La venganza de los elefantes- Erick Olsen es un joven publicista que acaba de conseguir un puesto de trabajo en la prestigiosa agencia Marbel. Su futuro parece estar lleno de posibilidades, recompensas y placeres pero las cosas no siempre son lo que parecen. En ocasiones, encontrar la fama conlleva colocarse en el punto de mira y que se vean desvelados secretos que querías ocultar o que incluso desconocías. ¿Cuánto sabemos de nuestro propio pasado y de las personas que interactuaron en él? ¿Se puede construir la vida sobre una mentira? ¿En quién debes confiar más allá de ti mismo? Con un estilo crudo y desvestido de grandes artificios esta novela urde una trama de misterio llena de emoción e intriga para sumergir al lector en el incomparable juego de las identidades.



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La venganza de los elefantes

Jesús Belmar

www.laequilibrista.es

La venganza de los elefantes

©  2019, Jesús Belmar

©  2019, La Equilibrista 

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Primera edición: abril de 2019

Diseño y maquetación: La Equilibrista


ISBN: 9788494872075

ISBN Ebook: 9788494872082

Depósito legal: B12258-2019


Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.



Datos de autor

Jesús Belmar Belmar desarrolló su carrera como profesional creativo en diseño gráfico y gestión de proyectos y cuenta con grandes éxitos en diversos equipos. Discapacitado por un accidente de tráfico, una enfermedad rara conocida por el nombre de Siringomielia agravó su estado físico hasta impedir el desarrollo de su actividad laboral anterior. Se crió en La Alberca de Záncara, Cuenca, pero desde hace años reside en la ciudad de Albacete, donde vive con su mujer y su hija, y sigue desarrollando su faceta artística con un talento creativo notable que lanza al mundo de las letras con su primera novela La venganza de los elefantes.


INTRODUCCIÓN



Hacia las dos de la madrugada, se vislumbraban las luces de unos focos temblando sobre una carretera oscura y solitaria de Overvalley, un pueblo ubicado en el condado de Marlington. Dentro del vehículo había un hombre delgado de mediana edad cuya mirada reflejaba una extraña mezcla de rabia y decepción infinita. 

Por los altavoces, sonaba la canción Wonderful Life como si fuera el único elemento de conexión que aún le mantenía en contacto con la realidad. El tipo conducía con una mano mientras sujetaba con la otra una botella de whisky con desesperada firmeza entre las piernas. Sin apartar la mirada de la carretera, iba dando tragos breves de la botella como si no le quedara más remedio que hacerlo. 

El viento soplaba con fuerza y las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer. Al mismo tiempo, las lágrimas surgían de sus ojos y empezaban a deslizarse libremente por las mejillas. Con un gesto rápido, intentaba secarse la cara con el dorso de su mano, apelando a todas sus fuerzas para no perder la concentración. Ahora sus ojos estaban nublados por la desesperación, y la rabia parecía desvanecerse poco a poco hasta convertirse en una especie de abatimiento. Incapaz de contener su dolor, volvía a beber de la botella intentando refugiarse de aquellos pensamientos sombríos que asaltaban su cabeza con el falso poder del alcohol. 

La carretera comenzaba a retorcerse por un tramo lleno de curvas y salpicado por unos árboles que se alteraban al paso de la luz de los focos. La lluvia seguía cayendo hasta convertirse en una prolongada llovizna. Su mente torturada se desviaba cada vez más de la realidad y se sentía casi un extraño en su propia piel. Las imágenes llegaban a su mente de forma inconsciente, cada vez se sucedían más y más deprisa y su sencilla realidad le horrorizaba. Era como si hubieran enrollado alrededor de su frente una película que proyectaba dolorosas escenas sobre su cerebro y le resultaba imposible desprenderse de ellas. 

Daba otro trago de la botella para mitigar la angustia y la rabia que sentía al tiempo que intentaba focalizar la vista en el asfalto de la carretera. Sin embargo, el alcohol iba saturando su organismo, y su conciencia a duras penas le hacía ya caso. 

El hombre cogía aire y lo retenía durante unos instantes con el fin de darse el coraje necesario para enfrentar su propio destino. Sus párpados pesaban demasiado y la mueca de fastidio se convertía en una sonrisa, que asomaba de vez en cuando debido a los efectos del alcohol y viajaba sin peaje por el interior de sus venas. Las imágenes se volvían borrosas, como un elemento transitorio, y las preguntas se escapaban de su interior sin apenas voluntad de encontrar respuesta. Ya no podía engañar a sus propios sentimientos y una especie de resignación voluntaria se apoderaba lentamente de su cuerpo. El silencio oscuro de la noche se deslizaba a su paso, regado por una lluvia persistente y cansina, mientras los faros devoraban el asfalto con celeridad. 

De nuevo se llevaba la botella a la boca con absoluta impunidad, en parte con la esperanza de evadirse de todo, salvo de otro trago. Fuera como fuese, quería apartar aquellas imágenes de su cabeza y olvidarlo todo. Necesitaba salir de aquel infierno que le quemaba el corazón. Cada trago de whisky era como un peldaño más donde apoyar el pie hacia una salida. 

Al cabo de una media hora, y tras recorrer varios kilómetros por el solitario asfalto, su respiración se hacía más y más pesada, y sus ojos parecían sentir la necesidad de cerrarse con la mágica esperanza de despertar de aquella horrible pesadilla. La botella de alcohol ya estaba casi vacía mientras una especie de autocompasión llenaba su mente. En su boca sentía el eco de un profundo calor que salía del estómago y subía por la garganta hasta quemarle los ojos. Sin embargo, su corazón estaba frío y solo rezumaba tristeza. 

El frío de la noche, una botella de whisky y una lluvia cansina eran lo único que parecía acompañar al hombre desconocido por aquella carretera secundaria y solitaria. El conjunto de aquellas circunstancias no apropiadas era una especie de sinfonía macabra y con súbitas notas desalentadoras. 

De repente, el ruido seco de un chasquido rompió el sonido constante de la carretera mientras tomaba el último sorbo. Era la rueda delantera sobre la grava de la cuneta al pasar por la última curva. El estado de semi inconsciencia que le había mantenido fuera de la realidad se interrumpió de golpe. «¡Oh, Dios mío, no!», se dijo cuando fue consciente de que no iba a coger la curva a tiempo. Se había convertido en una simple marioneta en manos de su propio destino. 

Su mirada viajaba por un instante hacia el salpicadero y dirigía su atención a dos pequeñas fotografías, de una niña de unos tres años y de un niño de seis, como si fueran un escudo contra el asalto de un despiadado destino. 

—¡Mierda! —exclamó en un interminable segundo. Fue su última palabra antes de estrellarse contra un árbol que surgió de repente de la oscuridad. 

El coche, un Chevrolet familiar de color negro, quedó aplastado por el lado del conductor. La puerta del acompañante estaba arrancada de cuajo y el capó, medio levantado y retorcido, parecía una hoja de papel. Una mezcla de restos sanguinolentos y masa encefálica se repartía por los cristales y el tablero de los mandos del automóvil; parecía a una especie de abstracción mortal. Parte de la sangre que había brotado de su cabeza había hisopeado aquellas fotografías, manchando los rostros inocentes de aquellos niños como un horroroso y trágico legado. 

Ya no quedaba señal alguna de vida o movimiento, salvo los gases que salían del motor mientras todavía se mantenía caliente.





 A la familia Belmar y a toda esa gente maravillosa 

que me he encontrado en el camino. 

A mi hermano y mi cuñada. 

A mis suegros. 

A mis dos princesas, mi mujer y mi hija. 

A mi madre, María, 

aunque su mente se ha ido, ella sigue con nosotros. 

Y a mi padre, Vicente, por estar siempre a su lado.



Jesús Belmar



En la actualidad, septiembre de 2017

Era casi otoño. Desde hacía días, la lluvia había hecho acto de presencia y lo inundaba todo de la típica humedad que caracterizaba a la ciudad. 

Era lunes por la mañana y Erick se dirigía con su Ford Escape 4x4 de color azul al centro de la ciudad por Madison. Su rostro, manchado por una barba de dos días, reflejaba una confusa mezcla de expectación y azoramiento. Era su primer día de trabajo en la agencia Marbel después de haber sido elegido, entre numerosos candidatos y tras duras pruebas de selección, para ocupar un puesto vacante como directivo de arte.

Era un hombre más alto que bajo, de unos veintiséis años y de aspecto fuerte. Su cabello era de color negro y siempre lo llevaba con cierto efecto despeinado. Su frente era lisa y relajada y sus ojos, de un azul intenso. Las cejas alineadas y bien dibujadas daban equilibrio a un rostro bien marcado. Sus labios eran finos, seductores y, cuando una sonrisa torcida invitaba a abrirlos, mostraban unos dientes perfectos y resplandecientes. Su cara, de forma ovalada, casi siempre se cubría por una barba incipiente que le daba un toque varonil y su cuerpo podría sin duda ser elegido en algún concurso de belleza masculina como uno de los mejores modelos del año. 

Le resultaba imposible evitar el resultado de la suma de aquella lista de características físicas a primera vista: típico «atractivo cabroncete». Sobre todo, si la cuenta la realizaba alguien del sexo opuesto. Así que, harto de tener siempre que demostrar todo lo contrario, no le había quedado más remedio que asumir el papel de chico malo en incontables ocasiones. Aunque a veces lo hacía tan bien que tampoco él era capaz de diferenciar si era un amaño o realmente era un verdadero pilluelo de ciudad. 

Las calles seguían aún mojadas y relucientes después de la última llovizna y los faros de los coches proyectaban su luz sobre el asfalto. El color gris de los grandes edificios de la ciudad se mezclaba con el color amarillento y cobrizo de los árboles caducos. En el barrio de la Seventh Avenue, los aparcamientos estaban llenos a esa hora de la mañana. Sin embargo, encontró rápidamente un sitio para estacionar su coche. Aparcó al otro lado de la calle. Los coches estaban estacionados en un parking de dos plantas. Una de las plantas estaba situada debajo de la calzada, mientras que la otra parte quedaba al nivel de la calle. 

El parking se situaba enfrente de un edificio moderno de acero y cristal. La parte superior era de Cox & Grenn, una de las mayores firmas de abogados del condado de Washington. Era un poderoso bufete que representaba a opulentas empresas y entidades del gobierno. Todos los componentes del despacho vestían de azules fuertes y grises, camisa blanca y corbatas de colores sólidos, cultivaban un monótono hastío. Era como si hubieran salido de la película Reservoir Dogs, pero en versión pija. A sus ojos solo eran una panda de jactanciosos que miraba por encima del hombro al resto de los mortales.

Erick salió del coche y, sin apenas darse cuenta, se puso a pensar en la pequeña agencia donde había trabajado en los últimos tres años. Eso parecía darle tranquilidad suficiente como para afrontar el reto de trabajar en una de las agencias de publicidad más importantes del estado. Al fin y al cabo el trabajo iba a ser el mismo, pero a lo bestia: apoderarse del hemisferio norte de la gente y venderles una mierda tras otra a base de mentiras y felicidades perfectas. Además, la ventaja de todo esto es que la publicidad puede asaltar cualquier espacio que pueda ser ocupado. En la televisión, en la comida, en la ropa, en las calles y hasta en los sueños de la gente. 

La publicidad es como un dios omnipresente, pero en vez de prometer el reino de los cielos por ser un buen hombre, promete el reino de la felicidad por ser simplemente un vulgar hedonista. Según su punto de vista, la publicidad era como la política: los políticos se ganan al pueblo diciendo lo que desean oír para que luego ellos elijan su nombre en las papeletas. Luego, se les otorga el poder absoluto por una necesidad inexcusable y casi sadomasoquista. 

En otras palabras, el ser humano es incapaz de vivir en sociedad sin que haya una autoridad que dirija, controle y administre nuestras vidas. Es como si un rebaño de ovejas tuviera que introducirse en el redil sin un pastor. 

La publicidad es un sistema parecido, utiliza los mismos subterfugios, las mismas estrategias, las mismas formas de comunicación para sobornar la mente de las personas y llevarlas por el camino del eterno consumo como a auténticos borregos. 

 En política, la lógica del mercado tiene como objetivo la elección de una alternativa, mientras que la publicidad tiene como objetivo principal la satisfacción de una necesidad. Sus objetivos, en teoría, difieren notablemente. Sin embargo, en la realidad parecen almas gemelas. Su único objetivo es dominar el mundo manipulando el subconsciente de la población para mantener la mentira como verdad.

Cruzó la calle ciñéndose el abrigo para resguardarse del viento húmedo con una mochila de piel negra colgada sobre su hombro. Entró en el vestíbulo del edificio. A la derecha había dos ascensores y subió en el primero hasta el veinteavo piso. Cruzó un pequeño vestíbulo a través de unas puertas de cristal decoradas con iniciales  azul intenso, que parecía ser el color corporativo de la agencia.

En recepción, una joven muy atractiva con una camisa de algodón blanca atendía llamadas de teléfono sin parar. Detrás de ella, varias fotografías formaban un enorme panel de las marcas más importantes que habían pasado por la agencia. El vestíbulo estaba casi vacío a esa hora de la mañana. Plantas por todas partes  daban al lugar un aspecto vivo y acogedor. 

Avanzó con paso firme hasta el mostrador y, por un instante, se quedó como absorto mirando aquel panel. Le llamó la atención una fotografía donde un adolescente con una hamburguesa entre sus manos comenzaba a cobrar vida de repente para después convertirse en el spot del anuncio. Así, otra y otra vez en un bucle alterno. Ese efecto le impresionó y pensó que parecían simples fotografías y no monitores. Estuvo a punto de decir algo al respecto, pero decidió abstenerse y limitarse solo a su presentación.

—¡Hola! —apoyó con discreción una de sus manos sobre la encimera del mostrador—. Me llamo… —. Y, antes de que pudiera decir su nombre, la chica, sin mirar, le interrumpió haciendo un gesto con la mano como para indicar que esperase mientras atendía el teléfono.

—El señor Willis está ahora mismo reunido y no se le puede molestar. Llame dentro de una hora. —Después colgó el teléfono, miró a Erick y sonrió—. ¿Puedo hacer algo por usted? —refunfuñó. 

—Sí, me llamo Erick, Erick Olsen y… he quedado con el señor Maurice —intentó mirar por una puerta de cristal translúcido que quedaba al otro lado del mostrador antes de dirigirse de nuevo a la secretaria—. Esto… soy la persona que acaban de contratar.

—¡Ah, sí! —exclamó la chica tras una pausa mientras le lanzaba una mirada inquisitiva de arriba abajo—. ¡Así que tú eres el sustituto de Richard! —Hizo una pausa y, regocijándose de nuevo con la mirada, añadió—: ¡Vaya! Parece que hemos ganado con el cambio.

Sus miradas se encontraron y, en una porción de segundo, una irremediable sonrisa de complicidad se dibujó en el rostro de Erick casi de forma inconsciente. «Joder, cómo está la secretaria», se escuchó decir. Sin embargo, en fracciones de segundo, un subconsciente vestido de mujer con bata y rulos le repetía incesante: «Ni se te ocurra, ni se te ocurra». La sonrisa desapareció de sus labios y aparcó con brusquedad los pensamientos que pasaban por su mente. El hecho era que seguía soltero. Tras romper con su última pareja, que no duro más de dos meses, decidió poner un candado bien grande en la puerta de su corazón. Solo necesitaba darle una alegría al cuerpo de vez en cuando, sin ataduras de ninguna clase. Es decir, a partir de ahora se había puesto como objetivo tener relaciones esporádicas y sin compromiso alguno. En otras palabras, un polvo sin culpa. 

En cierto modo, es lo que siempre había hecho. Pero, aunque la veda estaba legalmente abierta, había aprendido durante aquellos dos meses de relación que el coto de caza estaba totalmente prohibido en la zona del trabajo. Su última pareja había compartido el espacio laboral con él y esa circunstancia se había convertido en un suplicio. No solo por pasar veinticuatro horas con la misma persona, sino por la falta de espacio y libertad que había sentido en aquellos casi sesenta días. Además de decir adiós a las reuniones de última hora como pretexto para salir de copas con los compañeros del trabajo.

—Por cierto, me llamo Noa —repuso la recepcionista jugueteando con un mechón de su cabello rubio y rizado. Después, se inclinó sobre el mostrador mostrando un culo firme y redondeado, que marcaba una estrecha falda de tubo de color gris, mientras tecleaba un número de teléfono.

Durante unos segundos no pudo dejar de pensar que estaba en la posición adecuada, y sintió de repente un resorte en la entrepierna que le hizo apartarse rápidamente del mostrador. Le parecía un espectáculo tan  seductor que casi se podía intuir lo que pasaba por su cabeza en ese momento y una continua verborrea de pensamientos calenturientos empezó a fluir sin descanso: «¡Dios mío, cómo está!… No me importaría hacer horas extra con ella…, le arrancaría la ropa a mordiscos…, luego me pondría a manosear y chupar a mi antojo esas turgentes y puntiagudas tetas hasta aburrirme…, después la empujaría contra la pared…, pondría esas piernas largas y duras sobre mi cintura… y le echaría el polvo de su vida».

Pero, casi en el acto, su cerebro reaccionó de nuevo cuando le vino a la cabeza la imagen de su último amorío. Y, de tener la imaginación llena de pensamientos lascivos, pasó a los aforismos: «Donde tengas la olla, no metas la p...» o «Donde tengas la placa no metas la estaca». No tenía ni idea de si aquello era producto de su imaginación o si el pasado volvía a repetirse. Pero lo que tenía claro era que no iba a cometer el mismo error otra vez. Era como si hubiera apostado consigo evitar a toda costa tener líos de nuevo en el trabajo. 

Con un gesto insinuante, la joven recepcionista comenzaba a darse golpecitos en el labio con un bolígrafo que había cogido del mostrador al tiempo que indicaba a Erick que tomara asiento en uno de los sofás de piel que había a la derecha. Luego, con voz de niña mala, le dijo que el señor Maurice no tardaría en salir.Erick apretó los dientes. Dio media vuelta y caminando de espaldas se dirigió al sofá sin poder evitar que su cerebro recibiera de nuevo señales de carácter sexual.  A los pocos minutos el señor Maurice, un individuo de mediana edad y con una sonrisa agradable, le conducía hasta el despacho del director creativo. La agencia ocupaba las dos últimas plantas enteras del One Group Center, junto a la azotea. Los empleados estaban separados por paredes cortadas a lo largo de todo el corredor central. Las paredes tenían pinturas creativas y frases de motivación y creaban un ambiente moderno e innovador en un espacio totalmente diáfano, luminoso y flexible; tan solo los despachos que había en los dos laterales de la planta tenían paredes de cristal. Algunos de ellos, disponían de puertas mientras que otros tenían un portal abierto en la pared transparente.

El señor Maurice era el jefe de personal y el responsable de que Erick fuese a trabajar allí. No podía evitar un sentimiento de admiración hacia él. Al fin y al cabo, trabajar en una de las agencias más grandes del país era lo que más deseaba desde que se licenció en Publicidad. Anhelaba la presión y el poder que genera trabajar en un sitio así. Todo el mundo sometido a tensiones y fechas límite. 

Al otro lado del vestíbulo, en el departamento creativo, Richard Debison agotaba sus últimos minutos en Marbel metiendo sus enseres en una caja de cartón. Era la persona sustituida por Erick como director de arte. Un individuo alto y delgado de unos cuarenta años, y uno de los más veteranos de la agencia. A primera vista parecía antipático y serio, pero debajo de esa imagen había un tipo divertido y bromista. Sobre todo porque todo se le ocurría en rimas que se concretaban en bromas tontas y con poco sentido. Era un tipo del sur y siempre se quejaba amargamente de las lluvias constantes de la ciudad. Lo cierto es que la lluvia le ponía de mal humor. Pero cuál fue su sorpresa el día que Marbel abrió una nueva sede en Augusta, en el condado de Richmond. Aquella noticia le llegó como agua caída del cielo, algo paradójico en su caso pues su deseo era precisamente alejarse de esa lluvia. A partir de ahí, puso todo su empeño en conseguir el traslado. 

Seguía con gesto serio desde que salió del despacho de Willis. Estaba terminando de vaciar su mesa ante la mirada casi nimia del resto del personal. 

Lo cierto es que debería estar intentando controlar toda la alegría que corría por su cuerpo. Sin embargo, unas palabras bonitas de Willis en su despacho, con presunta arrogancia y entreveradas con una sonrisa irónica, le hicieron sentir una extraña mezcla de alegría e incomodidad. 

Tenía la sensación de que a la agencia le importaba una mierda su marcha. Ni mucho menos esperaba salir del despacho con el jefe a rastras y suplicando a gritos que no se marchase, o menos aún, que la agencia hubiera organizado una fiesta de despedida en su honor con fuegos artificiales y un banda de música en la calle. Pero pensaba que alguna fineza que otra en boca del presidente no hubiera estado de más por todos estos años dedicados a la empresa. 

—¡Y saliendo por patas! — dijo Robert desde la mesa contigua mientras giraba su silla hacia él— ¡Nuestro amigo Richard se nos va hacia el sur!

Robert trabajaba como redactor creativo (copy), y durante los últimos tres años había formado equipo con Richard. Tenía veintiocho años, pero aparentaba tener unos cuantos más. Era algo más bajo que alto, su rostro era cuadrado y de él sobresalían unas cejas espesas y horizontales.

—Ya te digo…, boñigo —terminó Richard con una de sus rimas favoritas mientras seguía metiendo sus efectos personales en la caja—. No creo que me vayas a echar mucho de menos…, ¡o sí!…, bueno, yo también te quiero. —Continuó sin prestarle demasiada atención.

A decir verdad, Richard seguía algo decepcionado. No se imaginaba una despedida así. Tenía que ser uno de los días más felices de su vida y sin embargo no había en él ningún asomo de humor.

—¡Vamos, hombre, no seas borde! —apuntó Robert intentando calmar el ambiente—. Solo quería desearte buena suerte.

—Déjame que te diga algo —susurró Richard después de colocar su cara a dos dedos de la de Robert—. Cada gilipollez que ha salido por tu boca día tras día durante estos años ha sido peor que la tortura china de la gotita de agua en mi puta cabeza. Así que, solo por esta vez, te pediría por favor que tuvieras cerradita la puta boca hasta que me vaya. ¿Vale?

Robert permanecía callado, intentando pensar en algo ingenioso para responderle, pero no se le ocurría nada. Estaba tan conmovido que se había quedado sin habla. 

—Pero ¿tú no deberías estar contento por el traslado? —añadió por fin, con la mirada confusa. 

 Después de un pesado silencio, Richard se incorporó y se apoyó en la mesa. A continuación, se pasó la mano varias veces por el rostro enseñando un gesto más relajado. Parecía que hubiera cambiado una máscara de cara enojada por otra más alegre.

—Tienes razón, tío… te pido disculpas —continuó Richard al tiempo que le extendía la mano. Entonces, una sensación de quietud en sus pensamientos le embargó de repente mientras un sentimiento de culpabilidad asomaba en su rostro a causa de  sus ásperas palabras.

—¿¡Sí, lo dices en serio!? —preguntó Robert con voz confusa—. Me pides disculpas a estas alturas… con todas las finezas que nos hemos dicho durante estos años. —Hizo una pausa y se encogió de hombros antes de añadir—: Vale, acepto tus disculpas…, aunque no tiene importancia y, que yo sepa, todo era en plan..., ya sabes, de colega, ¿no?

 —Sí, claro. La culpa ha sido del capullo de Willis —aclaró impaciente Richard al tiempo que sus manos se soltaban—. Al salir de su despacho me ha dado una palmadita en la espalda y, joder…, he tenido la sensación de que el muy cerdo me daba una patada en el culo.

—Bueno —rebufó Robert con una sonrisa torcida—. Ya sabes, ante la… jerarquía, somos unos putos números que pueden sustituirse fácilmente por otros.

Richard asintió con un levísimo movimiento de cabeza diciendo su frase favorita:

—Ya te digo… 

—¡Boñigo! —interrumpió rápidamente Robert con el dedo levantado.

Richard quedó algo aturdido ante la interrupción, pero de inmediato prorrumpió con una carcajada. Robert respondió soltando otra carcajada, pero esta con más fuerza, casi estentórea, que hizo volver la cabeza a algunos de sus compañeros. Cuando terminaron las risas, se dieron un cariñoso abrazo. 

Pasados unos segundos, en un abrazo que ni el uno ni el otro se atrevían a romper, Richard pudo ver a través del cristal a Willis acercándose acompañado de Erick. Entonces, quiso deshacerse del abrazo con un leve empujón. 

Sin embargo, Robert, que estaba de espaldas, no pareció advertir en absoluto la presencia de Willis, y menos aún la intención de Richard de deshacerse de aquel abrazo. Era como si el espíritu de la camaradería hubiera inundado su cuerpo. De pronto, se produjo un pequeño forcejeo entre los dos totalmente surrealista. La voz de Richard, con tono apresurado, dijo: 

—¡Suelta, suelta! ¡Joder! ¡Suelta! ¡Que sueltes…, coño! 

Se soltaron por fin. Robert sonrió y dijo en tono de disculpa:

—Lo siento, pero… la emoción… del… 

Antes de que pudiera terminar la frase, Richard lo interrumpió con un gesto de la barbilla para que girase la cabeza.

Robert giró la cabeza de golpe y, con una expresión de sorpresa en sus ojos, se apresuró a añadir:

—¡Vaya! —comenzó a mover la cabeza como un idiota mientras fingía arreglarse el cuello de la camisa—. Podías haber avisado de que venía el loco, ¿no? 

Richard le lanzó una mirada cuya expresión hacía pensar en lo peor. Era como si pudiera sentir crecer en su interior un instinto animal tan fuerte que tuvo que morderse el labio para no perder el control. Aunque no pudo evitar soltar un bufido y hacer un último comentario:

—Te he avisado…, capullo. No te enteras —su mano formó un puño—. Te voy a…

 En ese momento, Robert se encogió de hombros y, a toda prisa, se instaló en su escritorio. En cambio, Richard se quedó de pie con una risita disimulada. Mientras, Erick iba un paso por detrás de Willis escuchado en silencio mientras este caminaba sin dejar de hablar: 

—El señor Maurice me dijo que tienes algo de experiencia y que desde el primer minuto de la entrevista le impresionaste. —Se detuvo y volvió la vista hacia Erick—. De modo que… te diré algo. —Bajó la voz con aire amenazante y le señaló con el dedo antes de añadir—: Procura no decepcionarle porque, si lo haces, también me decepcionas a mí. Y eso… no te conviene.

Erick asintió con la cabeza, con una confusa mezcla de expectación y azoramiento. No sabía cómo tomarse aquello. ¿Una advertencia? ¿Una amenaza? ¿O sencillamente un capullo con poder? 

Había oído hablar de sus cambios de humor en boca del señor Maurice en un momento de la entrevista. De hecho, le dijo en plan coloquial que todo el mundo en la agencia le llamaba el loco. Pero no se imaginaba tener que deducirlo sin siquiera tener la oportunidad de abrir la boca. 

Por un instante, sintió ganas de mandarlo a la mierda, pero su cerebro hizo un gran esfuerzo por contenerse. Sabía que era realmente un privilegiado al estar allí, y eso le obligaba a censurar cualquier pensamiento de esa índole que pasara por su cabeza.

—Sí, claro…, no sé —dijo Erick titubeando.

A decir verdad, fue lo único que se le ocurrió decir. Tenía la mirada baja, como si de repente le acusaran de algo que no había hecho. Entonces, empezó a oír de repente la risa de Willis y lo miró. Le dio la impresión de que aquel hombre estaba mal de la cabeza. «Hace un segundo parecía que iba a matarme, y ahora se está partiendo el culo», se dijo. Trataba de asimilar todo aquello, pero, antes de poder hacerlo, el susodicho Willis volvía a poner gesto serio. Erick lo miraba más desconcertado si cabe.

Fue entonces cuando Willis se acercó a Erick hasta situarse a pocos centímetros de él. Con un tono más calmado dijo: 

—¡Vamos, hombre, estaba de broma! —posó su mano sobre el hombro de Erick—. Confío en ti. El señor Maurice siempre ha tenido buen ojo para fichar nuevos talentos. Así que, tranquilo…, solo tienes que demostrarlo.

—Claro…, claro —musitó Erick, que tuvo que hacer un esfuerzo consciente para recuperarse. 

A pesar de que la cara de Willis permanecía sonriente, ya no se fiaba y tenía el cerebro en modo suspendido esperando otro cambio repentino de humor. Por unos segundos, pensó seriamente que aquel hombre podía tener algún problema de salud mental o algo parecido. 

—Bien —continuó Willis, y echó a caminar de nuevo con una sonrisa social—. Espero que un poco de presión no repercuta en tu trabajo. Además, aquí la presión es imprescindible, amigo. —Respiró, y siguió hablando sin detener la marcha—. Nuestros clientes quieren constantemente ideas nuevas para cumplir con creces sus objetivos. Y nosotros estamos aquí para dárselas. —Se encogió de hombros y sonrió—. Aunque para eso haya que hacer creer a la gente que va a ser más feliz comprando sus mierdas. —Se volvió hacia Erick e hizo de nuevo una pausa para dar peso a sus palabras—. Nuestra misión es introducir la felicidad perfecta en el cerebro de esos infelices para manejar su voluntad a nuestro antojo. Y la verdad es que la mayoría de veces nos lo ponen a huevo. El ser humano por naturaleza es envidioso, ambicioso y siempre quiere más… y más… y nunca está satisfecho con lo que tiene. De modo que la envidia, la insaciabilidad o la codicia de las personas, no son extras que puedan adquirirse a voluntad, sencillamente vienen de serie. Así que, nuestro trabajo consiste solo en provocar la tensión consciente para provocar la concatenación de sus deseos en modo de alivio. —Hizo otra pausa—. El caso es que la publicidad va destinada a la gente infeliz que sueña con productos que están fuera de su alcance. Y, cuanto mayor sea el índice de insatisfacción de la gente, mayor será el índice del consumo. —Se detuvo un instante como si se olvidara de algo—. ¡Ah!, y esto que te sirva como consigna —dijo con gesto serio—. Nunca hagas un spot que le guste a la competencia. 

—¿Por qué? —preguntó Erick con tono cauteloso.

Antes de responder, Willis lo miró, asintió con la cabeza y alzó las cejas como si dijese: «Mi primera lección magistral al novato». Era un pensamiento inesperado, pero ni de lejos incómodo por su tono de voz. Dijo:

—Bueno, porque seguramente será causa de afirmaciones absurdas, aseveraciones contraculturales e ironía compulsiva. Pero, lo más probable, es que se hagan durante varios meses la misma pregunta. ¿Por qué diablos esa idea no se nos ocurrió a nosotros? 

Erick intentaba encontrar algo que decir, pero en ese preciso instante, Willis se dio la vuelta e hizo un gesto para que lo siguiera. Pasaron al lado de una hilera de escritorios llenos de revistas, fichas, vasos de plástico con restos de café y pantallas Macintosh de última generación. Sin dejar el paso, Willis seguía hablando, al tiempo que iba presentando a todo el mundo casi mecánicamente. Cuando estaban a menos de un par de metros de Richard, se giró de nuevo y dijo:

—Bueno, y ahora…, las putas normas. —Reflexionó unos instantes, como si quisiera que sus palabras se quedaran grabadas para siempre en el cerebro de Erick.

—No se llega tarde, nada de ponerse enfermo y me da igual la pinta que traigas mientras tu culo esté pegado a la puta silla de tu escritorio. 

Erick seguía sin despegar los labios al tiempo que asentía con un levísimo movimiento de cabeza. Willis continuó:

—Y, si consumes drogas…, tranquilo, no serás el primero que lo hace por estos parajes. Seguro que en este puto edificio hay más droga por metro cuadrado que en cualquier favela de Rio. —Hizo una pausa, casi sin respiración—. Al fin y al cabo, soportar tantas horas diarias en este trabajo no es nada fácil. —Se quedó callado unos segundos mirando a Erick con aire pensativo—. Me gusta tu estilo, aunque parece que tienes más cara de cafetero que de farlopero. —Sonrió moviendo la cabeza y él mismo se respondió—. Claro…, sabiendo de dónde vienes…

Erick lo miró y deseó sentirse furioso, pero se limitó a brindarle una empalagosa sonrisa. Por más que le pesara, en el fondo llevaba algo de razón. Lo más fuerte que había tomado en su vida era marihuana, y solo cuando los amigos de la universidad le ofrecían alguna que otra calada. Pero, al mismo tiempo, no podía evitar que acudiera otro pensamiento a su mente: «¿Qué insinúa este capullo, que la exclusividad de la droga solo pertenece a las agencias más grandes? Menuda gilipollez» —hizo una pausa mirando en derredor.

— O… ¿tal vez sí? —se oyó decir. 

De repente, su mente empezó a desviarse de la realidad. Durante un largo segundo, creyó ver a dibujantes, diseñadores, secretarias, comerciales y todo bicho viviente embutidos en su ropa de marca goteando sangre por las fosas nasales por culpa de la dosis mañanera de coca. Aquello le hizo asentir lentamente con la cabeza como si acabara de revelar un secreto a voces. 

Willis volvió a caminar, pero esta vez con un paso ligeramente más rápido después de hablar sin interrupción durante un par de minutos. Erick parpadeó un par de veces y recuperó la plena conciencia de sí mismo después de olvidarse de aquel extraño delirio. Luego le siguió dócilmente, aunque le costó no volverse para mirar de nuevo las napias del personal.

Cuando por fin llegaron a la altura de Richard, Willis observó a este, al tiempo que miraba de soslayo a Robert con aire guasón. 

—Bueno, Richard, vamos al asunto —dijo Willis—. Te presento a Erick, la persona que va a cubrir tu plaza.

Richard le extendió la mano. Robert se incorporó y Erick también lo hizo con gesto decidido. Los tres se estrecharon las manos. Durante un largo instante, ninguno de los cuatro dijo nada. 

—Tendrás que poner a Erick al tanto —dijo Willis mirando a Richard cuando llegó el momento de volver a hablar.

—Así es —admitió Richard con una leve sonrisa.

En ese preciso momento, desde algún lugar a su espalda, Erick oyó un par de carraspeos mientras una voz femenina subía poco a poco de volumen:

—¡Hola! —Se dirigió a Willis—. Dentro de quince minutos tenemos una reunión con… el Comandante.

Antes de que todos se girasen, Erick ya se había vuelto. 

«¡Oh, Dios, no! ¿Pero qué diablos?», se dijo, «¡Otra mujer sexy! ¡Piernas espectaculares! ¡Cara bonita! ¡Y delantera…!».

De repente, unas simples carpetas que llevaba ella entre los brazos, cruzadas sobre su pecho, le interrumpieron con la misma línea de pensamientos que había tratado de evitar con la chica de recepción. Su mente había estado a punto de desbocarse de nuevo. Entonces, al sentirse responsable de aquel estado de adolescente salido, asomó un sentimiento de culpabilidad y se preguntó cómo narices podía haber dado dos patadas a su propio libro moral en tan poco tiempo. Aunque, casi de forma simultánea, en un alegato de su propia defensa que procuraba minimizar todos esos principios utópicos y esa especie de moralidad interina, quizás, lo que ocurría solo era que su cuerpo ya le pedía echar un buen polvo. El hecho es que, desde la ruptura de su última relación, y de eso hacía ya unas cuantas semanas, su mente seguía siendo dependiente de sus recuerdos. Sin embargo, su cuerpo empezaba a exigir la satisfacción de las necesidades básicas. Aun así, ese fenómeno de que aquello fuera natural en su interior, en el fondo, le hacía sentirse un poco incómodo.

—¡Bien, vamos! —repuso Willis con un tono ligero.

Ella asintió con un levísimo movimiento de cabeza y se movió un poco con un gesto de querer irse, pero se quedó donde estaba cuando oyó de nuevo la voz de Willis. 

—¡Oh, mierda! —dijo en tono de disculpa mirando a Erick—. Lo siento, te presento a Sara, capaz de representar a la agencia como nadie. 

Ella movió la cabeza en un gesto de modestia y dejó escapar una risita.

Sara era ejecutiva de cuentas. Tenía el cabello negro como el azabache, las facciones cinceladas y unos labios carnosos y bien delimitados. Llevaba una chaqueta azul, camisa blanca ceñida y una falda justo por encima de las rodillas que le quedaba de muerte. Unas gafas de pasta ante sus ojos color miel no hacían más que realzar su aspecto de pin up. No hacía falta pensar mucho para darse cuenta, por su físico y belleza, de la primera impresión que podría causar a los clientes. Aunque le resultó un poco molesto que a su cabeza acudiera un pensamiento tan simplista y machista con tanta facilidad.

Tras unos segundos de intercambios de miradas, ella sonrió y le tendió la mano firme y nada tímida.

—¡Hola! —dijo—. Encantada.

Erick había recuperado bruscamente la conciencia de sí mismo. Sin embargo, no pudo evitar dejarse llevar de nuevo por las fuerzas del micromachismo y hacer una última nota mental acerca de la imagen de Sara: «¡Vaya! Por primera vez, alguien del departamento de cuentas me va a caer bien».

Mientras, Richard y Robert lo observaban con una especie de gratificante sensación de curiosidad cual si fuesen dos tipos esperando algún tipo de expresión estúpida como hacen los de su especie cuando ven una hembra de esas características. Pero la mente de Erick ya funcionaba normalmente y tenía todo bajo control. Dijo: 

—Lo mismo digo —estrechó su mano educadamente. 

Entonces, ella se inclinó hasta que sus labios besaron las mejillas de él. Los demás se echaron a reír cuando concentraron sus miradas en el rostro de Erick. Sara le había dejado huellas de pinta labios en cada una de sus prominencias faciales.

—¡Oh, vaya! —dijo Sara exaltada—. Lo siento, lo… lo siento tanto. 

  Es lo único que podía articular. Tenía la voz entrecortada. Se dio cuenta enseguida y alzó una de sus manos hacia ella.

—¡Tranquila! —dijo mientras con la otra mano trataba de limpiarse—. No tiene importancia.

Ella lo miró sin saber hasta qué punto se había tomado en serio su torpeza, y se echó a reír como si quisiera excusarse. Erick también se echó a reír hasta que, unos segundos después, Sara dijo: 

—Bueno, yo… me adelanto —lanzó una ojeada a su reloj con aire nervioso y señaló a Willis con el índice. 

Este movió la cabeza en un gesto de asentimiento mientras el resto se quedaba en silencio observando cómo se marchaba. Robert la miró de una manera que decía: «¡Dios mío, qué rica está!». Pero sólo dijo:

—No está mal…, ¿eh?

—Ya te digo, boñigo —aclaró Richard con la estrofa de costumbre—. Pedazo de mujer. ¡Sí, señor!

En ese momento, la voz de Willis sonó en dirección a ellos:

—Lamento interrumpir vuestro estado de… cómo lo diría… quizá la palabra más adecuada es… ¿embobamiento? —Hizo una pausa antes de adoptar un tono burlón—. ¡Ah, no, espera! Acabáis de atracar un banco y estáis forraos de pasta. Y ahora veis a todas las mujeres como ella con un número en el culo, ¿no? Pero, como ahora os sobra el dinero, dos idiotas como vosotros podéis comprar todas las papeletas, ¿verdad?

—Bueno, no estaría mal… —murmuró Robert—. ¡Sería el idiota más feliz del mundo! Ante lo cual, Richard lució una amplia sonrisa y alzó el pulgar. Al parecer, estaba completamente de acuerdo con Robert.

Willis echó un vistazo al reloj, como si el momento «tíos», hubiera terminado. Así que, con gesto serio, se dio la vuelta y abandonó la sala sin decir nada más. Todos le siguieron con la mirada atenta, como si estuvieran viendo un bicho raro alejarse delante de ellos. 

—Este tipo me pone de los nervios —añadió Richard entre dientes—. Estoy hasta los huevos de sus repentinos cambios de humor. Deberían conservarlo en un frasco de esos que hay en los laboratorios como espécimen de la raza humana.

—¡Bah!, no dejes que te saque de tus casillas —dijo Robert con aire despreocupado—. Además, para lo que te queda en el convento…

—¡Me cago dentro! —terminó Richard, soltando una carcajada.

Erick no se dejó vencer por el momento de erudición en asuntos de proverbios y refranes populares y decidió permanecer callado. Eso sí, aun podía percibir los pequeños coletazos en el aire de humor machito.

Durante la siguiente hora, pusieron a Erick al día. No era ningún becario, y todo fue más rápido de lo normal. Poco después, Richard, con expresión de alivio, recogía la caja con sus pertenencias y extendía la mano de nuevo a los dos. Se desearon suerte. A continuación, se daba la vuelta y salía del despacho con un semblante que parecía mezclar anhelo y aflicción a partes iguales. Entre tanto, Erick observaba tras el cristal la escena y Robert regresaba al despacho. Después de un leve silencio, Robert echó la silla hacia atrás e inspiró profundamente. Se volvió a Erick y dijo:

—Vale…, permíteme decirte algo —farfulló como si estuviera pensando mientras se giraba de nuevo hacia Erick—. Hoy es tu primer día, y aún no sabes cómo se cuece aquí el tema, ¿verdad? Sé que vienes de otra agencia, y crees que eso te va a ayudar. Pero, amigo, esto no es la casa de Hello Kitty. A decir verdad, pareces un buen tío, una buena persona. Pero, si no quieres que tu cabeza termine debajo de algún pie, deberías de pasarte al lado oscuro cuanto antes. —Miró a Erick y de nuevo hizo otra pausa para luego seguir hablando—. En cierto sentido, puede decirse que la misma cara de gilipollas que tienes ahora, la hemos puesto todos el primer día. —Lo miró calculadoramente—. Pero tranquilo, antes de que te des cuenta, tus huevos se retorcerán poco a poco, los músculos de tu culo se apretarán como los de una puta muñeca, y una especie de exacerbación de la ira no tardará en arraigar en tu cabeza. Luego, descubrirás tu piel dura, tu mirada asesina y tu alma de mercenario cuando el Comandante conceda a tus congéneres una condecoración como premio por conseguir una suculenta cuenta. Pero, en lugar de medallitas, serán billetes de avión, reservas en los mejores restaurantes de la ciudad o fiestas salvajes que se prolongan hasta altas horas de la madrugada. —Se encogió de hombros—. Por no decir cuando la cúpula los invita a tomarse unos Gin-tonic en la azotea, mientras que habrá días en los que ni se darán cuenta de que tú existes. —Soltó una risita irónica—. Así que, ya sabes, o ellos, o tú.

Erick meneó la cabeza, incrédulo, mientras su mente comenzaba a establecer el mismo paralelo. Es decir, había hecho una nota mental de todo el rollo que Robert acababa de soltarle, aunque, por una extraña razón, solo veía una palabra distinguirse del resto: «Comandante». Era como si su cerebro se hubiera tomado la molestia de subrayarla. 

Recordó que Sara también había utilizado la misma palabra. Luego, pensó que había mil maneras de llamar a un jefe, sobre todo en términos militares, pero, sin saber muy bien por qué, era consciente de que Robert necesitaba explayarse con ese asunto. De modo que lo miró y, adoptando un tono de sorpresa, le preguntó: 

—¿El Comandante? 

—¡Sí, el Comandante! ¡El puto Comandante! —replicó Robert con sequedad.

El director general, el señor Hensleigh, nombre en código: el Comandante, tiene unos sesenta años, pelo canoso y frondosa perilla. Su manera de dirigir la agencia podría ser acreditada sin el menor atisbo de duda por cualquier arma de infantería de los Estados Unidos. De ahí, viene su apodo.

—¿Y, por qué le llamas así? —siguió Erick mostrando un fingido interés.

Entonces, en tono ansioso, como si tuviera el deseo vehemente de contestar, Robert añadió:

—¡Joder! ¡Porque el tío insiste hasta la exageración en mantener el orden y la disciplina como si fuera el jefe de un puto pelotón…! —Se paró y cogió aire un instante antes de seguir—: El muy cabrón desarrolla cada campaña como si fueran auténticas misiones militares. Es como si cada uno de nosotros fuese un jodido soldado y nuestro cometido estuviera bien definido y, como resultado, resultara el conjunto de la misión. Es decir, somos como la puta infantería que permanece en la trinchera para defender el puto reino y engordar su cuenta bancaria y la de su plana mayor. —Cogió una posición más erguida, como si quisiera estar más visible, y continuó—: Así que, por ende, quiere que la tropa —se señaló a sí mismo— o sea…, nosotros, esté siempre con todos los músculos del culo, las pelotas y el cerebro sometidos al férreo sistema de los concursos de cuentas como si se tratase de una maldita guerra y de ello dependiera la suerte de este país. —Hizo una pausa y alzó la mano con el índice hacia arriba para reforzar el efecto de sus palabras—. ¡Y, recuerda! A quien se le ocurra bajarse los pantalones y dejar la trinchera, lo ejecutará sin contemplaciones a la sentencia del despido.

Erick lo observaba con expresión expectante como si quisiera informar a Robert de que no estaba malgastando sus valiosos consejos, y mucho menos la información que le había dado del perfil del Director General. De modo que le hizo un gesto con la barbilla, como diciendo: «Sigue, sigue hablando». 

Robert sonrió, y de repente se llevó la mano derecha sobre el corazón, antes de añadir:

—¡Soldado!, ¿juras y prometes por tu conciencia y honor, cumplir fielmente tus obligaciones, conseguir y hacer conseguir campañas aunque para ello tengas que echar más horas que un puto esclavo? —Hizo una pausa y respiró—. ¿Y, si preciso fuera, renegar de tu vida social durante semanas seguidas en defensa de la agencia Marbel? —Erick imitó el gesto y se llevó la mano al pecho.

—¡Sí, lo juro! —exclamó con ánimo de seguirle la corriente.

Robert había tomado aire por la nariz mientras dejaba caer libremente la mano de su pecho. Luego se echó a reír y dijo en voz alta:

—¡Bueno, pues hala! Ya eres… un puto soldado más.

En ese momento, Erick, sin perder el sentido del humor, se llevaba la mano derecha con los dedos juntos hacia la sien, como si le dijera: «¡A la orden, capullo!». Pero decidió censurar la última palabra y solo dijo:

—¡A la orden!

Los dos se quedaron mirándose a los ojos sin decir una palabra durante un rato y, cuando Erick estaba a punto de decir que ya habían hecho bastante el idiota, Robert empezó a reírse estrepitosamente. 

Erick lo miró y entornó los ojos en un gesto de confusión. Pero no pudo evitar echarse a reír también.

—Bueno, volvamos al tema de los consejos. —Repuso Erick—. ¿No dejo que me pisen, o soy yo el que debe pisar? La verdad, no me ha quedado muy claro ese asunto.

—¿Cómo dices? —preguntó Robert con gesto confuso. 

—¡Sí, hombre! —exclamó Erick. Y añadió, como si estuviera súper interesado—. La frase que has dicho antes, esa de o ellos, o yo.

Robert se quedó un momento fuera de juego, como si tratara de hacer memoria. Obviamente no registraba el elevado grado de sarcasmo que utilizaba Erick en sus palabras. Y, al recuperar la compostura, dijo:

—Pensaba que te había quedado claro. Pero, dado que has sacado de nuevo el tema, pues sí…, tú eres el que debe pisar primero —repuso enérgicamente al tiempo que se giraba de nuevo hacia su escritorio—. Y verás como algún día tú también consigues alguna medallita. —Apoyó su espalda sobre la silla con la cabeza hacia atrás, y añadió—: No sé…, pero me da que juntos vamos a hacer buen equipo.

A Robert, por momentos, se le veía distinto. No se apreciaba en su rostro el menor asomo de la apatía o tibieza que mostraba últimamente en el trabajo. Todo lo contrario, miraba con los ojos bien abiertos, casi incitante. 

Últimamente, cuando regresaba a casa, se preguntaba en qué momento había dejado la ambición y las ganas de trabajar para apoyarse fielmente en una simple rutina. Se preguntaba por qué nada más empezar el día ya sabía cómo iba a terminar. Se preguntaba en qué momento la agencia Marbel había dejado de ser un torrente de ideas para convertirse en un lago estancado de pereza intelectual y estreñimiento creativo. Se preguntaba por qué parecía una agencia vieja sin serlo. Se preguntaba por qué él parecía viejo sin serlo.








CAPÍTULO 1