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MARTA SARRAMIÁN

Mujer que ve

© Marta Sarramián, 2019

© Ediciones Casiopea, 2019

ISBN Digital: 978-84-120012-4-2

Diseño de cubierta: Anuska Romero y Karen Behr

Maquetación: Diana Fernández Tascón

Impreso en España.

Reservados todos los derechos.

A mi prima Fany que me dio el impulso

que necesitaba para hacer este libro posible.

A las mujeres náhuatl que me ayudaron a

enraizarme y a amar lo sencillo.

A todas las mujeres de esta tierra y, en

especial, a Amelia, la madre que me parió.

Índice

Prólogo

Masehual Siuamej Mosenyolchicauani

Agua

Rufina

Petra

Juana

Sangre

Petra

Daniela

Gabriela

Consuelo

Tejidos

Francisca

Viento

Magdalena

Ubaldina

Joaquina

Antonia

Juana

Guadalupe

Polvo

Florencia

C de Casa

Lo que no quería oír y, sin embargo, tuve que escuchar

Agradecimientos

PRÓLOGO

Luna llena en Mazunte. Me tira hacia arriba y me siento revuelta. Desde el cielo cuelgan dos hilos de los que pende mi cuerpo. Soy el agua que cae y la sangre que corre por mis venas. Soy el tejido que entrelaza la historia de varias vidas. Soy viento que sopla, rebosando vasos vacíos. Un recorrido de ida y vuelta. Y otra vez, yo, pero llena, hasta convertirme en polvo.

Julio 2012. En Mazunte, México. Un día después del huracán Carlota.

Aquel día de julio estaba escribiendo sin saberlo el comienzo de un nuevo libro, este que ahora tienes en tus manos. Un huracán me recibió en Mazunte, (Oaxaca, México). Allí dicen que los vientos vienen para llevárselo todo. Volé entre huracanes y me sumergí en las aguas de un mar poderoso que casi me arrastra. Hoy, cinco años más tarde, estoy en Cuetzalan, lejos de la playa y más cerca del cielo. Y otro huracán ha venido a despedirme. El viento volvió a buscarme, para susurrarme que tenía que acabar la historia que allí empezó.

Mujer que ve son todas las mujeres indígenas en una. En ella, nos encontramos todas las mujeres que habitamos esta tierra. Vino al mundo para mirarlo de nuevo y, ante las adversidades, no hace otra cosa que seguir caminando. Mujer que ve es el ángel custodio del buen vivir, del deleite del detalle y del caminar despacio, en un mundo que parece querer llegar antes de tiempo a su meta. Esta es la historia de muchas mujeres de todos los orígenes y de todas las edades. Dos realidades femeninas que se encuentran, una que llora y otra que sana, para sacar la verdadera mujer que todas llevamos dentro.

Tras el telón blanquecino de la niebla que les cubre se abren las puertas de su realidad.

No me preguntéis qué me impulsó a llegar hasta aquí, no tendría respuesta. Vuestras dudas son las mías. Todo lo trascendente en mi vida sucede siguiendo otros impulsos que distan mucho de mi razón.

Cuetzalan del Progreso está enclavado entre montañas, en un bosque, por suerte todavía virgen, donde los árboles se alzan altivos en una carrera estrepitosa hacia las nubes grisáceas que cubren el cielo y bañan las hojas cada día en la época de lluvia. Como todos los veranos, el agua llega puntual por la tarde, ni un solo día falta a su cita. Para llegar hasta aquí, me he adentrado por las sinuosas y serpenteantes carreteras que conectan Puebla con Cuetzalan. El horizonte se ha ido estrechando hasta que la vista solo alcanzaba a mirar las frondosas montañas que tenía enfrente. Un recorrido teñido de verdes, marrones, grises y blancos, donde el tímido sol se ha atrevido a salir un par de veces para crear esa luz mágica que surge tras la tormenta. Entonces, solo entonces, el amarillo se ha fusionado con el verde resplandeciente, los marrones se han vuelto arcillosos y el cielo gris se ha convertido en plata naranja y violeta. Así serán muchos de los atardeces aquí.

Las montañas forman un horizonte estrecho y cercano que si estiras los brazos, casi puedes tocar. Sus pendientes suben majestuosas y bajan precipitadas hacia las profundidades de esta tierra. En algunas de sus faldas, se alzan parsimoniosas las casas de piedra, cubiertas de musgo y disfrazadas de roca. A medida que avanzas hacia el centro del pueblo, las casas, camaleónicas, cambian de color y se visten de novia, blanco y rojo las decoran. El bullicio de la plaza, en torno a la iglesia, marca las horas y los ritmos. Cada mañana, gente venida de las comunidades cercanas se concentra en sus calles para vender los frutos de sus ranchos y sus artesanías. Maíz, café, canela, pimienta, chiles, quelites y un largo etcétera de alimentos, orgánicos por necesidad, comparten espacio con prendas de todo tipo, hechas en telar de cintura y otros productos de jonote, cestería o bisuterías varias. Un crisol de color que da vida a este pueblo hasta aproximadamente las cuatro de la tarde, cuando el sol, cansado, se esconde tras las nubes y el cielo comienza a emitir sus fuertes rugidos, pregonando la llegada puntual de la tormenta que limpia las calles de gente. Todo se vacía y entra en escena el silencio, amenizado por la melodía del agua que golpea con fuerza los tejados.

Puebla es el tercer estado más pobre de México. Ironías del destino, Cuetzalan del Progreso, lleva en su nombre una palabra que nada tiene que ver con lo que acoge su territorio. Sin embargo, su pobreza contrasta con la rica sabiduría que alberga en el alma indígena de sus habitantes. Cuetzalan atesora entre sus montes los conocimientos de la tradición y lengua náhuatl.

Intangibilidad casi palpable e invisibilidad visible cuando miras a sus gentes y descubres en sus ojos sus profundas y arraigadas raíces, a las que se aferran como único y preciado tesoro que poseen.

Algunas mujeres avanzan a cámara lenta, sin pausa, hacia la tercera palabra del pueblo de Cuetzalan.

Despacio, muy despacio, pero siempre hacia adelante.

Aquí, llueven hombres del cielo.

Mientras unos vuelan, otros trabajan y otros muchos, ven la vida pasar sin otra compañía que una chela(1)en su mano. Hombres arrinconados en sus espacios, con el alma perdida y el cuerpo embriagado de tanto querer olvidar que les robaron su papel en esta historia. Ya casi no se trabaja el campo y sus tareas quedaron relegadas a la nada.

La niebla hace su entrada. Arrogante y enigmática, juega a ver si la atrapas, pero, por más que uno corre, nunca llega a alcanzarla, como el futuro, que siempre está ahí, pero nunca lo atrapamos.

¿Será por eso que aquí viven tanto el presente?

Este es mi durante, un durante de un después o de un antes. Antes que fue un durante. Y no sé, si durante ese tiempo, lo viví con aquella intensidad.

Pronto quedará todo en el pequeño espacio de la memoria.

Memoria que quiero compartir, hablando poco y diciendo mucho.

Los sábados y domingos Cuetzalan se viste de fiesta y el pueblo se llena de visitantes y vendedores de otras localidades que abarrotan el mercado para hacer su tradicional manovuelta(2). Uno podría permanecer sentado en un rincón y esperar a que todo el mercado se acercase a él. Por tu lado, pasarían mujeres artesanas con sus blusas, huipiles, cinturones o sus aretes, pulseras y llaveros, todos ellos hechos de jonote. Otros te ofrecerían raspados, coco, helados, jugos naturales, tamales, elotes, tacos, colchas bordadas, hasta completar la larga lista de productos que marcan la seña de identidad de este lugar. Todo el mercado de Cuetzalan se presenta ante tus ojos, en sus manos llevan su vida y en sus espaldas, su historia.

Mientras el mercado pasa frente a ti, el sonido de la flauta del caporal, quinto miembro de los voladores, pide permiso a los cuatro vientos, honrando el recuerdo de las tradiciones prehispánicas, y anuncia, cada media hora, el vuelo de sus cuatro compañeros desde un palo de más de treinta metros de altura. Los voladores de Cuetzalan son las águilas de la montaña, caen boca abajo con uno de sus pies amarrado a una cuerda, dando trece vueltas alrededor del palo que los sostiene, antes de llegar al suelo. Un espectáculo mágico que lleva siglos practicándose.

Un lugar donde no existen relojes y el hacer de cada día es el que marca las horas. La falta de comodidades dilata las tareas, pero aquí no hay prisa. Sin relojes, no hay tiempos que cumplir y los días se arrastran igual que ayer.

Igual que mañana.

Cuando me entrego a los demás, mi propio yo desaparece. Los miedos quedan solapados, eclipsados por conseguir un fin. Soy una marioneta guiada desde arriba y me mezo, colgada de hilos ajenos.

Nada es mayor que mi fuerza.

Esa sensación es maravillosa.

Masehual Siuamej
Mosenyolchicauani

, que no era otro que yo misma.

Me miré y me costó reconocerme en medio de todas ellas. Ellas eran yo y yo, ellas. Entonces pude escuchar el lamento de su sangre, los suspiros de otros aires.

Lloré. Mucho.