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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Caridad Bernal Pérez

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Tras la pista que me llevó a ti, n.º 229 - mayo 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-901-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Capítulo 1: Martín

Capítulo 2: Yolanda

Capítulo 3: Corpus delicti

Capítulo 4: María

Capítulo 5: Despertar

Capítulo 6: Últimas palabras

Capítulo 7: Sancho

Capítulo 8: Buscando al Dr. Watson

Capítulo 9: Un mal día

Capítulo 10: Tras la pista

Capítulo 11: La hoja en blanco

Capítulo 12: Bipolar

Capítulo 13: Elige tu propia aventura

Capítulo 14: Una llamada de emergencia

Capítulo 15: Al día siguiente

Capítulo 16: El bibliotecario

Capítulo 17: Sola

Capítulo 18: Una nueva sospechosa

Capítulo 19: Actitud

Capítulo 20: La oportunidad

Capítulo 21: First dates

Capítulo 22: La pirámide de Freytag

Capítulo 23: Pesadilla

Capítulo 24: Persecución

Capítulo 25: Autopublicar

Capítulo 26: Lovely Coffee

Capítulo 27: Lorena

Capítulo 28: Un último favor

Capítulo 29: Jaque Mate

Capítulo 30: La confesión

Capítulo 31: Final del partido

Epílogo

Nota de la autora

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para Bruno

Capítulo 1: Martín

 

 

 

 

 

Tres años antes

(Martín)

 

—Cuando estás en plena persecución, a doscientos kilómetros por hora, pues claro que eres consciente de que puedes palmarla en cualquier momento, pero te convences a ti mismo de que eso no va a pasarte. Que para eso has entrenado todo este tiempo. Aprietas el puño de la moto, tragas saliva y sigues acelerando. Con miedo no se llega a ninguna parte, así que dejas que tu mente se olvide de forma deliberada de que eres carne y huesos. De que hay sangre circulando por tus venas, o necesitas aire para respirar. No hay limitaciones, tú eres capaz de todo, y ni las leyes de la Física te frenan. Sientes el impulso, eres como una máquina. Mientras estás siguiendo a ese coche a través de la autovía, se van borrado el resto de tus preocupaciones. Ya no hay hambre, ni sed, ni calor. No piensas en tu familia, ni en tu novia, en nada. Eso es lo mejor para seguir trabajando en este tipo de situaciones. «Lo vas a conseguir», es lo único que te repites con esa sonrisa estúpida que no se borra de tu rostro, mientras vas dejando coches atrás. Oyes las sirenas a lo lejos. «Bien, ya están aquí», te dices. Pero tú no desistes, sigues detrás de ese tipo, porque estás a punto de darle alcance. Visualizas tu objetivo: para cuando los demás lleguen, tú ya le habrás hecho morder el asfalto. Tu corazón bombea a mil por hora gracias a ese subidón de adrenalina y los latidos retumban por todo tu cuerpo, martilleando tus sienes, haciendo que la presión te obligue a apretar los dientes con rabia. Estás más vivo que nunca. ¡Joder, si que lo estás! En esos instantes que corren más veloces que tú, solo ves el coche que estás persiguiendo y nada más. Nada más alrededor. Estáis solos, él y tú. Por eso no vi nada de lo que se me venía encima, y por más veces que me lo pregunten, la respuesta no va a ser diferente. No, no lo hice. No. No levanté la vista del coche que estaba persiguiendo, ni siquiera sospeché que algo así me pudiera pasar. —Dejé de hablar para inspirar hondo, retorciendo mis dedos y mirando la esfera metálica de mi reloj un segundo. Llevábamos más de una hora hablando, ¿aquello sería buena o mala señal?

Siempre suponía para mí un esfuerzo volver a ese recuerdo, a ese instante en mi vida. Sin embargo, sabía que hoy me preguntarían por él, así que me había preparado a conciencia aquella narración. Nunca hasta entonces había dado tantos detalles. El doctor que había estado evaluando cada una de mis palabras ahora me sonreía. Por lo menos, me dijeron sus ojos, no le estaba defraudando. En ningún momento había percibido odio o repulsa en mi discurso, por lo que parecía que debía haberlo superado. Sí, eso parecía.

—Muy bien, Martín. Yo no podría haberlo explicado mejor. Ahora ya sé lo que pasó por tu mente en aquellos instantes que fueron cruciales para ti. Pero mira, voy a ser muy sincero contigo, no eres ni de lejos el mejor candidato. Aquí tengo tu expediente, que es como tres veces más grande que el de cualquier otro, y como comprenderás, no tengo tiempo de leer tanto. Por eso te voy a pedir que me ayudes. Quiero que me cuentes todo lo que pasó ese día. Todo. Pero no quiero que me lo expliques como si fueras a escribir un informe para tu superior, porque eso seguro que lo tengo aquí dentro de esta carpeta enorme escrito de tu puño y letra. Cuéntamelo como si yo fuera tu amigo, o tu novia.

—No, ya no tengo novia —quise explicar, pero lo añadí en un tono demasiado brusco, nada adecuado para una entrevista de este tipo. Me incorporé en el asiento para disimular, mientras aquel tipo hizo una mueca en la cara, dejando un halo de comprensión que me dio esperanza. Pareció entender la situación y agradecí que no me mirase con lástima.

—De acuerdo, como si fuera un viejo amigo, entonces. Sin formalismos, no quiero que me censures nada. No temas decir algo inapropiado, porque yo no estoy aquí para juzgarte.

—Está bien —dije humedeciendo mis labios de manera inconsciente y secando las palmas de mis manos con la tela del pantalón. No quería ponerme nervioso, pero aquella extraña petición lo estaba consiguiendo. Expiré un segundo, y empecé a narrar aquel terrible episodio de mi vida—: Todo sucedió muy rápido. No estábamos preparados para tenerlo delante, por eso no dio media vuelta en cuanto nos vio haciendo el alto a la gente. Ya le había pasado en otras ocasiones, y salió de allí con éxito. En el pasado ni siquiera le pidieron la documentación, así que esperaba que yo tampoco lo hiciera. Por eso se confió, se creía irreconocible con esas gafas oscuras y una barba poblada. Su noticia ya no colapsaba los telediarios de todas las cadenas, y aunque seguíamos buscándolo, se había relajado demasiado. De modo que siguió allí, en su coche, esperando su turno en la cola, observándome mientras hablaba con el conductor que tenía delante. El tipo tenía sangre fría para eso y mucho más. Yo tenía hambre y estaba un poco de mal humor. Íbamos a dar por terminado el control, pronto serían las ocho de la mañana, y ya solo veíamos a los típicos currantes de primera hora con cara de sueño. Un par de coches más, nos decíamos, y en nada nos iríamos de allí a pegarnos un desayuno de órdago. A esas alturas, después de trabajar toda la noche, tenía un agujero en el estómago que no me dejaba pensar en otra cosa que no fuera el bocadillo de jamón que me iba a meter entre pecho y espalda. «Dios, ¡¿cómo me puedo acordar todavía de ese tipo de cosas?!». Todavía sigo viendo esa secuencia de mi vida con todo lujo de detalles. En lugar de olvidarlo con el tiempo, creo que lo voy recordando aún más. Supongo que las pesadillas no me dejan alejarme mucho de mi pasado, o al menos, de ese momento en concreto. Con ellas vuelvo allí, a ese día, y lo veo. Veo al tipo, y me enciendo de rabia. En cuanto bajó la ventanilla, supe quién era. Nunca se me olvida la cara de un asesino. Le pedí la documentación, y me mantuve sereno mientras la buscaba, no quería que se supiese descubierto. Mi compañero estaba hablando con otro conductor, así que, con sus papeles en la mano, le di la espalda para comunicarlo por radio. Ese fue mi fallo. Un error que pagaré toda mi vida. Aquel gesto lo puso en alerta, y no quiso quedarse a comprobar si sus sospechas eran ciertas. El tipo arrancó y, acelerando como si condujera un fórmula uno, salió de allí llevándose por delante todos los conos que habíamos puesto. Incluso golpeó nuestro vehículo, arrastrándolo un par de metros, reventándonos una rueda en el trayecto. Por eso me puse el casco y cogí la moto que teníamos de refuerzo. Salí tras él sin pensarlo dos veces, mientras a mi alrededor todo el mundo se preguntaba qué estaba pasando.

—¿Te dio tiempo a comunicarlo por radio?

—No. Cuando iba a hacerlo escuché cómo arrancaba el motor de su coche, entonces entendí que huiría, y que podríamos perderlo como nos había pasado antes. Era un tipo escurridizo. De modo que no lo pensé mucho, empleé el tiempo en coger el casco y salir detrás de él.

—¿Te arrepientes de haberlo hecho así?

—En absoluto —contesté con firmeza mirándolo a los ojos. Él asintió con la cabeza y me pidió que, por favor, continuase—. Ni siquiera era mi turno, ¿sabe? Pidieron voluntarios para ayudar a la Guardia Civil en la campaña de ese festivo, y yo me presenté para tener después unos días de permiso y organizar algún viaje. Me encantaba viajar… —recordé sin mucho tino, pero en seguida volví a retomar el hilo de la conversación—. Por eso, mientras estaba subido a esa moto, nunca pensé que no me debía haber tocado a mí. Al contrario, me sentí afortunado. Yo lo había encontrado, le daría caza y, después de aquello, hasta podrían considerar mi cambio de catálogo.

—¿Habías solicitado un cambio? —preguntó sorprendido y, revisando sus anotaciones con aire circunspecto, añadió—: Ah sí, al departamento de… ¿homicidios?

—Eso ya no importa mucho, ¿no cree? —El psicólogo notó la rigidez de mis músculos, e hizo un ademán con la mano para que siguiera contando lo sucedido aquel día, pidiéndome disculpas así por aquel pequeño inciso en la entrevista—. Era verano, y el sol amenazaba con una de esas mañanas de calor asfixiante. Son esas cosas que me asombra recordar todavía, y ya han pasado más de dos años del accidente. Estábamos en plena operación salida de vacaciones y, al alcanzar la autovía con la moto a toda pastilla detrás del tío, en seguida escuché las aspas del helicóptero de la policía sobre mi cabeza. Esas imágenes de la carrera se verían después por todas partes: una moto esquivando coches, dibujando eses en el asfalto, queriendo dar alcance a un Peugeot 308 golpeado que acababa de huir de un control. Ellos todavía no sabían quién era el tipo que lo conducía, pero pronto lo verían gracias a mí. Cuando por fin conseguí tenerlo a tiro, saqué la pistola dispuesto a reventar de un disparo uno de sus neumáticos traseros. Apunté aproximándome aún más, asegurándome así de que no fallaría. Todo estaba saliendo a la perfección, casi de libro. Entonces el Peugeot frenó en seco de forma inesperada, y mi cuerpo saltó por los aires estrellándose contra un quitamiedos. Dicen que tuve mucha suerte, que de no haber llevado puesto el casco me habría quedado tetrapléjico en el mejor de los casos. Sí, menuda suerte. No perdí la vida, tan solo una pierna…

Terminé mi explicación, y el doctor parecía seguir escuchando mi voz en su cabeza a pesar de haberse instalado un incómodo silencio entre nosotros. Eché un vistazo a mi alrededor para ocultar mi incertidumbre, esperando distraído su próxima pregunta. Aquella austera habitación donde me habían citado para hacer la entrevista no tenía apenas decoración, nada con lo que definir la personalidad del facultativo que me evaluaba. «Aquí entrará todo tipo de gente», supuse.

—Martín, me has dicho que llevas mucho tiempo preparándote, que tu mayor ilusión sería volver al cuerpo. Dime, si yo ahora te digo que no has pasado esta prueba, ¿qué ocurriría? —Apreté el puño y me dije que me estaba probando, que solo era una pregunta más para ver cómo reaccionaba.

—Nada. Empezaría a buscar otras opciones, ¿sabe si me dejarían ser modelo con una pierna ortopédica?

—Veo que no has perdido tu sentido del humor —dijo en un tono afable pero misterioso. ¿Me conocía? Me fijé mejor en su rostro. ¡Sí, claro! Aquel tipo estuvo un día en la academia dándonos una clase de autocontrol y gestión del pánico. Debía de ser algún cerebrito de los de arriba, y que, de puto milagro, se acordaba de mí.

—Bueno, yo no estaba bromeado —contesté frunciendo el ceño, riéndome un poco más de mí mismo. El médico dibujó entonces una sonrisa noble y apuntó algo en su libreta. Quedaba claro, no había perdido ni una pizca de mi extraño sentido del humor.

Capítulo 2: Yolanda

 

 

 

 

 

En la actualidad

(María)

 

—¡Brindemos por ello, María! —Yolanda Reyes elevó de nuevo su brazo hacia el cielo con un gesto majestuoso, casi teatral. Después, guiñándome el ojo en una señal inequívoca de complicidad, hizo chocar el fino cristal de su copa contra la mía, dejando escapar su risa franca de fondo. En un intento inútil por imitarla, me limité a soltar una carcajada torpe de mis labios, mientras la seguía observando con admiración.

A estas alturas de la velada, ya no podía recordar cuántas copas llevábamos, pero ella siempre me doblaba en cantidad. Para mi compañera cualquier excusa era buena para hacer un brindis aquella noche. Habíamos pasado las horas hablando más de nuestras vidas que de literatura, haciendo un repaso lento a lo largo de una amistad que se había forjado a través del tiempo y las distintas publicaciones presentadas en los mismos eventos. A nuestra editorial le convenía que fuéramos inseparables, convirtiéndome siempre en telonera de todos los encuentros literarios a los que acudíamos juntas.

Por entonces yo ya sabía que, obligada al principio por nuestra editora Teresa, aunque más tarde por iniciativa propia, Yolanda accedió a actuar como mi madrina de honor. A través de sus recomendaciones en forma de tweet, sus lectoras comenzaron a saber de mí, y en seguida me convertí en una escritora más del mundillo a pesar de ser una recién llegada. Solo por eso, Yolanda ya me parecía una persona admirable y merecía todo mi respeto. Tras varios años juntas, pude conocerla mejor, y supe que también podía ser alguien vengativo, pero solo con aquellos que lograban sacarla de quicio.

Como compañera, y siendo fiel en nuestra amistad, me ayudó de forma inestimable a mejorar mi estilo. Llegamos a ser nuestras mejores y peores lectoras beta. Ella era muy diferente a mí: espontánea, fresca y vital. Siempre conseguía arrancarme una sonrisa hasta en mis peores días, dándome ánimos para seguir escribiendo después de que leyese una de esas espantosas críticas, crueles hasta el infinito, creadas solo para minar la poquita confianza que había logrado reunir en mí misma.

—¡Vamos, cariño! No es más que un hater como cualquier otro. Las opiniones son como los culos, todos tenemos una, y nos creemos que la nuestra es la mejor de todas —decía con dejadez, cansada ya un poco de tener siempre el mismo problema. Yolanda podía soportar una mala crítica siempre que estuviera bien fundamentada, pero odiaba a las personas destructivas que se valían de la palabra para tirar por tierra el trabajo de otros. A esos, decía, no había que darles coba. Si respondía a sus comentarios o me veía afectada de alguna manera por ellos, se creerían importantes y su palabra se haría fuerte en mi interior. Para ella era fácil hablar así, habían reconocido su talento en multitud de ocasiones y sus libros se vendían sin necesidad de hacer promoción alguna. Ella era una de las habituales en este tipo de eventos, y, sin embargo, me confesaba en privado, el miedo siempre existía al publicar una nueva novela. «Es algo inevitable, María. Nadie en esta vida te puede asegurar el éxito. Y si lo hacen, desconfía».

Las novelas de Yolanda eran como ella misma. Llenas de frases que te veías obligada a tener que subrayar y memorizar porque eran fruto de muchas experiencias vividas, pura sabiduría. Sus libros eran poesía sin versos, ella hacía magia con las palabras. Sus protagonistas conseguían enamorarnos a todas de forma enigmática, irresistible, siendo siempre distinto el encuentro entre ellos. Ella sabía crear esa tensión, ese clímax que te hacía no poder soltar el libro, aunque fueran las cuatro de la madrugada. Conseguía tocarte el corazón, encogerte el alma en las primeras cinco páginas. Era una crack. Y por más que la leyese para comprender los giros que le había dado a la trama, siempre terminaba pensando que yo jamás podría conseguir algo así.

Me fui acostumbrado a escribir siguiendo su estela, tanto que a veces podía oír a alguno de sus personajes en mi cabeza. ¡Como si no tuviese bastante con los míos! Pero me sentía incapaz de romper los lazos con la editorial, a no contar con ella antes de publicar, porque en el fondo creía que mi más que humilde éxito se debía en gran medida a ser una versión más joven de su estilo literario. A ser una copia aceptable y humilde de la insuperable Yolanda. Y no tenía el valor de comprobar si mi teoría era cierta, por miedo a salir escaldada al tomar mi propio camino.

A veces Yolanda era demasiado protectora conmigo, y eso me molestaba. Tenía la sensación de que caminaba tres pasos por delante de mí para poder avisarme dónde pisar con exactitud, acostumbrándose a cobijarme bajo su ala maternal de éxito. Aunque nunca me quejé de forma explícita por esa manera que tenía de actuar conmigo, no soportaba que me tratase como si fuera una niña. Entre otras cosas, porque era yo misma la que acababa alimentando ese comportamiento, al estar siempre buscándola en todas las reuniones literarias, ya que era ella la que me presentaba a todo el mundo y era la mejor facilitadora de todas mis conversaciones. Oírla hablar era una master class del oficio de escribir, toda una gozada para una escritora en ciernes como era yo.

Sonaba el Sweet Dreams de Eurythmics en la terraza donde nos encontrábamos, pero pronto apagarían la música y las luces que decoraban aquel ambiente encantador, evocando a alguna playa paradisíaca del sudeste asiático. Un camarero recogía las mesas de nuestro alrededor con rapidez, haciendo repiquetear intencionadamente los vasos que llevaba en una mano, mientras nos lanzaba miraditas para intimidarnos por ser las últimas en marchar a nuestras habitaciones.

Estábamos en el hotel Palacio Buenavista de Toledo, ciudad en la que se estaba celebrando un conocido evento de romántica al que habíamos sido invitadas. Mañana por la tarde volveríamos cada una a nuestras casas, a nuestra rutina. A permanecer sentadas durante largas horas frente a la pantalla de un ordenador, viviendo a través de historias inventadas las realidades de nuestro propio mundo, olvidándonos un poco de nuestra patética vida (al menos la mía lo era). Por eso Yolanda se negaba a subir ya a la habitación, con protestas infantiles decía que no era hora de dormir ni mucho menos, que quería quemar los últimos cartuchos de diversión que nos ofrecía la jornada.

—¡Vámonos por ahí, María! Salgamos a bailar un poco, a mover el esqueleto, seguro que a estas horas todavía hay alguna discoteca abierta… —sugería moviendo las caderas en el sillón de mimbre donde estaba sentada, excitada como una adolescente después de su jornada de exámenes finales, no sabiendo muy bien si me lo decía en broma o en serio.

Yolanda Reyes, la escritora de romántica más vendida del país, echaba hacia atrás su larga melena castaña con un ademán coqueto que se había convertido en manía con el paso de los años. Paseaba siempre con un cigarrillo en la mano, y miraba a izquierda y derecha mientras hablaba, haciendo una ronda rápida con sus grandes ojos enmarcados con kohl que le daba un aspecto aún más felino a su rostro. Era una mujer muy atractiva, jamás me importará reconocerlo. A su lado yo no tenía nada que hacer, aunque me doblase la edad, su belleza y elegancia estaban por encima del paso del tiempo. Yo misma estaba hipnotizada por esa naturalidad arrolladora que enamoraba a cualquiera que tuviera la suerte de conocerla. A cualquiera, sí. Ya fuera hombre o mujer, todos podíamos ser víctima o testigo de ese poder de seducción que poseía. Todo en ella era ideal y estaba en su sitio, eso era lo único por lo que podía odiarla, por nada más.

—Deberíamos irnos a descansar, Yolanda. Los camareros empiezan a mirarnos mal, y mañana tú y yo estamos en una mesa de ponentes, ¿o es que se te ha olvidado?… —le pregunté con disimulo. No me gustaba nada eso de ser la última en abandonar una fiesta.

—¡A la mierda la mesa de mañana! —gritó mi amiga levantándose de un brinco, y yo tuve que acudir en seguida en su ayuda para que no cayera de bruces—. Si yo tuviera tu edad, querida, me olvidaría de escribir durante un tiempo para vivir un poquito más. Te lo estoy diciendo desde que te conocí: no vivas a través de los libros, María. No escribas sobre el amor, ¡enamórate!

Yolanda se había divorciado hacía ya más de seis años, justo cuando su carrera despegaba. El éxito le vino después de diez escribiendo, así que vivía todo lo que le estaba pasando ahora con cierta perspectiva. «¿Qué pasa? ¿Que antes no valía un duro y ahora sí? No creo que mis novelas hayan cambiado tanto en estos años», comentario que le dijo a un periodista y que no tardó en convertirse en titular. Por eso no aceptaba entrevistas, aunque no dejaba de aparecer en las revistas del corazón por sus continuos flirteos con personajes conocidos: periodistas, directores de cine, escritores, empresarios. Quizá siempre por despecho, por haber sido engañada durante mucho tiempo por el que fue el amor de su vida. Aunque claro, esa era mi opinión, no la suya. Ella jamás habría llamado así a su exmarido. Siempre que podía, lo ninguneaba delante de quien fuera.

Yo, como bien sabía Yolanda, prefería reservar los sentimientos y la pasión para las historias que se desarrollaban sobre el papel o la pantalla de mi ordenador. Mi vida personal, sin embargo, era un lienzo en blanco desde hace años. Así no terminaría decepcionada por una relación que no me llevaba a ninguna parte, sino que, al revés, me quitaba tiempo para leer o escribir. Mis personajes masculinos, al contrario de los pocos ejemplares que me había ido encontrando en la realidad, me eran siempre fieles y acudían a mí en cuanto les echaba de menos. Prefería no arriesgarme a sufrir desplantes vergonzosos, o tener que escuchar esas palabras hirientes que se decían cuando la cosa se enfriaba, y que después no conseguía sacarme de la cabeza mortificándome por no haber sido lo que ellos esperaban.

Recuerdo el intenso olor al perfume de violetas de Yolanda mezclado con el de la nicotina cuando puse su brazo alrededor de mi cuello, haciendo que, en un movimiento firme, venciese el peso de su cuerpo sobre el mío. Caminé renqueando hacia el ascensor, llevándomela a cuestas. Tambaleándonos como las dos borrachas que éramos. Aunque ella más que yo, eso seguro. Nunca la había visto así de mal, por eso decidí que lo mejor sería dejarla yo misma en su cama. Al día siguiente, cuando despertase, me lo agradecería.

—Buenas noches, Yolanda —le dije besándola en la frente, sintiéndome muy agradecida por su amistad.

—¡Cuídate mucho, mi niña! —bisbiseó de manera casi ininteligible debido a su estado de embriaguez.

Capítulo 3: Corpus delicti

 

 

 

 

 

(Martín)

 

La llamada del hotel al servicio de emergencias no nos aportó muchos datos. Una mujer quería suicidarse tirándose desde el balcón de su habitación, situado en el último piso. Siendo la madrugada de un sábado como era, lo más seguro sería que estuviera borracha o drogada, pero, aun así, me despertaron para atender la emergencia.

—¿Han llamado ya al hotel? ¿Sabemos algo más de esa mujer? ¿Hay alguien hablando con ella ahora mismo? —quise saber mientras me mal vestía, peinándome con la mano.

Desde hacía tres años ese era el tipo de llamadas que yo solía atender. Al final me aceptaron en el equipo nacional de negociación, y pude volver a trabajar en el cuerpo, aunque no fuera como un policía al uso, sino como un colaborador en ese departamento. Todo fue gracias a uno de mis superiores; él vio una posibilidad de reincorporarme al recordar cómo había resuelto una situación de crisis frente a unos atracadores en un centro comercial, y me avisó cuando estaban buscando gente con las aptitudes necesarias. Antes nunca se me habría pasado por la cabeza meterme en ese grupo de trabajo, pero después de unas intensas y paroxísticas pruebas de selección, me dieron la buena noticia. A pesar de mi discapacidad, y siempre dentro de mis posibilidades, volvería a ser útil para la policía ayudando a mis compañeros. Y eso, para mí, fue lo más importante.

Sin embargo, en esta ocasión llegamos tarde. Aún no había amanecido cuando el director del hotel nos recibía para darnos la mala noticia. Ya no había nada que hacer. Una camarera de pisos acababa de encontrar el cuerpo de la mujer cerca de la piscina. Al parecer, era una conocida novelista de mediana edad, todo un referente cuyas obras habían recibido varios premios. «¡Pues qué bien!», pensé. Aquello machacaría después mi conciencia, me habían sacado de la cama para nada. En situaciones así, siempre pienso que yo podría haber evitado que se arrojase al vacío. Al menos, habríamos hablado largo y tendido. Si por algo estaba allí era por ser bueno escuchando a los demás.

Pronto llegaron los compañeros de la judicial y la científica, para delimitar la escena del crimen y hablar con los posibles testigos. Tan solo quedaba esperar a que viniera el forense para levantar el cadáver. Yo ya no pintaba nada. Las escritoras que se alojaban en el hotel, al igual que la suicida, habían empezado a salir de sus habitaciones. Aquello debía de ser una especie de convención, porque todas parecían conocerla. El rumor de voces, suspiros y llantos femeninos era cada vez más evidente. Ahora tocaba una fase en grupo de estupor y negación, al saber que una de ellas se había suicidado hacía unas horas. Pronto todo aquel escenario sería una locura controlar.

—¿Qué hace ese ahí? —escuché decir al tontaina de Montes, mirándome con desprecio desde el otro lado del pasillo, sacando pecho como un palomo. En momentos como esos me parecía increíble que hubiésemos sido compañeros en la academia. Los había que parecían dispuestos a marcar su territorio con orina con tal de que nadie les pisara la poca hombría que tenían.

—¡No te preocupes, joder, que ya me voy! —voceé a pesar de la distancia, para que supiera que sería cojo, pero no sordo.

El muy imbécil ni se molestó en contestarme. Lo vi meterse en la habitación de la muerta, haciéndose el importante, seguido de su séquito. Meneé la cabeza, buscándole gracia a aquel sinsentido. Él estaba ocupando el puesto al que yo habría optado de no haber sufrido aquel accidente, y, sin embargo, parecía sentirse amenazado por mi presencia en cuanto me veía.

Ya me había dado la vuelta y me disponía a desayunar algo en la cafetería del hotel cuando escuché a una chica desesperada: «Alguien debe de haberla matado, seguro que es eso. Escúchenme bien, ¡deben investigar todo esto a fondo!», la voz salía del interior del grupo de mujeres. Aquellas palabras eran como alaridos junto a sollozos cargados de rabia contenida, la estaban reteniendo en contra de su voluntad, y pensé que, fuera quien fuese, debía de estar pasándolo muy mal. De manera inconsciente, mis pasos me llevaron a cruzar aquel pasillo, acercándome para poder ver a la muchacha que seguía implorando la atención de alguien. Hablaría con ella para que se calmara un poco, solo eso. Aquel ya no era mi trabajo, pero me sentía en deuda con la víctima. De pronto, vi en los ojos del compañero que la estaba sujetando el alivio que sintió al verme:

—Oye, Correa. ¿La puedes atender tú? Está fuera de sí —masculló un tercero mirándome con desesperación—. Voy a llamar a una enfermera para que le meta algo rápido. Mientras, a ver si a ti te dice alguna cosa que merezca la pena, ¿quieres? ¡Gracias, tío!

Estoy seguro de que la cara de memo que se me quedó aquel día debió de ser para partirse de risa. Los había que tenían un morro que se lo pisaban, pero lo peor de todo era que también los había muy gilipollas, tanto que hacían lo que les pedían sin obtener nada a cambio.

Capítulo 4: María

 

 

 

 

 

(María)

 

Desperté asustada, con el corazón palpitando. Al principio pensé que habían vuelto mis ataques de pánico y tenía una taquicardia. Después escuché el incesante murmullo del exterior, como si un montón de gente estuviera concentrada en el pasillo, justo al otro lado de la puerta de mi habitación. Como no tenía mirilla, me puse con rapidez la chaqueta que llevaba el día anterior y salí fuera cubriendo mi camisón con las solapas. No es que fuera muy escotado, es que así pretendía ocultar un ridículo estampado de vaquitas del que no me sentía muy orgullosa. Si estaban evacuando el hotel por un incendio, no habría tiempo para cambiarse.

—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? —exclamé de inmediato al ver a varios policías intentando poner orden entre el alborotado grupo de compañeras, hablando todas a la vez, como gallinas en un corral.

Todas las autoras que habían sido invitadas al evento de romántica estaban allí, con una indumentaria muy similar a la mía, hechas unas locas sin peinar, cuchicheando sobre lo que había sucedido a escasos metros de mi habitación. Al parecer, una mujer se había arrojado por el balcón, y una chica del hotel había descubierto el cadáver bien temprano.

—¿Pero de quién se trata? —pregunté al grupo, consternada por aquella grave noticia.

—Es Yolanda, Yolanda Reyes —respondieron un par de chicas que, como yo, no pudieron contener sus lágrimas al saber el nombre de la desafortunada.

—No puede ser… —enmudecí y, sin poder creer lo que me acababan de decir, avancé con dificultad hacia su habitación con la respiración agitada. Cuando ya quedaban pocos metros para llegar frente a su puerta, un corpulento policía me cortó el paso con su brazo tan grande como un as de bastos, haciéndome sentir un ser insignificante.

—¡Señorita! —gruñó—. ¿Pero es que no ve que esto es una zona restringida? Usted no puede pasar.

Delante de mis ojos, varios policías, con su jefe a la cabeza, entraron en la habitación de Yolanda con el gesto aprendido de indiferencia. Allí dentro se estaba investigando un crimen y, al cruzar esa idea por mi cabeza, sentí como si el suelo se desplomase bajo mis pies. Me quedé quieta, congelada ante aquella visión. Sin poder oír bien lo que decían esos hombres. A través de los bíceps de aquel tipo, acababa de ver el balcón de la habitación de Yolanda, con las cortinas blancas agitándose a merced del viento que se había levantado esa mañana. Entonces lo comprendí. Era cierto. ¡Yolanda Reyes estaba muerta! Y mientras miles de escenas compartidas con ella se repetían en mi cabeza, me quedé absorta mirando la cinta blanca con la que la policía estaba precintado el umbral de la estancia. Yo había estado hablando con ella la noche anterior, y me parecía increíble que ahora no estuviera entre nosotras como una más. Hacía tan solo unas horas yo misma la había dejado en su cama:

—Debe de ser un error —murmuré sin que nadie alcanzara a oír mi voz todavía.

Aquello era algo incomprensible para mí. Yolanda amaba la vida, era toda alegría, por nada del mundo habría deseado un final así. Era una muerte tan repentina, que no tenía una explicación aparente, y me repetía a mí misma que todo debía de ser un error. Un grave error. Yo conocía a Yolanda, ella jamás hubiese hecho algo así.

—Alguien debe de haberla matado, seguro que es eso. Escúchenme bien, ¡deben investigar todo esto a fondo! —grité como una histérica, saliendo del colapso, para que todos me hiciera caso. El policía que me tenía en frente me miraba sobresaltado, sin saber por dónde sujetarme para bloquear mis puñetazos, que le debían de estar haciendo cosquillas. En pocas palabras, se me había ido la pinza. Allí en medio, delante de todas mis compañeras, parecía que me hubiese mordido un perro rabioso. Pero en ese momento no sentí vergüenza ninguna y, aunque sabía que estaba montando un espectáculo, seguí gritando como una energúmena para no ceder en mi intento de que me oyesen. Alguien acudiría ante tanto alboroto, ¡debían tener claro que Yolanda era incapaz de terminar con su vida!

De pronto, un hombre vestido de paisano, pero con una placa colgando del cuello, apareció de entre el grupo de mujeres. Uno de los policías que habían venido a calmarme le susurró algo al oído mientras me miraban, y, de repente, me dejaron frente a él como si de mi niñera se tratase. Yo no entendí lo que sucedía en ese momento, lo único que quería era que mi corazón dejase de bombear tan rápido, porque me empezaba a doler la cabeza, y las migrañas no tardarían en aparecer. Reclamé de nuevo que alguien me escuchase, que se hiciese justicia, que buscasen al asesino de Yolanda porque lo más seguro era que estuviese todavía por el edificio viéndolo todo. Al oírme chillar de nuevo de aquel modo, el tipo que me atendía ahora me cogió por los codos con decisión y, apretándolos con fuerza para atraer su mirada sobre mí, quiso serenarme:

—¡Ya está bien, señorita! ¡Tranquilícese, por favor! —Esos ojos castaños habían conseguido abrazarse a mi dolor con tan solo un vistazo, hipnotizándome, sintiéndome comprendida en un instante. Así que me callé en seguida, obediente—. ¿Era usted amiga de Yolanda Reyes? —Y que formulase aquella pregunta en pasado me dejó helada.

—Sí, lo era —dije sin apartarme de él, con la respiración entrecortada.

—¿Estuvo con ella la noche pasada? —volvió a preguntarme sin soltar mis codos, aguantando a pulso parte de mi cuerpo, repasándome con rapidez de arriba abajo. Creo que mi camisón de vaquitas debió de dejarle alucinado. Eso, o la maraña de pelos que había en mi cabeza. Fuera lo que fuese, no parecía muy dispuesto a dejarme marchar.

—¡Escúcheme bien, señor agente! —alcé la voz liberándome de sus manos prensiles y poniéndome a la defensiva mientras tiraba hacia abajo de mi camisón sin mucho éxito. Me acerqué tanto a él que la mano que tenía apuntándole chocó con su duro pecho, y estuve a punto de golpearle presa de los nervios. Algo que nunca se me habría ocurrido hacer de no estar fuera de mí—. Sí, yo anoche estuve cenando con esa mujer, y le juro por Dios que no se ha suicidado. ¡Así que ya pueden estar buscando al asesino en vez de estar preguntándome tonterías, pedazo de inútiles! —El policía apretó su mandíbula, respirando con violencia. Aquello era desacato a la autoridad, y podría haberme esposado allí mismo por ello, pero no lo hizo. Ni siquiera me contestó. Solo me miró con recelo, aguantándose las ganas de darme un tortazo, supongo. Al menos, eso es lo que me había ganado por gritar como una borrega. Yo era unos cinco centímetros más baja que él, una mierdecilla delante de su cuerpo férreo e imponente, y sin embargo, le estaba plantando cara como si tuviera todo el derecho a insultarle. Él parecía estar analizando la expresión de mi cara, más allá del enfado supino que tenía, llegando a descubrir las inmensas ganas que tenía de tirarme al suelo y llorar la muerte de mi amiga. Era un duelo de miradas, pero él me llevaba demasiada ventaja y no sabía por qué. Supongo que intentaba clasificarme en algún tipo de loca común, porque estaba para que me encerraran y tirasen la llave en ese momento. Mi corazón iba a mil por hora, y por mi frente empezaron a aparecer algunas gotas de sudor. Estaban sucediendo muchas cosas y muy deprisa esa mañana, demasiadas emociones se agitaban dentro de mí, y yo aún estaba en ayunas con una soberana resaca.

—¿Se encuentra usted bien? —El tipo de la placa tuvo que preguntármelo a bocajarro, porque mis piernas empezaron a flojear delante de él para sorpresa de ambos. Tuve que agarrarme de nuevo a él al comprender que iba a perder el equilibrio. «Oh, Dios mío, ahora no», pensé, sabiendo qué pasaría a continuación.

—Me voy a desmayar… —musité intentándolo avisar, mientras me hundía en sus oscuras pupilas. Estaba muy asustada, con el rostro lánguido mientras sentía uno de sus brazos rodeando mi espalda para no dejarme caer, haciéndome sentir acompañada a pesar de las circunstancias. No tardaría en derrumbarme en el suelo. Mi tensión volvía a jugarme una mala pasada, ¡y eso que ni siquiera había visto el cuerpo de mi amiga!

«Perfecto», pensé un segundo antes de cerrar los ojos y perder la consciencia, mientras oía a todas mis compañeras pedir a gritos un médico y el resto de policías acudían en mi ayuda.

Capítulo 5: Despertar

 

 

 

 

 

(María)