito había crecido. Se veía más grande que el sol.

Decidimos patinar. Evitamos hacerlo muy seguido para no gastar las llantas, pero no había moto y seguramente no encontraríamos nada parecido. La ocasión lo ameritaba.

El silencio era casi estruendoso. Recorrimos un largo trecho sin cruzar palabra. El único sonido ambiental parecía ser el de nuestras patinetas. A medida que avanzábamos, el paisaje –formado por edificios en ruinas y chatarra– parecía repetirse cíclicamente, como la escenografía de una vieja caricatura de Scooby-Doo.

Después de mucho rato llegamos a la zona boscosa. Los troncos resecos que quedaban de ella.

Pasamos por una estatua que no había sido derribada. Estaba llena de grafiti.

—Espera –dijo Wok. Nos detuvimos.

—Un héroe nacional –dije.

—No, éste era candidato a presidente, pero lo mataron.

—¿Y no es mérito suficiente?

—Supongo que sí. No hay mejor presidente que uno muerto. Ha sido el mejor de este país.

Nos reímos. Wok sacó de su mochila la última lata de spray que le quedaba. La agitó y pintó sobre la placa: ME VALE MADRE.

—Qué chistoso –dije cuando terminó.

—¿Qué?

—El futuro siempre parece mejor cuando no sucede. Como este tipo, que tiene una estatua por algo que no llegó a ser.

—Cualquier futuro es mejor que el nuestro. Y sí va a suceder.

Se refería al meteorito.

—Claro que no. ¿Te hubiera gustado crecer, quedarte pelón, convertirte en un ruco, decirles a los chavos que la música de tu tiempo era mejor?

—¡Yo no hubiera hecho eso!

—Claro que sí. Todos lo hacen. Mis papás eran punks. Ve cómo acabaron: uniéndose desesperados a la peregrinación de Vicente Vargas en busca de la Tierra Prometida de Aztlán. Vargas ni siquiera cantaba rock, sino ranchero.

Wok no dijo nada.

—No vivirás tu propia decadencia, disfrútalo –me di la vuelta para seguir patinando. Wok se quedó pensando un momento, luego se me emparejó.

—Perra. Siempre tienes la razón.

La vida no es tan cruel como dice Wok. No puede serlo. Tampoco es como lo que venden los gurús de la superación personal. No es cebolla cruda ni pastel de cerezas.

Es agridulce como el amor. Dulce como el querer, agria como el dolor.

Pero a veces da sorpresas. Ahí, literalmente a la vuelta de la esquina, esperándote para brincar hacia ti diciendo: «Hola, por una vez lo que hay para ti es una sorpresa agradable».

Así fue encontrar el coche. Un modelo eléctrico, de esos supercompactos de lujo, esperándonos al pie de la fuente de los petroleros, como si lo hubiéramos rentado por teléfono. Un Matsui del año, plateado.

Desde luego, Wok pensó que era una trampa. Al principio no se quiso acercar. Ahí nos quedamos largo rato, observando el auto, esperando a que sucediera algo, alguna desgracia amarga.

No pasó nada.

Cansada de esperar, me deslicé hacia el aparato.

—¡Aída! –gritó Wok, muerto de miedo.

Ya no sé lo que es el miedo. Lo que he visto acabó diluyendo esa palabra. Cuando el mundo se derrumba, no hay lugar para temores.

En el coche había restos de sangre seca. Hubo una lucha, perdida por el que manejaba el Matsui. Acaso era alguien rico que se refugiaba en el búnker de alguna mansión de las Lomas. Se le acabaría el agua, o la comida. Quizás intentó huir de la ciudad protegido por la noche. Mala idea. Una tribu caníbal le saldría al paso, de ésos a los que no les interesan las máquinas. Lo siento por el dueño del auto, pero seguramente alimentó a varios niños nómadas.

Wok se acercó al ver que no era una trampa. Comprobó que el auto funcionaba.

—Dejaron las luces prendidas. Debe tener la batería muy baja.

—Es mejor que patinar –dije, y le di un beso en la mejilla.

Arrancamos. Nunca me había subido a un auto de lujo.

Nos divertimos unos minutos esquivando obstáculos sobre el Periférico, pero la pila murió a los pocos minutos, apenas un poco adelante del Toreo. Wok logró volver a arrancar sin detenernos, pero cuando llegamos a las torres de Satélite el sistema se apagó definitivamente.

Dejamos el auto donde la inercia lo detuvo. Bajamos riéndonos como niños y tomados de la mano nos alejamos de ahí.

Los chatarreros nos lo iban a agradecer.

Pasamos el resto de la tarde como habíamos pasado el resto de las tardes desde que todo se vino abajo: buscando algo que no íbamos a encontrar porque no sabíamos qué era.

Nos dedicamos a patinar entre los restos de Plaza Satélite. El piso era liso y ya no había nómadas acampando en Liverpool. Decidimos pasar la noche en el departamento de muebles, aunque yo hubiera preferido el hotel de la noche anterior.

—No podemos desandar el camino. Para nosotros no existe ayer ni atrás –dijo Wok.

Sentí una tristeza inexplicable. No encontré motivos para reír más. Mi alegría comenzaba a secarse mientras los lagrimales se me humedecían, pero decidí ahogar mi pesar con las últimas risas que tenía guardadas. Con mi última reserva de alegría.

Seguíamos patinando cuando comenzó a oscurecer. Sin preludio, sentí algo frío deslizándose por mi espalda. Me detuve en seco. Wok se espantó.

—¿Qué sucede?

—Lo puedo sentir –dije. Él percibió la angustia en mi voz.

—¿Qué es? ¿Qué sientes?

Ahí estaba, era claro, no quedaba duda: una sensación helada que subía lentamente hasta mi cuello.

—¡Aída! ¿Qué sientes? ¡Me estás asustando!

Volteé hacia él. Una lágrima escapó de mis ojos bajando por la mejilla. Pensaba que había olvidado cómo llorar.

—Siento… el dolor de millones de personas a punto de morir.

El primer temblor llegó con la noche. Salimos corriendo al estacionamiento. Apenas tuvimos tiempo de tomar nuestras cosas, el centro comercial se derrumbó en medio de un rugido de metal torcido y concreto colapsándose.

Nunca vi morir a un elefante, pero me imagino que debió de ser algo parecido.

Soplaba un viento fuerte que en pocos minutos se llevó el polvo.

Nos quedamos agitados en el estacionamiento vacío. No parecía haber nadie en kilómetros. Sólo se escuchaba el aullido del aire tratando de ahogar el silencio. Sin decir nada, nos acostamos en el suelo.

—¿Ya se conocían tus papás en 1985? –preguntó Wok.

—Claro que no –contesté molesta–. Lo sabes bien.

—Ah.

—Mi mamá tenía siete años en 1985. Mi papá, trece –agregué en la oscuridad.

Wok contestó con un gruñido.

Un nuevo temblor sacudió el suelo.

—Tengo miedo –me dijo al oído.

Parecía como si el terreno se estuviera deslizando lentamente.

—Conque esto es el fin del mundo –dije suspirando.

Un pedrusco luminoso cruzó el cielo. Era una bola de fuego del tamaño de una naranja que cayó a varios kilómetros de nosotros.

—It’s better to burn out than to fade away –susurró él.

—Esa frase es de una película vieja.

—Pensé que era una canción. La murmuraba mi papá todos los domingos, con su cerveza, frente al televisor.

—También la decían mis papás. ¿Dónde estarán ahora?

Una nueva bola de fuego pasó por el cielo. Y luego otra.

—Seguro que rezando –dijo Wok.

Reímos.

—Te tengo una sorpresa –anuncié. Busqué en mi mochila a tientas. Era difícil sin una lámpara, pero finalmente los encontré y se los di.

—¿Unos lentes oscuros?

—Son Ray-Ban –dije mientras me ponía los míos–; siempre quisiste unos. Los encontré en el primer Sanborns en que dormimos.

—¿Los andas cargando desde entonces?

Más restos de meteorito rasgaron el cielo iluminándolo, furiosos.

—Sabía que los íbamos a necesitar. Acuérdate que pensaba estudiar astronomía. Ya me habían aceptado en la Facultad de Ciencias.

Empezó un nuevo temblor.

—Nunca acabé la prepa –su tono era repentinamente triste.

—No creo que sea importante. Sólo tienes diecinueve años.

—Ni uno más –repuso mientras el cielo se iluminaba de nuevo. Sonreía. Lucía guapísimo con sus lentes. Se acercó a besarme.

—Te amo… –alcancé a murmurar.

Luego, el estruendo del terremoto lo llenó todo.