Agradecimientos

Como siempre, mi primer y mayor agradecimiento es para Justin Chanda, mi absolutamente brillante editor. Justin, tras cinco borradores y dos años, tu fe en esta historia y tu certeza de que algún día conseguiría terminarla nunca flaquearon, incluso cuando tenía setecientas páginas y estaba llena de extrañas tramas secundarias sobre un cine. GRACIAS por ayudarme a encontrar esta historia, por tus increíbles notas y por ser una persona maravillosa con la que trabajar. Tengo muchísima suerte de que seas mi editor, y todavía más de que seas mi amigo.

Gracias a Emily van Beek, mi extraordinaria agente, y a todo el equipo de Folio, por cuidar siempre tan bien de mí y de mis libros.

Estoy increíblemente agradecida de que Lucy Ruth Cummins diseñe mis libros. Esta podría ser mi portada favorita de todas, y eso que el listón estaba muy alto. ¡Y gracias a Meredith Jenks por las increíbles fotos!

Gracias a Alexa Pastor y Alyza Liu, que leyeron borrador tras borrador de este libro y proporcionaron notas inestimables.

Ha sido un privilegio que Simon & Schuster publique mis libros durante los últimos ocho años. He podido trabajar con las mejores y más talentosas personas de este negocio. Gracias a Jenica Nasworthy, Chava Wolin, Chrissy Noh, Anne Zafian, Anna Jarzab, Lisa Moraleda, KeriLee Horan, Lauren Hoffman, Michelle Leo, Anthony Parisi, Amy Beaudoin, Christina Pecorale, Emily Hutton, Victor Iannone, Karen Lahey, Jerry Jensen, Lorelei Kelly, Jon Anderson y muchos más. Sois geniales.

Tengo una deuda enorme con Siobhan Vivian, Anna Carey y Maurene Goo: maravillosas escritoras y aún mejores amigas. Chicas, no sé cómo daros las gracias por vuestra valiosa ayuda con este libro. Ya fuera comentando una escena, escribiendo conmigo en cafeterías o mediante interminables mensajes y videollamadas por FaceTime, no podría haberlo logrado sin vosotras.

Les envío mi amor y gratitud a Jane Finn y Katie Matson. Y gracias a mi hermano, Jason Matson por tu ayuda con todo lo relacionado con Míchigan y el béisbol.

Gracias a Todd VanDerWerff y Myles McNutt, dos escritores a los que admiro desde hace mucho tiempo. La idea para este libro surgió de una conversación por Twitter que mantuvimos en el verano de 2015 y, al volver la vista atrás ahora, me alegro mucho de haberme tomado ese momento para procrastinar.

Y, por último, gracias a Murphy, que contribuyó… poca cosa. Pero estaba monísimo mientras lo hacía.

CAPÍTULO 1 O: Nunca te fíes de nadie con nombre de fruta

El día previo a la boda de mi hermana me desperté de golpe, como si hubiera sonado una alarma. Recorrí mi cuarto con la mirada, con el corazón acelerado, mientras intentaba averiguar qué me había despertado. Todavía me encontraba sumida a medias en el sueño que acababa de tener: Jesse Foster estaba allí y también mi hermano Danny, y tenía algo que ver con Schoolhouse Rock!, esos viejos dibujos animados que mi hermana me había enseñado cuando estaba en primaria…

No obstante, cuanto más intentaba aferrarme al sueño, más rápido parecía desvanecerse. Me encogí de hombros y me volví a acostar en la cama, bostecé y me cubrí los hombros con las mantas. Cerré los ojos y estaba a punto de quedarme dormida de nuevo cuando me di cuenta de que estaba sonando una alarma.

Un persistente pitido provenía de la planta baja. Parecía la alarma que controlaba la puerta delantera de la casa y la de la cocina, la que solo activábamos cuando nos íbamos de vacaciones y, a veces, ni siquiera entonces. Se oía fuerte en el tercer piso, así que me imaginé que el ruido probablemente sería ensordecedor en la planta baja.

Busqué mis gafas en la mesita de noche y luego estiré el brazo para recoger el móvil del suelo, donde lo había dejado enchufado la noche anterior para cargarlo. Abrí los mensajes de grupo, todos los cuales consistían en diferentes combinaciones de miembros de mi familia. Incluso había uno que nos incluía a todos y a mi hermano Mike, aunque vi que hacía un año y medio que no se usaba. Abrí el que había estado usando los últimos días, en el que estaban todas las personas que se encontraban actualmente en la casa: mi madre, mi padre, mi hermana Linnie y su prometido Rodney.

Yo

¿Por qué está sonando la alarma?

Esperé un momento y luego recibí una serie de respuestas, una tras otra.

Mamá

Creemos que le pasa algo al panel de control. Debería apagarse en un minuto.

Papá

¿Por qué mandaste un mensaje? ¿Por qué no bajaste a investigar? ¿Y si hubiera habido un ladrón?

Linnie

¿HAY un ladrón?

Papá

No

Papá

Pero PODRÍA haber pasado

Papá

Y, si estuvieran desvalijando la casa, no creo que lo más aconsejable sea enviar un mensaje al respecto.

Rodney

¡Buenos días, Charlie!

Estaba a punto de contestar cuando la alarma se detuvo de repente y mi habitación quedó supersilenciosa.

Mamá

Ya se apagó.

Yo

Ya lo oigo. Ya no lo oigo, digo.

Mamá

¿Bajas? Tu padre ha preparado café y Rodney va a traer rosquillas

Linnie

Un momento. ¿Por qué sigues aquí, Charlie?

¿Stanwich High ha cambiado la hora de inicio de clases?

Mamá

Le pedí un permiso

Yo

Mamá me pidió un permiso

Linnie

¿Por qué?

Yo

Para que pueda ayudar con los preparativos de la boda

Linnie

En ese caso, ¿por qué no has ido tú a buscar las rosquillas?

Rodney

¡No me importa hacerlo!

Yo

Enseguida bajo.

Dejé caer el móvil sobre el edredón y estiré los brazos por encima de la cabeza mientras pensaba en la hora que era. Mi hermana tenía razón: si fuera un viernes normal, ahora mismo estaría en medio de las clases, de camino a Historia, pero sin demasiada prisa. En cuanto empezaron a llegar las cartas de aceptación en las universidades, a los alumnos de último curso (yo incluida) les preocupaba mucho menos llegar a clase a tiempo.

Anoche le estuve dando la vara a mi madre, argumenté que podría ser útil, que podría ayudar con cualquier asunto de última hora que surgiera antes de la cena de ensayo de esa noche y le aseguré que hoy no tenía que hacer nada importante en el instituto. Aunque eso no era del todo cierto: yo era la editora del periódico escolar, el Pilgrim, y esa tarde teníamos la reunión editorial semanal. También se suponía que debíamos hablar del último número del año. Pero sabía que mi editora de noticias, Ali Rosen, podría encargarse de todo por mí. En circunstancias normales, nunca habría faltado a una reunión de personal…, pero todos mis hermanos iban a estar aquí esta tarde y no quería malgastar el tiempo que podría pasar con ellos discutiendo con Zach Ellison sobre la longitud de sus críticas cinematográficas.

Salí de la cama y la hice rápidamente, alisé las mantas y ahuequé las almohadas. Luego le eché un vistazo a mi habitación para decidir si podría considerarse que estaba lo bastante ordenada en caso de que algún pariente o dama de honor pasara por allí más tarde.

La familia se había mudado a esta casa antes de que yo naciera, así que, aunque mis dos hermanos mayores recordaban haber vivido en otro sitio (o eso aseguraban), para mí este siempre había sido mi hogar, y esta siempre había sido mi habitación. Se trataba del cuarto más pequeño del tercer piso, donde estaban situadas las cuatro habitaciones de los hijos. Supongo que eso es lo que pasa cuando eres la más pequeña, pero nunca me había importado. La pendiente del techo formaba un hueco perfecto para mi cama y no había corrientes de aire, como en la de Danny y J. J. Y, lo mejor de todo, mi cuarto conectaba con el de Linnie por medio de un largo armario compartido, lo cual me había venido de perlas tanto para robarle la ropa a mi hermana como para pasar el rato con ella: las dos nos preparábamos a la vez o nos sentábamos en el suelo del armario, con las piernas estiradas, y hablábamos y reíamos con la ropa colgando encima de nosotras.

Tras decidir que mi habitación probablemente estaba lo bastante limpia, me dirigí a la cómoda, me incliné ligeramente para mirarme en el espejo y me pasé un cepillo por el pelo. Como todos mis hermanos, era alta (medía 1,75), llevaba largo el pelo castaño claro y tenía la nariz ligeramente torcida debido a un percance con una cama elástica cuando tenía seis años. También tenía los ojos de color avellana, la única de mis hermanos que los tenía de ese color, como si, al ser la última hija, la lotería genética se hubiera decantado por un punto intermedio. Hice una mueca mientras me cepillaba las puntas: tenía el pelo tan largo que se enredaba enseguida. Pero me había acostumbrado a llevarlo así y, aunque sabía que debería cortármelo, también sabía que era probable que no lo hiciera.

Me puse una sudadera encima del pijama y me dirigía hacia la puerta cuando mi móvil sonó, con un ruido amortiguado. Miré a mi alrededor y, después de un momento, comprendí que lo había dejado enterrado por accidente al hacer la cama. Lo rescaté de debajo de las mantas y sonreí al ver que me estaba llamando mi hermano favorito.

—Hola, Danny. —Aparté el teléfono un segundo para comprobar la hora—. Ahí es temprano.

—Bueno —contestó él, y percibí la risa en su voz—, algunos tenemos que ir en avión desde California.

—Podrías haber venido anoche.

Me había pasado los últimos meses insistiendo en eso, pues tener solo un fin de semana con mis hermanos no me parecía suficiente. Había intentado conseguir que todos vinieran el martes o el miércoles para que los Grant pudiéramos disfrutar de algún tiempo juntos antes de la invasión de parientes e invitados. Pero Linnie y Rodney eran los únicos que habían llegado antes: tanto Danny como J. J. tenían que trabajar y solo podían tomarse el viernes libre.

—No empieces otra vez con eso —protestó, aunque noté que sonreía.

—Un momento —dije, y abrí los ojos como platos—. ¿Por qué no estás en el avión?

—Te estoy llamando desde el avión —me explicó. De pronto, me lo imaginé en la pista del aeropuerto de San Francisco, recostado en su asiento de primera clase con un vaso desechable de café a su lado—. Puedes llamar por teléfono desde los aviones, ¿sabes? Todavía no hemos despegado y quería saludar. ¿Cómo va todo?

—Genial —respondí de inmediato—. Ha sido estupendo volver a tener a Linnie y Rodney aquí.

—Me refiero a si va todo bien con la boda. ¿Ningún desastre de última hora?

—Todo va bien. Clementina se está ocupando de todo.

—Me alegro de que le estén sacando partido a mi dinero.

—Deberías mencionarlo en tu discurso.

Danny soltó una carcajada.

—Puede que lo haga.

Clementina Lucas era la coordinadora de bodas de Linnie y Rodney. Danny se había ofrecido a contratar a un organizador de bodas, a modo de regalo de compromiso, cuando adelantaron la fecha. Se habían comprometido hacía dos años, pero no parecían tener prisa por fijar una fecha ni planear el enlace, hasta el punto de que solíamos bromear con que se casarían en algún momento de la próxima década. Lo único que tenían claro era que querían casarse en nuestra casa: Linnie soñaba con eso desde que era niña.

Puesto que Rodney estaba en el tercer curso en la Facultad de Derecho y estaba estudiando para el examen para obtener el título de abogado y Linnie estaba terminando su máster en conservación histórica, esa primavera probablemente no les iba bien asistir a una boda, mucho menos planear la suya. No obstante, cuando nuestros padres nos contaron que iban a poner la casa en venta, de pronto los preparativos de la boda se pusieron en marcha a toda velocidad.

Le eché un vistazo al montón de cajas de cartón que había apilado contra la puerta del armario, como si eso pudiera hacerme olvidar por qué estaban allí. Se suponía que debía empezar a vaciar mi habitación, porque Lily y Greg Pearson habían comprado nuestra casa y se mudarían, junto con sus tres hijos superruidosos, en cuanto se completara el proceso de compraventa. En el fondo, yo había deseado que no aparecieran compradores, que nuestra casa languideciera en el mercado durante meses; sin embargo, no me sorprendió que se vendiera, y rápido, además. Después de todo, ¿quién no querría una casa que había aparecido en una de las tiras cómicas más queridas de los Estados Unidos?

Así que, en medio de todo esto, Clementina había sido increíblemente útil. Danny la había encontrado a través de Pland, una startup en la que había invertido su empresa de capital de riesgo. Pland estaba en contacto con organizadores de bodas de todo el país y les asignaba los más adecuados a cada pareja. Y, al parecer, aparte de un grave desacuerdo sobre el color de las servilletas, todo había ido genial con Clementina.

—Bueno, estoy deseando verlo todo por mí mismo esta tarde.

—¿Sigues llegando a las dos?

—Ese es el plan. —Danny carraspeó—. Y tengo una sorpresa para ti cuando te vea.

Sonreí de oreja a oreja. Tenía el presentimiento de que sabía de qué se trataba.

—¿Una doble-doble?

Danny suspiró.

—Nunca debería haberte llevado a In-N-Out cuando viniste a visitarme.

—Entonces, ¿eso es un no?

—Es un «las hamburguesas no deberían pasar seis horas sin refrigeración». —Hizo una pequeña pausa y luego añadió—: Podrías ir a In-N-Out todas las veces que quisieras si te mudaras aquí el año que viene.

Sonreí y miré de forma automática hacia la pila que había en una esquina de mi escritorio: las brillantes y relucientes carpetas de las universidades que habían aceptado mi solicitud. Había pedido plaza en ocho centros y me habían admitido en tres: Northwestern, a las afueras de Chicago; College of the West, en una pequeña localidad de Los Ángeles, y Stanwich, la universidad local donde daba clases mi padre. La semana anterior había decidido ir a Stanwich y le había contado mi decisión a Danny incluso antes que a mis padres. Mi hermano había estado intentando convencerme para que me fuera a la costa oeste con él desde entonces.

—Bueno, creo firmemente que, en la vida, todas las decisiones importantes deberían basarse en cadenas de comida rápida, así que…

—Sabía que entrarías en razón. —De fondo, oí un aviso sobre abrocharse los cinturones de seguridad y asegurarse de que los compartimentos superiores estuvieran bien cerrados—. Debería colgar. Hasta pronto, Chuck —se despidió, y empleó el apodo que solo él tenía permitido usar.

—Oye —dije al darme cuenta de que no había llegado a contarme en qué consistía la sorpresa—. Danny…

Pero él ya había colgado. Dejé el móvil sobre la cómoda y me acerqué al escritorio. Aparté la carpeta anaranjada de College of the West y agarré la de Northwestern, que era de color morado brillante.

Me habían admitido en Medill, la facultad de periodismo de Northwestern, que era precisamente el motivo por el que había solicitado plaza allí. Mi orientadora no me había creído, pues pensaba que solo quería ir a la misma universidad que Mike; ella no entendía que en realidad eso era un inconveniente, no una ventaja. Hojeé el folleto de Medill que me habían enviado y les eché un vistazo a las relucientes fotos de alumnos en la sala de redacción, las posibles prácticas en medios de comunicación importantes, el curso de periodismo en el extranjero… Antes de dejar volar demasiado la imaginación, cerré la carpeta y busqué la de la Universidad de Stanwich y pasé los dedos sobre el farol que formaba parte del escudo del centro.

Northwestern había dejado de interesarme aproximadamente cuando mis padres me contaron que iban a vender la casa. La idea de irme lejos sonaba mucho mejor cuando tenía un hogar al que regresar. De pronto, me abrumó la posibilidad de perder tanto mi casa como mi ciudad, y empecé a pensar cada vez más en Stanwich. Prácticamente me había criado en el campus, y me encantaba: el patio interior bordeado de árboles, las vidrieras de colores de algunas aulas, la magnífica selección de aderezos para yogur helado… Y esa empezó a parecerme la mejor opción: podría comenzar algo nuevo mientras seguía aferrándome a lo conocido. Además, era una universidad estupenda, y estaba segura de que sería genial, absolutamente genial.

Todavía no había aceptado de manera oficial ni les había comunicado a las otras universidades que no iba a ir allí, pero había tomado una decisión y, aunque a mis padres pareció sorprenderles un poco mi elección, estaba segura de que simplemente se estaban acostumbrando a la idea… y que se alegrarían cuando llegara la primera factura de mi matrícula y me hicieran descuento por ser hija de un profesor.

En cuanto pasara la locura de la boda, ya decidiría cuáles serían los siguientes pasos: comunicarles a Northwestern y a College of the West que no las había escogido y averiguar qué depósitos y papeleo requería Stanwich. Pero no quería pensar en nada de eso…, ese fin de semana no. Después de todo, en ese preciso momento mi hermana y mi futuro cuñado (y puede que unas rosquillas) me estaban esperando abajo.

Me encontraba a medio camino de la puerta cuando mi móvil sonó de nuevo. Lo agarré de inmediato, pues esperaba que fuera Danny otra vez, pero vi en la pantalla la fotografía de mi mejor amiga, Siobhan Ann Hogan-Russo.

—Hola, Shove-on —la saludé mientras activaba el altavoz. Así era como Siobhan le decía a la gente que se pronunciaba su nombre, pues la mayoría no esperaba un nombre con una «b» muda.

—Oh. —Parecía sorprendida—. No esperaba que contestaras. ¿Por qué no estás en Historia?

—Hice que mi madre me pidiera un permiso. Me voy a tomar el día libre para ayudar con los preparativos de la boda.

—Creía que Mandarina se ocupaba de todo.

Sacudí la cabeza, aunque era consciente de que mi amiga no podía verme.

—Ya sabes que se llama Clementina. Simplemente tienes un extraño prejuicio contra ella.

—Ya conoces mi norma: nunca te fíes de nadie con nombre de fruta.

Suspiré. Había oído eso infinidad de veces y prácticamente podía sentir cómo Siobhan se preparaba para rematar el chiste.

—Después de todo…, podría estar podrida.

—Ya sé que crees que es gracioso —repuse y, efectivamente, la oí riéndose al otro lado de la línea—. Pero la verdad es que no lo es.

—A mi padre le pareció gracioso.

—¿A cuál?

—A Ted. Steve sigue intentando meternos en una cena para antiguos alumnos que hay esta noche.

Siobhan llevaba, junto con sus padres, en la Universidad de Míchigan desde el miércoles. Iba a ir ahí el próximo año. A diferencia de mí, ella siempre lo había tenido claro. Sus padres habían estudiado allí y se habían conocido años después en una reunión de carácter profesional para antiguos alumnos. En un lugar destacado de la casa de los Hogan-Russo, había una fotografía de Siobhan recién nacida con un body de Míchigan, posando con un minibalón de rugby azul y amarillo. Al parecer, se habían planteado seriamente llamarla Siobhan Ann Arbor Hogan-Ruso para aumentar sus posibilidades de entrar. Pero, por suerte, no le había hecho falta: se había enterado en diciembre de que ya la habían admitido.

—¿Cómo es el campus?

—Asombroso. —Percibí un suspiro de felicidad en su voz—. Un momento —añadió, y de pronto su voz sonó más brusca, como si estuviera despertando de la feliz ensoñación de Míchigan—. ¿Por qué no vas hoy al insti? ¿No tienes la reunión editorial?

—Sí, pero no pasa nada. Ali puede ocuparse de todo. —Se hizo el silencio al otro lado de la línea telefónica, así que añadí rápidamente—: De todas formas, quiere ser editora jefa el año que viene, así que debería acostumbrarse a ocuparse de estas cosas.

Siobhan seguía sin decir nada, pero podía imaginarme su pose perfectamente: brazos cruzados y una ceja levantada.

—Todo está controlado, te lo aseguro.

—Estás haciendo lo mismo de siempre.

—Claro que no. ¿El qué?

—Cada vez que tus hermanos vienen de visita, te olvidas de todo lo demás.

Me dispuse a negarlo, pero luego decidí no hacerlo. Siobhan y yo habíamos mantenido esta misma discusión muchas veces a lo largo de los años y solía ganar ella porque, sinceramente, tenía razón.

—Esta vez es diferente. Linnie se va a casar.

—¿Ah, sí? —dijo con una voz cargada de asombro—. Pero ¿cómo es que no lo habías mencionado?

—Sio.

—Ah, no, espera…, sí lo has hecho. Cada tres minutos o así.

—Va a ser maravilloso —dije convencida mientras esbozaba una sonrisa—. El vestido de Linnie es precioso y he visto las fotos de las pruebas de maquillaje y peluquería: va a estar guapísima. Ya lo verás.

Siobhan iba a venir a la boda; después de todo, conocía a Linnie de toda la vida. Volvería de Míchigan en avión al día siguiente por la mañana, con tiempo de sobra para prepararse antes de la ceremonia.

—¿Ya están todos ahí? ¿Todo el circo ha llegado a la ciudad?

—No del todo. Linnie y Rodney llegaron el miércoles por la noche. Danny llega esta tarde y J. J…. —Me detuve y tomé aire—. Vamos a estar todos juntos.

Mientras lo decía, fue como si una calidez se empezara a propagar por mi interior, como si hubiera tomado un largo trago de chocolate caliente.

—No exactamente.

Me quedé mirando el móvil.

—¿A qué te refieres?

—Mike —contestó ella simplemente—. Mike no va a ir.

—¿Quién quiere que venga? —mascullé.

—Pues… Linnie, ¿no? —preguntó Siobhan. Me acerqué de nuevo al escritorio y me puse a enderezar pilas de papeles, principalmente para tener algo que hacer con las manos—. ¿No lo invitó?

—Por supuesto —afirmé enseguida, aunque deseaba hablar de otra cosa—. Pero no va a venir, y es mejor así.

—Vale —respondió mi amiga e, incluso a través del teléfono, noté que simplemente estaba dejando correr el tema, aunque no estaba de acuerdo conmigo—. Bueno. —Su voz adquirió un tono serio, el mismo que empleaba cuando teníamos cinco años e intentábamos decidir quién sería Bella cuando jugábamos a La bella y la bestia y a quién le tocaría ser la tetera—. ¿Qué te vas a poner para GMA?

Hice una mueca. El equipo de Good Morning America iba a venir a nuestra casa dentro de dos días para entrevistarnos a todos, porque la tira cómica de mi madre —Grant Central Station— iba a llegar a su fin después de veinticinco años. Y, a pesar de que la cita se estaba acercando rápidamente, todavía no había decidido qué ponerme.

Grant Central Station describía las vidas de los cinco hijos, los dos padres y el perro que componían la familia Grant: la versión ficticia, ya que los que vivíamos en el mundo real también éramos la familia Grant. Se publicaba en periódicos de todo el país y por todo el mundo. Trataba sobre cómo una familia numerosa lidiaba con temas cotidianos: trabajo, relaciones amorosas, problemas con profesores y peleas entre hermanos. A medida que transcurrían los años, había dejado atrás las bromas generales y las ilustraciones más caricaturescas y se había vuelto poco a poco más seria. El humor se había vuelto más emotivo y, algunas veces, mi madre seguía una línea argumental durante semanas. Además, a diferencia de la mayoría de las tiras cómicas, en las que los personajes vivían en una especie de estasis (Garfield le profesaba un odio eterno a los lunes y adoraba la lasaña; Carlitos nunca acertaba al balón; Jason, Paige y Peter Fox estaban siempre en quinto, noveno y undécimo curso, respectivamente), Grant Central Station seguía el paso real del tiempo. Mis hermanos y yo teníamos un equivalente dibujado que era una versión de nosotros y, durante los últimos veinticinco años, el cómic había seguido el progreso de la familia ficticia y había avanzado al mismo ritmo que nosotros en el mundo real.

El hecho de que fuera a terminar había provocado una avalancha de solicitudes de actos publicitarios (mi madre había estado haciendo entrevistas por teléfono y correo electrónico durante semanas y viajando en tren a Nueva York para realizar sesiones fotográficas y grabar entrevistas), pero, al parecer, los más importantes se estaban llevando a cabo a medida que se acercaba el final de la tira cómica, probablemente para que mi madre pudiera contar cómo se sentía ahora que había llegado el momento. Se habían publicado retrospectivas en periódicos de todo el país y el Pearce, nuestro museo local, había organizado una exposición entera sobre la obra de mi madre. Habíamos dejado un hueco en nuestros planes de esa noche para pasarnos por la inauguración antes de dirigirnos a toda prisa a la cena de ensayo.

No obstante, la más importante de todas esas apariciones promocionales sería en Good Morning America el domingo por la mañana, que consistiría en una entrevista en directo con todos nosotros a la que habían denominado «La familia detrás de Grant Central Station».

Cuando Linnie y Rodney decidieron la fecha de su boda, mi madre fijó la fecha de finalización del cómic para el mismo fin de semana, para que estuviéramos todos juntos. Y, al parecer, a GMA le había interesado mucho más entrevistarnos cuando descubrieron que todos estaríamos disponibles. A Linnie y Rodney no les había hecho gracia la idea y J. J. había comentado que, si se esperaba que apareciéramos en la televisión nacional el día después de una boda, tal vez les convendría cambiar el nombre del reportaje por «Grant Central Resaca». Pero yo simplemente me alegraba de que estuviéramos todos juntos, de que, cuando concluyera esto que había definido nuestras vidas, lo veríamos terminar como un equipo.

—Eh… —le dije a Siobhan para intentar ganar tiempo—. ¿Ropa?

—Charlie. —La desaprobación en la voz de mi mejor amiga era palpable—. Jackson Goodman va a ir a tu casa el domingo.

—Ya lo sé.

Jackson Goodman. ¿Y no sabes qué te vas a poner?

La voz de Siobhan se elevó bruscamente al final de la frase. Veía Good Morning America con sus padres todas las mañanas hasta que llegaba la hora de ir a clase y Jackson Goodman (el tranquilo y relajado presentador de amplia sonrisa) era su favorito con diferencia. Cuando mi amiga se enteró de que iba a venir a nuestra casa, casi le dio un ataque, y luego se autoinvitó de inmediato a asistir a la grabación.

—Puedes ayudarme a elegir qué ponerme. ¿Qué te parece?

—Hecho. Y tienes que presentarme a Jackson, ¿vale?

—Claro —le aseguré, aunque no tenía ni idea de cómo iban a ir las cosas el domingo.

Oí voces amortiguadas por el teléfono.

—Debería colgar —dijo Siobhan—. Este acto para los alumnos admitidos va a empezar pronto.

—Que te diviertas. Hail to the victorious.

Hail to the victors —me corrigió Siobhan, con tono escandalizado—. ¿Es que no te he enseñado nada?

—Está claro que no. Eh…, vamos, Wolverine.

Wolverines —repuso Siobhan, y alzó la voz—. Ni que Hugh Jackman fuera nuestra mascota.

—Pues mira, si lo fuera, tal vez habría solicitado plaza ahí.

—Steve y Ted todavía están cabreados porque no lo hiciste, ¿sabes?

—Diles que por lo menos no pedí plaza en Ohio State.

La oí inspirar bruscamente, como ocurría siempre que le mencionaba a la universidad rival de Míchigan, algo que me las arreglaba para hacer con la mayor frecuencia posible.

—Voy a fingir que no has dicho eso.

—Probablemente sea lo mejor.

—Tengo que irme. Felicita a Linnie de mi parte, ¿vale?

—Por supuesto. Nos vemos mañana.

Colgué y, un momento después, abrí la galería de fotos y comencé a revisarlas. Pasé mis fotos sola y me detuve en las que aparecía con mis hermanos e intenté encontrar una en la que estuviéramos todos juntos. Había una mía con Linnie y Rodney anoche, recogiendo pasteles en Capitán Pizza. Otra de Danny, J. J. y yo delante del árbol de Navidad, mientras mis hermanos me ponían cuernos con los dedos (Linnie y Rodney habían pasado las vacaciones con los padres de Rodney en Hawái). Otra de J. J., Linnie y yo en Acción de Gracias (Danny tuvo que trabajar y se marchó repentinamente a Shanghái para intentar salvar un acuerdo que había empezado a desmoronarse). Otra de Danny y yo en septiembre, sentados fuera de un Coffee Bean (Danny me había enviado un billete de avión por sorpresa, «¡Para que vengas a visitarme el fin de semana!», así que me fui a California y regresé en menos de cuarenta y ocho horas). Y otra del verano pasado en la que J. J. y yo intentábamos, sin éxito, jugar a Cartas contra la Humanidad con solo dos personas.

Pero no había ninguna en la que saliéramos todos y, al repasar las fotos, era evidente que no habíamos estado todos juntos desde hacía mucho tiempo. Pero, por fin, las cosas cambiarían ese fin de semana. Durante tres días, mis hermanos estarían en casa y todo volvería a ser como antes: jugaríamos, nos reiríamos en la cocina mientras preparábamos bagels… Simplemente estaríamos juntos.

Me había pasado mucho tiempo pensando en ello, y ahora estaba a punto de ocurrir. Me sentía casi como antes, cuando estábamos todos juntos, como si por fin las cosas marcharan de nuevo como es debido. Por no mencionar que ese fin de semana sería la última vez que estaríamos todos juntos en esa casa, así que iba a ser perfecto. Tenía que ser perfecto. Me aseguraría de ello.

Salí por la puerta y me encontraba en mitad de la escalera, rumbo a la cocina, cuando la alarma empezó a sonar otra vez.