Portada: El Caballero del León. Felicitas Hoppe
Portadilla: El Caballero del León. Felicitas Hoppe

 

Edición en formato digital: febrero de 2019

 

The translation of this work was supported by a grant from the Goethe-Institut

 

7828.jpg 

Título original: Iwein Löwenritter

En cubierta: ilustración de Bibliothèque de L’Arsenal,
Paris, France Archives Charmet / Bridgemon Images

© S. Fischer Verlag GmbH, Frankfurt, 2008

© De la traducción, Macarena Mohamad

La traducción de este libro fue realizada con el apoyo
de la Fundación de Arte NRW y el Colegio de Traductores de Straelen

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Ediciones Siruela, S. A., 2019

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17624-64-4

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

A mis cuatro intrépidos sobrinos

I

YVAIN

1

En el Bosque Eterno

¿Conocéis la historia de Yvain, el que un día, de puro aburrimiento, salió en busca de aventuras, cambió de corazón y por eso se volvió loco? Luego anduvo vagando por el Bosque Eterno y luchó contra miles de monstruos hasta que al final todo acabó bien.

¿Queréis saber cómo fue? Pues entonces escuchadme bien, porque nadie va a contaros esta historia mejor que yo, que estuve allí. Es una historia bastante antigua; tiene al menos mil años. Aunque también podría haber ocurrido ayer, cuando os metisteis en la cama y partisteis rumbo al país de los sueños.

A mí me encantan los sueños. Sobre todo después de ganar un combate o después de una buena comida. Estás arropado y satisfecho, medio dormido, y escuchas largas historias en las que el tiempo no importa. De todos modos a mí el tiempo nunca me ha importado; es probable que solo sea un invento de los maestros, y yo, de horarios de clases no sé nada.

Así que olvidaos de la escuela e imaginad un bosque, un bosque como los de los cuentos. Tenebroso, lleno de ruidos, lleno de animales peligrosos, invisibles. Es el bosque de hace mil años, el Bosque Eterno.

Un bosque interminable, sin caminos ni señales, donde hasta los caballeros y los reyes se pierden, y los árboles son tan altos que no dejan ver el cielo. No hay sol de día, ni luna de noche, ni tampoco estrellas.

Los únicos que lo conocen bien son los animales. Porque incluso de día este bosque es oscuro como boca de un lobo, tan oscuro que no se ve a un palmo de distancia. Para derrotar esa oscuridad, hay que tener mucha fuerza. Pero con la fuerza sola no basta; también se necesita coraje, un corazón recio y una espada contundente. Partiendo en dos la oscuridad con ella, uno aparece de repente en un claro.

Así que ahora imaginad el claro del bosque y, en ese claro, dos animales salvajes. Un magnífico león y un dragón terrible, luchando a muerte.

¿Vosotros decís que sabéis lo que es un león? ¿Que incluso habéis visto uno hace poco? Mirad que yo no estoy hablando de los leones del zoológico o del circo, esos que se sientan en un taburete, bostezan para mostrar los dientes y a veces, cuando el domador chasquea el látigo, saltan a través de aros con fuego.

Esos no son leones, son gatos grandes que fingen ser reyes. ¿Acaso alguno de esos gatos sabe realmente lo que significa luchar a muerte, enfrentarse cara a cara con un dragón?

Yo sí que lo sé. Porque, cuando digo un dragón, quiero decir un dragón. El más terrible de todos. El dragón del Bosque Eterno. Su aliento es de fuego, su lengua es un látigo, sus patas son columnas, sus pasos retumban como tambores y su cuerpo es una coraza de escamas y lodo.

Pero lo peor de todo es su hambre, porque el dragón del Bosque Eterno se pasa día y noche comiendo y nunca está satisfecho. No duerme ni sueña. Anda inquieto por el bosque y siempre está solo, porque todos le temen. Sus dientes son cuchillos, y su garganta es un abismo donde todo desaparece. Todo lo que respira, el dragón se lo devora.

Aunque yo en el infierno no he estado nunca, ni el infierno puede ser peor.

Pero el león es el rey de los animales, y un rey debe luchar; si no, no es un rey. Así que imaginad ahora cómo lucha el león con el dragón. Luchó con uñas y dientes, rugiendo y pegando, hasta que al final se quedó sin aire, porque el aliento del dragón lo tocó en el sitio donde todos albergamos la vida, o sea, en medio del corazón.

Pero cuando estaba a punto de morir, el león oyó de repente una voz. Una voz clara y potente que venía del borde del claro. Y, de la espesa niebla de humo y hedor, salió un caballero.

Y, cuando digo un caballero, quiero decir un caballero. Su caballo era blanco, su armadura era blanca, y empuñaba una espada. Una Espada Eterna. La mejor de todas. Ni muy grande ni muy pequeña, ni muy ligera ni muy pesada, la espada perfecta.

El que sabe cómo manejar una espada de esas puede partir con ella las tinieblas e incluso matar al dragón del Bosque Eterno. Y este caballero sabía muy bien cómo se maneja una Espada Eterna. Porque era el mejor de todos los caballeros.

El dragón reconoció enseguida al caballero y se dio cuenta de que le había llegado la hora. Pero no quería darse por vencido. Se puso de pie sobre sus patas traseras por última vez, por última vez escupió hiel y veneno, y lanzó el último grito de todos. Un rugido espantoso, tan fuerte y aterrador que de repente todo el bosque se quedó helado, como si se hubiera congelado.

Se quedaron helados los animales, los árboles, se quedaron helados todos los arbustos y todas las ramas, y las hojas en las ramas. Hasta el caballo del caballero se quedó helado. El único que no se quedó helado fue el caballero. Sin embargo, por más que azuzó y espoleó su caballo con las manos, con los pies, con palabras dulces, el caballo no se movió ni un milímetro.

¿Qué podía hacer entonces el caballero? No mucho. Solo se bajó del caballo y empezó a andar. Avanzó empuñando firmemente su Espada Eterna con las dos manos y no se rindió.

Y mientras el caballero sigue avanzando paso a paso y cara a cara con el dragón del Bosque Eterno, el Bosque Eterno contiene la respiración. Todo el mundo deja de respirar. Como si de pronto se hubiera detenido el tiempo.

Me creáis o no, lo que os digo es verdad: el caballero mató al dragón del Bosque Eterno de un solo golpe, lo partió en dos de arriba abajo, con un corte limpio de la cabeza a los pies.

Y, al caer las dos mitades del dragón, salió de en medio una columna de fuego y humo que se elevó hasta el cielo a través del claro del Bosque Eterno.

Yo lo vi con mis propios ojos.

2

En la corte del País de Hace Mil Años

Pues, si queréis saber cómo sigue la historia, primero tenéis que saber lo que pasó antes. Porque esta historia no empieza en el Bosque Eterno sino en otro país.

En el País de Hace Mil Años. Allí, en su espléndida corte, vive el rey más grande y poderoso de todos. Al menos es el más grande de los hombres. Seguro que lo conocéis, porque todo el mundo ha oído hablar de él alguna vez. Su nombre es Arturo.

Así que imaginad ahora la corte real. Allí el cielo siempre es azul. Por la mañana, azul claro, y por la tarde, azul oscuro. Se ve el sol de día y la luna de noche, y todas las estrellas. Allí, en un maravilloso jardín, está el palacio más hermoso y más grande del mundo.

Y por el jardín pasean hermosas mujeres que, si no he entendido mal, en realidad no son mujeres sino damas, que recitan poemas y cantan canciones. Algunas también juegan al ajedrez. Dicho sea de paso, saben jugar mejor que ningún caballero, pero, como son tan educadas, siempre les dejan ganar.

Porque en la corte del rey Arturo hay reglas estrictas, y la primera es la cortesía.

Y ahora imaginad el palacio. Allí hay una enorme sala. Y en el centro de esa sala enorme hay una enorme mesa, llamada la Tabla Redonda, hecha por mil carpinteros. En esa enorme mesa redonda, caben mil caballeros como mínimo. Es que el rey tiene invitados todo el tiempo. Desde luego todo el mundo sabe que allí solo se sientan los mejores de los mejores. Así que imaginad ahora la Tabla Redonda, en la que solo se sientan los mejores de los mejores.

De la cocina llega el olor de suculentos asados, los cocineros acarrean fuentes de oro y traen rodando barriles, de los que se sirve el vino en copas de plata. Es el vino de hace mil años, el Vino Eterno que únicamente son capaces de beber los mejores de los mejores, porque emborracha con solo olerlo. A veces también hay un torneo antes de la comida. Entonces los caballeros montan en sus caballos, armados hasta los dientes con lanzas y espadas. Son las mejores espadas de todas, las famosas Espadas Eternas, y solo las tienen en la corte del rey Arturo.

Los caballeros reparten golpes y espadazos lo mejor que pueden, hasta que al final uno de ellos cae del caballo. A veces el combate es bastante largo, porque ninguno quiere darse por vencido. Los caballeros cabalgan, las damas aplauden. Y, cuando al final gana el mejor, recibe como recompensa una cinta azul y se la ata a su caballo en la crin.

Es la famosa cinta azul. Como es extremadamente valiosa, solo Ginebra puede concederla, porque Ginebra es la esposa de Arturo, la reina más grande y más hermosa. No hay en todo el mundo ninguna más hermosa que ella; por eso el rey la ama más que a su vida. Todos los demás también la aman. Pero el rey no debe saberlo.

Como veis, el rey Arturo tiene todo lo que un hombre puede desear. Pero a pesar de eso no es feliz. Tal vez simplemente ya no le apetezca reinar durante mil años. Casi nunca sale de su palacio y ya no quiere ir de caza, así que se aburre. En el Bosque Eterno no ha estado nunca; es probable que nunca haya visto un dragón ni haya luchado contra ninguno. La mayoría de las cosas solo las conoce por las historias que le cuentan sus caballeros.

Y es que el rey no puede dormirse sin historias. Tan grande es su sed de historias que todos los caballeros de la Tabla Redonda tienen que contar historias sin parar, todo el día, hasta quedar agotados. A veces están tan agotados que casi se quedan dormidos contando historias. El rey es el único que siempre quiere escuchar más. Simplemente no se cansa nunca.

Es por eso que algunos le llaman el Rey de la Curiosidad o el Rey del Gran Aburrimiento. Pero solo en secreto, porque los grandes reyes son muy susceptibles.

Y como el rey quiere escuchar más historias de las que incluso mil caballeros pueden contar, y como los caballeros tienen miedo de su sed, deben inventar aventuras que aún no han vivido.

Pero el rey enseguida se da cuenta, porque él ansía historias verdaderas. Y las historias verdaderas no abundan, sobre todo en una corte real.

3

La partida

Era un domingo antes de Pascua, un domingo hermoso y azul. Los últimos bueyes se asaban al fuego, pero hacía rato que los caballeros estaban llenos. Como siempre, todos habían comido mucho y habían bebido demasiado vino tinto. Ni siquiera a los mejores de los mejores invitados se les ocurrían ya más historias.

Y, como siempre, había habido peleas, porque todos querían sentarse al lado del rey o al lado de la reina. Pero ahora era muy pasada la medianoche y ya no peleaban por los mejores lugares, sino que estaban soñolientos, sentados hombro con hombro, alrededor de la Tabla Redonda.

El rey estaba junto a la reina, y junto a la reina estaba Yvain, porque es el mejor de todos los mejores. Al otro lado del rey estaba el caballero Gauvain. Recordad ese nombre, es el mejor amigo de Yvain. O no. Eso está por verse.

Había también otro hombre, que no estaba sentado a la mesa sino acostado debajo, entre los pies de los caballeros borrachos. Acordaos muy bien de él, porque no quiere sentarse a la mesa con los demás y escuchar siempre las mismas historias. Prefiere dormir antes que escuchar historias, sobre todo después de una buena comida.

Es el señor Kay. A pesar de estar durmiendo bajo la mesa y de desobedecer la regla de cortesía, Kay es un hombre importante en la corte. Es el mayordomo mayor y dirige a todo el personal del palacio. Supervisa a miles de cocineros y jardineros, así como todo el trabajo que se hace en la corte.

Sin embargo Kay solo parece estar durmiendo, porque duerme con un ojo abierto y sabe exactamente lo que pasa, a él nadie lo engaña. Y tiene una lengua peligrosa, más afilada que cualquier Espada Eterna. Por eso todos le temen.

Y es que Kay no cuenta historias; él dice claramente lo que piensa y lo que siente. Su lengua habla como su corazón. Y el corazón de Kay no es amable sino hosco.

Quizá sea porque tiene que estar todo el día dando órdenes. Por eso en la corte a todos les cae mal y no tiene amigos, y después de comer se acuesta debajo de la mesa, en lugar de sentarse con los demás.

Pero no fue ninguno de los mil caballeros sino el mayordomo Kay en persona quien la noche azul del domingo antes de Pascua de repente afiló su lengua bajo la mesa, llamó a Yvain dándole un golpecito en las piernas y empezó a cuchichear en voz baja pero clara.

—Escúchame bien, Yvain —murmuró Kay—. Yo sé perfectamente que tú eres el mejor de todos, y me doy cuenta de cuánto te aburres y de que aquí lo único que haces es perder el tiempo. En la corte no estás contento. Y no me sorprende, porque ¿qué clase de hombres son estos? ¿Y qué clase de mujeres son estas? ¿Por qué malgastar tu tiempo en partidas de ajedrez, torneos y malas historias? Necesitas urgentemente una verdadera aventura, ¡y hasta dos, o tres, o mil!

Mientras hablaba, Kay había ido acercándose cada vez más y, pegando su boca a la rodilla de Yvain y bajando otra vez la voz, dijo:

—Yvain, quiero contarte algo. No una historia sino un secreto. Es el secreto del País de al Lado, donde todavía hay aventuras de verdad. Y, cuando digo aventuras, quiero decir aventuras, no ajedrez ni baile. Hablo de monstruos de verdad. Al otro lado de la frontera del País de al Lado todavía viven monstruos de verdad. Y no solo monstruos de verdad, sino también mujeres de verdad. Y, cuando digo mujeres, quiero decir mujeres. No mujeres que recitan poemas y cantan canciones y por cortesía pierden al ajedrez. Pero no se lo vayas a decir a la reina, que podría ofenderse.

Entonces a Yvain se le abrieron los oídos. Y no solo los oídos sino también el corazón. De pronto estaba bien despierto y muy entusiasmado. La sangre le empezó a correr más deprisa, y el corazón le latía tan fuerte en el pecho como hacía tiempo que no le latía.

Vosotros ya sabéis lo bueno que es sentir que te lata el corazón. Y os imagináis cuánto le gustaba a Yvain la idea de levantarse en ese mismo instante sin dudarlo y marcharse al galope hacia un país que nunca había visto. El desconocido País de al Lado, al otro lado de la frontera.

—¡Cuéntame más! —dijo deprisa Yvain, y la voz le temblaba de impaciencia—. ¿A qué clase de monstruos te refieres?

Kay se rio y le dio una palmadita en la rodilla, porque aún seguía debajo de la mesa.

Luego volvió a bajar la voz y susurró:

—¿Cómo quieres que lo sepa? Yo no he estado nunca en el País de al Lado, tan solo he oído hablar de él. Si quieres saber más, monta tu caballo y cabalga tres días. Cabalga siempre hacia el sol. Y, cuando llegues —añadió dándole a Yvain otra palmadita en la rodilla—, verás al monstruo. Y, en cuanto veas al monstruo, sabrás quién es, cómo es, qué hace y qué dice. Luego vuelves y me lo cuentas. O no. Todo depende de lo que pase.

Así habló Kay.

Y así fue como al final de la noche del domingo al lunes, cuando todavía no había amanecido, Yvain se marchó a escondidas de la corte de Arturo. Montó en su caballo y, simplemente, se alejó al galope sin revelarle a nadie su plan.

No se lo reveló al rey ni tampoco a la reina, ni siquiera a su mejor amigo Gauvain. Simplemente, se alejó al galope sin mirar atrás.

4

El País de al Lado

¿Y dónde estamos ahora? Nos hallamos entre la noche y la mañana, entre el ayer y el hoy, nos encontramos exactamente en la frontera, porque el caballo de Yvain acaba de rozarla con los cascos traseros. Y ya estamos ahí, más allá, del otro lado. Estamos en el País de al Lado.

Sin embargo, Yvain no se ha dado cuenta, porque en realidad la frontera no se veía, y el País de al Lado no era distinto del país de donde venía.

Allí también había árboles con ramas y hojas, y había pájaros posados en las ramas que cantaban lo que cantan todos los pájaros. Lo que se canta cuando amanece.

Porque estaba amaneciendo. El día aclaraba más y más, pero Yvain no pensaba en detenerse ni en descansar; tampoco pensaba en su caballo, que había corrido toda la noche y seguro que soñaba con beber agua fresca. Simplemente seguía avanzando, siempre hacia el sol, como le había aconsejado Kay.

Los caballeros son así. Mientras ellos no sientan sed, la sed no existe para ellos, ni siquiera la de su propio caballo.

Así era también Yvain. Su sed de aventuras era tan grande que se olvidaba de la verdadera sed. De modo que siguió cabalgando, pero sin encontrar nada especial en el País de al Lado.

Por eso se sentía decepcionado. Siguió cabalgando y cabalgando siempre hacia el sol cuando de repente notó que estaba oscureciendo, a pesar de que ni siquiera era mediodía y el sol aún no estaba en lo más alto del cielo.

Era porque el bosque se hacía cada vez más denso, los arbustos más grandes y los árboles más altos. Las voces de los pájaros también se oían más bajas. Pero no vayáis a creer que estamos en el Bosque Eterno, porque el Bosque de al Lado no podía ser nunca tan oscuro como el Bosque Eterno.

Ya así era bastante oscuro para Yvain. Las ramas colgaban tan bajas de los árboles que le tocaban la crin al caballo, y algunas le pegaban a él en la cara o en la nuca cuando pasaba. Pero para algo tiene armadura y yelmo un caballero, ¿no?

Seguía cabalgando así cuando de repente, a través de la espesura, desembocó en un terreno desmontado, un sitio despejado, sin un solo árbol, que parecía un campo de torneos recién arado.

Si bien no se veía un alma humana, el campo estaba lleno de animales. Y, cuando digo animales, quiero decir animales de verdad, no como los que tenéis vosotros en vuestras casas. Bestias salvajes de todo tipo y tamaño, inmersas en una encarnizada lucha.

Todos mostraban los cuernos, los dientes y las garras, y se golpeaban, se mordían y se desgarraban como si fueran caballeros disfrazados de animales. Solo que allí no había espectadores, no había rey, no había reina ni tampoco damas. No se veía absolutamente a nadie.

Solo cuando Yvain salió de la espesura y entró en el campo, vio con asombro que aquellos animales no estaban solos. Sentado en medio de las bestias salvajes había un hombre que, más que hombre, parecía un monstruo.

5

El hombre con aspecto de monstruo

Estaba completamente sucio, negro de la cabeza a los pies, como si llevara una armadura de barro. Su cabeza era más grande que la de un buey. Su cara era redonda como la Tabla Redonda. La boca era ancha como las puertas de los hornos en las cocinas de los mil cocineros de la corte. Y sus orejas eran grandes como fuentes, pero no de oro, sino cubiertas de musgo grasiento.

Así era también la nariz y toda la cara, surcada por arrugas profundas como zanjas. En medio se hallaban sus ojos rojos; eran pequeños, furiosos y feroces. Aunque a lo mejor solo estaban cansados.

Su pelo era una alfombra de hollín y fieltro, igual que su barba. De sus dientes mejor no hablemos —eran los dientes de un jabalí, verdaderos colmillos—.

Tenía la espalda encorvada, con una joroba como la de un camello. En lugar de ropa llevaba pieles de animales.

Estaba sentado entre las bestias, mirando impasible cómo luchaban. Tenía un garrote en la mano.

Aun así, Yvain reunió valor. Al fin y al cabo estaba buscando aventuras. Si no, ¿para qué había emprendido aquel viaje? Así que entró en medio del campo, entre las bestias furiosas, empuñando con firmeza su Espada Eterna. Porque tenía miedo de los animales.

Del hombre también tenía miedo. Tal vez ese hombre no fuera un hombre sino precisamente el monstruo del que Kay le había hablado en voz baja debajo de la mesa.

Y, como el hombre extraño no hablaba, Yvain alzó la voz y le preguntó:

—¿Serás benevolente o malevolente conmigo?

El hombre con aspecto de monstruo dijo con voz fuerte y clara en lenguaje humano:

—Si tú no me haces daño, yo tampoco te lo haré.

—¿Y qué eres? —preguntó Yvain.

—Como puedes ver, soy un hombre como tú —dijo el hombre con aspecto de monstruo.

—Y, si eres un hombre, ¿qué haces entre los animales salvajes? —interpeló Yvain.

—Ya lo ves, los cuido. Yo tengo que cuidarlos, y ellos tienen que obedecerme —contestó el hombre.

—Pero ¿cómo van a obedecerte esos animales? —preguntó Yvain—. Son animales salvajes, y ningún ser humano puede domesticarlos.

El hombre con aspecto de monstruo se rio y respondió:

—Veo que no sabes nada de los hombres ni de los animales. ¿Por qué no van a obedecerme? Deben obedecerme. Porque yo los domestico de tres maneras. Primero con la mano, segundo con la lengua y tercero con la paciencia.

Yvain guardó silencio, avergonzado, porque no tenía idea de lo que hablaba aquel hombre.

Como no decía nada, el otro continuó:

—¡No tengas miedo! Mientras yo esté aquí, los animales no te harán daño. Ahora ya sabes lo que querías saber, así que dime lo que quiero saber yo. ¿Quién eres? ¿Qué buscas? Si quieres pedirme algo, te complaceré con mucho gusto.

—¡Busco aventuras! —exclamó Yvain.

Y el hombre con aspecto de monstruo preguntó:

—¿Aventuras? ¿Qué es eso?

—Si quieres, te lo explico —dijo Yvain—. ¿Ves que estoy armado? Me considero un caballero y me propongo cabalgar y buscar un monstruo o un hombre que esté armado como yo y que luche conmigo. Él aumentará su gloria si me gana. Pero, si yo lo derroto, por fin seré un hombre de verdad y tendré más honor del que tenía hasta ahora.

—¿Honor? ¿Qué es eso? —preguntó el hombre con aspecto de monstruo.

—¿Tú dices que eres un hombre? —contestó Yvain, riendo a carcajadas—. ¿Y no sabes lo que es el honor?

—Yo cuido a los animales —respondió el hombre con aspecto de monstruo—. ¿Para qué necesito saber lo que es el honor? Pero, ya que estás aquí, quiero saberlo, ¡así que dímelo!

—El honor —dijo Yvain— es lo que un hombre necesita para ser hombre, y un caballero para ser un caballero. El cálculo es sencillo. Cuanto más honrosa es la vida de un hombre, más hombre es ese hombre. Y cuanto menos honrosa es, menos caballero es ese caballero. Y por eso todo hombre entiende enseguida que todo caballero debe buscar honor por medio de la gloria, para que su vida sea más honrosa y para ser cada vez más hombre y más caballero. Es una simple cuestión de aritmética; por eso busco aventuras.

Así lo explicó Yvain.

Pero el hombre con aspecto de monstruo no tenía idea de qué estaba hablando. Solo se acarició la barba, confuso. Luego levantó la cabeza y miró extrañado a Yvain. De arriba abajo.